Tuesday, January 22, 2008

CAPITULO 5

Aquella tarde de 1983, que me afilié a Falange, cambié sin pretenderlo el resto de mi vida.
Unas semanas antes de aquella fecha, acudí a comer a casa de mi abuela materna, sin duda el miembro de mi familia que más respetaba; y, aunque hacer comparaciones siempre resulta odioso, probablemente mi admiración hacia ella tan sólo sea equiparable a la que, más adelante, sentiría por otros ídolos de mi vida como el Che, Gandhi, y, por supuesto, José Antonio Primo de Rivera y Ramiro Ledesma Ramos.
No fue su vida un camino de rosas, precisamente, la maldita guerra truncó de cuajo sus ilusiones y proyectos dando vida, a la vez, a la más hermosa historia de amor que he conocido.
Ésta comenzó en pleno conflicto civil, en una pequeña población turolense ignorada por los mapas, denominada Libros. Este pequeño enclave, encajado entre montañas y bordeado por el Turia, está situado cerca de los límites de las provincias de Valencia y de Cuenca, junto al agreste paraje denominado Rincón de Ademuz, a tan sólo 29 km de la ciudad de Teruel.
En aquellos años, compartían sus vidas en aquel recóndito lugar no más de dos centenares de almas; mi abuela, por entonces una joven y atractiva moza, convivía en el domicilio familiar con sus padres y diez hermanos. Las perspectivas de futuro que se presentaban entre los pobladores no eran demasiado halagüeñas, la única salida al campo consistía en emigrar a la capital y probar fortuna, y eso suponía un riesgo que no todos estaban dispuestos a probar.
La gran casa familiar, construida hacía dos siglos por sus antepasados, se encontraba junto al único camino de acceso a la población, a tan sólo unos metros del cauce fluvial. Allí mi abuela acudía, diariamente, a hacer la colada con sus hermanas, puesto que en su hogar, como en la mayoría de las viviendas rurales de entonces, carecían de agua potable y de luz. La joven Prudencia, pues así era su nombre, aun a pesar de esas privaciones básicas, se sentía feliz, no en vano su padre era uno de los agricultores con más tierras de la comarca y no echaba en falta lo que nunca había conocido más que de oídas. La vida en ese ignorado paraje discurría monótona y placentera.
Las intensas disputas políticas que invadían el resto de España no habían carcomido todavía a los apacibles moradores de Libros que vivían, al igual que sus antepasados, arañando duramente las fértiles tierras con la intención de arrancar de su seno las frutas y las verduras que les permitirían subsistir. Tan sólo los domingos transcurrían distintos; ese día, los vecinos se engalanaban con sus mejores trajes para acudir a escuchar la misa que un anciano sacerdote impartía en la acogedora iglesia del lugar. En esos duros años, no existían discotecas ni bares de copas, y las mozas aguardaban con ilusión la llegada de las fiestas patronales para acudir al baile de la plaza donde, con un poco de suerte, algún atractivo joven les invitaría a marcarse un pasodoble o una jota. A partir de los quince años, entraban en edad casadera, y esos discretos y castos encuentros solían servir como ocasión de oro para encontrar futura pareja, siempre bajo la mirada aquiescente de los padres, claro. Así había sido y así sería.
Pruden tenía fama de ser la chica más maja del contorno, aunque a ella esas habladurías le resultaban indiferentes; no tenía novio ni ganas de buscarlo, pero esperaba impaciente la llegada de los festejos, con suerte, conocería a gentes nuevas que le hablarían sobre sitios distintos y no tan distantes del limitado mundo campesino donde se desenvolvía. Su carácter alegre y abierto chocaba con el de sus hermanas, excesivamente chapadas a la antigua y llenas de miedos y complejos; por el contrario, mi abuela soñaba con conocer mundo, abrirse a nuevas experiencias y quizá… ¿emigrar? ¡Sí! Ésa podía ser una buena opción, aunque… ¿irse adónde? Bueno, eso era lo de menos… quizá podría ir a trabajar a una casa pudiente de la capital, como algunas vecinas suyas, aunque eso de servir de chacha a otro no acababa de convencerle mucho, no buscaba salir de la esclavitud del campo para entrar en otra quizá peor. Su carácter orgulloso e independiente empezaba a emerger con fuerza. No tenía que preocuparse por su futuro, todavía contaba con tiempo. Tenía dieciséis años cuando las campanadas marcaron el inicio de 1936.
El triunfo del Frente Popular en las elecciones de febrero no supuso para los lugareños una alegría especial. ¡Total, ganara quien ganara, continuarían deslomándose sobre el terreno tan duramente como siempre! Puede que esa victoria beneficiara a las gentes de las ciudades… ¿pero en serio alguien podía pensar que alteraría lo más mínimo la vida en el pueblo? Los políticos no se preocupaban por esas pequeñeces; en Libros no tenían muchos votos que disputar, y todo seguiría igual. En ese ambiente de indiferencia, Pruden se mostraba feliz.
Sus padres siempre se preocuparon de darles, a ella y a sus hermanos, una buena educación. Todos sabían leer y escribir, que ya era bastante en aquellos tiempos, pero mi abuela quería más, sentía fascinación por aprender, y los libros se presentaban como eficaces instrumentos para ampliar sus conocimientos. Incluso se había atrevido a escribir poesías; sus amigas decían que todo eso eran memeces que no le conducirían a nada, pero a mi yaya le permitía crear mundos imaginarios más felices que el actual. Leyendo, había conocido las palabras libertad e igualdad, que se le antojaban grandiosas; en algunas revistas, se enteró del programa político que presentaba el Frente Popular y se sintió atraída por él, ya que, entre los postulados, figuraba la aceleración de la reforma agraria y la revisión de la legislación social. ¡Cuánto agradecerían estas medidas los suyos, si llegaran a llevarse a término! Ojalá la victoria izquierdista diera un impulso a todas esas medidas sociales tan necesarias.
Aunque inexperta, no era tonta y creía en la igualdad entre hombres y mujeres, aunque no lo decía en casa: la mentalidad de su padre no estaba preparada para esos preocupantes planteamientos revolucionarios y exponerlos en público podía suponerle un duro castigo. ¡Ya llegaría su hora! Por el momento, soñaba con estudiar un oficio en alguna lejana urbe, de esas que aparecían en las gacetas; su profesión la tenía decidida, sería algo que tuviese que ver con la medicina… quizá enfermera. En Libros, no había servicio médico, y las enfermedades hacían estragos entre los pequeños vecinos; dos de sus hermanitos ya murieron por falta de medicamentos. Posiblemente, en la ciudad se habrían salvado, pero ahí… tan abandonados a su suerte… ¡Sí! ¡Sería enfermera en un pueblo…! Así podría ayudar a salvar las vidas de otros niños.
Además, estaba convencida de que, con el triunfo de la coalición, se le facilitarían las cosas. Las mujeres tendrían las mismas oportunidades de estudiar y trabajar que sus compañeros del sexo contrario… habría libertad. Los señoritos dejarían de explotar a sus paisanos, y se abriría un nuevo futuro de oportunidades para su generación. ¡Era perfecto!
Pocos meses después de esa alegría, una dramática noticia sacudió como un mazazo todos los hogares del pueblo: había estallado la guerra.
El suceso se lo contaron a su padre los guardias civiles del puesto cercano. Todo había ido muy rápido. El 17 de julio, la guarnición militar de Melilla se alzó contra el gobierno apenas constituido; al día siguiente, el ejército español de Marruecos, encabezado por el general Franco, secundó el golpe. El mismo 18, el general Queipo de Llano al grito de <<¡viva la República!>>, sublevó los cuarteles de la capital hispalense. Otras ciudades, como Valladolid y Zaragoza, se sumaron desde los primeros momentos. Por parte del gobierno republicano, las informaciones referían que se estaba armando al pueblo de Madrid y que, a esas horas, se peleaba cuerpo a cuerpo, en las sierras cercanas a la capital. Todo era confuso y preocupante.
-¿Y nosotros con quién estamos? ¿Con el gobierno o contra él? -preguntó mi bisabuelo a los civiles.
-Lo jodido es que no lo sabemos. La zona donde estamos es tierra de nadie.
Aunque pueda resultar sorprendente, así era. Teruel quedó en manos de los sublevados desde el primer momento del alzamiento, pero el terreno donde mi familia vivía atravesaba la línea imaginaria que separaba a ambos contendientes y, al carecer de valor estratégico, no entró en disputa.
La preocupación de los primeros días se tornó en tranquilidad al ver que, con el paso de las semanas, todo transcurría igual. Ni un incidente, ni un solitario disparo enturbiaba la paz de la localidad.
-Esta guerra se luchará en las ciudades -oyó decir mi abuela a un entendido.
<>, pensó ella.
De esta forma, transcurrió lo que restaba de 1936 y casi todo el año siguiente. Las pocas referencias al conflicto las sabían por medio de la Guardia Civil y el médico del pueblo cercano. En Libros, no existía ni un mal transistor.
Pero cuando ya empezaban a creer que la guerra pasaría de largo, sucedió lo inevitable. Después del verano del 37, comenzaron a ver, sobrevolando las montañas y cada vez más insistentes, las siluetas inconfundibles de los aviones de combate; en ocasiones, volaban bajos, y los pilotos desde sus cabinas saludaban con la mano a los lugareños. Pasadas las semanas y perdido el miedo inicial, la situación se tornó en motivo de jolgorio entre la chiquillería local y, cuando el viento traía el sonido de los motores de las aeronaves, los niños salían corriendo de sus casas para saludar a los del cielo mientras perseguían sus estelas. Nadie sabía de qué bando eran, pero mientras no soltasen su mortífera carga por las inmediaciones serían bien recibidos.
En diciembre de ese año, comenzó la batalla por la toma de Teruel y, en Libros, conocieron in situ las tragedias de la guerra.
Todo se inició con unos lejanos sonidos semejantes a las detonaciones de barrenos que, en ocasiones, habían escuchado en las minas cercanas; pero no era lo mismo. Este estruendo sonaba mucho más continúo y, por la noche, se observaba en la lejanía múltiples destellos de luz semejantes a miles de rayos descargando simultáneamente. Mi abuela contemplaba el horizonte y sentía terror y tristeza.
-Esos ruidos vienen de los cañones que bombardean Teruel. Me ha dicho Benito que los civiles le han confirmado que el frente está a menos de 20 Km de aquí -le explicó su hermano Manuel, mientras le cogía cariñosamente del hombro.
-¿Y llegarán hasta aquí?
-¡Quita! ¿Qué se les ha perdido en Libros? Aquí no hay fábricas ni nada de interés; tranquilízate, hermana, esto es lo más cerca que vamos a estar de la guerra.
Pero no fue así. A la madrugada siguiente, multitud de camiones y vehículos del ejército republicano ocuparon la localidad. El alto mando había decidido construir un hospital de campaña en esa ubicación para atender a los múltiples heridos en los combates.
En pocas horas, la intendencia requisó algunas casas deshabitadas e iniciaron, con rapidez, el montaje de varios quirófanos; al mismo tiempo, decenas de jóvenes soldados ocupaban la villa instalando ametralladoras antiaéreas aquí y allá. Un bando militar llamó la atención de los vecinos: <>.
Sin pensárselo dos veces, Pruden y un par de sus hermanas se presentaron en el templo. Quizá podrían ser útiles en medio de tanta desgracia.
Durante un mes, realizaron a diario un curso donde aprendieron técnicas de primeros auxilios; al finalizarlo, recibieron la certificación que les acreditaba estar en condiciones de desempeñar ese oficio.
Un capitán informó que se precisaban enfermeras para quirófanos de urgencia, y mi abuela acudió feliz a ese puesto, sabía que, aunque desagradable, era el que más satisfacciones le aportaría; haría lo imposible por ayudar a salvar a los pobres muchachos que llegaban destrozados desde el cercano campo de batalla.
Laboraba sin descanso de sol a sol; nunca salió de sus labios una queja y, en poco tiempo, se convirtió en toda una profesional. La conmovía profundamente ver morir a diario a chicos tan jóvenes como ella; a aquellos que sabía que no tenían cura, les ofrecía un último consuelo, quizá un beso en la frente, para que, al expirar, marcharan con la tranquilidad de saberse queridos y acompañados en ese trascendental momento.
Su carácter trabajador y humano no pasó desapercibido entre los médicos y la tropa destinada en el lugar. Ellos se desvivían por agasajarla con sencillos obsequios, generalmente, unos sencillos ramos de flores silvestres, pero que, en esa situación, semejaban todo un tesoro. Mi abuela, con diecisiete años, era casi una mujer.
-Pruden -le dijo una tarde un médico militar-, descanse un día, que al final caerá mala.
-La guerra no descansa, y estos pobres chicos precisan de la ayuda de todos. No puedo permitirme el lujo de parar ni un minuto -respondió.
Cuando por las mañanas, antes de incorporarse a su labor, acudía a la fuente de la plaza con la tinaja para llenarla de agua, todos los milicianos hacían cola para ayudarla.
-Qué buenos eran -me dijo recordando esos tiempos, ya en su vejez-. Con todo lo que estaban pasando y qué buenos eran.
La rutina se adueñó del campamento; el trasiego de camiones y de ambulancias que transportaban heridos transcurría constante; entre tanto, los muertos se agolpaban, cubiertos por mantas, en un pequeño corral.
En medio de tanto dolor y sufrimiento, los cirujanos se disputaban los servicios de mi abuela, que seguía realizando su trabajo con ilusión y portaba siempre una sonrisa. Hasta aquel día en que, de forma casual, sus miradas se encontraron, y un intenso escalofrío les recorrió a ambos.
Prudencia lo conocía de vista, aunque nunca antes habían conversado. Se trataba de un joven capitán médico incorporado en el hospital hacía muy poco y del que se decía que tenía unas manos de oro. Eso era bueno, puesto que ejercía como cirujano. En el poco tiempo que llevaba destinado en ese puesto, se había ganado merecida reputación de excelente galeno y mejor persona. Se llamaba Orencio y tenía veintisiete años.
Fue un flechazo el que atravesó sus corazones y se instauró en sus almas. En una fracción de milisegundos, se dieron cuenta de lo mucho que se atraían.
Ella tenía una talla normal, pero era sumamente atractiva y con un tipo precioso; su pelo, negro azabache y los ojos, del mismo color. Aunque nacida en un pueblo, hacía gala de un gran estilo y derrochaba simpatía por los cuatro costados. Él había nacido en Valencia y, desde muy pequeño, soñó con estudiar medicina, hasta que consiguió matricularse en la Facultad; supo aprovechar muy bien el tiempo y aprobó todas las asignaturas con matrícula de honor, lo que en 1933 le valió conseguir una beca con el nombre de <>, que la Diputación otorgaba a los mejores alumnos para estudiar la especialidad de cirugía en la Facultad de Medicina de Munich. En la Universidad de Valencia, contó con los mejores maestros, médicos que hoy dan nombre a calles y a avenidas: Dr. Peset Aleixandre, Dr. Gil y Morte… y tantos otros.
Orencio descendía de una familia de larga tradición republicana, y él sentía afinidad por las mismas ideas, aunque sin fanatismos. Lo que tenía claro es el profundo rechazo que le provocaba el régimen de Hitler. Durante su estancia en Alemania, no acabó de gustarle ese sistema político que consideraba inhumano y frío. Al iniciarse la contienda civil, el joven cirujano se alistó voluntario al ejército republicano y solicitó ser destinado en algún hospital de la primera línea de combate, donde creía que sería más útil.
Apareció en Libros una mañana, no sabía de la existencia de esa población y tampoco le prestó mucha atención. Sólo una misión guiaba sus pasos: colaborar con sus colegas para salvar la mayor cantidad de vidas posibles. No perdió el tiempo y, en seguida, empezó a operar a los heridos; su labor no se presentaba agradable, en muchos casos le tocaba amputar miembros destrozados, y eso le dolía en lo más profundo. En otras ocasiones, donaba su propia sangre en transfusiones de emergencia, tal era la carencia de medios existente. Pero la enorme satisfacción obtenida al ver que lograba salvar una vida le servía de acicate. Las mozas del pueblo no tardaron en fijarse en ese apuesto doctor que, con el pelo engominado hacia atrás, tanta ilusión mostraba en su trabajo y tanta gracia mostraba de continuo. Pero él no fijó sus ojos en ninguna mujer hasta el día en que se cruzó con Prudencia.
Cuando iniciaron la conversación, ambos se mostraron tímidos, y sus primeras palabras versaron sobre medicina y las tristezas y alegrías que ese oficio les aportaba. Conforme fueron pasando las semanas, la amistad creció y, aprovechando una tregua en el combate, Orencio propuso a Pruden salir a merendar al campo. Aquella tarde hablaron mucho y, a su regreso al pueblo, ya se habían comprometido como novios.
A la mañana siguiente, varios aviones dejaron sentir el ruido de sus motores, pero cuando los niños salieron a saludarlos como otras veces, de las panzas de los bombarderos salieron despedidas multitud de bombas que explotaron sobre el pueblo llenándolo de muerte y desolación. Por fortuna, ninguno de nuestros protagonistas resultó herido, lo que no evitó que en la tragedia perdieran para siempre a amigos queridos. A pesar del intenso dolor que les embargaba, acudieron urgentes a sus puestos en el hospital. Les esperaba mucho trabajo.
Los meses pasaron y, con ellos, todo el año 1938. La relación entre ambos jóvenes se consolidó y, unidos por la ilusión de la profesión y de un futuro en común, decidieron compartir el resto de sus vidas y casarse al finalizar la guerra. Sus familias vieron con alegría el enlace y apostaron por la feliz pareja. Las jóvenes del pueblo felicitaron a los novios y, sobre todo, a mi abuela, que estaba exultante de alegría. El lamentable conflicto había servido para unir las vidas de dos almas gemelas.
La relación transcurrió perfecta, Orencio se desvivía en detalles hacia su prometida a la que amaba con locura, y ella sentía adoración por cuanto él decía o hacía, tenía suerte de haber conseguido enamorarse de alguien tan humano y detallista.
Pero la guerra seguía, y Libros volvió a ser bombardeado por la aviación facciosa. En este segundo ataque aéreo se produjo una gran matanza. Junto a la iglesia existían unas peñas de roca y, al pie de ellas, unas pequeñas cuevas que la gente utilizaba como refugio. Aquella jornada trágica, las oquedades estaban repletas de lugareños que buscaban eludir la metralla y la desgracia se cebó en ellos: un obús cayó justo en la entrada de la cubierta, y la onda expansiva hizo el resto. Decenas de cadáveres se entremezclaban mutilados en el polvoriento suelo: niños, mujeres, ancianos. Algunos lograron sobrevivir rodeados de fragmentos descarnados de sus seres queridos. Todo el pueblo se conmocionó por el suceso, y los quirófanos no pararon de trabajar durante muchos días.
En abril de 1939, llegó la desoladora noticia que Madrid había caído en manos de Franco, la guerra estaba perdida. En las horas posteriores, cientos de vehículos militares de la república abandonaron la zona camino a la ciudad del Cid. Derrotado el ejército rojo, sólo quedaba el exilio; tal vez, si lograban llegar al puerto de Valencia, les quedara una oportunidad. En ese ambiente de desánimo generalizado y huidas caóticas, únicamente dos personas permanecieron en su puesto en el hospital de campaña de Libros: Orencio y Pruden. No podían dejar a su suerte a los más desfavorecidos.
Horas más tarde, el ejército franquista ocupó la abandonada población. El mando nacional se percató de que un joven capitán médico seguía operando en condiciones infrahumanas acompañado por una hermosa enfermera; aunque vestía uniforme republicano, su gesto conmovió al oficial invasor, que se dirigió a él en estos términos:
-Mi Capitán, en nuestras filas contamos con abundantes heridos. ¿Quiere usted atenderlos?
-¡Por supuesto! -dijo el médico-. La medicina no entiende de rojos y azules. ¡Éntrenlos, y yo les atenderé!
Y así ocurrió. La actitud de mi abuelo supo ganarse el respeto tanto de vencedores como de vencidos, al menos, hasta ese momento.
Finalizado el conflicto, la feliz pareja se mudó a Valencia donde contrajeron matrimonio canónico. La complicidad que existía entre ambos era enorme y se dejó ver en la celebración religiosa. Cuando el sacerdote fue a pronunciar la típica frase: <>, se confundió y dijo: <>. Al darse cuenta del error debido a las risas de los novios, quiso enmendarlo sin éxito diciendo: <>. Las carcajadas contenidas casi dan al traste con la ceremonia, que al final se pudo celebrar. A la salida, estaban pletóricos, tenían toda la vida por delante, pero la dicha fue breve.
Pasadas unas semanas, la policía detuvo a mi abuelo cuando entraba en su domicilio. Su delito: haber colaborado con el ejército rojo. El denunciante, un compañero de carrera que, de esta forma tan vil, quiso quitarse de en medio a quien más sombra podía hacerle para optar a la nueva cátedra de cirugía que, en breve se instauraría en la Universidad de Medicina de Valencia.
A escondidas, fue trasladado a un campo de concentración de Zaragoza, donde se dedicó a curar a los enfermos que ahí malvivían. Mi abuela ignoraba su paradero y movió carros y carretas para saber dónde estaba, si es que todavía no había sido fusilado en alguna solitaria cuneta.
Por mediación de unos amigos falangistas de mi abuelo, supo su destino y allí acudió a verle. Estaba muy desmejorado y depresivo, pero al ver a su esposa se le abrió un rayo de luz y de esperanza. Sus colegas hablaron con don Adolfo Rincón de Arellano, alcalde de Valencia y compañero de promoción de mi abuelo, quien se ofreció a realizar cuantas gestiones estuvieran en su mano para solucionar el problema. Finalmente y gracias a los informes positivos que dio el oficial nacional que ocupó Libros, fue puesto en libertad sin cargos. Pero ya era tarde, la semilla de la muerte había anidado en su interior.
Pocos meses después de su liberación, falleció de tuberculosis con tan sólo treinta años, Pruden quedó viuda con veinte, y mi madre, huérfana con unos pocos meses de vida. El futuro feliz que se había presentado ante mi abuela quedó trágicamente destrozado aquel aciago año de 1940. Fiel a su estilo de mujer luchadora, siguió trabajando de enfermera mañanas y tardes hasta su jubilación; su única obsesión: darle a mi madre la mejor educación y aquellos estudios que ella nunca se pudo permitir, y decirle que su padre había sido un hombre bueno que murió, ayudando a los demás, por culpa de una maldita guerra que jamás debió comenzar. Toda su existencia se comportó y pensó como una mujer moderna y quizá se hubiera vuelto a casar; pero no lo hizo.
-¿Para qué voy a casarme si nunca encontraré a nadie como tu abuelo? - solía decirme.
No lo hizo por falta de pretendientes, que los tuvo y buenos. Para ella, esos dos años que vivió junto a mi abuelo significaron toda una vida de sentimientos y alegrías que la llenaron para siempre.
Prudencia falleció en el año 2000, ni un solo día dejo de pensar en su marido ni de hablarme de él.
-Era una gran persona. ¡Y tan humano…!
Para mí significó la última víctima de la guerra. Sé que no aparecerá en las cifras, que no será computada como tal, pero su corazón dejó de latir aquella mañana, hace más de sesenta años, cuando dio el último beso a su amado Orencio.

Pero aquella jornada de 1983 en que acudí a comer a su casa, todavía rebosaba salud y optimismo por los cuatro costados, y quise pedirle consejo. Aunque se sentía muy de izquierdas, mostraba respeto hacia todas las ideas contrarias, siempre y cuando no se presentaran mediante el uso de la fuerza. Estaba al tanto de mis andanzas políticas y siempre gustaba de sorprenderme con alguna sabia opinión que yo aceptaba con cariño.
-Abuela -le dije-, ¿qué piensas de Franco?
-Mira, cariño, una persona que va a misa diaria y no perdona a sus enemigos es un hipócrita. Tu abuelo murió por culpa de una guerra que podía haberse evitado si unos y otros se hubieran dejado de machadas y, en vez de solucionar las cosas a tiros, se hubiesen sentado a hablar. No sé si existe un cielo o un infierno, pero si los hubiera, Franco estaría en este último.
-¿Y qué opinión tienes sobre José Antonio?
-José Antonio fue un idealista como tu abuelo y, al igual que él, dio la vida por lo que más creía. Eso se merece todos mis respetos. Franco no quiso salvarlo, porque le podía haber hecho sombra y no le interesaba; es más, manipuló su mensaje político, que pasó a convertirse en una ideología de derechas radical en vez de un tipo peculiar de <>, tal y como lo ideó José Antonio. Con todos mis respetos hacia él, creo que sus ideas fueron buenas en su tiempo, pero hoy en día están un poco trasnochadas; no obstante, si yo fuera tú, antes que defender a un régimen que trajo mucha pena y represión, intentaría aproximarme al pensamiento de Primo de Rivera.
Valoré mucho los consejos de mi abuela, aunque tampoco le hacía caso en todo. Sabía que sus apreciaciones sobre el Caudillo no podían ser nunca imparciales, pero me agradaba saber la opinión favorable que sentía hacia el fundador de la Falange, quizá eso me decidió a dar el gran paso.
Posteriormente, me afilié y empecé a intimar con gentes que antes consideraba enemigos y traidores a la causa nacional y con los que, al principio, encontré muchas discrepancias. De entrada, únicamente respetaban a Franco como militar, pero lo rechazaban en su aspecto político. Consideraban que el ejército tenía una sola función: defender la unidad nacional, pero jamás gobernar un país.
-Nosotros queremos que los militares estén en los cuarteles y que sea el pueblo quien gobierne mediante un sistema de representación elegido por los ciudadanos -predicaban.
-Entonces, ¿qué os diferencia del resto de partidos políticos? -preguntaba intrigado.
-Pues que la Falange toma la forma de un partido, porque es el único medio que nos permite el sistema. Nosotros no queremos ser una opción política dentro del sistema, lo que ansiamos y por lo que luchamos es por ser una opción al sistema. Mira, José Antonio decía que la gente nace en una familia, crece en un municipio y se relaciona con quienes forman parte de estas entidades y de su entorno laboral. Pero nadie nace ni crece en un partido político; luego si las unidades naturales que nos unen y donde nos desenvolvemos son las primeras, ¿para qué crear entidades artificiales que dividen a las personas de una misma familia, ciudad o trabajo? Lo que hay que hacer, y eso es lo que pretende el nacionalsindicalismo, es buscar la forma de que toda la sociedad pueda estar representada por esas colectividades naturales.
-¿Entonces apoyáis la democracia?
-Si entendemos ese concepto en su significado literal de <>, sí. No creemos es en los partidos políticos que, a fin de cuentas, dividen a la sociedad, pero apoyamos la creación de unas cámaras de representación popular donde estén constituidas las unidades naturales de las que hemos hablado antes, donde por supuesto quienes más peso tengan sean quienes más trabajen por la grandeza de España y de los españoles.
-¿Pero entonces sois de derechas, izquierdas, extrema derecha o extrema izquierda?
-No somos nada de eso -añadían llenándome de más dudas-. José Antonio decía que las izquierdas, en el fondo, aspiran a cambiarlo todo, incluso lo bueno, y que las derechas, en el fondo, aspiran a conservarlo todo, incluso lo malo. Lo que buscamos es coger la parte buena de las izquierdas, que es la defensa de la justicia social y del trabajador, y la parte buena de las derechas, que es la defensa del sentimiento nacional, y unirlo todo en un gran movimiento capaz de aunar voluntades comunes. A José Antonio, en su época, las derechas lo tachaban de <> y las izquierdas de <>, aunque no era ninguna de las dos cosas. Su ideología se llamaba nacionalsindicalismo y se trataba de una forma de gobierno exclusiva por y para los españoles, basada en nuestra forma de ser y de sentir; por tanto, no exportable al resto de las naciones. Ten en cuenta que él preconizaba que la tierra debía ser para el que la trabajaba y que la Banca debería ser pública y al servicio del pueblo. Esos planteamientos estaban más en consonancia con las izquierdas que con las derechas, que lo tildaban de traidor. Debes considerar, también, que José Antonio poseía el título nobiliario de marqués de Estella y provenía de una familia de larga tradición monárquica. No obstante, renunció a todos esos privilegios por sus ideas, lo que le supuso enfrentarse a la aristocracia de su época. José Antonio fue un revolucionario proveniente de las clases altas, y eso es lo más curioso de su personalidad. Es sencillo querer renunciar a unos privilegios cuando no los tienes, pero rechazarlos cuando los disfrutas es muy difícil.
-¿Entonces la Falange apoya la república o la monarquía? -inquiría con curiosidad.
-Es un asunto que nos resulta indiferente. Si España funciona con una monarquía, ¡bienvenida sea! Y si lo es con una república… ¡viva la República! Lo importante no es el tipo de sistema, sino que sea uno que dé libertad y grandeza a la Patria y al pueblo.
-¿Y apoyáis la libertad?
-¡Hombre! ¡Pues claro! Lo que pasa es que creemos que sólo puede existir la libertad en una nación grande y fuerte que la garantice de veras. Es muy fácil llenarte la boca hablando de ese concepto, pero difícil llevarlo a cabo. Ser libre implica tener la posibilidad de elegir entre distintas opciones, por ejemplo, la Constitución actual nos garantiza la libertad de elegir trabajo, pero si careces de estudios o de preparación, esa presunta libertad se queda en agua de borrajas, porque realmente tienes que coger el empleo que te ofrezcan, aunque esté mal pagado y no te satisfaga. Para ser realmente libre, tienes que tener cultura para poder elegir entre diversos caminos, y eso tiene que solucionarse dando a todos por igual las mismas posibilidades de formación. Los colegios y las universidades tienen que ser públicos, gratuitos y de calidad. ¡La cultura nos hará libres!
La verdad es que el discurso que escuchaba por parte de los falangistas no tenía nada que ver con lo que había escuchado con anterioridad. Lo veía demasiado idealista, excesivamente perfecto, incluso algo anticuado en determinados aspectos, pero me gustaba. Siempre he pensado que la vida vale la pena sacrificarla por un ideal importante, y mi nueva militancia falangista me daba la oportunidad de intentarlo.
Aquel 1983, lo inicié compartiendo mis ilusiones en esta organización. Tuve suerte, entré en un momento de estabilidad en el partido; los dos años anteriores habían sido de serias disputas internas que modificaron profundamente su línea política. Dichas discrepancias tuvieron su punto álgido en los tradicionales actos en recuerdo del fusilamiento de José Antonio, que se conmemoraban en Alicante.

El 20 de noviembre de 1981, marcó el principio del fin de la jefatura nacional falangista encabezada por Raimundo Fernández Cuesta. Aquella jornada, los sectores antifranquistas de Falange, apoyados por la mayoría de afiliados a las juventudes, decidieron sabotear la intervención de Cuesta y provocar su dimisión. Cuando el histórico líder inició su discurso, una multitud de correligionarios comenzaron a abuchearle y a gritar, megáfono en mano: <<¡Falange para los jóvenes!>>. En un momento dado y cumpliendo órdenes de Raimundo, el servicio interno de seguridad, compuesto por veteranos militantes de la Primera Línea de Madrid y de Valencia, disolvió a porrazo limpio la concentración, que se convirtió en una cruenta batalla campal. No obstante, y a pesar de ganar sobradamente la pelea, semanas después, Fernández Cuesta perdía la reelección y era expulsado del partido por la nueva jefatura liderada por Diego Márquez Horrillo. Esto provocó que la relación entre los militantes falangistas y los de Primera Línea fueran tensas, hasta que estos últimos fueron expulsados después de protagonizar diversos altercados en el valenciano local de la calle Salamanca.
La esperada y temida gota ocurrió una tarde en que una veintena de militantes de Primera irrumpieron, bate en mano, en una reunión que tenía lugar en la sede e intentaron agredir a un joven jefe falangista llamado Juan García Sentandreu, al que acusaban de utilizar la política en su propio beneficio personal y de girar ideológicamente demasiado hacia las derechas. El citado Sentandreu, al ver lo que se le venía encima, optó por esconderse en el cuarto de baño del local; esta actitud sólo sirvió para hacer explotar a los de Primera Línea que, a patadas, tiraron la puerta abajo. La víctima, pálido como la cal, optó por escapar del palizón que le venía encima y saltó a la calle por una ventana. Tuvo mucha suerte de estar en un primer piso y no se hizo demasiado daño. No le fue igual al dueño de la frutería de abajo, que observó impotente como, a pesar de que el cielo estaba despejado, llovían falangistas sobre las cajas de frutas que tenía colocadas sobre la acera. Después de estos sucesos, la jefatura provincial expulsó a todos los miembros de Primera Línea, que optaron por alquilarse un piso por su cuenta y seguir participando en política, aunque sometidos tan sólo a su propia jerarquía y disciplina interna.
Este grupo estaba formado por los miembros más radicales de Falange, gente con las ideas muy claras y que estaban de vuelta de todo. Estéticamente, se diferenciaban del resto porque portaban un ángulo blanco en la manga de la camisa azul.
Su origen provenía de la Primera Línea histórica, fundada en los años treinta por un antiguo comunista llegado a las filas de José Antonio, llamado Agustín Aznar Inicialmente, la misión de este grupo de élite consistía en vengar, utilizando la máxima bíblica del <>, las muertes que los rojos infligían en sus filas. Tras la guerra, desaparecieron y volvieron a formarse a finales de los setenta, sólo alcanzaron algo de notoriedad a principios de los ochenta; en esta nueva etapa, se dedicaban a realizar labores de seguridad en los actos públicos de Falange y a misiones de represalia contra grupos contrarios, entre los que se incluía a Fuerza Nueva. A malas, no se andaban con milongas.
Frente de la Juventud era la formación con la que más se identificaban. En el fondo, se trataba de una prolongación de ese grupo; muchos antiguos militantes del Frente colaboraban codo con codo, con los de Primera.

Cuando entré a formar parte de las filas falangistas, existía una gran rivalidad entre la Falange oficial y los militantes de esta facción disidente. Ese aire de rebeldía me atraía irremediablemente y quise entrar a formar parte de ellos. No lo tuve sencillo.
Los conocía desde hacía tiempo y, en más de una oportunidad, habíamos discutido sobre política, pero que yo proviniera de Fuerza no les hacía, en principio, mucha gracia. En alguna ocasión, casi me corren a guantazo limpio por acudir a tomar alguna cerveza al mesón donde solían reunirse. ¡Gajes del oficio!
Cada organización disponía de su zona de ocio y traspasar la línea del otro podía acarrear serios contratiempos. En mi caso, siempre he sido bastante cabezón y nunca me he dejado influir por las normas que otros establecieron en su día y por las que no me pidieron opinión. Así pues, constantemente, he actuado basándome en mis propios criterios y no en los que han querido imponerme. Eso me ha costado algún disgusto. En definitiva, mucho antes de afiliarme a Falange, los de Primera ya se habían acostumbrado a mi presencia, y éramos camaradas, aunque de momento no querían que me afiliara con ellos.
Al principio, se sorprendieron al saber que estaba en las JONS, aunque sé que les agradó ese cambio. Para mí, significaba el paso previo antes de ingresar plenamente en su organización.
De esta gente, me llamó la atención algunos detalles que antes consideraba impensables, como que les gustaran las canciones de Serrat, las obras de Picasso y los poemas de García Lorca. No lo entendía. ¿No se trataba acaso de autores rojos? Los de Primera me demostraron que el arte no va reñido con la política y que, independientemente de las ideas contrarias de estos artistas, debía mostrar respeto por quienes supieron ser unos genios innovadores en sus respectivos campos. Así, aprendí a valorar al contrario y a no odiar lo que desconocía. Luego, se convirtieron en mis mejores amigos; por fortuna, muchos de ellos todavía siguen siéndolo.
Mientras tanto, seguía participando activamente y de forma simultánea en Unión Hispana y en FE-JONS. Con estos últimos, comprendí, entre muchas cosas, que el Cara al Sol no era una canción fascista cualquiera, sino un himno que había que entonar con respeto en ocasiones señaladas, puesto que fueron muchos los que murieron cantando sus estrofas. Que, como dijera José Antonio, <>, no podíamos querer una patria con desigualdades sociales, injusticias, paro, terrorismo, por eso no decíamos: <<¡Viva España!>>, pues esa expresión implicaba amar a nuestra imperfecta patria actual; nuestro grito era: <<¡Arriba España!>>, pero no la de hoy, sino aquella justa con la que soñábamos y por la que estábamos dispuestos a sacrificar juventud y vida.
En mi interior, se estaba gestando una gran transformación; de pronto, muchas dudas encontraban respuesta. Sentía que la nueva labor política que tenía como falangista implicaba un sacrificio, estar en Falange no significaba tan sólo tener una forma de pensar diferente de la mayoría, sino lo más importante, de ser. En ese detalle radicaba la distinción esencial con las demás organizaciones.
Mi misión primordial sería la de trabajar con ahínco para lograr una España grande y justa, pero donde la verdadera justicia alcanzara, sin distinción, a todos.
Comencé a acudir a las charlas doctrinales de Primera Línea, en las que, por encima de todo, primaba que aprendiéramos a razonar. En esos meses, leí, infatigable, decenas de libros sobre todos los temas políticos conocidos: fascismo, marxismo, liberalismo, nacionalsocialismo, nacionalsindicalismo, anarquismo. Intenté, incluso, estudiarme El Capital, de Marx, aunque he de confesar que no pude pasar de la página 26. ¡Qué tostón! A partir de ese instante, supe que alguien mentía cuando me afirmaba sin rubor que había logrado leerse ese <>.
Semanalmente, realizábamos coloquios y debates, luego marchábamos todos juntos a picotear <> que mojábamos con alguna caña de cerveza y, a las tantas, después de haber cantado hasta desgañitarnos canciones falangistas, acudíamos a casa a descansar.
Aunque no militaba formalmente con ellos, era uno más hasta la tarde en que su jefe me ofreció formalizar mi compromiso e integrarme del todo. Lo estaba deseando y acepté sin pensármelo; a partir de ese instante me autorizaron a portar públicamente sus emblemas. Lo primero que hice fue colocarme un llavero con sus lemas; éste disponía de dos caras; en el anverso, sobre base negra, una totenkof dorada con la divisa: <>; en el reverso, con fondo rojo, la <> rodeada de la leyenda: <>. En ese instante, comenzó una de las experiencias más apasionantes de mi vida.
Mientras, el santuario de mi cuarto volvía a sufrir transformaciones. Quité sin más miramientos las fotografías de Blas Piñar; las de Franco las reemplacé por retratos de José Antonio y de Ramiro Ledesma; los emblemas de Fuerza Nueva, por banderas rojinegras de Falange y, de todos los retratos de militares, conservé tan sólo los de Tejero y Milans. No entendía los fines reales de su intentona y tampoco sabía que pretendieron en su día, pero el hecho de que ambos permanecieran en prisión sin solicitar indulto para eludir su pena me demostraba que, independientemente de lo acertado o equivocado de sus actos, se trataba de gentes de honor, y eso, para mí, valía mucho.
Contemplé mi nueva capilla particular y sonreí: presentía que esta nueva etapa de mi existencia superaría a las anteriores. Y no me equivoqué.
Después de ese nuevo compromiso político, comenzamos a quedar a diario. Teníamos alquilado un pequeño piso que utilizábamos como sede, realmente no éramos muchos -unos cincuenta- pero muy conscientes y comprometidos. No teníamos líder, ¡ni falta que hacía! Nuestra jerarquía la componía un jefe y varios responsables de los diversos departamentos existentes: administración, formación política, acampadas y aire libre, guerrilla urbana con sus apartados de fabricación de explosivos y manejo de armas.
Nos sentíamos guerrilleros de un sistema que no comprendíamos y no nos gustaba. Pero a pesar de estos conocimientos seudo bélicos, no solíamos utilizar la violencia como primer recurso. No nos creíamos en poder absoluto de la razón, pero tampoco íbamos a consentir que vinieran otros a explicarnos a malas que estábamos equivocados.
En esos años, existían infinidad de grupos urbanos: Mods, Rockers, New Romantics, Heavys y quizá, sin intuirlo, nos convertimos en uno más. De éstos, nos diferenciaban nuestros principios políticos y puede que también el tipo de inconformismo. En el fondo, éramos ex militantes de partidos ultras que, desengañados por nuestros antiguos líderes, componíamos un pequeño ejército de desertores de esas organizaciones. La única intención que nos guiaba consistía en hacer política sin ataduras y, pese a la inexperiencia, funcionábamos bien.
No queríamos conseguir poder ni convencer a nadie de lo exactas de nuestras ideas y mucho menos nos creíamos profetas de nada. En ese sentido, nos sentíamos bastante abiertos y tolerantes. Deseábamos ser una élite nacionalsindicalista creada por jóvenes libres de prejuicios arcaicos, con las ideas claras y capaces de poder debatir en cualquier foro. Al mismo tiempo, formarnos concienzudamente en combates callejeros, por lo que pudiera pasar. ¡Y vaya si logramos ambas cosas!
En aquellos primeros años ochenta, Primera Línea tenía mala fama, sobre todo entre algunos jóvenes sectores de clase media. Lo curioso es que a pesar del miedo y del respeto que inspirábamos, la gente solía seguir nuestros pasos, al menos en lo que a zonas de ocio se refiere. Es decir, bastaba que frecuentáramos un pub sin clientela, para que, en pocos días rebosara de clientes. Parece absurdo, pero es la verdad; los adolescentes gustaban de contemplar peleas como si de una opción de diversión más se tratara. Pero no contaban con que podían convertirse en víctimas de las mismas, cómo a menudo ocurría.
Al principio, acudíamos por costumbre a divertirnos a la zona de tascas y, en sus bodegas, bebíamos jarras de cerveza a la vez que cantábamos canciones falangistas ante las miradas perplejas de los demás clientes. Al independizarnos de Falange, decidimos buscar otro territorio nuevo para nosotros solos. Tuvimos suerte y, cerca del local de la calle Salamanca, descubrimos un bar llamado Salsa y a su lado, un mesón. Casi no tenían clientela, y empezamos a acudir a diario: en pocas semanas, no se podía ni respirar del bullicio existente. Todas las tardes se formaban peleas con la mínima excusa: <>, <>, <>, <>. El motivo era lo de menos; la cuestión, montar follón. Es justo reconocer que nosotros no iniciábamos la mayoría de las trifulcas, de eso se encargaban los chavales de las falanges juveniles, que no paraban un rato. Eso sí, cuando el tema se iba de madre, poníamos el punto y final. Todo esto trajo consigo que, en un par de años, cerraran estos lugares por acumulación de guantazos por metro cuadrado. La policía no veía con buenos ojos tanto desmadre. ¡Vaya usted a saber por qué!
Nos tocó volver a buscar sitio de encuentro. La verdad es que éramos un poco tiquismiquis y no queríamos un bar cualquiera; además, como condición imprescindible, éste debería estar cerca de algún mesón donde hicieran platos económicos y sabrosos, como <> o <>. Después de mucho andar, encontramos en una calle cercana a la plaza de Cánovas lo que ansiábamos; el bar se llamaba Merengue, y pinchaban música del momento: Spandau Ballet, Mecano, Gabinete, Loquillo con su Cadillac Solitario, canción que creo marcó a una generación. El mesón cercano, ubicado en la paralela calle de Conde Altea llamado Los Pamplonicas, se convirtió en nuestra segunda casa por muchos años, para algunos en la primera.
Volvió a ocurrir lo de siempre, en pocas semanas, los locales rebosaban de jóvenes en busca de marcha y de sensaciones fuertes. Las refriegas se convirtieron en algo frecuente y, por tanto, monótono; valga como ejemplo que, en mi casa, dejaron de comprarme camisas de color claro, puesto que a las pocas horas de estrenarlas estaban rotas y manchadas de sangre. ¡Y eso que yo casi nunca me metía en follones en comparación con otros!
Nuestra máxima en esta etapa era: <>. Parecía como si el mundo fuera a acabarse en diez minutos y teníamos que aprovechar cada instante como si se tratara del último. Con esta mentalidad, iniciamos una trepidante carrera en solitario para descubrir aquellas cosas y experiencias que se nos había vedado, queríamos experimentarlo todo, y ese todo, en ocasiones, nos llevó al desenfreno.
Si bien es cierto que pocas veces iniciábamos <>, no menos cierto es que los muchachos de <> no entendían una tarde de fiesta sin sus correspondientes peleas. Ya he comentado que los motivos para encender la mecha eran sencillos; si fallaba alguno de los citados, marchaban a la caza de chavales que fumasen porros para demostrarles in situ que esas sustancias sí que resultaban perjudiciales para la salud. A veces, las víctimas salían respondonas y se negaban estúpidamente a ser apaleadas por la cara, entonces se liaba la marimorena y llovían tortazos a diestro y siniestro. Llegado ese extremo, nos tocaba intervenir para apaciguar los ánimos. Los <> nos tenían como sus protectores y, cuando las trifulcas se les iban de las manos, corrían a solicitar nuestra ayuda, lo que nos tenía bastante hastiados. Llegué a presenciar un mínimo de cinco o seis contiendas diarias durante muchos años; lo más normal era que se empleasen a tortazo limpio, pero no faltaban aquellas en las que aparecían peligrosamente, puños americanos y navajas, incluso alguna pistola. Aunque eludíamos las confrontaciones, en un mínimo porcentaje participábamos en ellas y eso, unido a la cantidad de reyertas, significó que, en nuestra juventud, terciamos en miles de jaleos absurdos y ajenos a toda intencionalidad política. Bastantes de ellos no tenían nada que envidiar a las espectaculares riñas de las películas de acción más salvajes. Hoy sé que toda aquella violencia estúpida, que entonces veía natural, terminó por complicarme la vida y traerme a prisión. Y aquí espero a muchos jóvenes que, ahora, también consideran la violencia como algo natural y lícito.
Aparte de esas peleas, de vez en cuando acudíamos a provocar a grupos radicales de izquierda. Recuerdo que en una planta baja de la calle Sueca, estaba la sede de la Unificación Comunista de España. Esta organización tenía montado un bar en su local, donde servían comidas a precios económicos para lograr fondos con la intención de autofinanciarse. Desde 1983 a 1985, cogimos por costumbre asaltar su sede cuando nos venía en gana, romper las lunas de cristal que daban a la calle y, en ocasiones, acudir a comer a su cantina sin pagar un duro y haciéndoles cantar como postre el Cara al Sol. Con diecinueve o veinte años, estábamos totalmente curados de espanto; nada, en lo que a violencia se refiere, nos llamaba la atención.
Superadas las emociones de las riñas callejeras, algunos buscaron otras experiencias y encontraron en la droga un nuevo amigo. Porros y cocaína comenzaron a circular entre algunos camaradas lo que provocó que nos dividiéramos entre los que probaban esas sustancias y los que, como yo, nos oponíamos radicalmente a su consumo.
Para no romper la organización, de vez en cuando seguíamos realizando actividades políticas, aunque cada vez más distanciadas en el tiempo. No obstante, había dos citas en noviembre a las que nunca dejamos de acudir: la marcha que realizábamos desde Valencia a la cruz de los caídos del Saler y el homenaje que en memoria de José Antonio se celebraba en la antigua cárcel de Alicante. En estos últimos, pude conocer a Pilar Primo de Rivera, hermana del <> e histórica fundadora de la Sección Femenina.
Año tras año, Pilar acudía a presidir los actos que se celebraban en honor del fundador de la Falange, y los militantes de Primera Línea la acompañábamos para velar por su seguridad. Acostumbrados al carácter autoritario del que solían hacer gala nuestros líderes, estar con Pilar significaba todo un lujo. Se trataba de una mujer menuda, ya anciana, muy humilde y con un gran corazón; jamás observé en ella un mal gesto, ni una palabra malsonante, ni siquiera un cierto aire de autoridad o de soberbia. Nos disputábamos su compañía y agradecíamos poder escuchar de sus propios labios aquello que conocíamos por los libros.
-Doña Pilar -le dije un día-, ¿qué siente al ver que tantos años después del fusilamiento de su hermano todavía somos muchos los jóvenes que seguimos sus pasos?”
-No me llames de usted -me dijo-. Vosotros podéis hablarme de tú.
-Muchas gracias. ¿Qué piensas de lo que te he dicho? -insistí.
-¡Ay, cariño! José Antonio estaría muy orgulloso de todos vosotros. Sois muy buenos chicos. La maldita guerra se llevó demasiado pronto a mis dos hermanos: José Antonio y Miguel. ¡Qué personas más estupendas eran! ¡Pobrecitos! ¡Pobrecitos! Pero así fue la voluntad de Dios y, mientras vosotros los recordéis, ellos seguirán vivos.
Escuchábamos ensimismados las anécdotas que nos relataba sobre su hermano mayor y su padre, el general Primo de Rivera, conscientes que nos encontrábamos delante de un pedazo de la historia viviente de España. En nuestras filas, había un camarada valenciano al que apodábamos el Sepia, el cual tenía una especial amistad con Pilar desde hacía muchos años, pues siempre se encargaba de acompañarla en sus visitas a Alicante. Una tarde, le hizo varias preguntas cuyas respuestas recordaré siempre:
-Pilar, cuéntales a los camaradas cuando Franco te quiso casar con Hitler.
Nos quedamos con la boca abierta, pues ignorábamos ese detalle de su vida. Pilar respondió nerviosa:
-¡Calla, calla! ¡Qué horror! ¡Si me llegan a casar con ése!
-¿Entonces es verdad que Franco te quiso casar con el Führer? -exclamamos sorprendidos.
-Algo de eso se habló, pero no fue el Caudillo quien tuvo la idea, fue una ocurrencia de Serrano.
-¿Serrano Suñer? -preguntamos esperando la confirmación.
-Sí. Del mismo. ¡Quita, quita! ¿Os imagináis que horrible casarme con ese monstruo? Ramón tenía unas ideas un tanto descabelladas. Por fortuna, todo eso pasó, y no me casé con él. Además, no me gustaba. Nunca me gustó. Y a José Antonio tampoco le agradó cuando lo visitó en persona. El Führer era un hombre tan frío, tan racional. ¿Y lo que hizo luego con los judíos? ¡Dios mío, tantos niños e inocentes! Suerte que todo eso pasó y sólo quedó en un desafortunado proyecto de Ramón.
-¿Y te hubieras casado con Hitler sin quererlo?
-Es que vivíamos otra época. No se sabía lo que estaba haciendo con esa pobre gente. Pero no me hubiese gustado. La verdad que no. Aunque si hubiera sido por el bien de España y lo hubiera exigido el Caudillo...
-Pilar -continuó el Sepia -, ¡no apoye tanto a Franco, que no hizo nada por salvar a su hermano!
-¡No digas eso, Alfredo, que no es verdad! ¿Qué más podía haber hecho?
-¡Di que sí, Pilar! -jaleó irónicamente uno-, ¡que a José Antonio lo mataron los rojos!
-No -interrumpió ella-. ¡Eso tampoco es verdad! ¡A José Antonio lo mató la ignorancia! Los que apretaron el gatillo no tenían culpa. De haberlo conocido un poco, quizá aún viviría. Pero había tantísimo odio en España. Creo que, en el fondo, lo mataron entre todos.
Nos quedamos impresionados por su grandeza, claridad de pensamiento y ausencia de rencor hacia quienes ejecutaron al <>; mientras transcribo estos recuerdos, siento hacia ella un gran cariño y sé que ahora estará feliz junto a sus hermanos. Pilar, estés donde estés, mi más sincero respeto; nunca olvidaré tu profunda humanidad y entereza.
Salvando estos instantes de camaradería, poco más hacíamos en común los de la Primera Línea; no obstante, en el ochenta y cinco, intentamos reiniciar un nuevo despegue propiciado por la oferta que nos hicieron los nuevos dirigentes de FE-JONS en Valencia de volver a integrarnos en este partido, permitiendo que mantuviéramos nuestra semiindependencia y jerarquía interna. A resultas de esta <>, volvimos a hacernos cargo de la seguridad de los mítines de Falange y a colocar nuestras mesas de propaganda en la plaza del ayuntamiento.
Aunque de puertas adentro aparentábamos que toda Primera era una piña, la realidad indicaba que las disputas internas seguían dividiéndonos inexorablemente, y nada parecía poner solución a esa disgregación que amenazaba nuestra continuidad. La solución de este problema llegó poco después y, curiosamente, a raíz de unos graves disturbios que protagonizamos y que acapararon los titulares de todos los medios de información del momento.
Ocurrió un domingo al mediodía. Aquella mañana, unos pocos camaradas acudieron a montar mesas, como siempre, enfrente del ayuntamiento; la noche anterior, había sido demasiado larga y nos acostamos a las tantas y ¡en qué estado! Ese fin de semana me tocaba librar y dormía felizmente, cuando el teléfono interrumpió mis sueños. Al otro lado del auricular estaba el jefe de la Primera Línea:
-Oye, Juan, ¿estás durmiendo? -preguntó.
Encendí la luz a tientas y miré la manecilla del reloj, marcaba las diez. ¿De la mañana o de la noche? Un terrible dolor de cabeza me impedía articular palabra. Casi no podía abrir los ojos.
-¿Eres Tano? -interrogué.
-¡Quién voy a ser si no! Oye, vístete y acude a la plaza del Caudillo, que puede haber jaleo en las mesas -ordenó.
-¿Qué día es hoy? -volví a preguntar aturdido.
-¡Domingo! ¡Hoy es domingo y son las diez de la mañana! ¡Venga! Vístete y acude a mesas, que ya estamos todos aquí. ¡Ah! Tráete el puño americano, pero no se te ocurra coger la <>, que esto está a parir de maderos.
-¿Pero no es una broma?
-Que no. ¡Leches! Venga. No tardes.
-En diez minutos, estoy ahí -contesté mientras me ponía en pie.
Tardé justo ese tiempo en vestirme y llegar al lugar. En las mesas se encontraban media docena que me indicaron que acudiera a una cafetería cercana donde hallaría al resto; entré en Barcas 7 y observé a varios camaradas que estaban atiborrándose de cafés; al ver sus ojos, comprendí que tampoco habían dormido demasiado. Todos intentábamos disimular con gafas de sol la enorme resaca.
-¡Arriba España! ¿Qué es lo que ocurre tan urgente como para no dejarme dormir? -inquirí dirigiéndome a nuestro jefe luego del saludo.
-¡No despotriques tanto, que estamos todos como tú! -dijo a modo de respuesta y explicó-: Nos han informado que a las doce está convocada una manifestación de ultraizquierda en la plaza de la Virgen, es de insumisos o algo así. Lo cierto es que sabemos de buena tinta que tienen la intención de venir a destrozarnos las mesas de propaganda. Por la zona, hay varias <> para prevenir incidentes, pero aunque no quiero que se líe, ¡si nos buscan, nos encontrarán! -afirmó rotundo.
Asentí en silencio; estaba conforme con todo. Sólo nos quedaba esperar.
El tiempo fue transcurriendo lentamente, la plaza comenzó a llenarse de familias que paseaban despreocupadas con sus hijos camino hacia los puestos de venta ambulantes que, como cada festivo, solían colocarse en las inmediaciones. En el nuestro, nos habíamos juntado cerca de una veintena, deseando que todo se tratara de una falsa alarma; por si acaso, todos los artículos de propaganda los reemplazamos por antiguas revistas falangistas, no fuera que acabara por liarse y perdiéramos todo el material. Los efectos de la resaca empezaban a desvanecerse debido a la cantidad de agua y cafés que habíamos ingerido, nos encontrábamos dispuestos a lo que hiciera falta.
Disponíamos de informadores en el otro bando, y por ellos supimos que el acto en la plaza de la Virgen estaba a punto de iniciarse; según éstos, se trataba de una concentración de asociaciones de ultraizquierda que, bajo el lema <>, pretendían manifestarse contra el servicio militar obligatorio. En teoría, los manifestantes no disponían de autorización gubernativa para desplazarse del lugar de la convocatoria.
-¡Ojalá no pase nada! - pensaba, mientras oía las campanadas del reloj del ayuntamiento dar las doce.
De repente, la esperada noticia de que los de la concentración venían hacia nosotros corrió como la pólvora; instintivamente, metimos las manos en los bolsillos del pantalón y agarramos con fuerza los puños americanos, mientras sentíamos cómo la adrenalina nos iba llenando.
Nos reagrupamos formando una línea defensiva delante de los puestos a la vez que buscábamos con la mirada a Tano, esperando sus instrucciones. Lo localizamos apostado junto a un furgón policial, departiendo con sus integrantes. Acabada la conversación con los maderos, vimos que se aproximaba corriendo y gritando:
-¡Primera Línea! ¡Primera Línea! ¡Acudid todos! ¡Reunión urgente!
En cuestión de segundos, formamos un corro, nuestro jefe se puso en el centro y explicó:
-Acabo de hablar con la policía. ¡Vienen los rojos! No tardarán más de diez minutos. El subcomisario que manda las <> es camarada y me ha asegurado que no van a intervenir. No van a ver nada, pase lo que pase. En teoría, los rojos no tienen autorizada ninguna manifestación, sino tan sólo una concentración. Con lo cual, cuando vengan, les quitaremos de golpe las ganas de volver a amedrentarnos. ¿Entendido? ¡Más cosas! Cuando carguemos, lo haremos a toque de silbato y en la calle San Vicente, qué hay menos mirones. ¡Ah! Les he prometido a los polis que no emplearemos ninguna <>.
Un griterío interrumpió sus explicaciones, giramos las cabezas y observamos como, a doscientos metros, se aproximaba una marea humana directa hacia nosotros. Eran los de la concentración. La cabecera estaba presidida por una enorme pancarta blanca en la que resaltaba, en enormes letras negras, la frase: <>. Detrás de ella, varios manifestantes llevaban en alto un ataúd de cartón a escala natural con el conocido eslogan: <>.
Avanzaron hasta situarse a menos de diez metros y comenzaron a gritarnos: <<¡Vosotros, fascistas, sois los terroristas! ¡Vosotros, fascistas, sois los terroristas!>>. Luego se pusieron a dar saltos mientras coreaban: <<¡Ali bote! ¡Ali bote! ¡Fascista el que no bote!>>. Por nuestra parte, permanecíamos inmutables formando una doble fila de seguridad y los mirábamos directamente a los ojos sin pestañear; vimos que comenzaron a ponerse nerviosos, algo normal, probablemente pensarían que portábamos armas. No es muy lógico que veinte jóvenes no huyan ante dos mil adversarios. No contaban con que llevábamos demasiados follones a nuestras espaldas como para asustarnos por nada. ¡Estábamos curados de espanto!
Después de cinco minutos, sus chillidos empezaron a menguar y decidieron volver por donde habían venido; pararon sus imprecaciones y dieron media vuelta camino a la plaza de la Virgen. Iniciaban su retorno, cuando se nos ocurrió una genial idea, y todos a una nos incorporamos a la cola de su manifestación avanzando con ellos. Esta actitud despertó la alarma de los últimos, que nos dijeron con la voz entrecortada por el miedo:
-¡Pero, tíos! ¡Que somos pacifistas!
-Sí. Sí. ¡Nosotros también! -explicamos como si tal cosa.
Seguimos caminando a su lado hasta llegar a la altura de la calle San Vicente, el lugar elegido para el ataque. A esas alturas, nuestra presencia en su retaguardia ya era conocida por todos los componentes de la manifestación <>, que, alarmados, giraban a contemplarnos con los ojos desencajados.
Y llegó el momento. Supongo que ahora no podría justificarse, pero en ese momento de mi vida, me veía como un soldado en guerra, y mi deber era seguir a mis compañeros. En cuestión de segundos, los de Primera nos hicimos a un lado formando un estrecho pasillo. Por él, surgieron dos camaradas que, armados con tirachinas de competición, comenzaron a lanzar bolas de acero contra los manifestantes. Éstos, al sentir los impactos, empezaron a caer como moscas sobre el asfalto, y el resto inició la huida. Había llegado nuestra hora, desde detrás escuché la potente voz de Tano gritar:
-¡A por ellos! ¡A por ellos! ¡¡Primera Línea, cargad!
Todos a una iniciamos la carga; armados con los puños de metal y con pequeños bates, empezamos a dar golpes a diestro y siniestro, sin tregua ni perdón. En las filas contrarias, se inició una desbandada total, y la calle quedó cubierta por restos de pancartas y fragmentos del ataúd que portaban. Ninguno de nosotros recibió el mínimo rasguño, pero por la otra parte fueron numerosos los heridos que precisaron asistencia médica. Finalizado el <>, abandonamos la zona rumbo a nuestras casas, a la vez que respondíamos, con disimulo, los guiños cómplices que nos lanzaban los policías. Todo había finalizado como era de esperar, igual que siempre.
Pero aquella vez no sucedió como otras, vivíamos el año 1985 y la prensa inició una espectacular y lógica campaña contra esa agresión. Todos los titulares de los periódicos rezaban del mismo modo: <>.
La prensa nos había señalado con el dedo acusador, teníamos que pararles los pies, ¡y rápido!
No hizo falta esperar mucho para que se llevaran su merecido.
Después de la tempestad, llega la calma y, aunque socialmente hablando el ambiente estaba movidito, esos disturbios sirvieron para que los de Primera dejáramos atrás viejas rencillas y mirásemos al futuro con optimismo. La unión había hecho la fuerza, y teníamos el deber de trabajar conjuntamente para lograr consolidar esa unidad.
Reiniciamos, con optimismo, las reuniones y actividades que redundaran en beneficio de nuestro grupo, nos integramos de nuevo en Falange con unas normas especiales y, como colofón, el jefe nacional de esta organización, Diego Márquez Horrillo, vino a Valencia, donde celebró una cena de hermandad con la Primera Línea completa. Todo marchaba viento en popa; de disidentes, pasamos a convertirnos en militantes de primera. Sólo faltaba realizar una demostración de fuerza para que el resto de grupos afines y la sociedad en general supieran quién mandaba de nuevo en las calles. Miramos el calendario y elegimos la fecha idónea para nuestro objetivo.

En octubre, se celebra la fiesta de la Comunidad Valenciana y, con ese motivo, se realizan actos oficiales en honor de nuestra Señera Coronada y del rey Jaime I, el Conquistador. Por otro lado, esa fecha es también la elegida por grupos independentistas procatalanistas para manifestarse con la intención de reivindicar la inclusión de Valencia en los inexistentes Païssos Catalans. Aquel año, iba a suceder igual, y decidimos dar un escarmiento a los separatistas.
Recuerdo que sucedió un domingo, el día anterior habíamos quedado en la puerta trasera de la catedral a las ocho en punto de la mañana. Esa noche, no salí de marcha y llegué puntual; esperaba encontrar a algún conocido, pero como no vi a ninguno, me dispuse a aguardarles; por las cercanías, observé a varios grupos de chicos y chicas de mi edad que no paraban de escrutarme. Decidí ignorarlos. De pronto, se juntaron y cuchichearon algo sin quitarme ojo de encima; dos de ellos avanzaron directos hacia donde me encontraba; yo me puse en guardia. Una chica me dirigió la palabra:
-Oye, ¿tú eres <>?
Me sorprendí al escuchar esa palabra que desconocía y supuse que me estaría llamando <>, lo cual me extrañó porque no tenía pinta de pertenecer a esa tribu urbana. Entonces, le respondí con cara de perplejidad:
-Pues no. ¿Tengo acaso los pelos de punta?
La joven rió y me deleitó con su agradable sonrisa:
-¡No te estoy llamando <>! –explicó-. Te digo si eres <>. ¡Pancatalanista! ¡Vaya! Aunque por tu respuesta, supongo que no debes de serlo.
Observé que llevaba en la solapa una señera valenciana con la franja azul; devolví la sonrisa y le hablé:
-Pues la verdad es que no soy de ésos. Estoy afiliado a Primera Línea de Falange y, precisamente, hemos quedado aquí para montarla con los catalanistas.
Al escuchar mi explicación, se acercaron y nos saludamos efusivamente. Me dijeron que su presencia allí tenía la misma finalidad que la nuestra. Se identificaron como miembros de las juventudes de Unión Valenciana, el partido que años atrás había fundado don Vicente González Lizondo. Les comenté la profunda amistad que me unía con su líder, puesto que ambos formábamos parte del Altar de San Vicente Ferrer del barrio de Ruzafa. Aclaradas las cosas, comenzamos a charlar amigablemente.
Sobre las nueve, comenzaron a acudir el resto de mis camaradas así como compañeros de partido de los otros. Antes de las diez, entre todos, nos juntábamos más de un centenar. Entonces comenzaron los incidentes, que no finalizarían hasta bien entrada la noche.
Por las calles adyacentes, empezamos a observar a grupos aislados de jóvenes que llevaban banderas catalanas con estrellas rojas; aunque su manifestación estaba convocada para la tarde, no perdían la oportunidad de hacer turismo, máxime cuando muchos de ellos habían venido desde Cataluña en autocares. En ese instante dio comienzo la cacería.
Nos dividimos por las calles e iniciamos la búsqueda de <>; a todo aquel que llevaba un distintivo catalán, se los arrebatábamos a tortazo limpio. En pocos minutos, todo el centro histórico hervía de furgones de policía, que, la verdad sea dicha, poco hacían para evitar las palizas, por no decir nada.
El caos se apoderó del lugar ante la profusión de golpes que soltábamos a todo aquel que resultara sospechoso de participar en la manifestación de la tarde. Al principio, buscábamos gente con insignias, luego ese detalle nos resultaba indiferente. Cómo decía un viejo dicho nuestro: <>.
Porras y puños americanos hicieron su aparición; iniciamos una razia descontrolada ante la indiferente mirada de los maderos, qué, sencillamente, miraban al cielo silbando.
Nuestras presas iniciaron la desbandada por las calles; algunos entraron a refugiarse en la catedral pensando que ahí estarían a salvo, pero ni por ésas. Nuestro lema de ese día era: <>, no podía haber piedad contra el invasor.
Pero nuestras acciones contaban con un peligroso testigo que no perdía detalle y con el que no habíamos caído previamente.
Nos encontrábamos envueltos en la trifulca y vapuleando de lo lindo a unos jóvenes por llevar unas viseras con la cuatribarrada, cuando lo vimos. Se encontraba de pie a diez o quince metros de nosotros, junto a una de las puertas de la catedral, rodeado de gentes que aguardaban entrar a escuchar misa. Él estaba en medio de ellos entretenido en inmortalizar las agresiones que protagonizábamos con una máquina de fotografiar buena, de profesional. Al divisarlo, alertamos al resto:
-¡Mirad! ¡Hay un tío haciendo fotos!
Todos a una volvimos los ojos hacia el intruso y avanzamos a cogerle.
-¡Quitadle el carrete! ¡No le dejéis marchar con el carrete! -gritábamos.
Entre varios, le rodeamos y, a trompicones, le exigimos que nos entregara el rollo de película, pero se negó a la vez que se identificaba como fotógrafo del periódico El Levante y decía no sé qué de la libertad de expresión. Intenté agarrar la máquina, pero la levantó apartándola de mi radio de acción; la ingente muchedumbre impedía que pudiera acercarme más. De pronto, una mano surgió de detrás y cogió la cámara por la correa arrebatándosela al periodista. Observé cómo la máquina de fotografiar giraba por el aire ganando velocidad sobre nuestras cabezas hasta caer como un mazo sobre la cabeza de su propietario, que comenzó a sangrar abundantemente a la vez que perdía el conocimiento.
Acto seguido, se escucharon chillidos de terror y multitud de voces llamando a la policía; en ese instante, vimos aparecer a media docena de agentes que, protegidos por escudos y porras en mano, se arrimaban hacia el desvanecido periodista.
Aprovechamos el tumulto para desaparecer de la escena y poner tierra por medio, ya volveríamos más tarde. Posteriormente, nos enteramos que los maderos habían detenido a un camarada por los incidentes con el fotógrafo. ¡El pobre Alfredo se comió el marrón de algo en que ni siquiera llegó a participar!
Fuimos a tomar unos refrescos a un bar próximo, para esperar que amainara la tormenta. Ni por un instante pensamos abandonar el lugar. Ese día éramos los amos. ¡Todavía quedaba fiesta para rato!
A última hora de la mañana, retornamos a las cercanías; desde hacía rato, nuestra presencia no se dejaba ver, y la normalidad se adueñó del sitio. Aun así, varias <> permanecían aparcadas en las inmediaciones, aunque era lo de menos, no temíamos a la policía.
Maquinamos un plan de ataque, nos dividiríamos en cinco o seis cuadrillas y, en diez minutos iniciaríamos la acción en calles diferentes. ¡El día acababa de empezar! Lo que jamás imaginé es que en breves instantes me convertiría en el más ruin y cruel personaje de la situación. Lo que ocurrió poco después me provocó tal asco hacia mí mismo que hizo cambiar drásticamente mi concepción de la vida.
Un cuarto de hora más tarde, todo el centro volvía a convertirse en un improvisado campo de batalla; la policía no daba abasto y nos divertíamos mareándolos y haciéndoles correr.
Por mi parte, contemplaba desde una esquina de la plaza de la Virgen todo el espectáculo y sonreía. ¡Qué sensación de poder sentía en mi interior! Desde mi atalaya particular, observaba la basílica de la Virgen de los Desamparados y gran parte de la catedral y, en ese preciso instante, me percaté de algo.
Junto a una de las puertas de este último templo, varios militantes de Unión Valenciana se empleaban a fondo intentando arrebatar una insignia con la bandera catalana a un hombre de treinta y tantos que, acompañado por su hijo menor, deambulaba tranquilamente. Contemplé que, a pesar del miedo que mostraba la víctima, a los valencianistas la situación les venía grande y no atinaban en su empeño de quitar la dichosa banderita. Me entretenía con el espectáculo hasta que viendo que, al ver que el tema se complicaba, decidí echar una mano a mis colegas de bulla. Anduve hasta ellos e intenté poner punto y final a la disputa.
-¡Tú, subnormal! ¡Dame la puta insignia o te reviento! -amenacé, a la vez que intentaba agarrar de la solapa al hombre.
El muy cabrón no estaba por la labor y me lanzó una patada que, aunque ni siquiera me rozó, me puso de mala leche; intenté cogerle, pero, agarrando a su hijo, se introdujo como una centella en el interior de la catedral. Aquello era el colmo de la desfachatez. ¡Estaba huyendo como una rata! No podía consentir que el asunto quedara así y entré tras él.
Lo vi caminando por entre los bancos, un sacerdote daba misa ante un grupo de fieles y el <> se dirigía hacia ellos pensando ingenuamente que ahí radicaba su salvación, suponía que no me atrevería a agredirle en la Casa de Dios y menos con tantos testigos. Pues se equivocaba. Como un lobo rabioso, avancé hacia él hasta tenerlo a tiro y la emprendí a golpes y patadas, su hijo lloraba histéricamente y suplicaba:
-¡A mi papi no! ¡A mi papi no!
Pero ciego de odio, no atendí sus ruegos y continué machacando a aquel semejante que no me había hecho nada. El cura desde el púlpito comenzó a gritar:
-¡Por el amor de Cristo! ¡Deteneos! ¡Esto es un lugar sagrado! ¡Basta!
Mis oídos no escuchaban las palabras del clérigo ni de mi <>, que llorando rogaba que le pegara aparte, donde su pequeño no pudiera verlo. A mí, eso me daba igual y seguí pataleándole hasta que varios de mis camaradas me agarraron y separaron del pobre hombre, que permanecía malherido en el suelo santo.
-¿Qué te pasa? ¿Te has vuelto loco? ¡Tío, estás en una iglesia! ¡Venga, vámonos! Por hoy ya está bien.
Salí del templo escuchando los gritos airados de los feligreses; una vez al aire libre, caminé hacia mi casa y me despedí de los míos, que decidieron quedarse un rato más. Los incidentes continuaron hasta entrada la noche, aunque esa parte me la perdí. Una vez en mi domicilio, me encerré en mi cuarto y me puse a pensar, seriamente, durante muchas, muchas horas.

Faltaba un mes para que cumpliera los veinte. ¿En qué clase de monstruo me había convertido? ¿Cómo podía haber acabado así de salvaje? Estaba en un punto de mi vida donde entendía la violencia como una opción normal, una diversión sin más. Esa tarde ocurrió algo que me hizo cavilar. Cuando mis amigos vinieron a sujetarme mientras golpeaba a ese hombre en el santuario, pude advertir, en las miradas que me dirigían, un cierto aire de repulsión. ¡Mis compañeros de andanzas habían sentido aversión por lo que hice! Es más. ¡Llegué a profanar la Casa de Dios! ¿Cuál sería mi siguiente paso? ¿Convertirme en un cualquiera? ¿En un psicópata sin escrúpulos capaz de toda bajeza? ¿O acaso ya lo era? ¡No, yo no podía ser así! ¿O quizá sí?
Me acordé de un individuo que hace tiempo venía con nosotros; había comenzado sus andanzas políticas de la mano de José Luis Roberto en el FSJ; este chico, un poco mayor que yo, sentía un desmesurado placer al ejercer la violencia contra desconocidos y gozaba practicándola con todo aquel que se ponía por medio; nos relataba lo mucho que disfrutaba masturbándose contemplando vídeos reales de ejecuciones humanas.
La dirección de CONS lo expulsó de sus filas y quiso afiliarse en Primera Línea, aunque no le dejamos. Entendíamos que su única solución estaba en el psiquiatra. Pasado un tiempo, ya no se sentía plenamente satisfecho con el dolor ajeno y dio el salto a la droga buscando nuevas sensaciones, hasta que quedó hastiado de tanta cocaína. Las últimas noticias que teníamos de él, indicaban que consumía ácidos y que le había dado por hacerse <>. Y que cada vez estaba más como un cencerro. No tenía amigos, sus antiguos camaradas rehuíamos su contacto y nos causaba asco, mucho asco. ¿Quizá mi destino pasaba por convertirme en un Paco Martínez más? ¡No, eso nunca!
Rememoré mis inicios en política, casi siempre me relacioné con los más malos del grupo. ¿Por qué? ¿Acaso por complejo de inferioridad? Pero si en algún momento fue así, tenía claro que ya estaba superado. ¿Entonces, por qué seguía anclado en la violencia?
Intenté despejar estas dudas mientras fumaba como un carretero en la soledad de mi cuarto. Pensé en mi ídolo José Antonio. ¿Aprobaría mis acciones? Y recordé una frase suya: <>. Y comprendí que mis actos nunca recibirían su consentimiento; me había transformado en un bárbaro sin ideales que justificaba sus aberraciones con excusas políticas sacadas de tiempo y contexto. Sentí que la frase de Ortega y Gasset: <>, podría aplicarse perfectamente a mí mismo y entendí que la famosa <>, preconizada por Primo de Rivera, estaba apartada de mi conciencia y tan sólo, me dedicaba a imitar otras formas distintas de comportamiento más semejantes a las de un animal que a las de un humano.
Caí en un detalle: casi todas las buenas gentes que conocí en las distintas organizaciones en las que milité pasaban olímpicamente de utilizar la fuerza, y eso debía significar algo.
Estaba a tiempo de evitar transformarme por entero en un monstruo; las horribles acciones que cometí, a estas alturas ya no podía eludirlas, pero todavía era factible evitar que otras semejantes tuvieran lugar. Llegué a un compromiso firme conmigo mismo. Nunca más haría empleo de la violencia, salvo para defender las injusticias y abusos.
Como el Ave Fénix, renací de mis propias cenizas convertido en una nueva persona. Cumpliría con mi palabra aún a costa de todo y, sinceramente, creo que no he fallado desde entonces a mi juramento.
Ajenos a mis decisiones, los medios de comunicación volvieron a afilar sus plumas contra nosotros. Los graves disturbios de la catedral nos pusieron en el punto de mira, y la prensa inició una campaña para tratar de depurar responsabilidades y, de paso, descubrir a los autores de la salvaje agresión sufrida por el trabajador de El Levante. En este periódico, supimos que quienes atacaron al periodista aprovecharon el tumulto para robarle una bolsa con material fotográfico valorada en casi medio millón de pesetas, y eso era muy fuerte.
Podíamos justificar una agresión a un profesional de la información, pero lo que no cabía en nuestras cabezas era que contáramos con ladrones en nuestras filas. Evidentemente, no éramos los únicos que pensaban así, y la policía, acuciada por la prensa, comenzó a interrogarnos para averiguar la identidad de los autores del delito. En una semana, fuimos muchos los citados a declarar en la Dirección General de Seguridad; yo fui uno de ellos y, aunque reconocí mi presencia en los disturbios, negué saber nada sobre la identidad de los autores del robo. Los inspectores de la tercera brigada de información creyeron mi testimonio, pero me advirtieron que andaba por arenas movedizas y que, si no cambiaba de actitud, acabaría mal. Sobre el equipo sustraído, me indicaron lo mismo que al resto de mis camaradas: que apareciera lo antes posible, donde fuera y como fuera.
En Primera Línea, emprendimos otra investigación paralela para descubrir a los implicados; no podíamos permitirnos tener vulgares chorizos entre nosotros. Si al menos el material se hubiera sustraído con la finalidad de recaudar fondos para la causa, otro gallo cantaría. En poco tiempo, nuestras indagaciones dieron resultado, y supimos que uno de los nuestros junto con un ex militante de Fuerza habían sido quienes golpearon al periodista y, aprovechando la confusión, le arrebataron el equipo. Les pedimos que lo entregaran y se negaron en redondo; podían sacar un buen pico y no estaban dispuestos a perder lo que tan poco les costó conseguir. La jefatura de Primera decidió expulsar al primero, y a su compañero se le prohibió acudir a nuestros locales y a cualquier clase de acto que realizáramos. Por supuesto, no informamos de todo esto a la policía. ¡No éramos ningunos chivatos!
Unos días después, caminaba sólo por una céntrica calle de Valencia, cuando vi venir por la misma acera a José Luis Roberto acompañado por un militante del FSJ al que conocía bastante por haber coincidido en actos políticos.
Supongo que el encuentro fue casual. La última que lo había visto fue en la sede de Unión Hispana, cuando la famosa reunión del Teledeum; desde entonces, habíamos coincidido en contadas ocasiones y nunca llegamos a intercambiar palabras; aquella tarde, tuvimos nuestra primera conversación y no muy grata, por cierto.
Tan pronto aparecí en su campo de visión, Jesús se quedó mirándome y susurró unas palabras a su líder, que me observó fijamente y me llamó. Me acerqué tan tranquilo. ¿Qué se le habría perdido a este tipo?
-Me han dicho que estás en Primera Línea -escupió más que dijo.
-¿Y? -solté por respuesta.
-¡Pues que la policía está pegando el coñazo a mi gente, por algo que no han hecho!
José Luis Roberto tenía muy mala prensa en nuestras filas y temían que fuera confidente. Decidí no alargar mucho la conversación:
-Mira, José Luis, ni sé de lo que me hablas, ni me interesa lo más mínimo, así que, si no tienes nada mejor que hacer, yo sí -solté retomando el camino.
Mi actitud insolente le enfureció y me dijo gritando:
-¡Estoy harto de los de “Primera”! ¡O aparece pronto ese equipo o...!
-¡O qué! -le interrumpí mirándole desafiante.
Me devolvió la mirada y exclamó:
-¡O iré a la policía a decir que vosotros robasteis ese material!
-¡Sí… ya sé que tienes mucha confianza con los maderos! -solté irónicamente, mientras proseguía mis pasos.
Esa noche, puse en conocimiento de mis camaradas la conversación que tuve con Roberto. Al pensar en sus amenazas, me daba un asco intenso. Hubiese mandado a freír espárragos a cualquiera que se hubiera referido bien a este individuo, pero el destino quiso que pocos años más tarde trabara una estrecha relación con este hombre hasta el extremo de acabar convirtiéndome en su persona de confianza. ¡La de vueltas que da la vida!
El 1985 estaba a punto de acabar, pero todavía me aguardaba una ingrata sorpresa. En diciembre, mi padre denunció un robo en mi domicilio; los ladrones, entre otras cosas, le quitaron una pistola legal que poseía. La policía, basándose en mis antecedentes políticos, me detuvo y el juez me encarceló un par de semanas; pasado ese tiempo, se descartó mi autoría en el suceso, y salí en libertad sin cargos.
Así de movido finalizó ese año y comenzó el ochenta y seis, que, por fortuna, no trajo demasiadas incidencias. ¡Ya tocaba!
Pero los acontecimientos del año anterior dejaron herida de muerte a nuestras organizaciones, ya de por sí bastante debilitadas. La gran persecución policial y de los medios de comunicación a raíz de los incidentes del ochenta y cinco significaron la puntilla; a estos motivos, se unieron las importantes crisis internas surgidas en el seno de los grupos, debido a distintos problemas emergentes, como la conveniencia o no del empleo de la fuerza y lo acertado o no del discurso político que pretendíamos transmitir.
Primera Línea aguantó hasta 1990, aunque sumamente debilitada y dividida; los únicos actos públicos en los que participábamos correspondían a las conmemoraciones que en Madrid se realizaban los 20-N en memoria de José Antonio Primo de Rivera.
Unión Hispana, aun contando con estupendas personas, se ahogó en los propios vómitos de su líder.
Falange Española de las JONS entró en otra crisis interna, una más de tantas a las que nos tenían acostumbrados y, prácticamente, desapareció del panorama político; las juventudes de este partido sufrieron una completa desbandada y, en 1986, surgió una escisión liderada por un activo militante de las juventudes falangistas, Manolo Canduela. Dicho grupo formado por los jóvenes más activos de FE - JONS tomó como nombre JNS, o lo que es lo mismo: Juventudes Nacional Sindicalistas.
Cedade sufrió serios abandonos previos a su desaparición; uno de los líderes de esta asociación en Valencia, Andrés Romaguera, comenzó a instruir a los miembros del JNS, y se convirtió en otros de sus jefes.
En poco tiempo, los integrantes de esta facción cambiaron radicalmente su aspecto. Sustituyeron sus cuidadosos peinados a base de fijador por fulgurantes cráneos rapados; las cazadoras negras de cuero, por bombers verdes de aviador; y sus pulcros zapatos Martinelli, por botas Doc Martens. La transformación no se detuvo ahí. Dejaron de emplear los términos joseantonianos <> y <>, y adoptaron <> y <>; nuestro conocido grito <<¡arriba España!>> fue cambiado por el de Sieg Heil!, a la vez que modificaron el significado de la última ese de sus siglas, que se transformó en: Juventudes Nacional Socialistas. Meses después, disolverían el JNS y formarían un grupo neonazi de corte skinhead, cabeza rapada, denominado Acción Radical.
CONS también sufrió los efectos de esta hecatombe y, prácticamente, desapareció del mapa. No obstante, sus afiliados crearon una cooperativa capaz de dar respuesta laboral a los suyos y, a su vez, poder sobrevivir. Se discutieron varias opciones y, al final, optaron por montar una empresa de vigilancia. Con ella, podían dar empleo a simpatizantes del <> y conseguir una fuente de ingresos. Pero era un pastel muy apetecible que pronto sería disputado. Muertas las organizaciones tradicionales de la extrema derecha, se abría una puerta a los nuevos grupos nacionalsocialistas que empezaban a surgir con inusitada fuerza.

Saturday, January 19, 2008

CAPITULO 4

La noticia nos llegó de sorpresa y, al principio, no le dimos mucho crédito. Es cierto que, en las jornadas posteriores a las elecciones, la sede vivió un ambiente de rostros serios y cariacontecidos en el que se realizaban frecuentes reuniones de urgencia. Pero ese clima lo achacábamos a la pérdida de nuestro único escaño en el Congreso de los Diputados y a la fulgurante victoria electoral socialista. Nos equivocamos. En la jefatura provincial de Valencia, nos comunicaron la triste decisión y dejaron una puerta abierta a la esperanza:
-Aunque es cierto que Blas ha disuelto el partido, seguramente se tratará de una maniobra para crear otro con más apoyos dentro de un tiempo -dijeron los entendidos.
En los días siguientes, realizamos multitud de asambleas, y las juventudes en pleno tomamos una firme decisión: continuaríamos acudiendo a la sede y trabajando como si nada hubiera pasado.
En el fondo, y por mucho que lo analizábamos, no acabábamos de entender las razones que expuso nuestro líder, y su lapidaria frase: <>, la considerábamos una solemne chorrada. ¿Acaso desconocía que siempre habíamos luchado en solitario contra el resto de partidos del sistema? ¿Y los jóvenes, qué? ¿Es que el sacrificio de todos aquellos que habían sido encarcelados o asesinados por sus ideas no valía nada? Pero es más… ¿No éramos tan antidemócratas? ¿Cómo podía ser posible que la excusa para disolvernos fuera la de no haber conseguido suficientes votos? ¡Pero si nosotros pasábamos de la puta democracia y de las putas urnas! ¡Si siempre nos habían asegurado que nuestra victoria iba a ser por cojones…! ¡Que las masas sólo eran rebaños de borregos! ¡Joder! ¡Si lo decían cientos de veces en las reuniones doctrinales…! ¿Ya lo habían olvidado? ¿O, sencillamente, nos habían estado tomando el pelo como tontos sobre la base de nuestro sacrificio, y todos eran más de lo mismo?
Un cúmulo de dudas nos asaltaron en esas primeras semanas, pero la mayoría decidimos seguir adelante. ¡Siempre inasequibles al desaliento! Pero no era tarea fácil, todo eran trabas e inconvenientes por parte de los antiguos dirigentes de la organización. Nuestra postura de lealtad fue considerada como una traición por parte de algunos compañeros leales a Piñar. Al cabo de unos meses, nos dimos cuenta de que, a las juventudes, sí que nos habían dejado solas; de nada valían los sacrificios pasados, los cientos de riesgos innecesarios a los que nos vimos sometidos por aquellos que, a la menor dificultad, nos dejaban tirados y a la buena de Dios. ¡Cuántos militantes de Fuerza Nueva fueron abandonados a su suerte después de tener problemas con la justicia por cumplir las órdenes del mandamás del partido! ¡Cuántas bobadas tuvimos que aguantar a diario, como, por ejemplo, contemplar la expulsión de compañeros por el simple hecho de haberse casado por lo civil! ¡Cuántos bulos ofensivos propagaron los jerarcas contra aquellos que abandonaron Fuerza por cansancio… después de sacrificar toda su juventud! Y a pesar de todo y de todos, siempre habíamos acatado, ciegamente, las órdenes de nuestro líder. ¡Y total, para acabar así!
Esos días fueron muchas las lágrimas de impotencia derramadas al ver lo injustamente que nos trataban aquellos por quienes nos entregamos en cuerpo y alma. Algunos decidimos seguir trabajando en solitario, pero en escasos meses, nos juntábamos escuadras donde antes formaban centurias.
No fuimos la única organización política de nuestro entorno que sufrió importantes transformaciones durante esos meses. En Falange Española de las JONS, acababa de iniciarse una revolución interna que, al grito de: <<¡Falange para los jóvenes!>>, logró expulsar a todos los dirigentes que habían colaborado incondicionalmente con el anterior régimen. Entre los destituidos se encontraban Pilar Primo de Rivera y Raimundo Fernández Cuesta, antiguo jefe nacional del partido. Su cargo fue ocupado por Diego Márquez Horrillo, un falangista seguidor de Manuel Hedilla, histórico jefe de Falange a la muerte de José Antonio y cuya frontal oposición a Franco le supuso, en los años cuarenta, una condena a muerte conmutada posteriormente por la de prisión.
Por otro lado, el Frente de la Juventud hacía aguas debido a la peligrosa línea política seguida por sus miembros, que provocó el procesamiento por parte de la Audiencia Nacional, de muchos de sus militantes acusados de graves delitos terroristas.
De las distintas facciones falangistas… mejor ni hablar. Todas ellas se encontraban sumidas en un fulgurante proceso de descomposición iniciado tras la muerte de Franco, que menguaba constantemente sus maltrechas filas.
Las organizaciones nazis no salieron mejor paradas. El PENS desapareció y tan solo Cedade, con su docena de militantes habituales, permanecía inalterable.
En ese clima de profundas crisis y divisiones internas, únicamente el simbólico sindicato CONS se mantuvo más o menos igual y pasó de ser cola de elefante a cabeza de ratón. José Luis Roberto empezó a tener sueños de grandeza.
Mientras tanto, la inmensa mayoría de militantes de Fuerza Nueva, aquellos que meses antes llenaban plazas de toros e inmensos cines, volvieron a sus casas con el rabo entre las piernas; algunos de éstos, no más de media docena, ingresaron en Falange, y una veintena de los mejores miembros de Fuerza, formaron una asociación nueva, Juventud Nacional. Ésta, en sus pocos años de existencia, buscó defender los ideales en los que siempre creyeron, pero renunciaron por completo a Blas Piñar, a quién veían como un traidor y un vendido.
Personalmente, durante esos difíciles meses, no me integré en ningún sitio, aunque a raíz de mi relación con una chica de Falange comencé a acercarme a ese partido que no me acababa de ofrecer demasiada confianza por su postura tan antifranquista. En mi interior, comenzó a gestarse un cambio radical, marcado por mi frustración traducida en odio, y empecé a fraguar, con algunos antiguos compañeros de Fuerza Joven, la posibilidad de crear una organización armada capaz, si no de llevar la lucha a las calles, al menos de dirigir nuestra ira contra los adversarios políticos. Fuerza Nueva había muerto, pero algunos de sus militantes decidimos firmar el acta de defunción a nuestra manera.
Cuatro jóvenes comenzarnos a reunirnos a diario y decidimos formar un comando de acción directa. ¡Se iban a enterar! Cada uno aportó su peculiar grano de arena: el mío consistía en los conocimientos que había adquirido con los años para fabricar artefactos explosivos e incendiarios, todo ello unido a la férrea convicción de que sólo nos quedaba esa drástica solución.
Durante más de seis meses, provocamos varios incendios en sedes políticas, librerías catalanistas y alguna que otra oficina de organismos públicos, como Correos. Igualmente, prendimos fuego a varios vehículos de militantes izquierdistas o separatistas, y cuando los franceses iniciaron el destrozo de camiones españoles, respondimos destrozando coches con matrícula gabacha. Una noche, quemamos un Peugeot con placas parisinas que resultó pertenecer a un teniente coronel del ejército español, simpatizante de Fuerza Nueva; el revuelo que se organizó hizo que desistiéramos de arrasar turismos sin antes cerciorarnos de la identidad del propietario.
A los meses de iniciar estas salvajes acciones, decidimos autodisolvernos debido al acoso policial que padecíamos y a la detención de algunos compañeros, acusados erróneamente de nuestros actos. Del cuarteto, únicamente yo seguí en política, aunque sin militar en ningún sitio.
La facción que creamos firmaba los atentados con las siglas NFN. Causamos a la policía más de un quebradero de cabeza y conseguimos eludirla con éxito. Unos años después, ya prescritos esos delitos, me encontré casualmente con el inspector Montero de la tercera brigada de información, que era la que se encargaba de controlar a los grupos de extrema derecha. Mientras recordábamos viejos tiempos, este policía me preguntó si conocía a los responsables de aquellas acciones, pues siempre había tenido curiosidad por conocer el significado de esas siglas. No respondí y eludí la conversación, pero era evidente que en esa época quisimos tener la última palabra y nuestro grupo sólo podía llamarse como pretendimos: Nueva Fuerza Nueva, la organización con la que quisimos pusiera un punto final digno en contraste con el patético ocaso político que padecimos.
Hacia finales del 82, mi novia me invitó a una fiesta que se iba a realizar en la sede de Falange y, de paso, me animó a afiliarme a ese partido. Ya conocía de antes a varios miembros, y no para bien precisamente. Mi antigua militancia en la organización de Piñar pesaba como una losa ante esta gente que sentía una repugnancia infinita hacia todos los <> en general y hacia mí, por haberles birlado a una chica, en particular. No obstante, decidí exponerme y acudir con ella a esa velada que no olvidaré jamás.
Fue un sábado, ya tarde, cuando atravesé el umbral que me aventuró en su recinto. Entré cogido del brazo de mi pareja, una preciosa joven de largo pelo azabache; ella supo encontrar rápida ubicación para los dos en una mesa situada al fondo de la sala de reuniones. El lugar era un piso antiguo, pobremente decorado y mucho menor que la sede a la que estaba acostumbrado; una enorme figura que representaba el yugo y las flechas destacaba sobre la desnuda pared. Pero lo que llamó mi atención fue la profusión de jóvenes, unos doscientos; aun a pesar de contar con menos afiliados que Fuerza. Podría decirse que las juventudes falangistas estaban más implicadas políticamente que muchos de mis antiguos compañeros; además, participaban con ilusión en todas las actividades que desarrollaban, a diferencia de la mayoría de la gente a la que yo estaba acostumbrado. Me sorprendió que entre ellos se trataran de forma habitual con la palabra <>, que sonaba un poco a ruso. Ese término lo había escuchado en alguna ocasión durante mi permanencia en Fuerza Joven, aunque generalmente se empleaba en tono de mofa o de manera esporádica por algunas personas y en ciertas ocasiones. Cuando tomé contacto con los de Falange, lo escuché usar de forma coloquial y continua. Con el tiempo acabaría por acostumbrarme.
Mi llegada a su local, que era el término que usaban para referirse a la sede, no pasó desapercibida. Todos sabían de qué pie cojeaba y, al principio, me tocó recibir sus furiosas miradas. Conforme las horas fueron transcurriendo y el alcohol empezó a correr por sus cuerpos, se calentó el ambiente y comenzaron las canciones alusivas. Recuerdo que se juntaron frente a mí y empezaron a entonar a mala leche una letrilla que decía:

En el nombre de España y su pueblo
Hace años un joven surgió
Le siguió todo aquel que quería
La Justicia y el ser español.
La derecha teniendo aquella fuerza
A José Antonio no quiso salvar.
Nos robaron nuestras flechas y emblemas
Para al pueblo español engañar.
Y qué quede bien clara una cosa
Si atento estuviste a mi canción.
¡No es lo mismo Falange Española
Que el Movimiento franquista traidor!

Comencé a sentirme muy incómodo, sabía que los <> analizaban minuciosamente cada gesto mío buscando una excusa para arrearme un palizón… ¡Y esta vez estaba sólo! Decidí aguantar estoicamente. Mientras tanto, mi novia se acercó a su gente y les pidió que, por respeto hacia ella, me dejaran en paz; un buen número le hizo caso, pero un pequeño grupo encabezados por uno al que apodaban Martínez el Facha, en alusión al famoso personaje de El Jueves, continuaron encabronándome con la siguiente rima:

¡Viva Franc…! ¡Viva Franc…! ¡¡Viva Frankenstein!!
¡Muera Franco! ¡Muera Blas! ¡¡Muera el Opus Dei!!

La provocación seguía imparable y, viendo que empezaba a ponerme nervioso, quisieron romper la cuerda dedicándome otros versos con la siniestra intención de que saltara todo por los aires y se armara la marimorena. Se trataba de una melodía con una letra que me impresionó, decía así:

Suelo árida de patria corrompida…
¡Surgen los jóvenes que vuelven a luchar…!
Contra el burgués y el patrón capitalista…
¡Contra el marxismo internacional!
Contra traidores y vendidos… ¡Contra ellos!
Contra el que ultraja la camisa azul mahón…
Contra niñatos que se dicen falangistas…
¡Contra <> y fascistas de ocasión!
Si ellos peinan sus cabellos… ¡Yo devuelvo!
Nuestros perfumes son la sangre y el sudor…
Nuestras canciones son los gritos de los muertos…
Y nuestra novia la Falange de las JONS.

Al finalizar esta coplilla, se encararon conmigo y comenzaron abiertamente los insultos: <<¡Pitufo de mierda… vete de aquí!>>. Me levanté de golpe con los ojos inyectados en sangre dispuesto a vender caro mi pellejo, pero varios camaradas de los anteriores acudieron a poner orden en ese tremendo barullo. Mi novia me agarró del brazo y tiró de mí hacia la puerta, mi paciencia tenía un límite, y el mío se había acabado. Mientras bajaba las escaleras me llegó las rimas de otra copla:

¿Dónde estaba don Blas en el cuarenta y uno…?
¡Que quiso ser notario y no divisionario…!
Rumba… la rumba… la rumba… ¡La rumba del cañón!

Comencé a ganar metros y me alejé del lugar, pensé que esta mala experiencia ya había finalizado… pero ignoraba que quedaba la segunda parte.
Unos días después, acudí con mi novia a una nueva zona de copas que había en Valencia; estaba situada en una céntrica plaza llamada Cánovas, donde, en pocos meses, una multitud de locales habían abierto sus puertas. Decidimos entrar en uno que parecía recogido e íntimo, pero quiso la mala suerte que, a los pocos minutos de estar allí, entraran varios de los falangistas con quienes tuve el altercado en su sede. Cuando nos vieron, se acercaron a provocarme, pero no estaba el horno para bollos y decidí poner fin a esa historia. Me encaré con el cabecilla y le pedí que saliera del local para solucionar, de una vez por todas, la disputa.
-Tú y yo sólos -le dije-. ¿O no tenéis huevos los de Falange?
El rival accedió y salimos a la acera. Sin previo aviso, me lanzó un puñetazo a la cara que vi venir y esquivé a la vez que le soltaba un sonoro bofetón con la mano abierta, que alcanzó de plano su oreja y le hizo perder el equilibrio. Cayó como una tortuga junto a un árbol; no se lo esperaba y, con los ojos abiertos de par en par, me miró desde el suelo con una expresión idiota, cómo diciendo: <<¿Pero qué coño ha pasado?>>. Me volví lentamente y dije al resto:
-¡Ha sido una pelea justa! ¡No quiero problemas con vosotros! ¡Quiero ser vuestro amigo! ¡Por mi parte el asunto está olvidado!
De esa forma tan absurda inicié mi relación en Falange, exactamente igual qué como empecé en Fuerza Nueva, ¡a guantazos!
Pocos meses más tarde, esta organización celebró un acto público en un conocido cine de la Gran Vía, y decidí acudir. Jamás había estado en uno de sus discursos y los suponía del estilo a los que estaba acostumbrado. Me equivoqué de nuevo. De entrada estaba familiarizado con mítines donde acudían miles y miles de personas. No era el caso de la Falange; como mucho, habría dos mil personas, y eso, mirándolo con buenos ojos… pero se los notaba distintos. La gente no llevaba abrigos de piel ni joyas y, eso sí, muchos eran trabajadores y estudiantes. Los jóvenes vestían la camisa azul, limpia de insignias y de medallitas, tan sólo el yugo y las flechas bordado en rojo sobre la tela. No cubrían sus cabezas con boinas coloradas, en algunos casos, la usaban negras; las mangas de sus camisas estaban uniformemente arremangadas por encima de los codos <>, según dijera José Antonio. Durante todo el discurso, ni una sola mención a Franco, pero muchas a la unidad de España, la justicia social y… ¿el derecho a la huelga? ¡Anda, eso era nuevo! Los gritos al final, muy escuetos: ¡José Antonio Primo de Rivera!, ¡presente! y ¡arriba España!
Salí de ese acto extrañado y confuso, pero en mi interior sentía una emoción que jamás antes había conocido… algo muy especial. La semana siguiente, me afilié, aunque no estaba muy seguro del porqué.
Por esas fechas, a mediados del 83, recibí una carta en mi casa firmada por un antiguo jefe de Fuerza Nueva donde invitaba a todos los ex-militantes de la organización a acudir a una reunión que tendría lugar en un piso cercano a la plaza de toros. Sentí curiosidad y pensé acudir, quizá tan sólo me movían las ganas de volver a ver a antiguos compañeros. La verdad no la sabía, pero allí me planté el día y la hora indicados en la misiva. Esperaba que fuera un encuentro multitudinario al que acudirían cientos de ex-afiliados emocionados al sentir la llamada de nuestros antiguos mandos, pero tan sólo una decena de personas fuimos a la cita. En menos de un año, se había pasado de una afluencia masiva y apasionada a un pasotismo atroz; los tradicionales seguidores no estaban dispuestos a perdonar tan fácilmente la espantada política que protagonizó Blas Piñar y que nos dejó con el culo al aire.
Aún con bastantes reticencias y sin el menor atisbo de emoción, decidí escuchar por mí mismo lo que pensaban referirnos. Inició la charla un ex miembro de la organización que dijo que Blas se había dado cuenta del error cometido y estaba dispuesto a volver al panorama político con un nuevo partido más fuerte que el anterior. En principio, se habían constituido unas asociaciones culturales por toda España que, con distintas denominaciones, pensaban aglutinar lo que sería el embrión de la futura formación que contaba con importantes apoyos. Sólo faltaba nuestro firme compromiso de participar seriamente en este proyecto. Indiqué mi imposibilidad, puesto que acababa de afiliarme a Falange; pero, aunque les extrañó que estuviera en un partido tan rojo, no pusieron obstáculo alguno en que permaneciera en él, ya que lo que proponían era afiliarnos a una asociación independiente sin vinculación política con ningún grupo. Decidí pensármelo con calma y contestar en unos días. Al final y después de tratar este asunto con varios compañeros, resolvimos apuntarnos para ver cómo acababa todo. La asociación se llamaba Unión Hispana, y las juventudes estarían comandadas por dos conocidos militantes de Fuerza.
En Falange, comenté mi decisión y, aunque no les hizo mucha gracia, no se opusieron a ella.
-Te van a volver a tomar el pelo… quien la hace una, la hace dos… -insistían.
Pensé que el tiempo quitaría o daría la razón a quien la tuviera. Pasaron los meses y la asociación empezó a funcionar, aunque ni por asomo llegó a arrastrar la gente de antes. Las juventudes, debido al crecimiento experimentado, decidimos crear una entidad propia y así lo hicimos formando el Frente de Acción Español (FAE).
A finales del 83, contábamos con más de un centenar de jóvenes, y a mí me hicieron jefe de línea. Fueron unos meses de doble militancia, porque aunque permanecía en los dos sitios, donde realmente me sentía mucho mejor era con la gente de Falange, quienes me dejaban ir a la mía teniéndome como un caso aparte.
Volví a acudir a mítines de Piñar, aunque no sentía sus palabras de igual forma. Un día realizó un acto en un cine de Valencia por el que cobró entrada. En su discurso dijo: <>. Estimé que esa actitud no haría más que apartarlo de la gente y crear un grupo reducido y sin capacidad de renovación; el tiempo demostró que no erré en mis apreciaciones. Tampoco entendí lógico que en sus palabras culpara del fracaso de estas asociaciones a los antiguos afiliados, al fin y al cabo fue él quién nos abandonó a la mínima adversidad. Algunos jóvenes empezamos a distanciarnos, aunque no presentamos la baja, porque en el fondo estábamos a gusto con los compañeros, incluso con los de mayor edad.
Una tarde, me encontraba en la sede de Unión Hispana cuando sonó el timbre de la puerta; oí que abrían, y alguien preguntó por mí. Me extrañó, no conocía esa voz, pero salí al recibidor y contemplé a un viejo conocido con el que casi no había llegado a tratar. Era Carlos, el miembro de Cedade con el que coincidí cuando retiraron la estatua de Franco un año antes.
Al verme, se acercó y me dio un fraternal abrazo dejándome boquiabierto, ya que, hasta la fecha, tan sólo habíamos intercambiado un par de palabras y, de eso, hacía mucho tiempo. Dijo que quería hablar conmigo en privado, y salimos a tomar un refresco a un bar cercano. Una pregunta rondaba mi cerebro: <<¿Qué demonios querría un conocido nazi de mí?>>. En unos minutos, esperaba conocer la respuesta.
Si alguna vez me indicaran que describiera un estereotipo físico de nacionalsocialista, me basaría en Carlos. Tenía unos veinte años, complexión atlética, alto, ojos azules y pelo rubio peinado hacia un lado, al típico estilo hitleriano. Siempre lo vi vestir similar: camisa clara y pantalón de tela gris. El chaval parecía simpático y abierto, pronto comprobaría si estaba equivocado en mi intuición.
Tomamos asiento en un rincón y le pregunté por el motivo de su visita.
-Verás… -dijo-. Te recordaba de cuando el asunto de la estatua y pensé en proponerte algo importante.
-Tú dirás…
-Te anticipo que antes de decidirme a venir a hablar contigo, comenté el asunto que voy a proponerte con miembros de Cedade… pero no estaban muy por la labor…
-¿De qué se trata? -pregunté extrañado.
-¿Estarías dispuesto en asaltar conmigo una sede comunista para llevarnos documentación y fichas de filiación? -soltó de golpe.
Me extrañó lo directo de su pregunta, máxime cuando casi no habíamos tratado con anterioridad. Si algún desconocido me hubiese propuesto algo similar, lo habría despachado sin muchos miramientos… la policía solía tendernos trampas con jugadas similares, pero aunque ignoraba el motivo, me fiaba de él.
-¿Y por qué me has buscado precisamente a mí? -inquirí.
-Me fijé en ti cuando lo del follón de la estatua, te vi una persona decidida y activa… luego, cuando pensé en alguien para este asunto, te recordé y pensé en proponértelo. De todas formas, Andrés me comentó que eras de fiar…
-¿Y de qué va el asunto exactamente?
-¡Entonces te interesa el tema!
-Pues sí… supongo que sí -dije sin demasiada convicción.
-Vale, voy a ponerte al día… pero de lo que hablemos ni una palabra a nadie…
-¡Hombre…! ¡Que no estás tratando con un crío!
-Verás… te explico. En una calle cercana al ayuntamiento, está situada la sede del Partido Comunista Marxista Leninista… sabes quienes son… ¿no?
Asentí con la cabeza, los miembros de ese grupo de ultraizquierda eran viejos conocidos…
-Pues bien… -prosiguió Carlos-, esta gentuza ha preparado, para dentro de unas semanas, una manifestación en la plaza de la Reina para protestar por no sé qué chorrada. Aprovechando que ellos estarán reunidos durante un par de horas en la calle, entraremos en su sede y cogeremos toda la documentación que veamos… ¿Te hace el plan?
-Tengo tres dudas… -indiqué.
-Soy todo oídos…
-La primera es cómo piensas entrar en ese sitio.
-Eso es lo más fácil… -interrumpió-. El mundo es un pañuelo, y da la casualidad de que el piso que utilizan de sede pertenece a mi abuela, y la buena mujer se lo alquiló hace unos meses y… ¡Voilá!
Al pronunciar esta palabra, sacó de su bolsillo un oxidado manojo de llaves que colocó sobre la mesa.
-¿Son de donde me imagino? -interrogué.
-Sí, son las llaves de la sede comunista. Cuando supe que mi abuela les había arrendado el piso, supuse que guardaría unas copias, las busqué y aquí están. La semana pasada, comprobé que abrieran bien la puerta -explicó.
Asentí con la cabeza y observé, hipnotizado, el manojo de llaves. ¡Joder! ¡Era perfecto!
-Vale, esta parte está clarísima. La segunda duda que tengo es la siguiente: si es todo tan fácil, ¿por qué no colaboran contigo tus compañeros de Cedade?
-Existen dos motivos: el primero es que en Cedade pasan de movidas… prefieren seguir en plan pacífico y evitar los líos, y la segunda razón es que nuestra sede está en la misma calle que la de ellos y, si nos ven, no les costaría mucho trabajo localizarnos, de hecho, ya hemos tenido algún que otro encontronazo.
-Entendido -exclamé-. La última pega que encuentro es la siguiente. Desde el lugar donde van a manifestarse a su sede hay menos de trescientos metros, ¿y si se les ocurre volver antes de hora…?
-Es difícil que eso ocurra -dijo Carlos-. Pero hay que estar preparados para esa posible eventualidad, deberemos llevar <> por si las moscas. Supongo que tú tienes alguna.
-Sí -confirmé-. Tengo una del 6,35.
-Es un calibre pequeño. Te hará falta una del nueve largo, o quizá, del nueve parabellum -explicó preocupadamente el nazi-. ¡No pasa nada, tengo la solución perfecta! Poseo dos trastos, puedo darte un <> del nueve largo. Es una pistola un poco antigua, pero buena y funciona perfectamente. ¡Mañana la traigo y te la quedas! ¿De acuerdo…?
Parecía una buena idea. Además, conocía de vista ese tipo de pistola y, aunque la más moderna era de tiempos de la guerra civil, en todo caso resultaría mejor que la mía. A esta clase de arma la denominaban <> por la forma inconfundible de su cañón cilíndrico semejante a un gran cigarro, algunos la denominaban <>, aunque ignoro el motivo.
-Bueno, el tema parece claro y, por mi parte, estoy conforme. Supongo que tendrás un plan más detallado. ¿no?
Permanecimos charlando amistosamente durante varias horas. Hasta ese instante, jamás había conocido de cerca a un nazi. Solía verlos en ocasiones junto a las mesas de propaganda que instalaban en la calle a escasa distancia de las nuestras, pero no existía relación entre las diferentes organizaciones, es más, nos caían fatal. Por otra parte, había visto las películas y documentales que emitían por la tele, y la impresión que esta gente me producía no podía ser peor. Quizá por eso intuí que sería interesante hablar con él, podía tratarse de la ocasión perfecta para que me despejara ciertas dudas y me explicara sus motivos de militancia en dicho grupo.
-Una pregunta, Carlos… ¿cómo se te ocurrió meterte en Cedade?
-Verás… -explicó-. Mi abuelo era alemán y se estableció en España después de acabada la segunda guerra mundial, aquí se casó con una española y nació mi padre. Él me explicó cosas que no aparecen en los libros de historia. Hace unos años, decidí afiliarme a Cedade; acudí a su sede, donde me dieron una charla y una relación de libros que tenía que leer antes de formalizar mi ficha. Me dijeron que cuando leyera ese montón de textos, si me quedaban ganas, volviera a su sede y hablarían conmigo. Así lo hice y, al cabo de un par de meses, regresé, me metieron en un despacho y comenzaron a interrogarme sobre mis ideas políticas hasta que quedaron satisfechos, entonces me afiliaron. Se informaron de toda mi vida y comprobaron que era quien decía y mi abuelo también…
-¿Tanto rollo para afiliarte? ¡Joder! ¡Seréis cuatro gatos!
-En Cedade no buscamos cantidad, sino calidad, y cualquier militante nuestro sabe más de política que cien de los tuyos. Además, tomamos precauciones para evitar filtraciones del Mossad.
-¡Menuda película tenéis montada! ¡Y qué pinta el Mossad en todo esto! Si sois tan poca gente, no creo que supongáis un riesgo para ellos.
-Ahí te equivocas. Cedade es una de las mayores distribuidoras de libros con temario nacionalsocialista en el mundo y la más importante en Europa. Por ejemplo, en Alemania, todo lo que tenga que ver con el mundo nazi está prohibido por ley, nosotros les proporcionamos mucho material.
-¿Hace falta tener ascendientes nazis para afiliarte?
-¡Qué va! ¡Ni mucho menos! Lo imprescindible es que un par de militantes conocidos den la cara por ti.
-¿Y quién es vuestro jefe?
-Tenemos varios líderes, como Pedro Varela, Christian Ruiz o Ramón Bau. Son gente que no se deja influir por los medios y lucha contra este sistema basura en poder de la oligarquía sionista. ¿Has leído los Protocolos? -preguntó.
-¿Los Protocolos? ¿Qué es eso?
-Ya te los dejaré. Los Protocolos de los Sabios de Sión es un libro que no existe. Si vas a cualquier librería y lo pides, te dirán que no saben lo que es… pero nosotros lo tenemos. Yo te dejaré una copia para que lo veas y despiertes.
-¿Y de qué va el libro ese? ¿Es nazi?
-No. ¡Qué va! Se trata de las actas de una logia masónica sionista, donde explican el plan para dominar política y económicamente el mundo; relata los pasos necesarios para alcanzar el poder mundial mediante la implantación de gobiernos títere supeditados a los intereses de Israel. Buscan lavar los cerebros de las masas, mediante el control de los medios de comunicación y el poder económico a través de la Banca sionista… Es una conspiración que está en marcha desde hace siglos. Para ellos somos <>, una especie de subhumanos cuya única finalidad es servirles como esclavos. Eso no lo digo yo, lo dice el Talmud hebreo.
Me quedé con la boca abierta escuchando las disertaciones de Carlos, y la verdad es que cuanto decía me sonaba bastante a película <>. No di mucho crédito a sus palabras, tenía claro que el poder judío era muy importante. ¡Pero de eso a tanta confabulación mundial!
-Bueno, Carlos, suponiendo que sea cierto lo que cuentas, ¿reconocerás, al menos, que los nazis se pasaron muchísimo con el genocidio judío?
-¡Es que esa historia es una mentira! -interrumpió-. ¡Jamás existió el Holocausto! Esa historia se la inventaron los judíos para convertirse en víctimas… es lo que siempre han hecho, manipular la historia para aparecer como los buenos.
-Carlos… ¡Que hay fotos… vídeos… testigos y de todo…!
-¿Sabes a quién le encargaron realizar los reportajes de los falsos campos de exterminio nazis? -interrumpió.
-¿A quién?
-A Alfred Hitchock. Él mismo reconoció que todo se trató de una película encargada y pagada por los judíos.
Me quedé sin palabras, pero sin terminar de creerme lo que contaba. Está claro que los que ganan las guerras escriben la historia… pero de ahí a que los nazis fueran angelitos existía un abismo inmenso. Carlos prosiguió la conversación:
-Vivimos en un mundo totalmente dominado por los sionistas. Las empresas multinacionales, desde la Philips hasta la Coca-Cola, son de capital judío. Tú mismo en estos momentos vistes un pantalón Levi´s, antes bebiste una Fanta, en tu muñeca llevas un reloj Casio y fumas Camel… ¡Todas son marcas de Sión! El 95% del capital mundial está en manos de banqueros judíos, eso es una realidad incuestionable. En los años treinta, el Führer se percató de esta situación, y nosotros tenemos la misión de abrir los ojos al mundo… aunque es difícil.
-¿Has dicho que la marca Casio es judía…? ¿Pero no es japonesa?
-Es sionista… -confirmó-. Ya te lo explicaré con detenimiento en otro momento.
-¿Y sobre el tema de la raza aria, la supremacía racial y todo eso, qué hay de cierto? -le pregunté intrigado.
-¿Cómo que qué hay de cierto? ¡Todo es cierto! Existen diversas razas en el mundo: la aria, la asiática, la negroide… Nosotros, los europeos, somos arios, que es lo mismo que decir blancos, y tenemos que velar por la pureza de la raza, al igual que los negroides velan por la suya…
-¡Joder, Carlos…! Eso de negroides suena fatal.
-No lo digo como insulto, sencillamente, es una realidad. Tampoco digo que por ser blanco sea más que un negro. Evidentemente, en Europa sí que soy más… pero lo que en definitiva buscamos es la pureza racial tanto blanca como negra, huyendo del mestizaje. ¿A ver si sabes de quién es este dicho?: <>.
-No sé… ¿De Hitler?
-¡Que va…! -dijo Carlos riéndose-. Es un proverbio Zulú… Verás, la historia la escriben los que ganan las guerras, y la nuestra la han escrito los judíos. Para tu información, no existe un solo texto o discurso del Führer donde hable de la supremacía aria, eso es un invento sionista…
-¿Y eso de que para ser de las SS había que ser rubio y ojos azules? -inquirí.
-Eso fue una historia de Himmler, lugarteniente del Führer y jefe supremo de las SS. Himmler era homosexual y elegía a sus tropas conforme a sus gustos personales. ¿Acaso el Führer era rubio y de ojos azules? -preguntó.
-Pues creo que no -afirmé.
-Son mentiras que os cuentan los que piensan que, a fuerza de repetir, se acabarán convirtiendo en verdades. Pero una mentira siempre es una mentira.
-Hay quienes dicen que queréis acabar con los tullidos y retrasados. ¿Eso es cierto o es otra mentira? -solté de pronto.
-Depende… Por ejemplo, si una persona está tullida puede ser útil para algunos trabajos, aunque eso siempre dependerá en definitiva del grado de su enfermedad. Los retrasados mentales son un caso aparte, son personas incompletas que sólo sirven para producir gastos y que, si no existieran estos avances médicos modernos, habrían muerto al poco de nacer. Mantenerlos con vida no es sólo un gasto inútil, es, además, un acto contra natura. ¿Has oído hablar de la selección natural? -inquirió.
-Sí, claro que sé lo que es eso…
-Pues que esa gente muera es un acto de selección natural; en esta vida únicamente sobreviven los más aptos… el resto es pura demagogia.
-¡Hombre, es bastante inhumano lo que dices…! -repliqué.
-Desgraciadamente, es la realidad, lo demás son tonterías sionistas que sólo buscan debilitar nuestra sociedad. No te dejes engañar, no seas tonto… -concluyó Carlos.
Quedé sorprendido por sus aseveraciones y por la dureza de ellas. Luego afirmó que el nacionalsocialismo alemán junto con el fascismo italiano fueron los creadores de las vacaciones pagadas, la jornada laboral de cuarenta horas y la seguridad social, que exportaron posteriormente al resto de países occidentales. Seguramente, ignoraba que el canciller Bismark fue el pionero en crear en el mundo moderno esa institución allá por el 1883.
Narró con énfasis como los nazis fueron los promotores de los movimientos ecologistas y del naturismo, a la vez que Hitler practicaba y promovía entre sus fieles la dieta vegetariana y se negaba a comer cadáveres putrefactos, como denominaba a los sabrosos entrecots de ternera.
Carlos estudiaba en la universidad con buenas notas, aunque únicamente se relacionaba con sus camaradas nacionalsocialistas; además, seguía al pie de la letra estos consejos y, como él, todos los miembros de Cedade que conocí en esos años. Eran sumamente exigentes consigo mismos y habían hecho de su política una forma de vida. No usaban prendas vaqueras ni de marca… eran judías. No bebían productos provenientes de multinacionales… eran judíos. No tenían su dinero metido en los bancos… eran judíos. No pensaban adquirir jamás un automóvil, a lo sumo una bicicleta, porque todas las empresas automovilísticas… eran, cómo no, judías. Tampoco comían carne, sólo leían y leían todos los textos nacionalsocialistas y revisionistas que caían en sus manos. Así eran los nazis españoles de principios de los ochenta y finales de los setenta. Unos aburridos intelectuales de tomo y lomo. Quizá fue por eso por lo que Carlos decidió pasar a la acción…

Mientras tanto, ajenos a estos preceptos éticos, en una lechería situada en el centro de Valencia, media docena de chavales se reunían todos los días a beber cerveza. Llevaban una vestimenta muy peculiar: pantalones vaqueros ajustados, tirantes con la bandera española, camisetas con esvásticas, botas militares con puntera de acero, el pelo rapado al cero y múltiples tatuajes con símbolos nazis. Pocos meses antes, dos de sus miembros, el Conejo y Flash, ingresaron en prisión acusados de haber asesinado a un vagabundo al que posteriormente prendieron fuego. Se denominaban los cabezas rapadas y, por entonces, todas las organizaciones fascistas los considerábamos gente marginal, sin ideales, deseosos tan sólo de montar peleas gratuitas. La prensa los ignoraba y los mismos militantes de Cedade los despreciaban por practicar todo aquello que ellos repudiaban. Ni el adivino más dotado hubiera podido imaginar que unos pocos años después estos grupúsculos acabarían creciendo hasta acabar siendo liderados por antiguos militantes de Cedade. Tiempo al tiempo.

En jornadas posteriores, quedé a diario con Carlos matizando el golpe, preparándonos concienzudamente para la fecha clave. Por entonces, yo estaba curtido en peleas, asaltos y demás acciones similares, pero ignoraba si mi nuevo amigo estaría igual de capacitado. Discretamente, conseguí información fiable sobre él, sus conocidos no dudaban en aseverar que se trataba de una persona de palabra y echado para adelante, pero quise comprobarlo por mí mismo.
Un domingo por la mañana, me acerqué a las mesas de propaganda instaladas en el centro a charlar con los camaradas. Saludé a los de Falange, a los del FSJ, a los de Unión Hispana y acudí al puesto de Cedade a dar los buenos días a Carlos, que estaba con un par de compañeros. De repente, un militante falangista llegó corriendo muy excitado; a su alrededor se organizó un corrillo de gente de las diversas organizaciones y me arrimé para ver lo que pasaba. El chico contaba que esa mañana se estaba desarrollando, en un cine cercano, un mitin del Partido Comunista de España y que el orador era Santiago Carrillo.
¡Anda, era verdad! ¡Si lo había leído en la prensa! ¿Cómo podía ser posible que no hubiéramos caído en la cuenta? Propuse ir a reventar el acto; los de Falange no estaban por la labor… pero los de la asociación de Piñar y el FSJ sí. Optamos por ir, hicimos recuento y no éramos más de diez. ¡Suficientes! Avancé hacia Carlos y le propuse que me acompañara; accedió y, para mi sorpresa, otros dos miembros de su asociación se ofrecieron a ir. Por fin vería a los nazis en acción, ya empezaba a dudar que, además de intelectuales, supieran pelear; pronto lo averiguaría.
Iniciamos la marcha hacia el lugar donde se realizaba el acto comunista; no portábamos ninguna clase de armas… ni porras, ni puños americanos, ni una mala pistola… pero los rojos ignoraban esta circunstancia. Cuando llegamos a las puertas del cine, la noticia de que los fascistas acudían a disolver el mitin había corrido más que nosotros, y varias lecheras estaban aguardando nuestra decidida llegada. Entre el gentío, observé los rostros de Montero y el Gitano, dos conocidos policías. Conforme nos aproximábamos, Montero se encaró conmigo y dijo que no montáramos follón y nos fuéramos a casa. Respondí, irónicamente, que la calle era de todos y que, por obra y gracia del Espíritu Santo, habíamos cambiado radicalmente de ideas políticas y queríamos afiliarnos al PCE. Varias risas contestaron mi ocurrencia, pero a los maderos no les hizo mucha gracia y nos instaron a irnos mientras se colocaban junto a la puerta de la sala para impedirnos acceder. Detrás de los cristales de la entrada del cine, varios ancianos nos miraban con caras aterrorizadas: <>, escuché que decían. De pronto, Carlos burló el cinturón de seguridad y, esquivando a un par de agentes, entró en el recinto, el resto lo seguimos aprovechando un descuido de los uniformados. En la puerta se iniciaron los forcejeos con los policías y alguno de ellos dio con sus huesos sobre el duro suelo; las caras de los maderos eran todo un espectáculo, mostraban una perplejidad increíble. Escuché al Gitano dar órdenes: <>. Cuatro o cinco de nosotros accedimos al anfiteatro, en el atril divisé a Carrillo. Chillé un par de veces: <<¡Muera Carrillo! ¡Asesino, Paracuellos no te olvida! y ¡Viva Cristo Rey!>>. Finalizados estos gritos, ordené a los míos evacuar el recinto, nuestra acción era contra el histórico líder, no contra unos pobres idealistas que podían ser nuestros abuelos. En silencio y bajo la perpleja mirada de los policías, abandonamos el local mientras sentía la voz de Carrillo decir por megafonía: <>.
Marchamos juntos a tomar unos refrescos; me encontraba satisfecho. Nadie había resultado herido, y habíamos amargado la fiesta al líder comunista; además, mi amigo nazi se había comportado con valentía. Todo marchaba viento en popa.

Y llegó la fecha del asalto a la sede del PCE (ml). Aquella tarde, a finales de febrero de 1984, nos encontramos en el patio de Unión Hispana sobre las cinco de la tarde; ambos vestíamos unos anoracks negros y, ocultas ellas, bien agarradas al cinto, las pistolas. Paseamos tranquilamente por el centro de la ciudad para hacer tiempo, sobre las ocho de la tarde, acudimos a la plaza de la Reina para cerciorarnos de que todo marchaba como estaba previsto. Efectivamente, a escasas decenas de metros, observamos a los miembros del PCE (ml) ultimar los preparativos para la concentración que estaba prevista y que comenzaría pocos minutos más tarde.
Llegó la hora. Los rojos iniciaron su acto, y nosotros avanzamos directos hacia su piso. La calle permanecía desierta y oscura, no se percibía un alma. Carlos introdujo la llave en la vieja cerradura del portal y abrió el portón sin que un solo chirrido delatara nuestra presencia. Sin sacarlas de la correa, agarramos con fuerza la culata de las pistolas e iniciamos la cautelosa subida por las escaleras hacia la primera planta. Allí se encontraba la sede comunista. Nos plantamos en silencio junto a la puerta de acceso y pegamos los oídos a ella. Nada, ni el más leve sonido. Lentamente, metimos el llavín y lo giramos dos veces en el interior del bombillo, la cerradura hizo un leve clic y cedió suavemente. Aunque el ruido fue casi imperceptible, nos pareció que en ese reducido espacio resonaba como un inmenso trueno. Soltamos un respingo y permanecimos quietos, apretando las <> sobre nuestras cinturas… pero únicamente recibimos el silencio por respuesta. Empujé el portón, y nos introdujimos en el negro recinto, cerrando tras de nosotros la cancela. Carlos rebuscó en un bolsillo de su anorak y sacó una enorme linterna con la que alumbró el piso.
Tenía unas dimensiones reducidas, el recibidor era pequeño, y las paredes mostraban antiguos carteles políticos de campañas pasadas; atravesamos el vestíbulo y llegamos a un pequeño cuarto con dos mesas y unas pocas sillas. En las paredes, más pasquines; algunos con la bandera republicana; en esta segunda estancia, observamos tres puertas: dos de ellas a los lados y otra, al frente. La de la derecha tenía una redecilla en la parte superior y comprobamos que la empleaban como almacén para guardar pancartas, cubos, escobas y demás utensilios; la de la izquierda, correspondía a un cuarto de baño, y la frontal daba acceso a lo que debía de ser la sala de reuniones, una gran mesa rodeada de una docena de sillas parecía confirmarlo. Sobre la pared, dos enormes fotografías representaban a Marx y a Lenin.
Volvimos a la estancia de las dos mesas, supusimos que de haber documentación y fichas, ése sería el sitio idóneo. Carlos utilizaba su mano izquierda como pantalla para disimular el potente foco de la lámpara. Miramos los relojes, pasaban unos minutos de las nueve de la noche y se suponía que disponíamos de, por lo menos, una hora de trabajo. Comenzamos a abrir cajones y a explorar en su interior, sólo buscábamos datos personales de militantes de esa organización y alguna clase de documentos… pero llevábamos cerca de diez minutos y únicamente habíamos encontrado papeles manuscritos con instrucciones para la concentración de ese día. Continuamos nuestra búsqueda sin dejar huellas que delataran nuestra presencia hasta que vimos una serie de fichas unidas por una goma elástica, las observamos y Carlos asintió con la cabeza:
-Quizá sean antiguas, pero vienen nombres y direcciones. Esto es lo que buscábamos -explicó.
-Hay muy pocas -susurré-. Como mucho diez o doce.
-Las tendrán aquí para darlas de alta o de baja. Por hoy es suficiente, otro día volveremos… no conviene tentar demasiado a la suerte.
-Pero si nos las llevamos, sabrán que hemos estado aquí, podríamos copiar los datos en una hoja -añadí.
-¡Quita, quita! Pensarán que los de administración las han extraviado, déjalo estar y vámonos rápido, que estamos andando sobre ascuas -dijo el nazi.
Cuando procedíamos a comprobar que dejábamos todo igual a como lo habíamos encontrado, un griterío empezó a escucharse en el portal de la casa; las voces empezaron a subir las escaleras hacia nosotros. Nos miramos a los ojos, petrificados; en un acto reflejo, cogí a Carlos de la solapa, lo introduje en la alacena y cerré la puerta. ¡Quién coño iba a suponer que esta gente vendría a su sede a mitad del acto! Noté como abrían el viejo portón, se encendían las luces, y las voces se aproximaban peligrosamente a nosotros. ¡Ojalá no tuvieran intención de abrir el cuartucho!
Mi compañero me dio un pequeño golpe en la espalda y, con un gesto de la cabeza, señaló hacia las pancartas enrolladas. ¡Hostias…! ¿Habrían venido a por ellas? Lentamente, saqué la pistola del cinto y, con las dos manos la amartillé; noté como Carlos hacía lo mismo con la suya. Mi rostro estaba a un centímetro escaso de la puerta y, por las rejillas, pude observar que los inquilinos entraban en la sala de reuniones y oí el ruido de las sillas cuando se sentaban en ellas. Alguien comenzó a hablar. ¿Una asamblea a estas horas? El nazi me dijo al oído:
-Eso es porque les ha salido mal el acto. Espero que se vayan pronto.
Con un enérgico gesto, le rogué silencio, sólo faltaba que escucharan nuestros cuchicheos.
Continuaron hablando durante un buen rato sin aparente intención de finalizar la charla y, para colmo, más afiliados suyos iban entrando intermitentemente en el reducido piso. Nuestros corazones palpitaban desbocados y aumentaban su ritmo conforme oíamos abrirse y cerrarse la puerta de la sala donde estaban reunidos.
<> -pensé-. Esto se parece cada vez más al camarote de los hermanos Marx. Acabarán abriendo este cuarto para coger algo y nos verán. Tenemos que salir de aquí, estamos en una ratonera>>.
En la penumbra, miré a los ojos de Carlos y, sin emitir una sóla sílaba, captó mis pensamientos. Decidí esperar que estuvieran concentrados para poder escapar. A los pocos minutos, oímos cerrarse la puerta de la sala y, sin pensármelo dos veces, giré suavemente el pomo de la puerta. Salimos del cuartucho y nos dirigimos de puntillas hacia la salida, empezábamos a abrirla cuando sentimos una fuerte voz que bramaba a nuestras espaldas:
-¡Fascistas! ¡Hay fascistas aquí!
Así a Carlos del brazo mientras le decía:
-¡Corre como nunca!
Descendimos los escalones de tres en tres hasta alcanzar la solitaria calle. Detrás de nosotros, un tropel de pasos y voces intentaban darnos caza.
Pusimos pies en polvorosa por la estrecha vía seguidos a menos de veinte metros por una jauría armada con gruesos palos y manzanas. ¿Manzanas? Efectivamente, por el rabillo del ojo contemplé como uno de nuestros perseguidores nos lanzaba varias de estas frutas con tan buena puntería que una de ellas dio en la pierna del nazi haciéndole perder el equilibrio y darse un enorme trastazo contra el asfalto. En fracciones de segundo, quince o veinte personas lo rodearon y comenzaron a darle patadas y garrotazos por todo el cuerpo, el infeliz permanecía acurrucado intentando cubrirse la cara y sus partes más sensibles con los brazos.
Detuve mi carrera, no podía permitir que lo lincharan y quedarme tan pancho. Saqué la pistola y con paso decidido avancé hacia ellos gritando:
-¡Dejarlo en paz, rojos de mierda, u os suelto un tiro!
Seguí marchando, mientras mostraba la <> con la intención de intimidarlos. Pero debieron pensar que hablaba en broma. Apunté al cielo y apreté el gatillo. Un enorme estruendo llenó la vía, les apunté y volví a chillar:
-¡No me habéis entendido, hijoputas! ¡Queréis que os suelte un zumbazo, hatajo de mariconas! ¡Corred, cabrones, corred!
Esta última imprecación fue seguida de un par de tiros que solté a las alturas mientras corría hasta mi amigo. Los rojos salieron por piernas hasta pararse a unos cien metros de mi posición; sin dejar de mirarlos me agaché junto a Carlos:
-¿Estás bien? ¿Cómo te encuentras?
Una quebrada voz respondió a mis preguntas:
-Creo que no tengo nada roto. ¡Ayúdame a incorporarme!
Sostuve a mi compañero mientras se ponía de pie, y proseguimos la marcha; sólo tenía unas leves magulladuras y un par de chichones. Desde la distancia nos llegaban las amenazas de los otros:
-¡Estáis muertos, fascistas! ¡Sabemos quiénes sois y dónde vivís! ¡Ya os pillaremos!
Asegurándome de que no nos seguían, le acompañé hasta su casa. Quedé en llamarlo al día siguiente.
-Mejor ya te llamaré yo -dijo-. En mi casa, pueden olerse algo.
Las jornadas posteriores ojeé la prensa por si publicaban lo ocurrido, pero ni una línea narraba lo acontecido. ¡Mejor!
Pasaron un par de semanas y no recibí ninguna noticia de mi amigo; me extrañó. Ese domingo, acudí a las mesas a ver si lo localizaba, pero no acudió. Sus camaradas me dijeron que, últimamente, se dejaba ver poco. Saltándome su consejo, telefoneé a su domicilio; su madre se puso al aparato, dijo que le daría el recado. Un par de días después, me llamó y, con aires de misterio, explicó que lo habían descubierto <>, que sabían dónde vivía, y que nuestras vidas corrían serio peligro.
Me extrañaron sus palabras y decidí tomar precauciones, pero sin excederme en ellas. Continué haciendo mi vida igual que siempre. A mediados de abril, mes y pico después de aquella noche, me encontré con Carlos en el puesto de propaganda de Cedade. Me alegré y acudí a saludarle. Noté unas grandes ojeras que marcaban su rostro, se le veía cansado, quizá depresivo.
-¿Cómo estás, colega? -saludé.
-Mal. ¡Todo es una mierda! No me dejan en paz, me localizaron y van a por nosotros. Tienen amenazada a mi familia. ¿A ti también te tienen controlado?
-¿Pero a quiénes te refieres? ¿A los rojos de la otra vez? -inquirí intrigado.
-Sí. ¡Los mismos! Averiguaron quién era y me hacen la vida imposible -explicó.
No di mucho crédito a su historia, a mí también podían conocerme y, sin embargo, nadie me había molestado lo más mínimo. De todos modos, le ofrecí mi ayuda por si hacía falta para lo que fuera; a Carlos lo tenía como a un joven inteligente y centrado, no acababa bien de entender sus miedos. Fue la última vez que lo vi con vida; cuatro días después, el Jueves Santo, llegó como siempre a su casa, sacó una pistola de su dormitorio, se sentó en el comedor junto a su familia, que estaban viendo la tele y, allí, inició la esmerada limpieza del arma. Una vez que la tuvo impoluta, introdujo lentamente el cargador, se apuntó a la sien y apretó el gatillo. La bala atravesó el cráneo reventando en su interior y arrancando de cuajo media cabeza. Cuando me lo contaron, no di crédito a lo que oía, y su desaparición me partió el alma.
Unos años después, hice casualmente amistad con unos antiguos integrantes del PCE (ml) que estuvieron esa noche en el lugar; después de los consabidos <<¿No me jodas que eras tú?>> y <<¡quién hubiera dicho que algún día tomaríamos copas juntos!>>, iniciamos conversación, y les narré la historia de Carlos. Se extrañaron de lo que me había contado y afirmaron que ni le molestaron ni sabían nada de esa historia increíble que él había relatado.
Aún hoy me acuerdo de él y, aunque no entiendo por qué se quitó la vida con sólo veintiún años, tengo mi propia teoría. Creo que a raíz del enfrentamiento con los del PCE (ml), cuando cayó al suelo y notó que lo pateaban y que fui yo quién le sacó de allí, probablemente comprendió que no era el mejor soldado y, con una mentalidad donde lo inferior no tiene cabida, decidió apartarse para dar paso a otros más capacitados. Quizá esta idea sea una tontería, pero creo que no voy muy desencaminado… de todos modos, a estas alturas quizá nunca lo sepa.
El inesperado suicidio de mi amigo me dejó hundido, pero la vida seguía y, aunque destrozado, decidí vivirla a tope de la mejor forma que sabía: luchando por mis ideas. El resto del año transcurrió con normalidad: muchos actos, peleas, disturbios.
En Falange, el ambiente se sentía optimista. Por mi parte seguía con mi novia de siempre y juntos acudíamos a todas partes: mítines, fiestas.
En Unión Hispana estaban a punto de tocar techo. La militancia alcanzada en los primeros meses se estacionó y amenazaba con descender. La gente ya no se fiaba de Blas Piñar; además, un fuerte rumor que trataba de explicar las verdaderas razones de la disolución de Fuerza Nueva empezó a extenderse en nuestro mundillo. Según éste, el incremento de afiliados al partido de Piñar perjudicó notablemente a la UCD y, sobre todo, a Alianza Popular; se afirmaba que dirigentes de este último partido dieron un ultimátum al líder ultra: o disolvía su formación o aparecerían documentos y grabaciones del CESID donde se demostraría su implicación en un fallido intento de golpe de Estado. También se aportarían pruebas que demostraban un cierto grado de conocimiento del jefe de Fuerza Nueva en el asesinato de la joven estudiante Yolanda González, perpetrado en 1980 por dos conocidos miembros de su partido. Según estas fuentes, Blas no quiso arriesgarse a dar con sus huesos en la cárcel y cedió al chantaje...
En CONS, José Luis Roberto comenzó a saborear la porción de poder que le tocaba al ser líder de un movimiento clave en la debilitada ultraderecha valenciana. Cualquier opción patriota que quisiera hacer algo en Valencia, debería, por lo menos, hablar con él. Sus activos militantes del FSJ poco tenían que envidiar a los de otras formaciones más conocidas. En una época en la que algunos todavía creían en la inminente creación de una segunda Fuerza Nueva, Roberto esperaba la oportunidad de que Piñar se fijara en su organización e, inesperadamente, a finales del 84 llegó su soñada ocasión.
El escándalo vino de la mano de Els Joglars, con Albert Boadella al frente. La representación de su obra Teledeum provocó las más airadas reacciones por parte de los supervivientes del Búnker y de algunas asociaciones ultra-católicas. La sede de Unión Hispana se convirtió en improvisado centro de reunión de restos de facciones a las que dábamos por extintas y que la obra del grupo catalán hizo salir de sus catacumbas.
A todos los afiliados nos entregaron una hoja mecanografiada donde se detallaban los momentos de la función donde se blasfemaba contra la religión católica, y yo mismo acudí a la comisaría de Joaquín Costa a presentar la correspondiente denuncia. Esas semanas, fuimos cientos los que desfilamos por juzgados y oficinas policiales a plasmar por escrito nuestras quejas con el fin de que retirasen dicha actuación. A la vez, multitud de ancianos armados con rosarios se reunieron en la puerta del teatro Princesa: rezaban a Dios y rogaban para que se prohibiera tan pecaminoso evento. Justo es decir que ninguno había visto la obra, y lo único que conseguimos fue añadir una publicidad gratuita que benefició al autor y provocó que estuviera en cartel varias semanas más de lo previsto.
La situación se hizo intolerable y, ya que la vía legal no servía para nada, comenzaron a plantearse otras medidas más extremas. No podía permitirse, de ningún modo, que tan grave afrenta quedara impune.
Las diversas organizaciones afines no tenían por separado más que una fuerza testimonial, sin embargo, unidas, aún tenían algún peso. En jornadas previas a la Navidad del 84, se convocó a todas las fuerzas patrióticas a una reunión conjunta; para algo tan grave, bien valía olvidar viejas rencillas. El lugar elegido fue la sede de Unión Hispana.
Aquella mañana, el presidente de la citada asociación cultural junto con un par de miembros, acompañados por dos dirigentes de Juventud Nacional, quedaron en buscar una solución definitiva a ese problema. Además, consentir que esa representación llegara a buen puerto llevaba implícito admitir el principio del fin.
El jefe provincial de Falange fue invitado, pero rehusó acudir: la beatería no ocupaba un puesto importante en sus postulados. Quien asistió por sorpresa fue José Luis Roberto; el jefe consista, enterado de la trama, no quiso perderse la oportunidad de participar. Podía ser la circunstancia que andaba buscando para configurarse en líder incuestionable de la extrema derecha valenciana. Al menos lo intentaría.
La llegada de José Luis cayó como un jarro de agua fría entre el resto de los asistentes. Algunos sospechaban que era delator y confidente de la policía. Cómo para ser bien recibido… No obstante, le dejaron participar.
La asamblea contó con tres testigos, aparte de los citados: dos militantes del FAE y yo, que velábamos por la seguridad de la reunión.
Iniciada la charla, los representantes de Unión Hispana y Juventud Nacional clamaron por una fuerte acción de castigo contra los integrantes de Els Joglars. Ésta consistiría en realizar algún eficaz golpe de mano contra el teatro o los camiones utilizados para trasladar el equipo técnico y la utilería. Se pensó en colocar una pequeña bomba en el lugar de la representación o en incendiar los vehículos usados por la compañía teatral que, sabíamos de buena tinta, pernoctaban en un polígono industrial cercano a la capital. Los representantes de Blas Piñar sólo pusieron una única condición: si la opción finalmente elegida era la explosión de un artefacto, ésta tenía que realizarse a altas horas de la madrugada para evitar posibles accidentes a peatones inocentes.
En ese instante, alguien tomó la palabra y propuso un golpe mucho más osado, una solución drástica que acabaría con el Teledeum de una vez y para siempre. Simplemente, se trataba de asesinar a Albert Boadella… y sabían cómo.
Haciendo alarde de un aplomo increíble, comenzaron a desglosar la información que había obtenido sobre el controvertido autor catalán. Supimos que Boadella se alojaba en un céntrico hotel de Valencia y que, aunque debido a la cantidad de amenazas recibidas se vio forzado a tomar ciertas precauciones, su carácter independiente se imponía a la prudencia y atentar contra él, no suponía, en principio, un gran problema. Prosiguieron detallando concienzudamente todos los pasos que la posible víctima realizó durante los últimos días y matizó que, aunque cuidaba su seguridad, no se extralimitaba en ella. Para ultimar la misión, se contaba con los servicios de un pistolero. Para finalizar, se comentó que la policía estaba por la labor de hacer desaparecer al Joglar y que, como cabeza de turco, detendrían a un antiguo militante de Fuerza que había elegido el mal camino y estaba causando más de un quebradero de cabeza a las fuerzas de seguridad… sólo faltaba que los ahí presentes dieran el visto bueno a la operación.
Ni una interrupción rebatió los letales planes. El silencio más absoluto acompañó la disertación. De repente, uno de los veteranos de Unión Hispana se levantó de su asiento:
-¡En esta mesa somos católicos y no buscamos matar a nadie! -dijo alzando la voz.
El alto cargo de CONS se incorporó y anduvo hacia la puerta de salida a la vez que pedía al resto de asistentes que pensaran pronto su proposición y le hicieran saber, a la mayor brevedad, la decisión tomada. No creo que hubiera llegado siquiera al ascensor cuando todos los presentes prorrumpieron en insultos e improperios contra él:
-¡Pero qué se ha creído el tipo este! ¡Mira que venir aquí sin haber sido siquiera invitado! ¡Y encima, nos propone matar al Boadella! -clamó uno.
-¡Eso es para tendernos una trampa! ¡Veis como es un confidente de la policía! ¡Lo que yo os digo! ¡A éste lo han enviado a espiarnos los de la brigada de información! -añadió indignado otro.
Alguno se levantó y amenazó con dejar el partido si se volvía a contar con ese sujeto para lo más mínimo. Pero no hizo falta esa advertencia, ni uno sólo de los presentes decidió hacer caso a la propuesta y todos a una votaron unánimemente por impedir su asistencia a cualquiera de los actos políticos que realizaran sus organizaciones. La reunión prosiguió y se optó por la postura menos radical: había que incendiar, inmediatamente, los camiones del grupo teatral. Seleccionaron a tres militantes de total confianza para esto, yo era uno de ellos.
La fecha elegida fue la noche siguiente. Aquella tarde quedamos lejos de la sede: todos portábamos armas y no podíamos arriesgarnos a ser cacheados en las inmediaciones de nuestra delegación. Hicimos tiempo hasta bien entrada la madrugada. Cuando vimos que la ciudad dormía, subimos a un viejo Renault y nos encaminamos hacia el polígono. Por la tarde, compramos en una estación de servicio varios litros de gasolina que introdujimos en unas botellas de plástico; el olor resultaba insoportable y nos obligaba a circular con las ventanillas abiertas para no marearnos. Llegamos al sitio indicado y comenzamos a atravesar las desiertas calles de la ciudad industrial mientras buscábamos los vehículos en cuestión. Entonces, los vimos. Eran dos camiones de pequeño tamaño con los laterales blancos; ni una sola marca o logotipo indicaba su contenido; únicamente las matrículas de Barcelona y nuestras informaciones los delataban. Estacionamos el coche en las cercanías, no sin antes dar un par de vueltas a las calles cercanas por si alguien vigilaba los transportes. Pero no, todo estaba despejado. Antes que nada, teníamos que romper un cristal para introducir el líquido inflamable y, para ese menester, portaba un martillo que tomé prestado de mi casa. Pero uno de mis compañeros, el que estaba a cargo de la operación, me mostró un utensilio que iba a revolucionar la técnica en lo que a perforar cristales se refiere: un tirachinas de competición. Quedé impresionado y le rogué que me explicara el funcionamiento en el sitio en cuestión.
-Es fácil -señaló-. Mira. Se coloca la varilla junto a la luneta del coche, se pone un cojinete esférico de acero al extremo de la goma, se tensa al límite y… ¡se suelta!
Entendí la teoría, pero la práctica no funcionó. Cuando mi compañero soltó la goma, el proyectil salió despedido hacia delante chocando contra el cristal… pero en vez de romperlo, rebotó contra él, dando en los morros a mi colega. El chillido de dolor que emitió se atenuó con las carcajadas en que prorrumpimos los dos restantes.
-¡Menuda chapuza! -decía mi amigo agarrándose las narices-. ¡Vaya mierda! ¡Acompañadme al hospital, que creo que me he partido el tabique nasal!
Aguantándonos a duras penas las risas, volvimos al coche. Mañana sería otro día.
A primera hora de la tarde siguiente recibí una llamada en mi domicilio: tenía que acudir urgentemente a la sede de Unión Hispana. Me fastidió porque había quedado en ir a la de Falange, pero pensé que sería para algo relacionado con la fracasada operación de la noche anterior y decidí presentarme lo antes posible. Una vez que llegué, encontré a tres personas: el encargado de juventudes, un alto directivo de la asociación y un jefe de Juventud Nacional; me pidieron que entrara en la sala de juntas e iniciamos una reunión.
Lo primero que hicieron fue avisarme que se había suspendido el tema del incendio de los camiones; una reciente orden llegada desde lo más alto abogó por una operación de castigo directa y contundente contra el teatro donde tenía lugar la representación. El asunto se alargaba demasiado y la paciencia tenía un límite.
Intenté saber quien había dado las nuevas instrucciones e insinué que quizá había sido Blas. Pero sonrieron y dijeron que la decisión venía de más arriba. <<¿Más alto que Piñar?>>, pensé. Tal vez, con esa respuesta, daban a entender que se trataba de <>.
Iniciamos la charla. El de Unión Hispana refirió que había tres opciones planteadas: instalar un artefacto explosivo, entrar en medio de una representación al grito de <<¡viva Cristo Rey!>> o tirotear el lugar. Existía una salvedad: por ningún motivo tenía que derramarse una sóla gota de sangre.
Empezamos a analizar las diversas situaciones. La del bombazo quedó, rápidamente, descartada, porque suponía un grave riesgo para cualquier vecino o peatón de la zona; el asalto también se desechó por varios motivos: hacía falta mucha gente y no se contaba con los mismos activistas que antes y, sobre todo, implicaba que, en ese momento de tensión, a alguien se le escapara un balazo y se produjera una desgracia. Únicamente quedaba tirotear el lugar.
Tampoco era una medida sencilla. ¿Contra qué se iba a disparar? ¿El escenario, tal vez? ¡No! Podía fallar el tiro y herir a alguien; además, la huida con tanta gente no sería sencilla. Al final, se tomó la decisión de soltar unos zambombazos contra la fachada cuando hubiera poca gente por la vía, ya que necesitábamos algún testigo.
Se formaron dos comandos, uno de logística y otro de combate. Yo fui nombrado responsable del primero, y los de Juventud Nacional se encargarían del segundo. La misión que me encomendaron era sencilla, aunque no exenta de riesgo: tenía que realizar un plano con las vías de escape posibles y un informe detallando los días y horas cuando menos afluencia de público había.
A la mañana siguiente, armado con un par de bolígrafos y un plano de la ciudad, me dirigí hacia el histórico barrio del Carmen y comencé a caminar por las estrechas callejuelas de la zona hasta conocérmelas al dedillo. Posteriormente, tracé, en el mapa, cinco rutas de huida para vehículo y otras tantas para peatones; unas las marqué en rojo y, otras, en azul.
Por la noche, acudí al lugar con un amigo llamado Joaquín, antiguo militante de Fuerza Nueva y más conocido que la Charito, como tuve ocasión de comprobar más tarde. Previamente, modificamos nuestro aspecto para amoldarlo al de los <> que frecuentaban el lugar, teníamos que pasar desapercibidos. Sobre las diez, llegamos al teatro, que estaba repleto de gente. La calle mostraba, también, gran afluencia de personas y observamos a más de uno vigilando discretamente; debido a la cantidad de amenazas recibidas, habían tomado medidas de seguridad. Rezamos por no ser reconocidos… pero no tuvimos esa suerte.
Acabábamos de ponernos en la cola para comprar las entradas cuando un grupo de jóvenes se acercó a mi amigo, abrazándolo mientras le decían:
-¡Joder, Chimo! ¿Pero que haces aquí? ¡Cuánto tiempo sin verte! ¿Pero no estabas en Fuerza Nueva? ¡Como te vean los tuyos, te expulsan! ¿O es que has venido a ponernos una bomba? ¡Cabroncete!
Ambos nos miramos en silencio a la vez que media calle giraba, alarmada, por los saludos que los colegas de mi amigo le brindaban. ¡Hala! ¡Factor sorpresa a tomar morcillas! Joaquín les devolvió el saludo:
-¡Qué tal! ¡Cómo estáis! Pues yo he venido con este coleguilla a ver esta obra que dicen que está muy bien.
-¿Pero sigues en Fuerza Nueva? -le preguntó un conocido.
-¡No, qué va…! Me salí hace mucho tiempo. ¡Ahí no hacían más que comernos la bola y no molaba nada! ¿Sabes? -dijo levantando la voz para que lo escucharan bien los otros.
-¡Ah…! Pues nos alegramos mucho, tío. ¿Queréis pasar con nosotros?
-¡Venga! ¡Vale! -respondió Joaquín.
Entramos a ver la función seguidos de cerca por tropecientas personas que no nos quitaban el ojo de encima. ¡Buen comienzo! Al menos, tuve la ocasión de contemplar toda la representación, que, aunque no me gustó, tampoco me pareció tan dramática como nos la habían pintado. Al día siguiente, volví acompañado de otro amigo menos conocido para ultimar el informe, pero a pesar de las precauciones que tomé para evitar ser reconocido, no lo conseguí y tan pronto llegué, cuatro o cinco machacas se pegaron encima de mí controlando todos mis movimientos hasta que me fui. No obstante, la misión estaba cumplida y, a la tarde siguiente, relaté todas las incidencias, horarios, afluencia de público y entregué el plano con las rutas marcadas. Sólo quedaba esperar.
A finales de enero de 1985, un comando formado por dos conocidos miembros de la extrema derecha valenciana tiroteó la fachada del teatro Princesa donde se representaba la obra Teledeum. Todos los medios de comunicación se hicieron eco de la noticia. Lo que ignoraban es que faltó muy poco para que el titular de las portadas hubiera sido otro bien diferente e, infinitamente más trágico: el asesinato de Boadella. Por fortuna, no ocurrió.

Pocos meses después de este suceso, y cuando en la antigua plaza del País Valenciano tenía lugar una manifestación izquierdista contra el ingreso de España en la OTAN, grupos incontrolados de ultraizquierda dirigidos por miembros del PCE (ml) atacaron las mesas de propaganda que Unión Hispana tenía instaladas en las inmediaciones y provocaron varios heridos. Semanas más tarde, cerca de tres centenares de militantes de la extrema derecha marchamos hacia el barrio del Carmen y, como represalia al anterior incidente, asaltamos el pub Transfer, conocido lugar de reunión de los simpatizantes de la izquierda más radical. Aunque ganamos esa batalla, la guerra del dominio de las calles estaba casi perdida. A partir de entonces, los seguidores de Blas Piñar concluyeron el declive iniciado casi tres años antes. De estos grupos, solamente a Falange Española de las JONS le quedaban todavía unos pocos años más de existencia…