Tuesday, January 22, 2008

CAPITULO 5

Aquella tarde de 1983, que me afilié a Falange, cambié sin pretenderlo el resto de mi vida.
Unas semanas antes de aquella fecha, acudí a comer a casa de mi abuela materna, sin duda el miembro de mi familia que más respetaba; y, aunque hacer comparaciones siempre resulta odioso, probablemente mi admiración hacia ella tan sólo sea equiparable a la que, más adelante, sentiría por otros ídolos de mi vida como el Che, Gandhi, y, por supuesto, José Antonio Primo de Rivera y Ramiro Ledesma Ramos.
No fue su vida un camino de rosas, precisamente, la maldita guerra truncó de cuajo sus ilusiones y proyectos dando vida, a la vez, a la más hermosa historia de amor que he conocido.
Ésta comenzó en pleno conflicto civil, en una pequeña población turolense ignorada por los mapas, denominada Libros. Este pequeño enclave, encajado entre montañas y bordeado por el Turia, está situado cerca de los límites de las provincias de Valencia y de Cuenca, junto al agreste paraje denominado Rincón de Ademuz, a tan sólo 29 km de la ciudad de Teruel.
En aquellos años, compartían sus vidas en aquel recóndito lugar no más de dos centenares de almas; mi abuela, por entonces una joven y atractiva moza, convivía en el domicilio familiar con sus padres y diez hermanos. Las perspectivas de futuro que se presentaban entre los pobladores no eran demasiado halagüeñas, la única salida al campo consistía en emigrar a la capital y probar fortuna, y eso suponía un riesgo que no todos estaban dispuestos a probar.
La gran casa familiar, construida hacía dos siglos por sus antepasados, se encontraba junto al único camino de acceso a la población, a tan sólo unos metros del cauce fluvial. Allí mi abuela acudía, diariamente, a hacer la colada con sus hermanas, puesto que en su hogar, como en la mayoría de las viviendas rurales de entonces, carecían de agua potable y de luz. La joven Prudencia, pues así era su nombre, aun a pesar de esas privaciones básicas, se sentía feliz, no en vano su padre era uno de los agricultores con más tierras de la comarca y no echaba en falta lo que nunca había conocido más que de oídas. La vida en ese ignorado paraje discurría monótona y placentera.
Las intensas disputas políticas que invadían el resto de España no habían carcomido todavía a los apacibles moradores de Libros que vivían, al igual que sus antepasados, arañando duramente las fértiles tierras con la intención de arrancar de su seno las frutas y las verduras que les permitirían subsistir. Tan sólo los domingos transcurrían distintos; ese día, los vecinos se engalanaban con sus mejores trajes para acudir a escuchar la misa que un anciano sacerdote impartía en la acogedora iglesia del lugar. En esos duros años, no existían discotecas ni bares de copas, y las mozas aguardaban con ilusión la llegada de las fiestas patronales para acudir al baile de la plaza donde, con un poco de suerte, algún atractivo joven les invitaría a marcarse un pasodoble o una jota. A partir de los quince años, entraban en edad casadera, y esos discretos y castos encuentros solían servir como ocasión de oro para encontrar futura pareja, siempre bajo la mirada aquiescente de los padres, claro. Así había sido y así sería.
Pruden tenía fama de ser la chica más maja del contorno, aunque a ella esas habladurías le resultaban indiferentes; no tenía novio ni ganas de buscarlo, pero esperaba impaciente la llegada de los festejos, con suerte, conocería a gentes nuevas que le hablarían sobre sitios distintos y no tan distantes del limitado mundo campesino donde se desenvolvía. Su carácter alegre y abierto chocaba con el de sus hermanas, excesivamente chapadas a la antigua y llenas de miedos y complejos; por el contrario, mi abuela soñaba con conocer mundo, abrirse a nuevas experiencias y quizá… ¿emigrar? ¡Sí! Ésa podía ser una buena opción, aunque… ¿irse adónde? Bueno, eso era lo de menos… quizá podría ir a trabajar a una casa pudiente de la capital, como algunas vecinas suyas, aunque eso de servir de chacha a otro no acababa de convencerle mucho, no buscaba salir de la esclavitud del campo para entrar en otra quizá peor. Su carácter orgulloso e independiente empezaba a emerger con fuerza. No tenía que preocuparse por su futuro, todavía contaba con tiempo. Tenía dieciséis años cuando las campanadas marcaron el inicio de 1936.
El triunfo del Frente Popular en las elecciones de febrero no supuso para los lugareños una alegría especial. ¡Total, ganara quien ganara, continuarían deslomándose sobre el terreno tan duramente como siempre! Puede que esa victoria beneficiara a las gentes de las ciudades… ¿pero en serio alguien podía pensar que alteraría lo más mínimo la vida en el pueblo? Los políticos no se preocupaban por esas pequeñeces; en Libros no tenían muchos votos que disputar, y todo seguiría igual. En ese ambiente de indiferencia, Pruden se mostraba feliz.
Sus padres siempre se preocuparon de darles, a ella y a sus hermanos, una buena educación. Todos sabían leer y escribir, que ya era bastante en aquellos tiempos, pero mi abuela quería más, sentía fascinación por aprender, y los libros se presentaban como eficaces instrumentos para ampliar sus conocimientos. Incluso se había atrevido a escribir poesías; sus amigas decían que todo eso eran memeces que no le conducirían a nada, pero a mi yaya le permitía crear mundos imaginarios más felices que el actual. Leyendo, había conocido las palabras libertad e igualdad, que se le antojaban grandiosas; en algunas revistas, se enteró del programa político que presentaba el Frente Popular y se sintió atraída por él, ya que, entre los postulados, figuraba la aceleración de la reforma agraria y la revisión de la legislación social. ¡Cuánto agradecerían estas medidas los suyos, si llegaran a llevarse a término! Ojalá la victoria izquierdista diera un impulso a todas esas medidas sociales tan necesarias.
Aunque inexperta, no era tonta y creía en la igualdad entre hombres y mujeres, aunque no lo decía en casa: la mentalidad de su padre no estaba preparada para esos preocupantes planteamientos revolucionarios y exponerlos en público podía suponerle un duro castigo. ¡Ya llegaría su hora! Por el momento, soñaba con estudiar un oficio en alguna lejana urbe, de esas que aparecían en las gacetas; su profesión la tenía decidida, sería algo que tuviese que ver con la medicina… quizá enfermera. En Libros, no había servicio médico, y las enfermedades hacían estragos entre los pequeños vecinos; dos de sus hermanitos ya murieron por falta de medicamentos. Posiblemente, en la ciudad se habrían salvado, pero ahí… tan abandonados a su suerte… ¡Sí! ¡Sería enfermera en un pueblo…! Así podría ayudar a salvar las vidas de otros niños.
Además, estaba convencida de que, con el triunfo de la coalición, se le facilitarían las cosas. Las mujeres tendrían las mismas oportunidades de estudiar y trabajar que sus compañeros del sexo contrario… habría libertad. Los señoritos dejarían de explotar a sus paisanos, y se abriría un nuevo futuro de oportunidades para su generación. ¡Era perfecto!
Pocos meses después de esa alegría, una dramática noticia sacudió como un mazazo todos los hogares del pueblo: había estallado la guerra.
El suceso se lo contaron a su padre los guardias civiles del puesto cercano. Todo había ido muy rápido. El 17 de julio, la guarnición militar de Melilla se alzó contra el gobierno apenas constituido; al día siguiente, el ejército español de Marruecos, encabezado por el general Franco, secundó el golpe. El mismo 18, el general Queipo de Llano al grito de <<¡viva la República!>>, sublevó los cuarteles de la capital hispalense. Otras ciudades, como Valladolid y Zaragoza, se sumaron desde los primeros momentos. Por parte del gobierno republicano, las informaciones referían que se estaba armando al pueblo de Madrid y que, a esas horas, se peleaba cuerpo a cuerpo, en las sierras cercanas a la capital. Todo era confuso y preocupante.
-¿Y nosotros con quién estamos? ¿Con el gobierno o contra él? -preguntó mi bisabuelo a los civiles.
-Lo jodido es que no lo sabemos. La zona donde estamos es tierra de nadie.
Aunque pueda resultar sorprendente, así era. Teruel quedó en manos de los sublevados desde el primer momento del alzamiento, pero el terreno donde mi familia vivía atravesaba la línea imaginaria que separaba a ambos contendientes y, al carecer de valor estratégico, no entró en disputa.
La preocupación de los primeros días se tornó en tranquilidad al ver que, con el paso de las semanas, todo transcurría igual. Ni un incidente, ni un solitario disparo enturbiaba la paz de la localidad.
-Esta guerra se luchará en las ciudades -oyó decir mi abuela a un entendido.
<>, pensó ella.
De esta forma, transcurrió lo que restaba de 1936 y casi todo el año siguiente. Las pocas referencias al conflicto las sabían por medio de la Guardia Civil y el médico del pueblo cercano. En Libros, no existía ni un mal transistor.
Pero cuando ya empezaban a creer que la guerra pasaría de largo, sucedió lo inevitable. Después del verano del 37, comenzaron a ver, sobrevolando las montañas y cada vez más insistentes, las siluetas inconfundibles de los aviones de combate; en ocasiones, volaban bajos, y los pilotos desde sus cabinas saludaban con la mano a los lugareños. Pasadas las semanas y perdido el miedo inicial, la situación se tornó en motivo de jolgorio entre la chiquillería local y, cuando el viento traía el sonido de los motores de las aeronaves, los niños salían corriendo de sus casas para saludar a los del cielo mientras perseguían sus estelas. Nadie sabía de qué bando eran, pero mientras no soltasen su mortífera carga por las inmediaciones serían bien recibidos.
En diciembre de ese año, comenzó la batalla por la toma de Teruel y, en Libros, conocieron in situ las tragedias de la guerra.
Todo se inició con unos lejanos sonidos semejantes a las detonaciones de barrenos que, en ocasiones, habían escuchado en las minas cercanas; pero no era lo mismo. Este estruendo sonaba mucho más continúo y, por la noche, se observaba en la lejanía múltiples destellos de luz semejantes a miles de rayos descargando simultáneamente. Mi abuela contemplaba el horizonte y sentía terror y tristeza.
-Esos ruidos vienen de los cañones que bombardean Teruel. Me ha dicho Benito que los civiles le han confirmado que el frente está a menos de 20 Km de aquí -le explicó su hermano Manuel, mientras le cogía cariñosamente del hombro.
-¿Y llegarán hasta aquí?
-¡Quita! ¿Qué se les ha perdido en Libros? Aquí no hay fábricas ni nada de interés; tranquilízate, hermana, esto es lo más cerca que vamos a estar de la guerra.
Pero no fue así. A la madrugada siguiente, multitud de camiones y vehículos del ejército republicano ocuparon la localidad. El alto mando había decidido construir un hospital de campaña en esa ubicación para atender a los múltiples heridos en los combates.
En pocas horas, la intendencia requisó algunas casas deshabitadas e iniciaron, con rapidez, el montaje de varios quirófanos; al mismo tiempo, decenas de jóvenes soldados ocupaban la villa instalando ametralladoras antiaéreas aquí y allá. Un bando militar llamó la atención de los vecinos: <>.
Sin pensárselo dos veces, Pruden y un par de sus hermanas se presentaron en el templo. Quizá podrían ser útiles en medio de tanta desgracia.
Durante un mes, realizaron a diario un curso donde aprendieron técnicas de primeros auxilios; al finalizarlo, recibieron la certificación que les acreditaba estar en condiciones de desempeñar ese oficio.
Un capitán informó que se precisaban enfermeras para quirófanos de urgencia, y mi abuela acudió feliz a ese puesto, sabía que, aunque desagradable, era el que más satisfacciones le aportaría; haría lo imposible por ayudar a salvar a los pobres muchachos que llegaban destrozados desde el cercano campo de batalla.
Laboraba sin descanso de sol a sol; nunca salió de sus labios una queja y, en poco tiempo, se convirtió en toda una profesional. La conmovía profundamente ver morir a diario a chicos tan jóvenes como ella; a aquellos que sabía que no tenían cura, les ofrecía un último consuelo, quizá un beso en la frente, para que, al expirar, marcharan con la tranquilidad de saberse queridos y acompañados en ese trascendental momento.
Su carácter trabajador y humano no pasó desapercibido entre los médicos y la tropa destinada en el lugar. Ellos se desvivían por agasajarla con sencillos obsequios, generalmente, unos sencillos ramos de flores silvestres, pero que, en esa situación, semejaban todo un tesoro. Mi abuela, con diecisiete años, era casi una mujer.
-Pruden -le dijo una tarde un médico militar-, descanse un día, que al final caerá mala.
-La guerra no descansa, y estos pobres chicos precisan de la ayuda de todos. No puedo permitirme el lujo de parar ni un minuto -respondió.
Cuando por las mañanas, antes de incorporarse a su labor, acudía a la fuente de la plaza con la tinaja para llenarla de agua, todos los milicianos hacían cola para ayudarla.
-Qué buenos eran -me dijo recordando esos tiempos, ya en su vejez-. Con todo lo que estaban pasando y qué buenos eran.
La rutina se adueñó del campamento; el trasiego de camiones y de ambulancias que transportaban heridos transcurría constante; entre tanto, los muertos se agolpaban, cubiertos por mantas, en un pequeño corral.
En medio de tanto dolor y sufrimiento, los cirujanos se disputaban los servicios de mi abuela, que seguía realizando su trabajo con ilusión y portaba siempre una sonrisa. Hasta aquel día en que, de forma casual, sus miradas se encontraron, y un intenso escalofrío les recorrió a ambos.
Prudencia lo conocía de vista, aunque nunca antes habían conversado. Se trataba de un joven capitán médico incorporado en el hospital hacía muy poco y del que se decía que tenía unas manos de oro. Eso era bueno, puesto que ejercía como cirujano. En el poco tiempo que llevaba destinado en ese puesto, se había ganado merecida reputación de excelente galeno y mejor persona. Se llamaba Orencio y tenía veintisiete años.
Fue un flechazo el que atravesó sus corazones y se instauró en sus almas. En una fracción de milisegundos, se dieron cuenta de lo mucho que se atraían.
Ella tenía una talla normal, pero era sumamente atractiva y con un tipo precioso; su pelo, negro azabache y los ojos, del mismo color. Aunque nacida en un pueblo, hacía gala de un gran estilo y derrochaba simpatía por los cuatro costados. Él había nacido en Valencia y, desde muy pequeño, soñó con estudiar medicina, hasta que consiguió matricularse en la Facultad; supo aprovechar muy bien el tiempo y aprobó todas las asignaturas con matrícula de honor, lo que en 1933 le valió conseguir una beca con el nombre de <>, que la Diputación otorgaba a los mejores alumnos para estudiar la especialidad de cirugía en la Facultad de Medicina de Munich. En la Universidad de Valencia, contó con los mejores maestros, médicos que hoy dan nombre a calles y a avenidas: Dr. Peset Aleixandre, Dr. Gil y Morte… y tantos otros.
Orencio descendía de una familia de larga tradición republicana, y él sentía afinidad por las mismas ideas, aunque sin fanatismos. Lo que tenía claro es el profundo rechazo que le provocaba el régimen de Hitler. Durante su estancia en Alemania, no acabó de gustarle ese sistema político que consideraba inhumano y frío. Al iniciarse la contienda civil, el joven cirujano se alistó voluntario al ejército republicano y solicitó ser destinado en algún hospital de la primera línea de combate, donde creía que sería más útil.
Apareció en Libros una mañana, no sabía de la existencia de esa población y tampoco le prestó mucha atención. Sólo una misión guiaba sus pasos: colaborar con sus colegas para salvar la mayor cantidad de vidas posibles. No perdió el tiempo y, en seguida, empezó a operar a los heridos; su labor no se presentaba agradable, en muchos casos le tocaba amputar miembros destrozados, y eso le dolía en lo más profundo. En otras ocasiones, donaba su propia sangre en transfusiones de emergencia, tal era la carencia de medios existente. Pero la enorme satisfacción obtenida al ver que lograba salvar una vida le servía de acicate. Las mozas del pueblo no tardaron en fijarse en ese apuesto doctor que, con el pelo engominado hacia atrás, tanta ilusión mostraba en su trabajo y tanta gracia mostraba de continuo. Pero él no fijó sus ojos en ninguna mujer hasta el día en que se cruzó con Prudencia.
Cuando iniciaron la conversación, ambos se mostraron tímidos, y sus primeras palabras versaron sobre medicina y las tristezas y alegrías que ese oficio les aportaba. Conforme fueron pasando las semanas, la amistad creció y, aprovechando una tregua en el combate, Orencio propuso a Pruden salir a merendar al campo. Aquella tarde hablaron mucho y, a su regreso al pueblo, ya se habían comprometido como novios.
A la mañana siguiente, varios aviones dejaron sentir el ruido de sus motores, pero cuando los niños salieron a saludarlos como otras veces, de las panzas de los bombarderos salieron despedidas multitud de bombas que explotaron sobre el pueblo llenándolo de muerte y desolación. Por fortuna, ninguno de nuestros protagonistas resultó herido, lo que no evitó que en la tragedia perdieran para siempre a amigos queridos. A pesar del intenso dolor que les embargaba, acudieron urgentes a sus puestos en el hospital. Les esperaba mucho trabajo.
Los meses pasaron y, con ellos, todo el año 1938. La relación entre ambos jóvenes se consolidó y, unidos por la ilusión de la profesión y de un futuro en común, decidieron compartir el resto de sus vidas y casarse al finalizar la guerra. Sus familias vieron con alegría el enlace y apostaron por la feliz pareja. Las jóvenes del pueblo felicitaron a los novios y, sobre todo, a mi abuela, que estaba exultante de alegría. El lamentable conflicto había servido para unir las vidas de dos almas gemelas.
La relación transcurrió perfecta, Orencio se desvivía en detalles hacia su prometida a la que amaba con locura, y ella sentía adoración por cuanto él decía o hacía, tenía suerte de haber conseguido enamorarse de alguien tan humano y detallista.
Pero la guerra seguía, y Libros volvió a ser bombardeado por la aviación facciosa. En este segundo ataque aéreo se produjo una gran matanza. Junto a la iglesia existían unas peñas de roca y, al pie de ellas, unas pequeñas cuevas que la gente utilizaba como refugio. Aquella jornada trágica, las oquedades estaban repletas de lugareños que buscaban eludir la metralla y la desgracia se cebó en ellos: un obús cayó justo en la entrada de la cubierta, y la onda expansiva hizo el resto. Decenas de cadáveres se entremezclaban mutilados en el polvoriento suelo: niños, mujeres, ancianos. Algunos lograron sobrevivir rodeados de fragmentos descarnados de sus seres queridos. Todo el pueblo se conmocionó por el suceso, y los quirófanos no pararon de trabajar durante muchos días.
En abril de 1939, llegó la desoladora noticia que Madrid había caído en manos de Franco, la guerra estaba perdida. En las horas posteriores, cientos de vehículos militares de la república abandonaron la zona camino a la ciudad del Cid. Derrotado el ejército rojo, sólo quedaba el exilio; tal vez, si lograban llegar al puerto de Valencia, les quedara una oportunidad. En ese ambiente de desánimo generalizado y huidas caóticas, únicamente dos personas permanecieron en su puesto en el hospital de campaña de Libros: Orencio y Pruden. No podían dejar a su suerte a los más desfavorecidos.
Horas más tarde, el ejército franquista ocupó la abandonada población. El mando nacional se percató de que un joven capitán médico seguía operando en condiciones infrahumanas acompañado por una hermosa enfermera; aunque vestía uniforme republicano, su gesto conmovió al oficial invasor, que se dirigió a él en estos términos:
-Mi Capitán, en nuestras filas contamos con abundantes heridos. ¿Quiere usted atenderlos?
-¡Por supuesto! -dijo el médico-. La medicina no entiende de rojos y azules. ¡Éntrenlos, y yo les atenderé!
Y así ocurrió. La actitud de mi abuelo supo ganarse el respeto tanto de vencedores como de vencidos, al menos, hasta ese momento.
Finalizado el conflicto, la feliz pareja se mudó a Valencia donde contrajeron matrimonio canónico. La complicidad que existía entre ambos era enorme y se dejó ver en la celebración religiosa. Cuando el sacerdote fue a pronunciar la típica frase: <>, se confundió y dijo: <>. Al darse cuenta del error debido a las risas de los novios, quiso enmendarlo sin éxito diciendo: <>. Las carcajadas contenidas casi dan al traste con la ceremonia, que al final se pudo celebrar. A la salida, estaban pletóricos, tenían toda la vida por delante, pero la dicha fue breve.
Pasadas unas semanas, la policía detuvo a mi abuelo cuando entraba en su domicilio. Su delito: haber colaborado con el ejército rojo. El denunciante, un compañero de carrera que, de esta forma tan vil, quiso quitarse de en medio a quien más sombra podía hacerle para optar a la nueva cátedra de cirugía que, en breve se instauraría en la Universidad de Medicina de Valencia.
A escondidas, fue trasladado a un campo de concentración de Zaragoza, donde se dedicó a curar a los enfermos que ahí malvivían. Mi abuela ignoraba su paradero y movió carros y carretas para saber dónde estaba, si es que todavía no había sido fusilado en alguna solitaria cuneta.
Por mediación de unos amigos falangistas de mi abuelo, supo su destino y allí acudió a verle. Estaba muy desmejorado y depresivo, pero al ver a su esposa se le abrió un rayo de luz y de esperanza. Sus colegas hablaron con don Adolfo Rincón de Arellano, alcalde de Valencia y compañero de promoción de mi abuelo, quien se ofreció a realizar cuantas gestiones estuvieran en su mano para solucionar el problema. Finalmente y gracias a los informes positivos que dio el oficial nacional que ocupó Libros, fue puesto en libertad sin cargos. Pero ya era tarde, la semilla de la muerte había anidado en su interior.
Pocos meses después de su liberación, falleció de tuberculosis con tan sólo treinta años, Pruden quedó viuda con veinte, y mi madre, huérfana con unos pocos meses de vida. El futuro feliz que se había presentado ante mi abuela quedó trágicamente destrozado aquel aciago año de 1940. Fiel a su estilo de mujer luchadora, siguió trabajando de enfermera mañanas y tardes hasta su jubilación; su única obsesión: darle a mi madre la mejor educación y aquellos estudios que ella nunca se pudo permitir, y decirle que su padre había sido un hombre bueno que murió, ayudando a los demás, por culpa de una maldita guerra que jamás debió comenzar. Toda su existencia se comportó y pensó como una mujer moderna y quizá se hubiera vuelto a casar; pero no lo hizo.
-¿Para qué voy a casarme si nunca encontraré a nadie como tu abuelo? - solía decirme.
No lo hizo por falta de pretendientes, que los tuvo y buenos. Para ella, esos dos años que vivió junto a mi abuelo significaron toda una vida de sentimientos y alegrías que la llenaron para siempre.
Prudencia falleció en el año 2000, ni un solo día dejo de pensar en su marido ni de hablarme de él.
-Era una gran persona. ¡Y tan humano…!
Para mí significó la última víctima de la guerra. Sé que no aparecerá en las cifras, que no será computada como tal, pero su corazón dejó de latir aquella mañana, hace más de sesenta años, cuando dio el último beso a su amado Orencio.

Pero aquella jornada de 1983 en que acudí a comer a su casa, todavía rebosaba salud y optimismo por los cuatro costados, y quise pedirle consejo. Aunque se sentía muy de izquierdas, mostraba respeto hacia todas las ideas contrarias, siempre y cuando no se presentaran mediante el uso de la fuerza. Estaba al tanto de mis andanzas políticas y siempre gustaba de sorprenderme con alguna sabia opinión que yo aceptaba con cariño.
-Abuela -le dije-, ¿qué piensas de Franco?
-Mira, cariño, una persona que va a misa diaria y no perdona a sus enemigos es un hipócrita. Tu abuelo murió por culpa de una guerra que podía haberse evitado si unos y otros se hubieran dejado de machadas y, en vez de solucionar las cosas a tiros, se hubiesen sentado a hablar. No sé si existe un cielo o un infierno, pero si los hubiera, Franco estaría en este último.
-¿Y qué opinión tienes sobre José Antonio?
-José Antonio fue un idealista como tu abuelo y, al igual que él, dio la vida por lo que más creía. Eso se merece todos mis respetos. Franco no quiso salvarlo, porque le podía haber hecho sombra y no le interesaba; es más, manipuló su mensaje político, que pasó a convertirse en una ideología de derechas radical en vez de un tipo peculiar de <>, tal y como lo ideó José Antonio. Con todos mis respetos hacia él, creo que sus ideas fueron buenas en su tiempo, pero hoy en día están un poco trasnochadas; no obstante, si yo fuera tú, antes que defender a un régimen que trajo mucha pena y represión, intentaría aproximarme al pensamiento de Primo de Rivera.
Valoré mucho los consejos de mi abuela, aunque tampoco le hacía caso en todo. Sabía que sus apreciaciones sobre el Caudillo no podían ser nunca imparciales, pero me agradaba saber la opinión favorable que sentía hacia el fundador de la Falange, quizá eso me decidió a dar el gran paso.
Posteriormente, me afilié y empecé a intimar con gentes que antes consideraba enemigos y traidores a la causa nacional y con los que, al principio, encontré muchas discrepancias. De entrada, únicamente respetaban a Franco como militar, pero lo rechazaban en su aspecto político. Consideraban que el ejército tenía una sola función: defender la unidad nacional, pero jamás gobernar un país.
-Nosotros queremos que los militares estén en los cuarteles y que sea el pueblo quien gobierne mediante un sistema de representación elegido por los ciudadanos -predicaban.
-Entonces, ¿qué os diferencia del resto de partidos políticos? -preguntaba intrigado.
-Pues que la Falange toma la forma de un partido, porque es el único medio que nos permite el sistema. Nosotros no queremos ser una opción política dentro del sistema, lo que ansiamos y por lo que luchamos es por ser una opción al sistema. Mira, José Antonio decía que la gente nace en una familia, crece en un municipio y se relaciona con quienes forman parte de estas entidades y de su entorno laboral. Pero nadie nace ni crece en un partido político; luego si las unidades naturales que nos unen y donde nos desenvolvemos son las primeras, ¿para qué crear entidades artificiales que dividen a las personas de una misma familia, ciudad o trabajo? Lo que hay que hacer, y eso es lo que pretende el nacionalsindicalismo, es buscar la forma de que toda la sociedad pueda estar representada por esas colectividades naturales.
-¿Entonces apoyáis la democracia?
-Si entendemos ese concepto en su significado literal de <>, sí. No creemos es en los partidos políticos que, a fin de cuentas, dividen a la sociedad, pero apoyamos la creación de unas cámaras de representación popular donde estén constituidas las unidades naturales de las que hemos hablado antes, donde por supuesto quienes más peso tengan sean quienes más trabajen por la grandeza de España y de los españoles.
-¿Pero entonces sois de derechas, izquierdas, extrema derecha o extrema izquierda?
-No somos nada de eso -añadían llenándome de más dudas-. José Antonio decía que las izquierdas, en el fondo, aspiran a cambiarlo todo, incluso lo bueno, y que las derechas, en el fondo, aspiran a conservarlo todo, incluso lo malo. Lo que buscamos es coger la parte buena de las izquierdas, que es la defensa de la justicia social y del trabajador, y la parte buena de las derechas, que es la defensa del sentimiento nacional, y unirlo todo en un gran movimiento capaz de aunar voluntades comunes. A José Antonio, en su época, las derechas lo tachaban de <> y las izquierdas de <>, aunque no era ninguna de las dos cosas. Su ideología se llamaba nacionalsindicalismo y se trataba de una forma de gobierno exclusiva por y para los españoles, basada en nuestra forma de ser y de sentir; por tanto, no exportable al resto de las naciones. Ten en cuenta que él preconizaba que la tierra debía ser para el que la trabajaba y que la Banca debería ser pública y al servicio del pueblo. Esos planteamientos estaban más en consonancia con las izquierdas que con las derechas, que lo tildaban de traidor. Debes considerar, también, que José Antonio poseía el título nobiliario de marqués de Estella y provenía de una familia de larga tradición monárquica. No obstante, renunció a todos esos privilegios por sus ideas, lo que le supuso enfrentarse a la aristocracia de su época. José Antonio fue un revolucionario proveniente de las clases altas, y eso es lo más curioso de su personalidad. Es sencillo querer renunciar a unos privilegios cuando no los tienes, pero rechazarlos cuando los disfrutas es muy difícil.
-¿Entonces la Falange apoya la república o la monarquía? -inquiría con curiosidad.
-Es un asunto que nos resulta indiferente. Si España funciona con una monarquía, ¡bienvenida sea! Y si lo es con una república… ¡viva la República! Lo importante no es el tipo de sistema, sino que sea uno que dé libertad y grandeza a la Patria y al pueblo.
-¿Y apoyáis la libertad?
-¡Hombre! ¡Pues claro! Lo que pasa es que creemos que sólo puede existir la libertad en una nación grande y fuerte que la garantice de veras. Es muy fácil llenarte la boca hablando de ese concepto, pero difícil llevarlo a cabo. Ser libre implica tener la posibilidad de elegir entre distintas opciones, por ejemplo, la Constitución actual nos garantiza la libertad de elegir trabajo, pero si careces de estudios o de preparación, esa presunta libertad se queda en agua de borrajas, porque realmente tienes que coger el empleo que te ofrezcan, aunque esté mal pagado y no te satisfaga. Para ser realmente libre, tienes que tener cultura para poder elegir entre diversos caminos, y eso tiene que solucionarse dando a todos por igual las mismas posibilidades de formación. Los colegios y las universidades tienen que ser públicos, gratuitos y de calidad. ¡La cultura nos hará libres!
La verdad es que el discurso que escuchaba por parte de los falangistas no tenía nada que ver con lo que había escuchado con anterioridad. Lo veía demasiado idealista, excesivamente perfecto, incluso algo anticuado en determinados aspectos, pero me gustaba. Siempre he pensado que la vida vale la pena sacrificarla por un ideal importante, y mi nueva militancia falangista me daba la oportunidad de intentarlo.
Aquel 1983, lo inicié compartiendo mis ilusiones en esta organización. Tuve suerte, entré en un momento de estabilidad en el partido; los dos años anteriores habían sido de serias disputas internas que modificaron profundamente su línea política. Dichas discrepancias tuvieron su punto álgido en los tradicionales actos en recuerdo del fusilamiento de José Antonio, que se conmemoraban en Alicante.

El 20 de noviembre de 1981, marcó el principio del fin de la jefatura nacional falangista encabezada por Raimundo Fernández Cuesta. Aquella jornada, los sectores antifranquistas de Falange, apoyados por la mayoría de afiliados a las juventudes, decidieron sabotear la intervención de Cuesta y provocar su dimisión. Cuando el histórico líder inició su discurso, una multitud de correligionarios comenzaron a abuchearle y a gritar, megáfono en mano: <<¡Falange para los jóvenes!>>. En un momento dado y cumpliendo órdenes de Raimundo, el servicio interno de seguridad, compuesto por veteranos militantes de la Primera Línea de Madrid y de Valencia, disolvió a porrazo limpio la concentración, que se convirtió en una cruenta batalla campal. No obstante, y a pesar de ganar sobradamente la pelea, semanas después, Fernández Cuesta perdía la reelección y era expulsado del partido por la nueva jefatura liderada por Diego Márquez Horrillo. Esto provocó que la relación entre los militantes falangistas y los de Primera Línea fueran tensas, hasta que estos últimos fueron expulsados después de protagonizar diversos altercados en el valenciano local de la calle Salamanca.
La esperada y temida gota ocurrió una tarde en que una veintena de militantes de Primera irrumpieron, bate en mano, en una reunión que tenía lugar en la sede e intentaron agredir a un joven jefe falangista llamado Juan García Sentandreu, al que acusaban de utilizar la política en su propio beneficio personal y de girar ideológicamente demasiado hacia las derechas. El citado Sentandreu, al ver lo que se le venía encima, optó por esconderse en el cuarto de baño del local; esta actitud sólo sirvió para hacer explotar a los de Primera Línea que, a patadas, tiraron la puerta abajo. La víctima, pálido como la cal, optó por escapar del palizón que le venía encima y saltó a la calle por una ventana. Tuvo mucha suerte de estar en un primer piso y no se hizo demasiado daño. No le fue igual al dueño de la frutería de abajo, que observó impotente como, a pesar de que el cielo estaba despejado, llovían falangistas sobre las cajas de frutas que tenía colocadas sobre la acera. Después de estos sucesos, la jefatura provincial expulsó a todos los miembros de Primera Línea, que optaron por alquilarse un piso por su cuenta y seguir participando en política, aunque sometidos tan sólo a su propia jerarquía y disciplina interna.
Este grupo estaba formado por los miembros más radicales de Falange, gente con las ideas muy claras y que estaban de vuelta de todo. Estéticamente, se diferenciaban del resto porque portaban un ángulo blanco en la manga de la camisa azul.
Su origen provenía de la Primera Línea histórica, fundada en los años treinta por un antiguo comunista llegado a las filas de José Antonio, llamado Agustín Aznar Inicialmente, la misión de este grupo de élite consistía en vengar, utilizando la máxima bíblica del <>, las muertes que los rojos infligían en sus filas. Tras la guerra, desaparecieron y volvieron a formarse a finales de los setenta, sólo alcanzaron algo de notoriedad a principios de los ochenta; en esta nueva etapa, se dedicaban a realizar labores de seguridad en los actos públicos de Falange y a misiones de represalia contra grupos contrarios, entre los que se incluía a Fuerza Nueva. A malas, no se andaban con milongas.
Frente de la Juventud era la formación con la que más se identificaban. En el fondo, se trataba de una prolongación de ese grupo; muchos antiguos militantes del Frente colaboraban codo con codo, con los de Primera.

Cuando entré a formar parte de las filas falangistas, existía una gran rivalidad entre la Falange oficial y los militantes de esta facción disidente. Ese aire de rebeldía me atraía irremediablemente y quise entrar a formar parte de ellos. No lo tuve sencillo.
Los conocía desde hacía tiempo y, en más de una oportunidad, habíamos discutido sobre política, pero que yo proviniera de Fuerza no les hacía, en principio, mucha gracia. En alguna ocasión, casi me corren a guantazo limpio por acudir a tomar alguna cerveza al mesón donde solían reunirse. ¡Gajes del oficio!
Cada organización disponía de su zona de ocio y traspasar la línea del otro podía acarrear serios contratiempos. En mi caso, siempre he sido bastante cabezón y nunca me he dejado influir por las normas que otros establecieron en su día y por las que no me pidieron opinión. Así pues, constantemente, he actuado basándome en mis propios criterios y no en los que han querido imponerme. Eso me ha costado algún disgusto. En definitiva, mucho antes de afiliarme a Falange, los de Primera ya se habían acostumbrado a mi presencia, y éramos camaradas, aunque de momento no querían que me afiliara con ellos.
Al principio, se sorprendieron al saber que estaba en las JONS, aunque sé que les agradó ese cambio. Para mí, significaba el paso previo antes de ingresar plenamente en su organización.
De esta gente, me llamó la atención algunos detalles que antes consideraba impensables, como que les gustaran las canciones de Serrat, las obras de Picasso y los poemas de García Lorca. No lo entendía. ¿No se trataba acaso de autores rojos? Los de Primera me demostraron que el arte no va reñido con la política y que, independientemente de las ideas contrarias de estos artistas, debía mostrar respeto por quienes supieron ser unos genios innovadores en sus respectivos campos. Así, aprendí a valorar al contrario y a no odiar lo que desconocía. Luego, se convirtieron en mis mejores amigos; por fortuna, muchos de ellos todavía siguen siéndolo.
Mientras tanto, seguía participando activamente y de forma simultánea en Unión Hispana y en FE-JONS. Con estos últimos, comprendí, entre muchas cosas, que el Cara al Sol no era una canción fascista cualquiera, sino un himno que había que entonar con respeto en ocasiones señaladas, puesto que fueron muchos los que murieron cantando sus estrofas. Que, como dijera José Antonio, <>, no podíamos querer una patria con desigualdades sociales, injusticias, paro, terrorismo, por eso no decíamos: <<¡Viva España!>>, pues esa expresión implicaba amar a nuestra imperfecta patria actual; nuestro grito era: <<¡Arriba España!>>, pero no la de hoy, sino aquella justa con la que soñábamos y por la que estábamos dispuestos a sacrificar juventud y vida.
En mi interior, se estaba gestando una gran transformación; de pronto, muchas dudas encontraban respuesta. Sentía que la nueva labor política que tenía como falangista implicaba un sacrificio, estar en Falange no significaba tan sólo tener una forma de pensar diferente de la mayoría, sino lo más importante, de ser. En ese detalle radicaba la distinción esencial con las demás organizaciones.
Mi misión primordial sería la de trabajar con ahínco para lograr una España grande y justa, pero donde la verdadera justicia alcanzara, sin distinción, a todos.
Comencé a acudir a las charlas doctrinales de Primera Línea, en las que, por encima de todo, primaba que aprendiéramos a razonar. En esos meses, leí, infatigable, decenas de libros sobre todos los temas políticos conocidos: fascismo, marxismo, liberalismo, nacionalsocialismo, nacionalsindicalismo, anarquismo. Intenté, incluso, estudiarme El Capital, de Marx, aunque he de confesar que no pude pasar de la página 26. ¡Qué tostón! A partir de ese instante, supe que alguien mentía cuando me afirmaba sin rubor que había logrado leerse ese <>.
Semanalmente, realizábamos coloquios y debates, luego marchábamos todos juntos a picotear <> que mojábamos con alguna caña de cerveza y, a las tantas, después de haber cantado hasta desgañitarnos canciones falangistas, acudíamos a casa a descansar.
Aunque no militaba formalmente con ellos, era uno más hasta la tarde en que su jefe me ofreció formalizar mi compromiso e integrarme del todo. Lo estaba deseando y acepté sin pensármelo; a partir de ese instante me autorizaron a portar públicamente sus emblemas. Lo primero que hice fue colocarme un llavero con sus lemas; éste disponía de dos caras; en el anverso, sobre base negra, una totenkof dorada con la divisa: <>; en el reverso, con fondo rojo, la <> rodeada de la leyenda: <>. En ese instante, comenzó una de las experiencias más apasionantes de mi vida.
Mientras, el santuario de mi cuarto volvía a sufrir transformaciones. Quité sin más miramientos las fotografías de Blas Piñar; las de Franco las reemplacé por retratos de José Antonio y de Ramiro Ledesma; los emblemas de Fuerza Nueva, por banderas rojinegras de Falange y, de todos los retratos de militares, conservé tan sólo los de Tejero y Milans. No entendía los fines reales de su intentona y tampoco sabía que pretendieron en su día, pero el hecho de que ambos permanecieran en prisión sin solicitar indulto para eludir su pena me demostraba que, independientemente de lo acertado o equivocado de sus actos, se trataba de gentes de honor, y eso, para mí, valía mucho.
Contemplé mi nueva capilla particular y sonreí: presentía que esta nueva etapa de mi existencia superaría a las anteriores. Y no me equivoqué.
Después de ese nuevo compromiso político, comenzamos a quedar a diario. Teníamos alquilado un pequeño piso que utilizábamos como sede, realmente no éramos muchos -unos cincuenta- pero muy conscientes y comprometidos. No teníamos líder, ¡ni falta que hacía! Nuestra jerarquía la componía un jefe y varios responsables de los diversos departamentos existentes: administración, formación política, acampadas y aire libre, guerrilla urbana con sus apartados de fabricación de explosivos y manejo de armas.
Nos sentíamos guerrilleros de un sistema que no comprendíamos y no nos gustaba. Pero a pesar de estos conocimientos seudo bélicos, no solíamos utilizar la violencia como primer recurso. No nos creíamos en poder absoluto de la razón, pero tampoco íbamos a consentir que vinieran otros a explicarnos a malas que estábamos equivocados.
En esos años, existían infinidad de grupos urbanos: Mods, Rockers, New Romantics, Heavys y quizá, sin intuirlo, nos convertimos en uno más. De éstos, nos diferenciaban nuestros principios políticos y puede que también el tipo de inconformismo. En el fondo, éramos ex militantes de partidos ultras que, desengañados por nuestros antiguos líderes, componíamos un pequeño ejército de desertores de esas organizaciones. La única intención que nos guiaba consistía en hacer política sin ataduras y, pese a la inexperiencia, funcionábamos bien.
No queríamos conseguir poder ni convencer a nadie de lo exactas de nuestras ideas y mucho menos nos creíamos profetas de nada. En ese sentido, nos sentíamos bastante abiertos y tolerantes. Deseábamos ser una élite nacionalsindicalista creada por jóvenes libres de prejuicios arcaicos, con las ideas claras y capaces de poder debatir en cualquier foro. Al mismo tiempo, formarnos concienzudamente en combates callejeros, por lo que pudiera pasar. ¡Y vaya si logramos ambas cosas!
En aquellos primeros años ochenta, Primera Línea tenía mala fama, sobre todo entre algunos jóvenes sectores de clase media. Lo curioso es que a pesar del miedo y del respeto que inspirábamos, la gente solía seguir nuestros pasos, al menos en lo que a zonas de ocio se refiere. Es decir, bastaba que frecuentáramos un pub sin clientela, para que, en pocos días rebosara de clientes. Parece absurdo, pero es la verdad; los adolescentes gustaban de contemplar peleas como si de una opción de diversión más se tratara. Pero no contaban con que podían convertirse en víctimas de las mismas, cómo a menudo ocurría.
Al principio, acudíamos por costumbre a divertirnos a la zona de tascas y, en sus bodegas, bebíamos jarras de cerveza a la vez que cantábamos canciones falangistas ante las miradas perplejas de los demás clientes. Al independizarnos de Falange, decidimos buscar otro territorio nuevo para nosotros solos. Tuvimos suerte y, cerca del local de la calle Salamanca, descubrimos un bar llamado Salsa y a su lado, un mesón. Casi no tenían clientela, y empezamos a acudir a diario: en pocas semanas, no se podía ni respirar del bullicio existente. Todas las tardes se formaban peleas con la mínima excusa: <>, <>, <>, <>. El motivo era lo de menos; la cuestión, montar follón. Es justo reconocer que nosotros no iniciábamos la mayoría de las trifulcas, de eso se encargaban los chavales de las falanges juveniles, que no paraban un rato. Eso sí, cuando el tema se iba de madre, poníamos el punto y final. Todo esto trajo consigo que, en un par de años, cerraran estos lugares por acumulación de guantazos por metro cuadrado. La policía no veía con buenos ojos tanto desmadre. ¡Vaya usted a saber por qué!
Nos tocó volver a buscar sitio de encuentro. La verdad es que éramos un poco tiquismiquis y no queríamos un bar cualquiera; además, como condición imprescindible, éste debería estar cerca de algún mesón donde hicieran platos económicos y sabrosos, como <> o <>. Después de mucho andar, encontramos en una calle cercana a la plaza de Cánovas lo que ansiábamos; el bar se llamaba Merengue, y pinchaban música del momento: Spandau Ballet, Mecano, Gabinete, Loquillo con su Cadillac Solitario, canción que creo marcó a una generación. El mesón cercano, ubicado en la paralela calle de Conde Altea llamado Los Pamplonicas, se convirtió en nuestra segunda casa por muchos años, para algunos en la primera.
Volvió a ocurrir lo de siempre, en pocas semanas, los locales rebosaban de jóvenes en busca de marcha y de sensaciones fuertes. Las refriegas se convirtieron en algo frecuente y, por tanto, monótono; valga como ejemplo que, en mi casa, dejaron de comprarme camisas de color claro, puesto que a las pocas horas de estrenarlas estaban rotas y manchadas de sangre. ¡Y eso que yo casi nunca me metía en follones en comparación con otros!
Nuestra máxima en esta etapa era: <>. Parecía como si el mundo fuera a acabarse en diez minutos y teníamos que aprovechar cada instante como si se tratara del último. Con esta mentalidad, iniciamos una trepidante carrera en solitario para descubrir aquellas cosas y experiencias que se nos había vedado, queríamos experimentarlo todo, y ese todo, en ocasiones, nos llevó al desenfreno.
Si bien es cierto que pocas veces iniciábamos <>, no menos cierto es que los muchachos de <> no entendían una tarde de fiesta sin sus correspondientes peleas. Ya he comentado que los motivos para encender la mecha eran sencillos; si fallaba alguno de los citados, marchaban a la caza de chavales que fumasen porros para demostrarles in situ que esas sustancias sí que resultaban perjudiciales para la salud. A veces, las víctimas salían respondonas y se negaban estúpidamente a ser apaleadas por la cara, entonces se liaba la marimorena y llovían tortazos a diestro y siniestro. Llegado ese extremo, nos tocaba intervenir para apaciguar los ánimos. Los <> nos tenían como sus protectores y, cuando las trifulcas se les iban de las manos, corrían a solicitar nuestra ayuda, lo que nos tenía bastante hastiados. Llegué a presenciar un mínimo de cinco o seis contiendas diarias durante muchos años; lo más normal era que se empleasen a tortazo limpio, pero no faltaban aquellas en las que aparecían peligrosamente, puños americanos y navajas, incluso alguna pistola. Aunque eludíamos las confrontaciones, en un mínimo porcentaje participábamos en ellas y eso, unido a la cantidad de reyertas, significó que, en nuestra juventud, terciamos en miles de jaleos absurdos y ajenos a toda intencionalidad política. Bastantes de ellos no tenían nada que envidiar a las espectaculares riñas de las películas de acción más salvajes. Hoy sé que toda aquella violencia estúpida, que entonces veía natural, terminó por complicarme la vida y traerme a prisión. Y aquí espero a muchos jóvenes que, ahora, también consideran la violencia como algo natural y lícito.
Aparte de esas peleas, de vez en cuando acudíamos a provocar a grupos radicales de izquierda. Recuerdo que en una planta baja de la calle Sueca, estaba la sede de la Unificación Comunista de España. Esta organización tenía montado un bar en su local, donde servían comidas a precios económicos para lograr fondos con la intención de autofinanciarse. Desde 1983 a 1985, cogimos por costumbre asaltar su sede cuando nos venía en gana, romper las lunas de cristal que daban a la calle y, en ocasiones, acudir a comer a su cantina sin pagar un duro y haciéndoles cantar como postre el Cara al Sol. Con diecinueve o veinte años, estábamos totalmente curados de espanto; nada, en lo que a violencia se refiere, nos llamaba la atención.
Superadas las emociones de las riñas callejeras, algunos buscaron otras experiencias y encontraron en la droga un nuevo amigo. Porros y cocaína comenzaron a circular entre algunos camaradas lo que provocó que nos dividiéramos entre los que probaban esas sustancias y los que, como yo, nos oponíamos radicalmente a su consumo.
Para no romper la organización, de vez en cuando seguíamos realizando actividades políticas, aunque cada vez más distanciadas en el tiempo. No obstante, había dos citas en noviembre a las que nunca dejamos de acudir: la marcha que realizábamos desde Valencia a la cruz de los caídos del Saler y el homenaje que en memoria de José Antonio se celebraba en la antigua cárcel de Alicante. En estos últimos, pude conocer a Pilar Primo de Rivera, hermana del <> e histórica fundadora de la Sección Femenina.
Año tras año, Pilar acudía a presidir los actos que se celebraban en honor del fundador de la Falange, y los militantes de Primera Línea la acompañábamos para velar por su seguridad. Acostumbrados al carácter autoritario del que solían hacer gala nuestros líderes, estar con Pilar significaba todo un lujo. Se trataba de una mujer menuda, ya anciana, muy humilde y con un gran corazón; jamás observé en ella un mal gesto, ni una palabra malsonante, ni siquiera un cierto aire de autoridad o de soberbia. Nos disputábamos su compañía y agradecíamos poder escuchar de sus propios labios aquello que conocíamos por los libros.
-Doña Pilar -le dije un día-, ¿qué siente al ver que tantos años después del fusilamiento de su hermano todavía somos muchos los jóvenes que seguimos sus pasos?”
-No me llames de usted -me dijo-. Vosotros podéis hablarme de tú.
-Muchas gracias. ¿Qué piensas de lo que te he dicho? -insistí.
-¡Ay, cariño! José Antonio estaría muy orgulloso de todos vosotros. Sois muy buenos chicos. La maldita guerra se llevó demasiado pronto a mis dos hermanos: José Antonio y Miguel. ¡Qué personas más estupendas eran! ¡Pobrecitos! ¡Pobrecitos! Pero así fue la voluntad de Dios y, mientras vosotros los recordéis, ellos seguirán vivos.
Escuchábamos ensimismados las anécdotas que nos relataba sobre su hermano mayor y su padre, el general Primo de Rivera, conscientes que nos encontrábamos delante de un pedazo de la historia viviente de España. En nuestras filas, había un camarada valenciano al que apodábamos el Sepia, el cual tenía una especial amistad con Pilar desde hacía muchos años, pues siempre se encargaba de acompañarla en sus visitas a Alicante. Una tarde, le hizo varias preguntas cuyas respuestas recordaré siempre:
-Pilar, cuéntales a los camaradas cuando Franco te quiso casar con Hitler.
Nos quedamos con la boca abierta, pues ignorábamos ese detalle de su vida. Pilar respondió nerviosa:
-¡Calla, calla! ¡Qué horror! ¡Si me llegan a casar con ése!
-¿Entonces es verdad que Franco te quiso casar con el Führer? -exclamamos sorprendidos.
-Algo de eso se habló, pero no fue el Caudillo quien tuvo la idea, fue una ocurrencia de Serrano.
-¿Serrano Suñer? -preguntamos esperando la confirmación.
-Sí. Del mismo. ¡Quita, quita! ¿Os imagináis que horrible casarme con ese monstruo? Ramón tenía unas ideas un tanto descabelladas. Por fortuna, todo eso pasó, y no me casé con él. Además, no me gustaba. Nunca me gustó. Y a José Antonio tampoco le agradó cuando lo visitó en persona. El Führer era un hombre tan frío, tan racional. ¿Y lo que hizo luego con los judíos? ¡Dios mío, tantos niños e inocentes! Suerte que todo eso pasó y sólo quedó en un desafortunado proyecto de Ramón.
-¿Y te hubieras casado con Hitler sin quererlo?
-Es que vivíamos otra época. No se sabía lo que estaba haciendo con esa pobre gente. Pero no me hubiese gustado. La verdad que no. Aunque si hubiera sido por el bien de España y lo hubiera exigido el Caudillo...
-Pilar -continuó el Sepia -, ¡no apoye tanto a Franco, que no hizo nada por salvar a su hermano!
-¡No digas eso, Alfredo, que no es verdad! ¿Qué más podía haber hecho?
-¡Di que sí, Pilar! -jaleó irónicamente uno-, ¡que a José Antonio lo mataron los rojos!
-No -interrumpió ella-. ¡Eso tampoco es verdad! ¡A José Antonio lo mató la ignorancia! Los que apretaron el gatillo no tenían culpa. De haberlo conocido un poco, quizá aún viviría. Pero había tantísimo odio en España. Creo que, en el fondo, lo mataron entre todos.
Nos quedamos impresionados por su grandeza, claridad de pensamiento y ausencia de rencor hacia quienes ejecutaron al <>; mientras transcribo estos recuerdos, siento hacia ella un gran cariño y sé que ahora estará feliz junto a sus hermanos. Pilar, estés donde estés, mi más sincero respeto; nunca olvidaré tu profunda humanidad y entereza.
Salvando estos instantes de camaradería, poco más hacíamos en común los de la Primera Línea; no obstante, en el ochenta y cinco, intentamos reiniciar un nuevo despegue propiciado por la oferta que nos hicieron los nuevos dirigentes de FE-JONS en Valencia de volver a integrarnos en este partido, permitiendo que mantuviéramos nuestra semiindependencia y jerarquía interna. A resultas de esta <>, volvimos a hacernos cargo de la seguridad de los mítines de Falange y a colocar nuestras mesas de propaganda en la plaza del ayuntamiento.
Aunque de puertas adentro aparentábamos que toda Primera era una piña, la realidad indicaba que las disputas internas seguían dividiéndonos inexorablemente, y nada parecía poner solución a esa disgregación que amenazaba nuestra continuidad. La solución de este problema llegó poco después y, curiosamente, a raíz de unos graves disturbios que protagonizamos y que acapararon los titulares de todos los medios de información del momento.
Ocurrió un domingo al mediodía. Aquella mañana, unos pocos camaradas acudieron a montar mesas, como siempre, enfrente del ayuntamiento; la noche anterior, había sido demasiado larga y nos acostamos a las tantas y ¡en qué estado! Ese fin de semana me tocaba librar y dormía felizmente, cuando el teléfono interrumpió mis sueños. Al otro lado del auricular estaba el jefe de la Primera Línea:
-Oye, Juan, ¿estás durmiendo? -preguntó.
Encendí la luz a tientas y miré la manecilla del reloj, marcaba las diez. ¿De la mañana o de la noche? Un terrible dolor de cabeza me impedía articular palabra. Casi no podía abrir los ojos.
-¿Eres Tano? -interrogué.
-¡Quién voy a ser si no! Oye, vístete y acude a la plaza del Caudillo, que puede haber jaleo en las mesas -ordenó.
-¿Qué día es hoy? -volví a preguntar aturdido.
-¡Domingo! ¡Hoy es domingo y son las diez de la mañana! ¡Venga! Vístete y acude a mesas, que ya estamos todos aquí. ¡Ah! Tráete el puño americano, pero no se te ocurra coger la <>, que esto está a parir de maderos.
-¿Pero no es una broma?
-Que no. ¡Leches! Venga. No tardes.
-En diez minutos, estoy ahí -contesté mientras me ponía en pie.
Tardé justo ese tiempo en vestirme y llegar al lugar. En las mesas se encontraban media docena que me indicaron que acudiera a una cafetería cercana donde hallaría al resto; entré en Barcas 7 y observé a varios camaradas que estaban atiborrándose de cafés; al ver sus ojos, comprendí que tampoco habían dormido demasiado. Todos intentábamos disimular con gafas de sol la enorme resaca.
-¡Arriba España! ¿Qué es lo que ocurre tan urgente como para no dejarme dormir? -inquirí dirigiéndome a nuestro jefe luego del saludo.
-¡No despotriques tanto, que estamos todos como tú! -dijo a modo de respuesta y explicó-: Nos han informado que a las doce está convocada una manifestación de ultraizquierda en la plaza de la Virgen, es de insumisos o algo así. Lo cierto es que sabemos de buena tinta que tienen la intención de venir a destrozarnos las mesas de propaganda. Por la zona, hay varias <> para prevenir incidentes, pero aunque no quiero que se líe, ¡si nos buscan, nos encontrarán! -afirmó rotundo.
Asentí en silencio; estaba conforme con todo. Sólo nos quedaba esperar.
El tiempo fue transcurriendo lentamente, la plaza comenzó a llenarse de familias que paseaban despreocupadas con sus hijos camino hacia los puestos de venta ambulantes que, como cada festivo, solían colocarse en las inmediaciones. En el nuestro, nos habíamos juntado cerca de una veintena, deseando que todo se tratara de una falsa alarma; por si acaso, todos los artículos de propaganda los reemplazamos por antiguas revistas falangistas, no fuera que acabara por liarse y perdiéramos todo el material. Los efectos de la resaca empezaban a desvanecerse debido a la cantidad de agua y cafés que habíamos ingerido, nos encontrábamos dispuestos a lo que hiciera falta.
Disponíamos de informadores en el otro bando, y por ellos supimos que el acto en la plaza de la Virgen estaba a punto de iniciarse; según éstos, se trataba de una concentración de asociaciones de ultraizquierda que, bajo el lema <>, pretendían manifestarse contra el servicio militar obligatorio. En teoría, los manifestantes no disponían de autorización gubernativa para desplazarse del lugar de la convocatoria.
-¡Ojalá no pase nada! - pensaba, mientras oía las campanadas del reloj del ayuntamiento dar las doce.
De repente, la esperada noticia de que los de la concentración venían hacia nosotros corrió como la pólvora; instintivamente, metimos las manos en los bolsillos del pantalón y agarramos con fuerza los puños americanos, mientras sentíamos cómo la adrenalina nos iba llenando.
Nos reagrupamos formando una línea defensiva delante de los puestos a la vez que buscábamos con la mirada a Tano, esperando sus instrucciones. Lo localizamos apostado junto a un furgón policial, departiendo con sus integrantes. Acabada la conversación con los maderos, vimos que se aproximaba corriendo y gritando:
-¡Primera Línea! ¡Primera Línea! ¡Acudid todos! ¡Reunión urgente!
En cuestión de segundos, formamos un corro, nuestro jefe se puso en el centro y explicó:
-Acabo de hablar con la policía. ¡Vienen los rojos! No tardarán más de diez minutos. El subcomisario que manda las <> es camarada y me ha asegurado que no van a intervenir. No van a ver nada, pase lo que pase. En teoría, los rojos no tienen autorizada ninguna manifestación, sino tan sólo una concentración. Con lo cual, cuando vengan, les quitaremos de golpe las ganas de volver a amedrentarnos. ¿Entendido? ¡Más cosas! Cuando carguemos, lo haremos a toque de silbato y en la calle San Vicente, qué hay menos mirones. ¡Ah! Les he prometido a los polis que no emplearemos ninguna <>.
Un griterío interrumpió sus explicaciones, giramos las cabezas y observamos como, a doscientos metros, se aproximaba una marea humana directa hacia nosotros. Eran los de la concentración. La cabecera estaba presidida por una enorme pancarta blanca en la que resaltaba, en enormes letras negras, la frase: <>. Detrás de ella, varios manifestantes llevaban en alto un ataúd de cartón a escala natural con el conocido eslogan: <>.
Avanzaron hasta situarse a menos de diez metros y comenzaron a gritarnos: <<¡Vosotros, fascistas, sois los terroristas! ¡Vosotros, fascistas, sois los terroristas!>>. Luego se pusieron a dar saltos mientras coreaban: <<¡Ali bote! ¡Ali bote! ¡Fascista el que no bote!>>. Por nuestra parte, permanecíamos inmutables formando una doble fila de seguridad y los mirábamos directamente a los ojos sin pestañear; vimos que comenzaron a ponerse nerviosos, algo normal, probablemente pensarían que portábamos armas. No es muy lógico que veinte jóvenes no huyan ante dos mil adversarios. No contaban con que llevábamos demasiados follones a nuestras espaldas como para asustarnos por nada. ¡Estábamos curados de espanto!
Después de cinco minutos, sus chillidos empezaron a menguar y decidieron volver por donde habían venido; pararon sus imprecaciones y dieron media vuelta camino a la plaza de la Virgen. Iniciaban su retorno, cuando se nos ocurrió una genial idea, y todos a una nos incorporamos a la cola de su manifestación avanzando con ellos. Esta actitud despertó la alarma de los últimos, que nos dijeron con la voz entrecortada por el miedo:
-¡Pero, tíos! ¡Que somos pacifistas!
-Sí. Sí. ¡Nosotros también! -explicamos como si tal cosa.
Seguimos caminando a su lado hasta llegar a la altura de la calle San Vicente, el lugar elegido para el ataque. A esas alturas, nuestra presencia en su retaguardia ya era conocida por todos los componentes de la manifestación <>, que, alarmados, giraban a contemplarnos con los ojos desencajados.
Y llegó el momento. Supongo que ahora no podría justificarse, pero en ese momento de mi vida, me veía como un soldado en guerra, y mi deber era seguir a mis compañeros. En cuestión de segundos, los de Primera nos hicimos a un lado formando un estrecho pasillo. Por él, surgieron dos camaradas que, armados con tirachinas de competición, comenzaron a lanzar bolas de acero contra los manifestantes. Éstos, al sentir los impactos, empezaron a caer como moscas sobre el asfalto, y el resto inició la huida. Había llegado nuestra hora, desde detrás escuché la potente voz de Tano gritar:
-¡A por ellos! ¡A por ellos! ¡¡Primera Línea, cargad!
Todos a una iniciamos la carga; armados con los puños de metal y con pequeños bates, empezamos a dar golpes a diestro y siniestro, sin tregua ni perdón. En las filas contrarias, se inició una desbandada total, y la calle quedó cubierta por restos de pancartas y fragmentos del ataúd que portaban. Ninguno de nosotros recibió el mínimo rasguño, pero por la otra parte fueron numerosos los heridos que precisaron asistencia médica. Finalizado el <>, abandonamos la zona rumbo a nuestras casas, a la vez que respondíamos, con disimulo, los guiños cómplices que nos lanzaban los policías. Todo había finalizado como era de esperar, igual que siempre.
Pero aquella vez no sucedió como otras, vivíamos el año 1985 y la prensa inició una espectacular y lógica campaña contra esa agresión. Todos los titulares de los periódicos rezaban del mismo modo: <>.
La prensa nos había señalado con el dedo acusador, teníamos que pararles los pies, ¡y rápido!
No hizo falta esperar mucho para que se llevaran su merecido.
Después de la tempestad, llega la calma y, aunque socialmente hablando el ambiente estaba movidito, esos disturbios sirvieron para que los de Primera dejáramos atrás viejas rencillas y mirásemos al futuro con optimismo. La unión había hecho la fuerza, y teníamos el deber de trabajar conjuntamente para lograr consolidar esa unidad.
Reiniciamos, con optimismo, las reuniones y actividades que redundaran en beneficio de nuestro grupo, nos integramos de nuevo en Falange con unas normas especiales y, como colofón, el jefe nacional de esta organización, Diego Márquez Horrillo, vino a Valencia, donde celebró una cena de hermandad con la Primera Línea completa. Todo marchaba viento en popa; de disidentes, pasamos a convertirnos en militantes de primera. Sólo faltaba realizar una demostración de fuerza para que el resto de grupos afines y la sociedad en general supieran quién mandaba de nuevo en las calles. Miramos el calendario y elegimos la fecha idónea para nuestro objetivo.

En octubre, se celebra la fiesta de la Comunidad Valenciana y, con ese motivo, se realizan actos oficiales en honor de nuestra Señera Coronada y del rey Jaime I, el Conquistador. Por otro lado, esa fecha es también la elegida por grupos independentistas procatalanistas para manifestarse con la intención de reivindicar la inclusión de Valencia en los inexistentes Païssos Catalans. Aquel año, iba a suceder igual, y decidimos dar un escarmiento a los separatistas.
Recuerdo que sucedió un domingo, el día anterior habíamos quedado en la puerta trasera de la catedral a las ocho en punto de la mañana. Esa noche, no salí de marcha y llegué puntual; esperaba encontrar a algún conocido, pero como no vi a ninguno, me dispuse a aguardarles; por las cercanías, observé a varios grupos de chicos y chicas de mi edad que no paraban de escrutarme. Decidí ignorarlos. De pronto, se juntaron y cuchichearon algo sin quitarme ojo de encima; dos de ellos avanzaron directos hacia donde me encontraba; yo me puse en guardia. Una chica me dirigió la palabra:
-Oye, ¿tú eres <>?
Me sorprendí al escuchar esa palabra que desconocía y supuse que me estaría llamando <>, lo cual me extrañó porque no tenía pinta de pertenecer a esa tribu urbana. Entonces, le respondí con cara de perplejidad:
-Pues no. ¿Tengo acaso los pelos de punta?
La joven rió y me deleitó con su agradable sonrisa:
-¡No te estoy llamando <>! –explicó-. Te digo si eres <>. ¡Pancatalanista! ¡Vaya! Aunque por tu respuesta, supongo que no debes de serlo.
Observé que llevaba en la solapa una señera valenciana con la franja azul; devolví la sonrisa y le hablé:
-Pues la verdad es que no soy de ésos. Estoy afiliado a Primera Línea de Falange y, precisamente, hemos quedado aquí para montarla con los catalanistas.
Al escuchar mi explicación, se acercaron y nos saludamos efusivamente. Me dijeron que su presencia allí tenía la misma finalidad que la nuestra. Se identificaron como miembros de las juventudes de Unión Valenciana, el partido que años atrás había fundado don Vicente González Lizondo. Les comenté la profunda amistad que me unía con su líder, puesto que ambos formábamos parte del Altar de San Vicente Ferrer del barrio de Ruzafa. Aclaradas las cosas, comenzamos a charlar amigablemente.
Sobre las nueve, comenzaron a acudir el resto de mis camaradas así como compañeros de partido de los otros. Antes de las diez, entre todos, nos juntábamos más de un centenar. Entonces comenzaron los incidentes, que no finalizarían hasta bien entrada la noche.
Por las calles adyacentes, empezamos a observar a grupos aislados de jóvenes que llevaban banderas catalanas con estrellas rojas; aunque su manifestación estaba convocada para la tarde, no perdían la oportunidad de hacer turismo, máxime cuando muchos de ellos habían venido desde Cataluña en autocares. En ese instante dio comienzo la cacería.
Nos dividimos por las calles e iniciamos la búsqueda de <>; a todo aquel que llevaba un distintivo catalán, se los arrebatábamos a tortazo limpio. En pocos minutos, todo el centro histórico hervía de furgones de policía, que, la verdad sea dicha, poco hacían para evitar las palizas, por no decir nada.
El caos se apoderó del lugar ante la profusión de golpes que soltábamos a todo aquel que resultara sospechoso de participar en la manifestación de la tarde. Al principio, buscábamos gente con insignias, luego ese detalle nos resultaba indiferente. Cómo decía un viejo dicho nuestro: <>.
Porras y puños americanos hicieron su aparición; iniciamos una razia descontrolada ante la indiferente mirada de los maderos, qué, sencillamente, miraban al cielo silbando.
Nuestras presas iniciaron la desbandada por las calles; algunos entraron a refugiarse en la catedral pensando que ahí estarían a salvo, pero ni por ésas. Nuestro lema de ese día era: <>, no podía haber piedad contra el invasor.
Pero nuestras acciones contaban con un peligroso testigo que no perdía detalle y con el que no habíamos caído previamente.
Nos encontrábamos envueltos en la trifulca y vapuleando de lo lindo a unos jóvenes por llevar unas viseras con la cuatribarrada, cuando lo vimos. Se encontraba de pie a diez o quince metros de nosotros, junto a una de las puertas de la catedral, rodeado de gentes que aguardaban entrar a escuchar misa. Él estaba en medio de ellos entretenido en inmortalizar las agresiones que protagonizábamos con una máquina de fotografiar buena, de profesional. Al divisarlo, alertamos al resto:
-¡Mirad! ¡Hay un tío haciendo fotos!
Todos a una volvimos los ojos hacia el intruso y avanzamos a cogerle.
-¡Quitadle el carrete! ¡No le dejéis marchar con el carrete! -gritábamos.
Entre varios, le rodeamos y, a trompicones, le exigimos que nos entregara el rollo de película, pero se negó a la vez que se identificaba como fotógrafo del periódico El Levante y decía no sé qué de la libertad de expresión. Intenté agarrar la máquina, pero la levantó apartándola de mi radio de acción; la ingente muchedumbre impedía que pudiera acercarme más. De pronto, una mano surgió de detrás y cogió la cámara por la correa arrebatándosela al periodista. Observé cómo la máquina de fotografiar giraba por el aire ganando velocidad sobre nuestras cabezas hasta caer como un mazo sobre la cabeza de su propietario, que comenzó a sangrar abundantemente a la vez que perdía el conocimiento.
Acto seguido, se escucharon chillidos de terror y multitud de voces llamando a la policía; en ese instante, vimos aparecer a media docena de agentes que, protegidos por escudos y porras en mano, se arrimaban hacia el desvanecido periodista.
Aprovechamos el tumulto para desaparecer de la escena y poner tierra por medio, ya volveríamos más tarde. Posteriormente, nos enteramos que los maderos habían detenido a un camarada por los incidentes con el fotógrafo. ¡El pobre Alfredo se comió el marrón de algo en que ni siquiera llegó a participar!
Fuimos a tomar unos refrescos a un bar próximo, para esperar que amainara la tormenta. Ni por un instante pensamos abandonar el lugar. Ese día éramos los amos. ¡Todavía quedaba fiesta para rato!
A última hora de la mañana, retornamos a las cercanías; desde hacía rato, nuestra presencia no se dejaba ver, y la normalidad se adueñó del sitio. Aun así, varias <> permanecían aparcadas en las inmediaciones, aunque era lo de menos, no temíamos a la policía.
Maquinamos un plan de ataque, nos dividiríamos en cinco o seis cuadrillas y, en diez minutos iniciaríamos la acción en calles diferentes. ¡El día acababa de empezar! Lo que jamás imaginé es que en breves instantes me convertiría en el más ruin y cruel personaje de la situación. Lo que ocurrió poco después me provocó tal asco hacia mí mismo que hizo cambiar drásticamente mi concepción de la vida.
Un cuarto de hora más tarde, todo el centro volvía a convertirse en un improvisado campo de batalla; la policía no daba abasto y nos divertíamos mareándolos y haciéndoles correr.
Por mi parte, contemplaba desde una esquina de la plaza de la Virgen todo el espectáculo y sonreía. ¡Qué sensación de poder sentía en mi interior! Desde mi atalaya particular, observaba la basílica de la Virgen de los Desamparados y gran parte de la catedral y, en ese preciso instante, me percaté de algo.
Junto a una de las puertas de este último templo, varios militantes de Unión Valenciana se empleaban a fondo intentando arrebatar una insignia con la bandera catalana a un hombre de treinta y tantos que, acompañado por su hijo menor, deambulaba tranquilamente. Contemplé que, a pesar del miedo que mostraba la víctima, a los valencianistas la situación les venía grande y no atinaban en su empeño de quitar la dichosa banderita. Me entretenía con el espectáculo hasta que viendo que, al ver que el tema se complicaba, decidí echar una mano a mis colegas de bulla. Anduve hasta ellos e intenté poner punto y final a la disputa.
-¡Tú, subnormal! ¡Dame la puta insignia o te reviento! -amenacé, a la vez que intentaba agarrar de la solapa al hombre.
El muy cabrón no estaba por la labor y me lanzó una patada que, aunque ni siquiera me rozó, me puso de mala leche; intenté cogerle, pero, agarrando a su hijo, se introdujo como una centella en el interior de la catedral. Aquello era el colmo de la desfachatez. ¡Estaba huyendo como una rata! No podía consentir que el asunto quedara así y entré tras él.
Lo vi caminando por entre los bancos, un sacerdote daba misa ante un grupo de fieles y el <> se dirigía hacia ellos pensando ingenuamente que ahí radicaba su salvación, suponía que no me atrevería a agredirle en la Casa de Dios y menos con tantos testigos. Pues se equivocaba. Como un lobo rabioso, avancé hacia él hasta tenerlo a tiro y la emprendí a golpes y patadas, su hijo lloraba histéricamente y suplicaba:
-¡A mi papi no! ¡A mi papi no!
Pero ciego de odio, no atendí sus ruegos y continué machacando a aquel semejante que no me había hecho nada. El cura desde el púlpito comenzó a gritar:
-¡Por el amor de Cristo! ¡Deteneos! ¡Esto es un lugar sagrado! ¡Basta!
Mis oídos no escuchaban las palabras del clérigo ni de mi <>, que llorando rogaba que le pegara aparte, donde su pequeño no pudiera verlo. A mí, eso me daba igual y seguí pataleándole hasta que varios de mis camaradas me agarraron y separaron del pobre hombre, que permanecía malherido en el suelo santo.
-¿Qué te pasa? ¿Te has vuelto loco? ¡Tío, estás en una iglesia! ¡Venga, vámonos! Por hoy ya está bien.
Salí del templo escuchando los gritos airados de los feligreses; una vez al aire libre, caminé hacia mi casa y me despedí de los míos, que decidieron quedarse un rato más. Los incidentes continuaron hasta entrada la noche, aunque esa parte me la perdí. Una vez en mi domicilio, me encerré en mi cuarto y me puse a pensar, seriamente, durante muchas, muchas horas.

Faltaba un mes para que cumpliera los veinte. ¿En qué clase de monstruo me había convertido? ¿Cómo podía haber acabado así de salvaje? Estaba en un punto de mi vida donde entendía la violencia como una opción normal, una diversión sin más. Esa tarde ocurrió algo que me hizo cavilar. Cuando mis amigos vinieron a sujetarme mientras golpeaba a ese hombre en el santuario, pude advertir, en las miradas que me dirigían, un cierto aire de repulsión. ¡Mis compañeros de andanzas habían sentido aversión por lo que hice! Es más. ¡Llegué a profanar la Casa de Dios! ¿Cuál sería mi siguiente paso? ¿Convertirme en un cualquiera? ¿En un psicópata sin escrúpulos capaz de toda bajeza? ¿O acaso ya lo era? ¡No, yo no podía ser así! ¿O quizá sí?
Me acordé de un individuo que hace tiempo venía con nosotros; había comenzado sus andanzas políticas de la mano de José Luis Roberto en el FSJ; este chico, un poco mayor que yo, sentía un desmesurado placer al ejercer la violencia contra desconocidos y gozaba practicándola con todo aquel que se ponía por medio; nos relataba lo mucho que disfrutaba masturbándose contemplando vídeos reales de ejecuciones humanas.
La dirección de CONS lo expulsó de sus filas y quiso afiliarse en Primera Línea, aunque no le dejamos. Entendíamos que su única solución estaba en el psiquiatra. Pasado un tiempo, ya no se sentía plenamente satisfecho con el dolor ajeno y dio el salto a la droga buscando nuevas sensaciones, hasta que quedó hastiado de tanta cocaína. Las últimas noticias que teníamos de él, indicaban que consumía ácidos y que le había dado por hacerse <>. Y que cada vez estaba más como un cencerro. No tenía amigos, sus antiguos camaradas rehuíamos su contacto y nos causaba asco, mucho asco. ¿Quizá mi destino pasaba por convertirme en un Paco Martínez más? ¡No, eso nunca!
Rememoré mis inicios en política, casi siempre me relacioné con los más malos del grupo. ¿Por qué? ¿Acaso por complejo de inferioridad? Pero si en algún momento fue así, tenía claro que ya estaba superado. ¿Entonces, por qué seguía anclado en la violencia?
Intenté despejar estas dudas mientras fumaba como un carretero en la soledad de mi cuarto. Pensé en mi ídolo José Antonio. ¿Aprobaría mis acciones? Y recordé una frase suya: <>. Y comprendí que mis actos nunca recibirían su consentimiento; me había transformado en un bárbaro sin ideales que justificaba sus aberraciones con excusas políticas sacadas de tiempo y contexto. Sentí que la frase de Ortega y Gasset: <>, podría aplicarse perfectamente a mí mismo y entendí que la famosa <>, preconizada por Primo de Rivera, estaba apartada de mi conciencia y tan sólo, me dedicaba a imitar otras formas distintas de comportamiento más semejantes a las de un animal que a las de un humano.
Caí en un detalle: casi todas las buenas gentes que conocí en las distintas organizaciones en las que milité pasaban olímpicamente de utilizar la fuerza, y eso debía significar algo.
Estaba a tiempo de evitar transformarme por entero en un monstruo; las horribles acciones que cometí, a estas alturas ya no podía eludirlas, pero todavía era factible evitar que otras semejantes tuvieran lugar. Llegué a un compromiso firme conmigo mismo. Nunca más haría empleo de la violencia, salvo para defender las injusticias y abusos.
Como el Ave Fénix, renací de mis propias cenizas convertido en una nueva persona. Cumpliría con mi palabra aún a costa de todo y, sinceramente, creo que no he fallado desde entonces a mi juramento.
Ajenos a mis decisiones, los medios de comunicación volvieron a afilar sus plumas contra nosotros. Los graves disturbios de la catedral nos pusieron en el punto de mira, y la prensa inició una campaña para tratar de depurar responsabilidades y, de paso, descubrir a los autores de la salvaje agresión sufrida por el trabajador de El Levante. En este periódico, supimos que quienes atacaron al periodista aprovecharon el tumulto para robarle una bolsa con material fotográfico valorada en casi medio millón de pesetas, y eso era muy fuerte.
Podíamos justificar una agresión a un profesional de la información, pero lo que no cabía en nuestras cabezas era que contáramos con ladrones en nuestras filas. Evidentemente, no éramos los únicos que pensaban así, y la policía, acuciada por la prensa, comenzó a interrogarnos para averiguar la identidad de los autores del delito. En una semana, fuimos muchos los citados a declarar en la Dirección General de Seguridad; yo fui uno de ellos y, aunque reconocí mi presencia en los disturbios, negué saber nada sobre la identidad de los autores del robo. Los inspectores de la tercera brigada de información creyeron mi testimonio, pero me advirtieron que andaba por arenas movedizas y que, si no cambiaba de actitud, acabaría mal. Sobre el equipo sustraído, me indicaron lo mismo que al resto de mis camaradas: que apareciera lo antes posible, donde fuera y como fuera.
En Primera Línea, emprendimos otra investigación paralela para descubrir a los implicados; no podíamos permitirnos tener vulgares chorizos entre nosotros. Si al menos el material se hubiera sustraído con la finalidad de recaudar fondos para la causa, otro gallo cantaría. En poco tiempo, nuestras indagaciones dieron resultado, y supimos que uno de los nuestros junto con un ex militante de Fuerza habían sido quienes golpearon al periodista y, aprovechando la confusión, le arrebataron el equipo. Les pedimos que lo entregaran y se negaron en redondo; podían sacar un buen pico y no estaban dispuestos a perder lo que tan poco les costó conseguir. La jefatura de Primera decidió expulsar al primero, y a su compañero se le prohibió acudir a nuestros locales y a cualquier clase de acto que realizáramos. Por supuesto, no informamos de todo esto a la policía. ¡No éramos ningunos chivatos!
Unos días después, caminaba sólo por una céntrica calle de Valencia, cuando vi venir por la misma acera a José Luis Roberto acompañado por un militante del FSJ al que conocía bastante por haber coincidido en actos políticos.
Supongo que el encuentro fue casual. La última que lo había visto fue en la sede de Unión Hispana, cuando la famosa reunión del Teledeum; desde entonces, habíamos coincidido en contadas ocasiones y nunca llegamos a intercambiar palabras; aquella tarde, tuvimos nuestra primera conversación y no muy grata, por cierto.
Tan pronto aparecí en su campo de visión, Jesús se quedó mirándome y susurró unas palabras a su líder, que me observó fijamente y me llamó. Me acerqué tan tranquilo. ¿Qué se le habría perdido a este tipo?
-Me han dicho que estás en Primera Línea -escupió más que dijo.
-¿Y? -solté por respuesta.
-¡Pues que la policía está pegando el coñazo a mi gente, por algo que no han hecho!
José Luis Roberto tenía muy mala prensa en nuestras filas y temían que fuera confidente. Decidí no alargar mucho la conversación:
-Mira, José Luis, ni sé de lo que me hablas, ni me interesa lo más mínimo, así que, si no tienes nada mejor que hacer, yo sí -solté retomando el camino.
Mi actitud insolente le enfureció y me dijo gritando:
-¡Estoy harto de los de “Primera”! ¡O aparece pronto ese equipo o...!
-¡O qué! -le interrumpí mirándole desafiante.
Me devolvió la mirada y exclamó:
-¡O iré a la policía a decir que vosotros robasteis ese material!
-¡Sí… ya sé que tienes mucha confianza con los maderos! -solté irónicamente, mientras proseguía mis pasos.
Esa noche, puse en conocimiento de mis camaradas la conversación que tuve con Roberto. Al pensar en sus amenazas, me daba un asco intenso. Hubiese mandado a freír espárragos a cualquiera que se hubiera referido bien a este individuo, pero el destino quiso que pocos años más tarde trabara una estrecha relación con este hombre hasta el extremo de acabar convirtiéndome en su persona de confianza. ¡La de vueltas que da la vida!
El 1985 estaba a punto de acabar, pero todavía me aguardaba una ingrata sorpresa. En diciembre, mi padre denunció un robo en mi domicilio; los ladrones, entre otras cosas, le quitaron una pistola legal que poseía. La policía, basándose en mis antecedentes políticos, me detuvo y el juez me encarceló un par de semanas; pasado ese tiempo, se descartó mi autoría en el suceso, y salí en libertad sin cargos.
Así de movido finalizó ese año y comenzó el ochenta y seis, que, por fortuna, no trajo demasiadas incidencias. ¡Ya tocaba!
Pero los acontecimientos del año anterior dejaron herida de muerte a nuestras organizaciones, ya de por sí bastante debilitadas. La gran persecución policial y de los medios de comunicación a raíz de los incidentes del ochenta y cinco significaron la puntilla; a estos motivos, se unieron las importantes crisis internas surgidas en el seno de los grupos, debido a distintos problemas emergentes, como la conveniencia o no del empleo de la fuerza y lo acertado o no del discurso político que pretendíamos transmitir.
Primera Línea aguantó hasta 1990, aunque sumamente debilitada y dividida; los únicos actos públicos en los que participábamos correspondían a las conmemoraciones que en Madrid se realizaban los 20-N en memoria de José Antonio Primo de Rivera.
Unión Hispana, aun contando con estupendas personas, se ahogó en los propios vómitos de su líder.
Falange Española de las JONS entró en otra crisis interna, una más de tantas a las que nos tenían acostumbrados y, prácticamente, desapareció del panorama político; las juventudes de este partido sufrieron una completa desbandada y, en 1986, surgió una escisión liderada por un activo militante de las juventudes falangistas, Manolo Canduela. Dicho grupo formado por los jóvenes más activos de FE - JONS tomó como nombre JNS, o lo que es lo mismo: Juventudes Nacional Sindicalistas.
Cedade sufrió serios abandonos previos a su desaparición; uno de los líderes de esta asociación en Valencia, Andrés Romaguera, comenzó a instruir a los miembros del JNS, y se convirtió en otros de sus jefes.
En poco tiempo, los integrantes de esta facción cambiaron radicalmente su aspecto. Sustituyeron sus cuidadosos peinados a base de fijador por fulgurantes cráneos rapados; las cazadoras negras de cuero, por bombers verdes de aviador; y sus pulcros zapatos Martinelli, por botas Doc Martens. La transformación no se detuvo ahí. Dejaron de emplear los términos joseantonianos <> y <>, y adoptaron <> y <>; nuestro conocido grito <<¡arriba España!>> fue cambiado por el de Sieg Heil!, a la vez que modificaron el significado de la última ese de sus siglas, que se transformó en: Juventudes Nacional Socialistas. Meses después, disolverían el JNS y formarían un grupo neonazi de corte skinhead, cabeza rapada, denominado Acción Radical.
CONS también sufrió los efectos de esta hecatombe y, prácticamente, desapareció del mapa. No obstante, sus afiliados crearon una cooperativa capaz de dar respuesta laboral a los suyos y, a su vez, poder sobrevivir. Se discutieron varias opciones y, al final, optaron por montar una empresa de vigilancia. Con ella, podían dar empleo a simpatizantes del <> y conseguir una fuente de ingresos. Pero era un pastel muy apetecible que pronto sería disputado. Muertas las organizaciones tradicionales de la extrema derecha, se abría una puerta a los nuevos grupos nacionalsocialistas que empezaban a surgir con inusitada fuerza.