Tuesday, February 26, 2008

CAPITULO 7

Un viejo dicho español dice: <>, y, aún sabiéndolo, bebí… ¡Vaya si bebí!
-¡La <> tío! ¡La <>! -repitió Pepe como un poseso enseñándome el papel que señalaba nuestro licenciamiento definitivo. En apenas dos horas nos lo había mostrado en no menos de treinta ocasiones.
-Sí, tío, la <>, pero deja de dar esos alaridos, que vas a hacer que pegue un volantazo y nos estampemos todos por ahí. Y sería bastante surrealista que lo que no ha conseguido el ejército lo logres tú con esas gilipolleces.
Sonreímos escuchando las explicaciones de Javi, el más sensato del grupo y conductor en ese viaje de retorno a nuestras casas después de un año de servicio a la patria. ¡Y menudo año!
De entrada fuimos destinados desde Valencia a la Brigada de Cazadores de Alta Montaña, concretamente al Batallón Gravelinas XXV, con acuartelamiento en Sabiñánigo, Huesca.
Para unos jóvenes acostumbrados al suave clima mediterráneo, aquel contacto con la crudeza del invierno pirenaico supuso un fuerte cambio que, no obstante, supimos afrontar con entereza.
Continuamente, oí comentar por amigos que habían hecho la mili que esa etapa implicaba un tiempo perdido que no servía para nada. En nuestro caso no fue así.
Quizá, amigo lector, pienses que debido a mi vinculación política me sentiría atraído por la carrera de armas, y puede que en algún momento así fuera, pero nunca creí que realizaría el servicio militar. Eso de jurar lealtad al rey y a la Constitución era algo que no entraba en mis planteamientos de entonces.
Situé mis expectativas en salir como excedente de cupo o, en el peor de los casos, en prestar servicio en algún campamento cercano a mi domicilio, pero no fue el caso y, por el contrario, fui destinado a donde Cristo perdió el gorro, lejos de mi familia y de mis amigos.
En principio pensé que no soportaría la dureza del acuartelamiento. Siempre teníamos labores que desempeñar: quitar nieve a palazos, instrucción en orden cerrado, marchar a paso ligero diariamente doce kilómetros, guardias, refuerzos, retenes y vuelta a recomenzar. Aquella vida supuso un cambio radical en casi todos los urbanitas de mi reemplazo. Para más inri, en mi cuartel éramos menos de medio millar los soldados destinados, con lo cual rara era la jornada que librábamos de imaginaria, cuartelero o cocina.
Pese a ello y gracias en parte a la profesionalidad de los mandos militares que desempeñaban su función, en breve comenzamos a adaptarnos y a sentirnos integrados en el mundo que a la fuerza nos había tocado vivir.
Mi fortín tenía fama de rígido, no en vano: se decía que hasta hace poco había sido un cuartel de castigo para oficiales y suboficiales del ejército. Cuando llegué al mismo ya no lo era, pero la estricta disciplina continuaba impregnándolo todo y, evidentemente, nos afectaba en las labores diarias.
Continuamente teníamos tareas que realizar, se esperaba de nosotros que fuéramos los nuevos <> de la brigada, y a fe que casi lo lograron. En pocas semanas estábamos fuertemente adiestrados y soñando con poner nuestras botas sobre las altas cotas que dominaban nuestro entorno. Eso tenía una parte positiva: el tiempo transcurría velozmente.
Durante los meses posteriores realizamos maniobras de todos los tipos: fuego real en el campo de San Gregorio, supervivencia en Sallent de Gállego, controles fronterizos desde el refugio de Rioseta en Candanchú y las temidas jornadas de <>, que cumplimos tanto en verano como en invierno y donde consumamos los cursos de esquí y escalada. En tan sólo un año permanecimos en la montaña más de doscientos días.
Fue precisamente en marzo del 87 cuando practicamos nuestra primera salida de dos semanas al monte, concretamente al refugio militar de <>, cercano a la bellísima población oscense de Hecho. Allí, durante una doble marcha por la nieve (¡la primera vez que algunos la veíamos!), una impresionante ventisca seguida por pequeños aludes sepultó la casi totalidad de nuestras tiendas de campaña e hizo que saliéramos del lugar con lo puesto, y con algún que otro compañero con los primeros síntomas de congelación. A pesar de los 20º C bajo cero que tuvimos que soportar, nuestro bautismo en la alta montaña concluyó con éxito. A partir de ese instante todo fue miel sobre hojuelas y, aun a pesar del duro trabajo que desempeñábamos, comenzamos a vivir intensamente esa experiencia. Creo que el esfuerzo nos hizo disfrutar de ese ciclo, sobre todo, a aquellos que desde siempre hemos admirado la naturaleza en su estado puro.
Hice muy buenos compañeros; juntos disfrutamos de las satisfacciones y penas que tuvimos que sobrellevar, entre ellas, algún suicidio y muerte accidental de colegas que, teniendo en cuenta las reducidas dimensiones de nuestro nuevo hogar, supusieron un mazazo para más de uno.
Por mi parte, ascendí al empleo de cabo primero, que, en un cuerpo especial como ése, representaba un gran orgullo.
Cuando llegó el momento de nuestro licenciamiento definitivo pensé en reengancharme, pero la incertidumbre de mi futuro en el ejército de entonces hizo que apartara esa idea y me planteara un nuevo mañana en mi ciudad natal, y, la verdad, tenía miedo. Sabía que el fantasma del desempleo sacudía con fuerza a la juventud y temía entrar a formar parte del mismo. Puede que entonces lamentara no haber estudiado una carrera como mi padre, abogado, o preparado una oposición al Estado, como mi madre y mis tíos hicieran en su día.
Mientras volvía a casa después de la fase castrense, sentía un pánico agudo a lo que la vida podía depararme. Aunque tenía confianza en mí mismo y creía… (¡no!, ¡no creía!, ¡¡estaba seguro!!) que saldría adelante.
Durante toda mi existencia he sido muy independiente y, por eso, no hice caso a los consejos paternos que me animaban a estudiar Derecho. La idea la tenía clara desde hacía mucho tiempo atrás, desde los quince, exactamente a partir del día en que mi progenitor me llevó a su despacho y, mientras me mostraba las amplias estancias ataviadas con muebles de cedro, me expuso solemnemente: <>.
Al escuchándole sentí que se me caía el mundo encima. Esa frase la había sentido en multitud de películas del Oeste y, siempre que la pronunciaban, señalaban profundas extensiones de terreno donde pacían vacas y búfalos. Por el contrario, lo que a mí me estaban enseñando era unas dependencias formales con estanterías cuajadas de libros sobre Derecho mercantil y manuales referentes a Legislación urbana. De pronto, comprendí que aquello que me ofrecía mi padre era justo lo que no quería. ¡Jamás podría soportar la intensa monotonía de vivir inmerso entre miles de papeles reflejando disposiciones reglamentarias! En una micromilésima de segundo entendí que no sabía en lo que me ocuparía el día de mañana, pero, desde luego, tuve clarísimo en dónde no me metería.
Seguían agolpándose aquellos remotos recuerdos en mi mente cuando un ligero escalofrío me estremeció. La hora de la verdad se acercaba a cada kilómetro que el coche recorría, y en breve tendría que conseguir trabajo como fuera. No pretendía depender de mi familia y, con veinte años, juzgaba que no tenía edad para ello.
Las luces de la gran ciudad me devolvieron a la realidad. Javi estacionó el vehículo en la avenida de Aragón y, uno a uno, fuimos descendiendo del turismo mientras nos prodigábamos fuertes apretones y besos en las mejillas.
-Tengo vuestros teléfonos, tíos. Un día de éstos os llamaré e iremos a tomar unas copas y a recordar viejos tiempos, ¿conformes? -propuso Pepe.
Respondimos que sí, aún sabiendo que resultaba improbable que volviéramos a coincidir. De los presentes, únicamente seguí manteniendo una amigable relación con el que hizo de chófer, Javier Sáez, quien con el tiempo pasaría a ser, junto con su hermano Luis, uno de los más conocidos disc-jockeys de la cadena 40 Principales de nuestra capital.
Con la cartilla militar y un certificado de buen comportamiento como único equipaje, marché hacia mi morada. Atrás quedaba la mili, las remembranzas de cientos de amigos que siempre recordaré con cariño. Ahora, a las 22 horas de miércoles 27 de enero de 1988, empezaba el resto de mi existencia.
-Tengo que conseguir un curro como sea. Estoy viviendo en casa de mi abuela, pero a la buena mujer le viene cuesta arriba mantenerme con su pensión de enfermera y tampoco tengo tanto morro como para estar ocioso vegetando a sus expensas -expliqué nerviosamente a mi amigo Juan, el Moro.
A éste lo conocía de los tiempos en que, junto con su hermano, militaba en Falange y estaba al tanto de que era un chico trabajador. Rondaría mi edad y siempre encontraba faenas donde emplearse para ganar unos duros.
-Tranquilo, que si me entero de algo, serás el primero en saberlo, aunque te advierto que lo que pueda encontrar será pesado y pagarán cuatro <>.
-Bueno… ¿Pero amortizarán o me harán trabajar como una bestia para dejarme luego a dos velas?
-No padezcas que esta gente es pagadora -afirmó para mi tranquilidad-. De todos modos, yo que tú me plantearía volver con tus padres.
-¡De eso nada! -afirmé rotundo-. Me llevo bien con ellos, pero me prometí que no regresaría a casa hasta tener un trabajo digno y logrado únicamente mediante mi esfuerzo.
-Tío, eres un cabezón, tu padre conoce a mucha gente y no le costaría mucho esfuerzo conseguirte un buen puesto en alguna empresa. Yo hablaría con él -aconsejó.
-No, Juan, agradezco tus sugerencias, pero es una decisión firme. ¿Podrás ayudarme?
-Eso por descontado, dame un poco de tiempo. ¡Total, si llegaste anoche del cuartel!
Me despedí quedando en llamarle al día siguiente. Subí al autobús y avancé hacia mi próxima cita con otro conocido al que igualmente iba a requerirle que me ayudara a buscar empleo.
El fin de semana comencé a recorrer todas las zonas de fiesta de la ciudad. Después de mucho patear obtuve mis primeros resultados: en un concurrido pub, al que solía acudir de vez en cuando, el propietario me ofreció un empleo de portero. La jornada laboral comprendía los viernes y sábados tarde noche y los domingos tarde. Por cada una de las cinco sesiones me abonaría dos mil pesetas. Hice cálculos… ¡Hombre, cuarenta mil pesetas mensuales para empezar no estaba mal del todo! Con la alegría asomando en mi rostro marché a dormir; al otro día daría la buena nueva a mi abuela.
El lunes a mediodía me llamó Juan:
-Oye, tío, ¿queda en pie lo que hablamos? -preguntó.
-Sí, claro que sí, ¡por supuesto!
-Entonces, de acuerdo. Mañana, a las cinco y media de madrugada, tienes que estar en mi casa; ven con ropas usadas y ya te explicaré el resto.
Agradeciéndole sinceramente su ayuda, me despedí de él hasta el día siguiente.
A la hora prevista estaba en su domicilio, un grupo de viviendas militares junto a Capitanía General; su padre pertenecía el ejército con el empleo de teniente coronel.
Tan pronto me vio me expuso lo que había. Nuestra labor consistía en coger zanahorias en las huertas de Alborada y pagaban a peseta el kilo. Me dijo que lo positivo es que se nos abonaba diariamente y podríamos sacar entre cinco y ocho mil pesetas; lo negativo, es que no estaríamos asegurados y dicha tarea destrozaba físicamente al más pintado.
Con ilusión emprendí esa ocupación, compaginándola con el pub los fines de semana. Y así, a base de emplearme a fondo los siete días de la semana, subsistí un período. Al finalizar la temporada de la zanahoria empezó la de la patata… ¡Y más de lo mismo! Habitualmente obtenía entre seis y ocho mil por jornada… y a peseta el kilogramo, puede el lector hacerse una idea de los cientos de toneladas de tubérculos que recogí durante ese periodo. ¡Baste decir que, desde entonces, no he vuelto a probar hervido!
Una buena mañana, Juan me dijo que había encontrado un oficio mejor. Se trataba de descargar camiones en Mercavalencia a trescientos cincuenta pesetas la hora. La paga era semanal y, aunque seguíamos sin estar asegurados, nos permitía poder trabajar todo el año sin depender del siempre inestable campo.
Dicho y hecho, a la mañana siguiente nos presentamos en las puertas de los almacenes y esperamos comenzar la nueva labor.
Para los que no saben cómo funcionan estas cosas, les advertiré que dudo mucho que haya variado algo desde la época medieval. Con las primeras luces del sol, nos apelotonábamos decenas de personas de todas las edades y razas junto a la puerta principal de acceso. Al rato hacía aparición el capataz y nos iba seleccionando uno a uno. Por fortuna, a mí siempre me elegían, y en ese menester estuve un tiempo más.
Mi familia, viendo los ímprobos esfuerzos que hacía para sacar mi vida adelante, intentaba animarme a estudiar una oposición, pero eso precisaba de tiempo y era algo que no tenía. Quería comerme el mundo y triunfar por mí mismo comenzando desde lo más bajo. Opté por el camino más difícil, confiando en que fuera el que me reportara las mayores satisfacciones. Mis amigos recriminaban mi actitud: <>.
Pero yo, cabezón entre los cabezones, no les escuchaba. Todavía recordaba la movida del Teledeum, la del fotógrafo de El Levante cuando me enfrenté con él, y alguna más en la que no caía, pero que debía de estar en algún sitio de mi mente.
-¡No! -afirmaba tajante-. Paso de trabajar con el confidente ese. Además, tuve una discusión y lo llamé de todo, aunque pretendiera, él no querría.
-Igual te equivocas. José Luis Roberto ha reñido con todo <> pero nunca le ha negado trabajo a nadie. Pensamos que, al menos, deberías intentarlo.
Me seguí negando en redondo a contemplar siquiera esa posibilidad, pero el caprichoso destino quiso concederme, ese mismo fin de semana, la posibilidad de incorporarme a Levantina de Seguridad ¡Y por la puerta grande!
Con Fernando Canós coincidí durante la mili, ambos pertenecíamos al mismo reemplazo y, cada uno por su lado, nos incorporamos a las filas casi a la vez. En un principio fuimos destinados a la Iª Compañía de Cazadores como fusileros y, juntos, resistimos el episodio de <> donde faltó poco para que sucumbiéramos a manos del frío. Esa experiencia forjó unos lazos sólidos entre los que vivimos ese lance. Posteriormente, debido a su enorme complexión muscular y a su altura superior a los dos metros, fue trasladado a la Unidad de Servicios del Acuartelamiento (USAC), a la Policía Militar.
Finalizado el servicio militar, perdimos contacto apenas un mes. Comencé a trabajar en el pub y, cuando volvía a casa la primera noche, tuve la agradable sorpresa de toparme de frente con él. Se hallaba prestando servicio como vigilante jurado para Levantina de Seguridad en un pub denominado Escape.
La verdad es que me chocó su atuendo. Entablamos cháchara: explicó que estaba acabando una carrera que dejó interrumpida por culpa del ejército. Ahora aprovechaba los fines de semana para servirse de ese oficio y así obtener algo de dinero. Se incorporó en Levantina de Seguridad por medio de un anuncio en la prensa. Canós pasaba de la política y no gustaba de meterse en camisa de once varas.
A raíz de aquel encuentro, aprovechaba, siempre que finalizaba mi turno, para pasar a saludarle y beber en su compañía algún refresco. El local donde mi amigo estaba destinado se hallaba ubicado en el barrio de Cánovas, una de las zonas más pijas de la ciudad.
Aquella noche finalicé temprano y fui a ver a mi colega. Iniciábamos la charla cuando se originó una trifulca. Sucedió por un motivo de lo más absurdo. Las persianas metálicas del local, a medio cerrar, indicaban claramente que faltaban minutos para que el pub diera por concluida aquella sesión; en ese instante, mientras el disc-jockey apagaba los equipos de música, dos cincuentones salieron del interior de la sala hacia la calle. Cada uno portaba en sus manos un vaso de cristal con bebidas alcohólicas. Fernando se dirigió educadamente a ellos:
-Disculpen, caballeros, los vasos no pueden salir al exterior -pronunció mientras señalaba un cartel, donde en letras bien grandes rezaba la siguiente orden: <>.
La pareja observó un instante ese aviso y, haciendo oídos sordos, continuaron caminando como si tal cosa. El vigilante se les acercó y prosiguió cortésmente sus explicaciones:
-Perdonen, caballeros, si quieren, podemos proporcionarles vasos de plástico.
-¡No! ¡No queremos! -escupió uno, mientras ambos se abalanzaban contra el de seguridad.
Eso fue todo. No existió provocación, ni malos modos, ni nada de nada por parte de Fernando; se limitó a repetir una norma, como hacía cada noche a multitud de clientes. Nunca había ocurrido nada… hasta ese instante.
Nos quedamos boquiabiertos durante un segundo. Acto seguido iniciamos la defensa. Intenté asir a los dos bárbaros, pero debían <> y resultaba imposible contenerlos. De pronto, en medio de todo ese guirigay, reparé en algo metálico que salía despedido del cinto de mi aliado. Distinguí que se trataba del revólver reglamentario que, en medio de la pelea, se había soltado de su enganche y rodaba peligrosamente por la adoquinada calle. Los cuatro permanecimos inmóviles una fracción, luego todo ocurrió a cámara lenta: uno de los agresores salió disparado a trincar el arma; mi amigo, medio postrado, abrió los ojos con una mezcla de impotencia y pánico; por mi parte, conseguí desasirme del otro individuo y me lancé en plancha a por la <>, que seguía deslizándose cada vez más lenta. Modestia aparte, ni el mejor guardameta de la selección nacional hubiera actuado tan eficaz: rápidamente alcé el frío acero retirándolo de las manos del otro y abrí el tambor dejando caer las balas sobre el pavimento, que se estrellaron con un siniestro repiqueteo metálico.
Permanecimos estáticos contemplando el rebotar de los, ahora, inofensivos proyectiles; uno de ellos, el que intentó coger el arma, se quedó lívido. No sé cómo, pero mis reflejos salvaron la situación.
El compañero aprovechó la confusión para engrilletar a los dos desgraciados, que no movían ni una pestaña. Desde dentro avisaron al 091, que tardó escasamente un par de minutos en llegar al lugar.
Fernando se deshizo en agradecimientos, aunque sé que él hubiera actuado igual:
-Muchas gracias, tío. No sé que mosca les ha picado a ésos. Le explicaré a José Luis Roberto todo lo que ha ocurrido y la ayuda que me has prestado.
-Déjalo estar. ¡Hoy por ti y mañana por mí!
Los dos éramos conscientes de que la diferencia entre los atacantes y nosotros estribaba en que ellos habían consumido alcohol y drogas.
Esperé a que la policía abandonara el lugar, por si precisaban mi filiación; al poco se fueron llevándose a los dos gilipollas. Canós quedó en acudir a la comisaría, para interponer la denuncia, antes tenía que depositar el arma en la caja fuerte de la empresa. Ahí pensé que acabaría todo.
El viernes siguiente, cuando me hallaba controlando la afluencia de público en el pub donde me ganaba la vida, noté aproximarse a alguien tranqueando ostensiblemente. Me fijé con detenimiento y percibí a José Luis Roberto acompañado de cuatro o cinco machacas de su guardia pretoriana (a uno lo conocía por haber militado en el FSJ). Pensé que su presencia sería casual, desatiné de nuevo.
Roberto se arrimó a mí y articuló:
-¿Eres tú el famoso J.M?
En principio, no relacioné su actitud con la pelea de la semana anterior y supuse que vendría a amenazarme por algo. Segunda metida de pata.
-Sí -expresé secamente-. Aunque lo de famoso sea mucho decir. ¿Qué quieres de mí?
-Venía a darte las gracias por lo del otro día en Escape, Canós me informó de todo… De paso, querría hablar contigo en mi despacho un día de éstos. ¿Cuándo podrás venir? -
Me desconcentré al escuchar el tono sereno de su voz y que no hacía ninguna referencia a los embates que habíamos tenido en el pasado. Parecía como si dialogáramos por primera vez…
-Vale, de acuerdo. Pon tú la fecha.
-¿Te parece bien en mi despacho este miércoles a las seis de la tarde?
-Por mi parte, perfecto -afirmé.
-Pues nada, ese día hablaremos tranquilamente. Y te reitero mi agradecimiento.
Nos estrechamos las manos y se fue por donde había venido. En mi interior, agradecí el detalle, aunque no me fiaba mucho de él. Esa semana cambiaríamos impresiones y atendería lo que pretendía decirme, quizá… ¿una oferta de empleo? Y si fuera así, ¿la aceptaría? Tenía tiempo para recapacitar sobre ello, aún quedaban cinco días.
-¿Así que tú eres J. M.? Sí, José Luis te está esperando. Siéntate ahí y tan pronto finalice una reunión, pasarás a su despacho.
Atendí las indicaciones de la solícita secretaria y tomé asiento en una de las cuatro desvencijadas sillas del recibidor. No era la primera vez que visitaba la sede de CONS, aunque desde la última había trascurrido mucho trecho.
Advertí que el local había sufrido pocas transformaciones. Acaso la alteración más ostensible la proporcionara la presencia de la joven que me recibió: Sonia se llamaba, según supe luego. Por lo demás, el resto permanecía igual.
A mi memoria llegaron nítidamente los recuerdos de la anterior ocasión en la que había comparecido en el mismo espacio: acaeció un año y pico antes, en esa fecha acudí invitado por Aníbal, uno de los cabecillas del FSJ. Pretendía ampliar mi biblioteca con textos de trasfondo político y él me había indicado que en su local disponían de abundantes obras a las que querían dar salida.
Quedé con él una tarde, después de cerciorarme de que Roberto no haría acto de presencia. El domicilio estaba emplazado en el número 47 de la Gran Vía Marqués del Túria de Valencia; se trataba de una finca antigua de estilo modernista, con techos altos y sin ascensor, seguramente erigida en las primeras décadas del siglo pasado. En la delantera del inmueble, salvo un pequeño rótulo de latón, no constaban inscripciones ni enseñas visibles que delataran la presencia del centro político. El interior, asimismo, se descubría pobremente decorado; algún que otro póster del FSJ y poco más; eso sí, tutelando las estancias siempre asomaban los retratos, en blanco y negro, de Ramiro Ledesma Ramos, histórico fundador de la Central Obrera Nacional Sindicalista, al igual que José Antonio y Onésimo, asesinado durante los primeros días de la guerra civil con treinta y pocos años.
Los militantes del FSJ y CONS sentían admiración por este joven extremeño en quien veían reflejado el carácter y condición que todo buen revolucionario debe poseer. Y no era para menos, Ramiro fue un hombre hecho a sí mismo.
Ramiro Ledesma Ramos era hijo de un maestro de escuela. Había emigrado a Madrid, donde consiguió matricularse en Filosofía y Letras mientras compaginaba sus estudios con la profesión de funcionario de correos. Su carácter inquieto y gran inteligencia lo llevaron a formar parte de los discípulos predilectos del insigne Ortega y Gasset y, a su lado, participó en multitud de tertulias con la más granada intelectualidad de su época.
Sus primeros pasos en la política los libró en la Facultad, donde editó un folletín titulado La Conquista del Estado que distribuía entre los estudiantes y en donde enunciaba su ideario: el nacionalsindicalismo. Firme admirador de Adolf Hitler, constituyó posteriormente las Juntas de Ofensiva Nacional Sindicalistas (JONS), adoptando como emblema el yugo y las flechas de los reyes católicos.
En 1934 se fusionó con la naciente Falange, instituyendo la Falange Española de las JONS, donde formó parte del triunvirato ejecutivo junto con José Antonio Primo de Rivera y el abogado vallisoletano Onésimo Redondo. Más tarde abandonaría esta formación al no acabar de cuajar con la forma de entender la revolución de José Antonio y fundaría otro grupo llamado Patria Libre.
En 1936, al poco de iniciarse la guerra civil, fue encarcelado y asesinado en una de las <> que promovió la república durante los primeros meses del conflicto. Su cuerpo yace en una fosa común del cementerio de Aravaca, junto con otros ejecutados de aquella jornada.
Siempre creyó que la revolución nacional debería ser llevada a cabo por un levantamiento de la clase obrera y soñaba con ésta como un gran movimiento de masas capaz de devolver al pueblo la dignidad y los derechos de hombres libres.
Su vida, aunque breve, fue intensa; sin él hubiera resultado impensable la falange joseantoniana. Incluso su existencia concluyó de forma ejemplar. Cuando le requirieron los milicianos para darle el <>, presintiendo su final retó a sus verdugos increpándoles:
-No puedo evitar que me asesinéis, pero no será como y en donde vosotros digáis… ¡No soy ningún borrego para ir sin luchar al matadero! ¡Si he de morir será a mi manera!
Y dicho y hecho: la emprendió a patadas y tortazos con quienes pretendían liquidarlo, que tuvieron que mal matarle, disparándole con un fusil a bocajarro en uno de los numerosos camiones que destinaban a desembarazar las cárceles de presos políticos.
Arrinconado durante décadas por el régimen de Franco, su legado fue rescatado en los setenta, entre otros, por el sindicato CONS, y en Valencia, por José Luis Roberto y la gente del FSJ.
Aquella tarde, en la sede de la Gran Vía, me franqueó la puerta el Botella, uno de los más activos integrantes de la organización y apodado así a causa de un botellazo que había recibido, tiempo atrás, durante una pelea. Con su estampa alta y enjuta, me saludó con el consabido: <<¡Arriba España!>>, para posteriormente indicarme que pasara al despacho de las juventudes, donde Aníbal esperaba. Me acompañó hacia un cuarto mediano dispuesto al fondo del pasillo. Al irrumpir, reparé en media docena de chavales empeñados en sacar brillo a otros tantos revólveres.
-¡Arriba España! -saludé-. ¡Qué! ¿Preparando la revolución?-exclamé bromeando.
-¡Arriba siempre! -respondieron sin dejar de realizar su tarea.
Desde la otra punta de la estancia sentí a alguien proferir:
-¡Dichosos los ojos que te ven! ¿Qué haces por aquí? ¿Te has pasado al enemigo?
Se trataba de Aníbal, quien, repantigado en una silla, disfrutaba con la situación. Sabía perfectamente que no me agradaba José Luis y que aborrecía permanecer en su local. Se incorporó a la vez que se aproximaba para darme un fuerte apretón de manos.
-Dichosos los ojos…
-Joder, tío… ¿Habéis asaltado una armería o algo de eso? -insinué mientras aludía con la cabeza a las armas.
Antonio Salas relata, en su libro El año que trafiqué con mujeres, como pudo ver docenas de armas de fuego cuando se infiltró en Levantina de Seguridad en relación con el mundo de la prostitución, y puedo dar fe de que no exageraba al describir al armero de dicha empresa.
-¿Lo dices en serio? ¿No recuerdas que hemos creado una empresa de seguridad?
Me eché las manos a la cabeza… ¡Qué fuerte, lo había olvidado!
-Perdona tío, pero se me había ido el santo al cielo -alegué pretendiendo dispensarme.
Mi amigo tenía razón. Unos meses antes, alguien me comentó que los de CONS acababan de fundar una empresa cooperativa de vigilancia. La intención era justa: Facilitar una salida laboral a sus afiliados. Lo que arrancó siendo un rumor, uno más de tantos, ultimó materializándose en un proyecto en 1985.
De eso hacía escasamente un año y, salvo pequeños comentarios de calle, de poco más estaba al corriente. Realmente creía que esa idea sucumbió al poco de nacer… ¡Erré!
-¿Cómo se llama la compañía?
-¿Lo preguntas en serio? -soltó Aníbal-. Encájate este nombre en la cabeza, porque lo haremos famoso: Levantina de Seguridad.
-¡Pues anda, que menuda denominación más horrible le habéis puesto! ¿No quedaban otros títulos, digamos, más fachas? No sé, tratándose de vosotros…
Mi colega sonrió y añadió en tono mordaz:
-La verdad es que al principio contemplamos bautizarla: <> o <>, pero la idea no cristalizó. No deseábamos levantar velas con un nombre de perdedores…
Reí la ocurrencia mientras nos introducíamos en el almacén con la intención de ojear publicaciones que pudieran interesarme. Después de elegir varias, Aníbal resucitó el diálogo anterior:
-Aquí no negamos lo que somos: la designación de la empresa es lo de menos, todo el mundo sabe lo que representamos; además, no hace falta ser muy listo para advertir que el uniforme de Levantina de Seguridad recurre a prendas como la camisa azul falangista, en invierno, y la negra fascista, en verano. No nos ocultamos de nadie.
-¡Vale! ¡Vale! No te mosquees, que sabes que lo digo de cachondeo -agregué.
El camarada decidió correr un tupido velo y reinició otro asunto.
-José Luis Roberto es un genio, ¿sabes? -lanzó a bocajarro-. Los que no le conocen dicen que si es un esto o un aquello, pero todo lo que cuentan son mentiras y chismes de viejas. Es una persona hecha a sí misma. Salvando distancias, es … ¡un nuevo Ramiro Ledesma!
Mi espontánea mueca de extrañeza lo expresó todo. Mi amigo se percató de la circunstancia y aclaró:
-Creo que no me he explicado bien. José Luis, al igual que Ramiro en su día, es un autodidacta. Toda su infancia la pasó en un pequeño pueblo de la provincia; cuando vino a Valencia, se formó en el Magisterio y, al concluir la carrera, dio clases a los niños en el colegio de una pequeña aldea. Paralelamente, refundo el sindicato CONS, que estaba abandonado desde la posguerra, y comenzó su labor política con mítines y publicando cuadernos doctrinales de formación nacionalsindicalista. Luego realizó un montón de cursos para ampliar sus estudios y, hoy en día, es el único que perdura de todos los líderes del mundillo. ¡Ojo! ¡Tiene poco más de treinta años y es una persona que hace lo que haga falta por sus camaradas!
-Todo eso está muy bien, pero no creo que Ramiro Ledesma delatara a los suyos a la policía con tal de salvar el culo -agregué.
-¿Y te han dicho que eso lo hace José Luis? Pues di de mi parte al que te lo haya comentado que es mentira.
Opté por cambiar de conversación, no quise explicarle que José Luis, en persona, amenazó con entregarme a los de la brigada de información cuando el asunto del fotógrafo de El Levante. Intenté quitar hierro al asunto:
-Quizá tengas razón en que la gente tiende a exagerar un poco.
-Sobre este tema, <> no… ¡Seguro! Te digo más, la fórmula del sindicato en cuanto a crear una empresa en la que todos los trabajadores seamos socios a partes iguales es algo innovador y ha hecho que cerraran las boquitas todos los que acusaban a Roberto de utilizar la política para enriquecerse. Él es uno más.
-¿Y cómo funciona el negocio? ¿Tenéis mucho trabajo? -consulté.
-Pues como todo cuando empieza, no tan rápido como quisiéramos, pero bien. Al menos hemos conseguido dar un empleo digno a los camaradas, aunque casi todos los clientes que tenemos en la actualidad son pubs y discotecas. Roberto es listo, ha volcado sus ofertas en unos sectores que están subiendo como la espuma, que precisan de seguridad y, a la vez, nadie quiere cubrir. Además, está dando una comisión a todos aquellos que le proporcionan servicios.
-¿Qué comisión? -indagué.
-El 10 por ciento el primer mes y luego el 5 por ciento hasta un máximo de doce meses… ¡Y paga en billetes contantes y sonantes! ¡No está mal!
-¿Y no teméis que si esto funciona bien Roberto os haga la púa? -sondeé.
-¡Qué dices tío! ¡Cómo se nota que no le conoces! Algo así es impensable. ¿Has oído hablar del Fondo Social?
-Pues… la verdad… no -expresé-. ¿De qué se trata?
-Te lo voy a explicar. Todos los meses Levantina de Seguridad retiene un 12 por ciento de la totalidad de los salarios brutos; ese dinero va destinado a una reserva que nos permitirá, en el futuro, crear nuevas empresas, de las cuales seremos propietarios los trabajadores. Esa idea es de Roberto y supone algo revolucionario, porque nos convierte, a la vez, en empleados y futuros empresarios.
-Vale, muy bien… ¿Y quien controla todo ese capital? -interpelé.
-¡Hombre! Eso lo dirige Vicente… Pero es incapaz de tocar un duro -atajó adivinando mis intenciones.
-Vale… Vale… Yo sólo digo que tengáis cabeza.
-Esos fondos son intocables si no estamos conformes todos los cooperativistas -contempló Aníbal.
-Otra cuestión… Si por una de esas un vigilante abandona la compañía, ¿recupera el peculio que le han retenido?
-Joder, tío… ¡No sé! Todavía no se ha dado el caso. Ten en cuenta que somos un negocio tipo familiar. Lo que tenemos clarísimo es que Roberto jamás nos tomará el pelo.
Me hubiera gustado haber podido grabar esa conversación y las que en su día tuve con la gente del FSJ, en relación con estos asuntos. Pocos años después, y conforme fue creciendo Levantina de Seguridad, José Luis Roberto fue expulsando a todos y cada uno de los militantes del sindicato; de esta forma, iba despachándolos igualmente de sus teóricas participaciones en la empresa y, de paso, apropiándose del patrimonio retenido e incrementando el suyo. Ni uno solo de los afiliados a las juventudes de entonces piensa actualmente en Roberto como un patriota revolucionario.
¡Cuántos ex camaradas no han tenido la misma oportunidad que yo para que sus voces fueran oídas? ¿Cuántos ex guardias de Levantina de Seguridad esperan en silencio que alguien les de la oportunidad de contar sus historias? ¿Cuántos cientos de testigos anónimos de tantos y tan turbios asuntos están aguardando que alguien dé el pistoletazo de salida para gritar por primera vez todo lo que han visto y oído cuando aún eran parte de la familia de Levantina de Seguridad? Tal vez, a mí se me haya dado la oportunidad de tirar la primera pieza del dominó.
Proseguíamos la charla cuando el Botella reapareció y, dirigiéndose hacia mí, pregonó a voz en grito mientras me exponía un revólver del 38 especial:
-¡Oye tío! ¿Has visto la <> con la que se mató la hermana de José Luis?
Al percibirle recordé un lamentable suceso ocurrido poco antes en esa misma casa. La protagonista del mismo fue la única hermana del jefe. La joven, hundida por haber roto con su pareja, entró en el local, agarró el arma de un vigilante y se disparó en la sien en el cuarto de baño. Este acontecimiento supuso un duro golpe para Roberto. Al poco tiempo, el ex novio recibió una brutal paliza.
-¡Por favor, quita eso de mi vista! Entiende que no es algo agradable de ver. ¡Pobre chica! -exclamé.
-Perdona, tío. ¡No sabía que eras tan delicado! -emitió el Botella guardando el arma en una pequeña caja fuerte situada en el pasillo.
-Oye, Aníbal, tengo que marcharme. Muchísimas gracias por todo y cuidaos mucho. Espero que nos veamos pronto.
-¿Ya te vas? -moduló extrañado el fornido jefe del FSJ-. ¿Te ha molestado la ocurrencia del Botella?
-¡Para nada! Qué va… ¡Es un buen tipo! No, sencillamente, tengo cosas que hacer y ya llevo mucho tiempo aquí. ¡Nos vemos en Pamplonicas el sábado! ¿Conformes?
-Vale, ¡hombre! Si te quedases un poco más, te presentaría a A.M. Debe de estar a punto de llegar…
-¿Y quien es ése? -indagué intrigado.
-Debes conocerlo de vista de los tiempos de Fuerza Nueva, solía ir con los del PENS.
-¿Y qué pasa con él? -volví a sondear.
-Nada… simplemente es la estrella de Levantina de Seguridad. Es un tipo que no cabe por esa puerta -indicó Aníbal apuntando con el índice hacia un gran portón cercano-. Todos aquellos servicios que suponen riesgo se los designan a él. ¡Es un especialista en <> discotecas! ¡Deberías verlo!
-¡Sí, tío! ¡Parece <>! -matizó el Botella.
-¡No será tanto! -insinué.
-No es que no sea tanto… ¡Es más! -arguyó otro de los militantes acercándose a nuestro corrillo.
Ciertamente, aunque entonces no lo conocía, pocas semanas más tarde me presentaron al gran ídolo de Levantina de Seguridad y, sin duda, uno de los <> de la misma.
A. M. formaba una dualidad perfecta con Roberto. El primero era rudo, fuerte y valiente, o puede que más que bravo fuera temerario, no lo sé; gozaba de una constitución física envidiable, incluso para un experimentado culturista. Todo ello, unido a su tremenda potencia muscular y al gran coraje del que hacía gala, generaba una máquina de combate casi perfecta.
La dualidad óptima la conformaba el propio Roberto, quien añadía a esa potencia impresionante su gran inteligencia. Dicha fusión daba como resultado una fuerza de choque <> verdaderamente asombrosa.
A. M. era el <> de José Luis y siempre que en algún servicio surgía alguna clase de contrariedad, su sola presencia servía para apaciguar los ánimos. Pocos osaban provocar a aquel gigantón que, cubierto con el sobrio uniforme de Levantina de Seguridad, velaba por la tranquilidad de las tareas que le encomendaban. A lo largo de años, destinó miles de horas a esos menesteres y, con su aplomo, favoreció a extender la <> de la empresa e indudablemente al espectacular ascenso de la misma en un sector bastante saturado. En decenas de ocasiones se jugó la vida amparando a clientes, con su propio cuerpo, de agresiones con cuchillos, navajas e incluso, en algún momento, con armas de fuego; se engaña quien piense que obró así por un puñado de pesetas: lo hizo por aquello que creía simbolizaba su uniforme y por los emblemas que portaba en el mismo.
Aquella tarde el tiempo pasaba en la sede de CONS. Después de despedirme de mis amigos con un <<¡arriba España!>>, salí a la calle adonde retorné a mis actividades normales. Atrás quedaban las oficinas de la naciente Levantina de Seguridad, donde estaba convencido de que nunca regresaría…
-¡Juanma! ¡Oye, Juanma!
Las palabras de Sonia me hicieron retornar de mis memorias y volví a verme sentado en una silla del hall del piso de la Gran Vía.
-Sí… perdona, ¿decías algo? -logré balbucir.
-Roberto ha concluido la reunión. Dice que pases.
Me levanté y accedí a su despacho, donde unos amplios ventanales que daban directamente a la avenida lo invadían de diáfana luz natural. Las paredes estaban cubiertas con láminas representando a parejas de la Guardia Civil en diferentes situaciones cotidianas: con capote bajo la lluvia, socorriendo en un accidente de tráfico, saludando marcialmente a un superior. Varios títulos académicos colgaban ordenados de los tabiques: título de Magisterio, de jefe de seguridad, de diversos cursos relacionados con la vigilancia… y, evidentemente, un retrato de Ramiro Ledesma Ramos en su plenitud juvenil. Sobre el escritorio, multitud de papeles y, posando en unas pequeñas peanas metálicas, la bandera española con el águila junto a la falangista. Detrás de su mesa, colocada en un enorme mástil, otra enseña nacional con el escudo preconstitucional, esta vez bordada sobre raso; junto a la misma, en un rincón, una arcaica caja fuerte reposaba sobre el suelo.
José Luis Roberto se levantó de su sillón y, mirándome fijamente a los ojos, me tendió la mano.
-Buenas tardes, J. M. -saludó-. Es así como te llama la gente, ¿no?
-Sí, así es como me conocen en el mundillo -afirmé mientras le devolvía el apretón.
-Siéntate, por favor, y disculpa la espera, estaba despachando con Chimo, ¿lo conoces? -añadió señalando a un hombre de unos cuarenta, con barba de algunos días, aspecto fuerte y un poco de barriga cervecera-. Chimo es el inspector jefe de Levantina de Seguridad y estuvo en Falange antes de ingresar en CONS… ¿Igual os conocíais?
-Quizá, de vista… -expliqué, mientras me incorporaba para ofrecerle la mano.
-Encantado -dijo Chimo devolviéndome el saludo.
-Bueno… -continuó Roberto-. Te he llamado por dos motivos: el primero para agradecerte tu actitud con el compañero de Escape, creo que ya os habíais tratado con anterioridad…
-Sí, hicimos la mili juntos.
-¡Ah! ¡Muy bien, muy bien! Ahí suelen hacerse los mejores amigos.
-Sí, eso dicen, que de la mili y de la cárcel surgen las grandes amistades… -solté, repitiendo lo que había escuchado en múltiples ocasiones.
-Efectivamente, así es -atajó José Luis-. Bueno, en relación con ese punto te reitero nuestro agradecimiento y mi ofrecimiento por si precisas algo, pero la realidad es que no te he citado únicamente por eso. Verás, supongo que estarás al tanto de casi todo lo relacionado con Levantina de Seguridad.
Asentí con la cabeza.
-Pues sabrás que este proyecto surgió en forma de cooperativa para satisfacer la demanda de empleo de nuestra militancia y, de hecho, ha resultado ser un rotundo éxito. Pero ahora vamos a ir a más y precisamos gente para cubrir servicios.
-Sí, lo que ocurre es que no tengo el título de vigilante jurado -interrumpí.
-Eso ya lo trataremos luego, en principio no es problema… Bueno, prosigo, te decía que la empresa está creciendo a un paso mucho más rápido del que nosotros mismos sospechábamos, de hecho, estamos cogiendo clientes como Lladró, que nos aportan bastante prestigio. Todo esto no es casual, es más, me atrevería a decir que lo que nos hace ascender es que somos diferentes al resto de las compañías del sector. Quizá te preguntes en qué radica esa diferencia, voy a tratar de explicártelo: en Levantina de Seguridad no vemos a los trabajadores como simples peones de un sistema económico capitalista, para nosotros son la verdadera columna vertebral de la empresa y parte integrante de una <>.
>>En las demás compañías, la relación empresario-vigilante es muy simple: el trabajador realiza sus horas legales, finaliza, se va a casa y punto; aquí es distinto porque los trabajadores forman parte de un todo y cuando acaban sus servicios siguen estando en ese todo con los derechos y deberes que ello implica. ¿Qué tipo de derechos, te estarás preguntando? Por ejemplo, a solicitar ayuda a la <> siempre que surja un problema. Aquí huimos de la individualidad y buscamos el apoyo del grupo. Otro derecho indiscutible que garantizamos es el de obtener un salario digno; si tienes amigos en otras empresas de seguridad sabrás que hacen la jornada estipulada y punto, con lo cual ganan lo que contempla el convenio nacional, es decir, cuatro duros. Éstos son los derechos, pero ahora toca referirme a los deberes. Como te he explicado, el principio que rige a todo camarada de Levantina de Seguridad es la integración en una <>, y esa <> exige a sus miembros varias cosas elementales: honradez, entrega, compromiso y sacrificio personal en beneficio de la colectividad que conforma esta gran hermandad. El acuerdo entre los componentes de la empresa y la dirección de la misma radica en que la vinculación de los trabajadores es constante, es decir, cuando se van a casa siguen ligados a la <> que puede requerir sus servicios en cualquier momento y, del mismo modo, los integrantes de Levantina de Seguridad pueden exigir ayuda por medio de la jefatura de la empresa… ¿Te ha quedado todo claro?
-¡Hombre, José Luis! A grandes rasgos creo que sí… ¿Pero existen ventajas reales en relación con el salario?
-¡Sin duda! -afirmó-. Ten en cuenta que tenemos un convenio distinto al nacional: aquí se paga a la gente por horas, y tienen distinto precio las de servicios especiales, como discotecas y pubs, que las normales. Hemos calculado que un empleado de Levantina de Seguridad, trabajando unas doscientas horas mensuales y realizando una cuarta parte de ese total en servicios de hostelería, gana un 20 por ciento más que un vigilante de Prosegur.
-Y eso que has dicho de que en cualquier momento pueden avisarme de la empresa… ¿Significa que no se respetarían los días que me corresponda librar? -interpelé.
-Sí, aunque en la realidad no suele ocurrir casi nunca. Ten en cuenta que lo mismo le sucede a la Guardia Civil; cuando finalizan sus turnos continúan siendo agentes de la autoridad y pueden ser requeridos por sus mandos si la ocasión lo demanda. El espíritu que debe impregnar a todos los integrantes de la gran <> debe ser el espíritu legionario. ¿Sabes cual es el grito de la legión, no?
-Sí, lo conozco -aseguré.
-Pues en Levantina de Seguridad hacemos nuestro ese grito de <<¡a mí la legión!>>, y ya sabes que al escuchar esta llamada <>. ¿Te ha quedado el asunto claro? -reiteró.
-Sí, está clarísimo. Una pregunta: he oído que se retiene un tanto por ciento de cada salario…
-El fondo social…
-Si, creo que es eso… ¿De qué se trata exactamente?
-Vamos a ver, te lo voy a explicar. En todos los salarios, incluyendo el mío, se retiene un 12 por ciento del total bruto. Ese dinero va a formar parte de lo que hemos dado en llamar <>; te preguntarás… ¿dónde va a parar ese dinero? Pues bien, ese capital no va a ningún sitio, se ahorra para invertir en la creación de nuevas empresas que pasarán a ser propiedad de todos los empleados de Levantina de Seguridad. Por el momento no hay mucho reunido, pero anualmente especificamos a qué se ha destinado y la cantidad que queda. Si todo va como hasta ahora, en breve comenzaremos a invertirlo y ya se informará dónde. Ese capital lo controla una junta formada por miembros de Levantina de Seguridad que se reúne mensualmente para contemplar la cuenta de resultados y valorar posibles inversiones.
-Bien, José Luis, ¿y porqué me explicas todo esto? ¿Qué quieres exactamente que haga? Ya te he dicho que no tengo título de vigilante.
-He querido hablar contigo para explicarte que uno de los proyectos aprobados por la junta del fondo social es la creación de una nueva empresa denominada Levantina de Servicios Generales; la misma se encargará de realizar servicios de control. Evidentemente, no seréis vigilantes y no podréis portar revólver y placa, pero la ley es un poco ambigua en relación con el uso de la defensa y de los grilletes, con lo cual, en un principio, se os proporcionarán. Los salarios no son tan altos como el de los vigilantes, pero no están mal, se puede vivir con ese sueldo.
-¿A cuánto ascienden los honorarios? -me interesé.
-No hay un jornal mensual estipulado, eso depende de las horas que realices, pero calculo que haciendo unas doscientas horas mensuales…
Observé como cogía una calculadora y se ponía a teclear. Pasados unos segundos me miró y dijo:
-Unas ochenta y cinco mil pesetas, más o menos… ¡Claro, que si realizas servicios de discoteca, podrías ganar unas veinte o treinta mil pesetas más!
-¿A esa cantidad tengo que descontarle el 12 por ciento?
-No, es el importe neto -aclaró José Luis.
-¿Cuándo firmaría el contrato?
-En principio, no habría. Aquí somos hombres y nos guiamos en el valor de la palabra… y yo te doy la mía que cumpliré lo acordado al igual que espero la tuya de que harás lo mismo. Antes te he hablado de sacrificio… Levantina de Seguridad realiza un fuerte esfuerzo al pagar unos sueldos superiores a los que os corresponden por convenio. Si a eso le añadimos los costes que supone la seguridad social, tendríamos que cerrar y dedicarnos a pastorear vacas. Estamos comenzando y, por ahora, resulta imposible mantener esos salarios junto con el gasto de la seguridad social. Más adelante, ya veremos. No obstante, si te urge podríamos descontar del total de tu paga la parte correspondiente a las cuotas de la seguridad social, aun así ganarías un buen pico. Tú decides.
-Bueno, en principio, vale. De todas formas, si te parece, ya trataremos este asunto más adelante. Sólo me interesa cotizar para poder cobrar del paro si me quedase sin empleo.
-Si respondes bien, siempre tendrás trabajo. Nosotros nunca dejamos en la estacada a los camaradas que se lo merecen. Pero insisto, si más hacia delante quieres que te aseguremos, lo hablas con Manolo, el jefe de personal, y llegaréis a algún tipo de acuerdo. Creo que en el fondo social existen un tipo de ayudas para quienes se queden sin empleo, tendré que verlo… ¡Ah! No puedo presentarte a Manolo porque ha tenido que salir, igual te has cruzado con él cuando entrabas, es un hombre de mi edad, moreno, con mucho fijador y bigote tipo franquista… ¡Seguro que debes conocerlo!
-Sí, creo que sé quien dices.
Esa misma semana tuve la oportunidad de conocer a Manolo, que trabajaba para Levantina de Seguridad. Lo recordaba de haberlo visto en algún mitin tiempo atrás, aunque jamás había hablado con él. Con el tiempo, me sacaría de más de un apuro en los juicios que tuve que soportar como vigilante de la <>.
-¿Y cuándo comenzaría a trabajar? -consulté a José Luis.
-Tan pronto Chimo te dé el vale de uniformidad, podrás empezar… ¿Vale? ¿Entonces conforme?
No tenía mucho que pensar. Las jornadas anteriores a mi encuentro estuve haciendo cuentas y entre lo de Mercavalencia y el pub sacaba unas veinticinco mil pesetas limpias a la semana… y con eso iba muy ajustado. De hecho, tampoco eran empleos fijos y en el muelle había semanas que no paraba y, sin embargo, otras en que apenas había un poco de faena.
Levantina de Seguridad no suponía el sueño de mi vida, pero sí una solución estable momentánea.
-Por mi parte también estoy conforme.
-¡Vale, perfecto! Pues… ¡bienvenido a la <>! Esta noche voy a cenar al bar de un camarada, ¿te apetece venir? ¡Yo invito! -anunció, mi desde ya, jefe.
-De acuerdo, Pero la próxima vez pago yo.
-Bien y así celebrarás tu primer sueldo.
Salí de su despacho radiante de satisfacción, creía que podía haber estado equivocado con respecto a él. Pedí permiso a Sonia para usar el teléfono y llamé a mi casa para darle a mi familia la buena noticia. En ese instante inauguré un nuevo ciclo de mi vida que se alargaría diez años y que, sin duda, afectó al resto.

-Por favor, fírmame aquí J. M. -dijo Sonia, mientras me entregaba una hoja en blanco con el sello de la empresa.
Leí por encima el papel que me alargaba, en el cual decía:

Don -----------------------------------------------------------------------, mayor de edad, con DNI.: ------------------------- y trabajador de <>,
Comunico a la dirección de la empresa mi decisión de causar BAJA VOLUNTARIA por motivos personales.
Igualmente admito haber percibido íntegramente de la misma la totalidad correspondiente al finiquito pendiente: salarios e indemnizaciones que pudieran corresponderme. Sin que quede nada que reclamar por este concepto.
En Valencia, a -------- de -------------------------- de -------------------
Fdo.: -----------------------------------------------------------------------

Una idea sobrevino a mi mente: <<¿Irían a despedirme? ¡Pero si llevaba menos de tres semanas trabajando!>>, pensé.
-Sonia… ¿Qué significa esto? ¿No están contentos conmigo?
-Ese papel no significa nada, todos los trabajadores lo han firmado; de todos modos, si tienes alguna duda puedes hablar con Chimo.
-¿Está en su despacho?
-Sí, ¿quieres que le diga que quieres hablar un minuto con él?
-Por favor.
La secretaria pulsó el interfono y comunicó al inspector que deseaba verlo urgentemente. No pude entender la contestación de la otra parte, que semejaban murmullos indescifrables.
-Dice que pases -anunció Sonia.
-Gracias.
Me dirigí a la estancia que aprovechaba Chimo como oficina y que estaba situada al final del pasillo, en el otro lado del piso. La puerta estaba entreabierta, toqué suavemente y pedí permiso para entrar.
-Pasa, pasa -indicó.
Detrás de una mesa antigua, infestada de montones de papeles, permanecía sentado el inspector jefe de Levantina de Seguridad; unas grandes ojeras marcaban su rostro, se le apreciaba agotado.
-¿Qué quieres? -inquirió mientras levantaba la vista del escritorio.
-Verás… es que… cuando he venido para cobrar el primer mes de trabajo… Sonia me ha dado un papel para firmar donde decía no se qué… de que causaba baja voluntaria en la empresa… -solté atropelladamente.
-¿Y? -emitió arqueando extrañado las cejas.
-Quería saber si estabais descontentos conmigo por algo.
-¿Y eso? -repitió.
-Pues por lo de la hoja esa que me habéis dado para firmar.
-Vamos a ver… ¿No te dijo José Luis lo del finiquito en blanco?
-¿El qué? -pregunté confuso.
-Te explico -respondió secamente-. Es norma de la empresa que todos los empleados firmen un documento en blanco, como prueba de que han cobrado todo el finiquito y no existen deudas pendientes por nuestra parte. Lo hacemos para evitar que algún traidor pretenda denunciarnos… Ya sabes que hijos de puta hay en todas partes.
-Sí… supongo…
-No te preocupes, que no es nada personal. Además, llevas muy poco tiempo y, por el momento, estás cumpliendo correctamente. Es sólo una medida para evitar que alguien intente joder a Levantina de Seguridad; aquí no se engaña a nadie y a cada uno se os ha explicado como está el tema… ¿Ya te ha dado Sonia el talón?
-No, todavía no.
-Venga, pues firma ese finiquito y que te paguen el mes. Y no te preocupes, José Luis es hombre de palabra y aseguró que si cumples tu compromiso, él cumplirá el suyo. ¿Deseas algo más?
-No. Sólo era eso.
Salí de la estancia y acudí donde la empleada para firmar el folio en blanco. Posteriormente me tendió un cheque con el matasellos de CONS, donde venía el importe de mi primer sueldo: cuarenta y dos mil pesetas. No percibí mucho, realmente tampoco trabajé demasiado. Estaba comenzando y me advirtieron que los dos primeros meses eran los peores, tenía que esperar a que me designaran un servicio fijo para ganar más. Sólo consistía en aguantar un tiempo.
Transcurrieron las semanas y se cumplieron mis expectativas. En el plazo previsto fui destinado a un puesto que me permitió obtener lo esperado. A los pocos meses sacaba, limpias de polvo y paja, una media de ciento cuarenta mil pesetas. Con ese salario suponía que tendría más que suficiente para disfrutar de una calidad de vida envidiable; a partir de ahora podría permitirme cumplir ciertos deseos: viajar, volver a salir con los amigos e incluso comprarme buena ropa y algún capricho, pero nada de todo eso ocurrió.
Creo que he olvidado mencionar que para ganar ese jornal me tocaba trabajar absolutamente todos los días del año, de lunes a domingo, sin excepción. No pienses, amigo lector, que durante el veraneo podría disfrutar de lo ahorrado, porque en Levantina de Seguridad… ¡no existían las vacaciones estivales! ¡Ni las de navidad! ¡Ni las de Semana Santa! ¡Ni…!
Efectivamente, se vivía exclusivamente para trabajar. Y, créeme, al principio no me importaba demasiado. En la <> todo estaba milimétricamente calculado para que viéramos lo inexplicable como algo normal.
Semanalmente nos entregaban una <> de papel donde venían especificados los días y horas que nos tocaba servicio. Esas notas podían ser modificadas y, de hecho, siempre ocurría.
No podíamos hacer ningún plan, ni quedar con la novia o con los amigos… ni, sencillamente, acudir al cine. La <> exigía que acudieses en cualquier momento y hora a donde faltase algún compañero; si nos negábamos, simplemente nos sancionaban y a la tercera falta… ¡Despedidos! E indiscutiblemente, sin derecho a ninguna clase de indemnización.
Sé que muchos se preguntarán: ¿cómo puede ser posible que existan personas trabajando en una empresa de seguridad española, de sol a sol, sin cotizar en la seguridad social, sin derecho a pagas extraordinarias ni vacaciones, y encima estén satisfechos?
La respuesta es sencilla, la <> estaba, o quizá siga estándolo, estructurada como una secta. Y, cómo en las mismas, sus integrantes no éramos conscientes de ello.

José Luis Roberto Navarro
Jefe de Seguridad.
Abogado, psicólogo, pedagogo, profesor titulado de EGB.

Así rezaba la tarjeta que entregaba a sus visitas. Evidentemente, él personificaba al líder supremo de <>. Disponía de todos los ingredientes para resultar un personaje de cómic siniestro; podría haber sido una ridícula caricatura de Goscinny y Uderzo o un típico protagonista de cualquier historieta de <> de Kim, pero sus malvados actos lo convirtieron en un sujeto peligroso que parecía tolerado por las más altas instancias. ¿Exagero? Estate atento y verás…
El omnipresente <> de la <>, como líder de una hermandad forzosa, distribuía sus mandatos por medio de la circular mensual que acompañaba al cheque con la paga. En la misma, indicaba las directrices a seguir. Estas normas eran muy simples y de obligado cumplimiento:
Por lo menos una vez a la semana teníamos que pasar forzosamente por la empresa para recibir consignas que no podían tratarse por teléfono.
Al finalizar nuestro servicio, nos obligaban a acudir de refuerzo a los de mayor riesgo sin cobrar nada a cambio… únicamente el agradecimiento de <>.
Debíamos estar localizables las 24 horas del día, algo complicado en unos tiempos sin móviles.
Todos los empleados, teníamos, obligatoriamente, que afiliarnos a CONS y pagar las cuotas correspondientes.
Igualmente, teníamos que asistir, sin excusa alguna, a los actos que el sindicato organizara. Sólo estaban excusados los trabajadores que cumplieran servicio.
La <> valoraría positivamente, incluso para posibles ascensos en Levantina de Seguridad, a los empleados que más público aportaran a los actos políticos.
Quedaba rigurosamente prohibido y considerado como sanción muy grave hablar de las normas internas de la <> a personas ajenas a la misma, incluso a nuestros propios familiares. Incumplirlo suponía el despido inmediato, además de posibles represalias.
Estaba totalmente vedado, bajo riesgo de despido, afiliarse a sindicatos distintos a CONS. (Posteriormente, y debido a que algunos vigilantes decidieron desafiar a Roberto e inscribirse en CC.OO., se obligó al personal a afiliarse al Sindicato Independiente de la Comunidad Valenciana, en el cual yo mismo fui designado como miembro del comité de empresa después de unas elecciones fraudulentas, cosa curiosa porque ni siquiera me había presentado en ninguna candidatura, ni sabía de su existencia.)
Podría continuar con cientos y cientos de instrucciones semejantes, pero supongo que sería más de lo mismo. Esto podría haber quedado como un cúmulo de simples anécdotas, pero las trágicas consecuencias que sufrieron los que osaron retar a la <> bien merecen interés más adelante…
La vida en la <> era como la pescadilla que se muerde la cola.
Sin asegurar ni cotizar, trabajábamos en Levantina de Seguridad una media de 250-400 horas mensuales. Al finalizar nuestro destino acudíamos gratuitamente a reforzar los más arriesgados, con lo cual seguíamos metidos en el entorno. Y si por una de ésas algún día gozábamos de fiesta, tocaba acudir a los eventos de CONS, muy frecuentes en esas fechas. Cuando llegaba la hora de valorar los últimos meses, sólo tenías recuerdos de la gente con la que trabajabas y con los que compartías casi todos los momentos. El resto: familia, amigos, etc., quedaban relegados en el cajón de los olvidos.
No todo fue malo: entre mis colegas encontré a algunos que más tarde serían amigos de verdad, personas honradas que demandaban sacar adelante dignamente a su familia.
Por otra parte, ganábamos bastante más que los vigilantes de otras empresas y eso enganchaba. No nos fijábamos en la precariedad laboral, ni en el hecho de que el no cotizar repercutiría en nuestro futuro. La <> se encargaba de quitarnos esos pensamientos de la cabeza y de tenernos bien amarrados para que no pudiéramos levantar el vuelo por nosotros mismos. El procedimiento era ingenuo, aunque efectivo: consistía en denostar continuamente al resto de empresas del sector… y picábamos.
En las comunicaciones mensuales insistían en la debilidad de las otras compañías de seguridad y en la inestabilidad laboral que representaban:

En esas empresas no seréis tratados como aquí; para ellos sólo seréis un número… Es el capitalismo salvaje donde las personas pasan a ser esclavos de un sistema económico opresor… No os van a garantizar el futuro, a la mínima de cambio os despedirán y os quedaréis en la calle sin nada… Ignoran el significado de lo que es una <>; en esas firmas no escucharan vuestros problemas, trabajaréis lo que dicte el convenio y ganaréis lo mínimo sin posibilidad de hacer horas extras para redondear el mes… ¿Recordáis a Menganito? Él se dejó embaucar por los traidores que no soportan que una entidad independiente como la nuestra les arrebate el mercado… ¡Pues bien! ¡Menganito ha vuelto a la <>! ¡Preguntadle a él qué piensa de las demás corporaciones de seguridad! Lo trataron como a uno más y cuando finalizó el contrato lo mandaron derechito a su casa… ¿Conocéis algún caso similar en Levantina de Seguridad? ¿Sabéis de alguien que haya sido injustamente apartado de la <>? No os dejéis embaucar… ¡Mejor que aquí, en ningún sitio! ¡Ningún otro vigilante tiene el apoyo y el salario que lográis con nosotros!

De todas formas, no nos daban la posibilidad de comprobar si lo que señalaban era verdad; al ritmo de trabajo con que nos desenvolvíamos, resultaba imposible acceder al mundo exterior. Vivíamos en un ámbito diferente al resto de los mortales.
Pero si todo eso fallaba y buscábamos escapar de ese pequeño universo de traidores y <>, aún quedaba otro escollo que salvar: los juicios.
Las interminables jornadas laborales en Levantina de Seguridad y los servicios de apoyo que realizábamos se cobraban un precio especial en forma de los múltiples procesos legales en los que nos veíamos involucrados. En la mayoría de los casos, acudíamos como simples testigos o denunciantes, pero, indudablemente, en muchos momentos éramos nosotros los denunciados… y eso suponía muchos quebraderos de cabeza.
Al líder le gustaba meternos en líos... ¡Y algunos gordos! A principios de 1989 recibí mi bautismo guerrillero como miembro de este grupo; el asunto no llegó a mayores, pero las consecuencias podían haber sido trágicas.
La historia se gestó en una de las innumerables cenas que solíamos realizar en el bar de Mustafá, un militante del FSJ apodado así por haber pasado su infancia en el Sidi Ifni. Aquella noche, una docena de camaradas picoteábamos diversas tapas regadas con mucha cerveza; todos formábamos parte de la plantilla de Levantina de Seguridad y procedíamos de diversas organizaciones fachas. Roberto se encontraba pletórico e intentaba entonar alguna cancioncilla de las nuestras para caldear el ambiente. En un momento dado surgió el tema de los <>: que si somos los más atrevidos… que si tenemos más cojones que nadie… ¡En fin! ¡Las conversaciones habituales de siempre! Justo es decir que esos argumentos los tenía muy vistos y me aburrían bastante; sinceramente, no encontraba el momento de marcharme a dormir, pero siempre me dejaba liar.
Esa velada se complicó y entre el griterío de las coplillas que cantaban unos y el apasionado debate que mantenían otros… lo cierto es que alguien tuvo la feliz ocurrencia de sugerir colocar carteles contra la delincuencia en uno de los barrios más marginales de la zona: Las Malvinas, en Burjasot.
La idea contó con el beneplácito de Roberto, que, entusiasmado, mandó al Botella a la sede a por unos pasquines y un rollo de papel celo.
-¿Llevamos <>? -preguntó uno.
-¡No sería mala idea coger un trasto! -señaló José Luis.
Preguntó a los asistentes si alguno portaba una encima, pero no tuvo suerte.
-¡Joder! ¡Tanto fascista junto y no lleváis una puta pistola! ¡Así nos va! ¡Menuda mierda de fascio!
Dirigió la mirada hacia mí e interpeló:
-Tú vives por aquí cerca, ¿no?
-Sí, a un par de manzanas.
-¿Tienes algún arma sin papeles?
-Sí, un revólver de dos pulgadas.
-¿Un 38?
- Sí, un 38 especial.
-¿Está limpio?
-¡Claro!
-¿Puedes acercarte y cogerlo? No te preocupes, si pasa algo y te deshaces del mismo, te compro uno mejor.
-Ya, pero es que no me hace mucha gracia ir <>.
-Tú tráelo y yo me encargo.
Asentí y me acerqué a mi domicilio a buscarla; simultáneamente, mandaron a la empresa a otro a por unos botes de humo.
Serían las dos de la madrugada cuando llegamos al destino. Las calles permanecían desiertas y aparcamos en la plaza principal del barrio.
-No se siente un alma -dijo Rafa, un ex primera línea.
-Estos hijoputas están durmiendo -manifestó otro.
-Normal, tío… ¡Son las tantas! -matizó el Botella.
-Permaneced unidos y a la vista… ¡A ver! ¡Empezad a poner los carteles en esas fachadas! -indicó José Luis, señalando una finca cercana.
En media hora estaba colocada la treintena de carteles de tamaño folio y en blanco y negro que, con el lacónico texto: <> y firmados por el FSJ, habíamos gastado.
Permanecimos observando los ventanales cercanos, pero ni una leve sombra aparecía en ellos.
-¡Es muy fuerte que vengamos adrede a Las Malvinas para colocar estos putos panfletos y ni Dios se haya dado cuenta! -dijo Rafa.
-Tienes razón… ¡Os aseguro que van a percatarse de nuestra presencia! ¡Vaya si la van a notar! -exteriorizó José Luis-. ¡Venga, acercaos todos que vamos a cantar el Cara al Sol!
La mayoría se arrimó, pero dos o tres permanecimos alejados; para algunos, ese himno simbolizaba mucho y no era una canción para corear en cualquier espacio, y menos por un grupo de embriagados. Por fortuna, no había bebido ni una gota de alcohol y sabía lo que me hacía.
Desde la distancia, prestamos atención al grupo de borrachos que, brazo en alto, berreaban las estrofas del cántico. Cuando cumplieron, José Luis marcó los gritos habituales y concluyó con un <<¡no a la delincuencia!>>, coreado por los <> de turno.
-¿Es qué tenéis miedo de cantar aquí? -profirió, a la vez que nos miraba.
Mirándolo de reojo, preferimos no responder a cuestión tan absurda.
Alguien exclamó desde un balcón:
-¡Gamberros! ¡Callaos ya o avisaremos a la policía!
-¡Quién ha dicho eso! ¿Quién es el cabrón que osa llamarnos la atención? -soltó empuñando el revólver y escudriñando como un poseso las fincas cercanas.
-¡Trae! ¡Trae! -dijo Rafa, arrebatándole el arma.
Seis estampidos rompieron la quietud de la noche. Algunas ventanas se cerraron súbitamente. Nuestro compañero disparaba al cielo, maldiciendo a los pobladores de esas viviendas. Roberto decretó retirada… ¡No sea que acudieran los maderos!
Los dos botes de humo, en medio de la plaza, marcaron el final de la historia.
Sin pérdida de tiempo salimos zumbando en los coches. A los pocos segundos, observamos a varios vehículos policiales y un par de camiones de bomberos adentrarse en el barrio y dirigirse al punto de donde partía la humareda. Pasaron a nuestro lado rugiendo motores, con los <> encendidos y sin percatarse de nosotros. Alguien los alertó.
Durante años oí relatar este episodio como si de la más osada hazaña se tratara. Probablemente, los testigos de éste y de otros actos similares, que aún permanezcan vinculados a Levantina de Seguridad, mantengan el temor a hablar. Pero en estos años son muchos los que dejaron la <>, por una u otra razón, y ellos, los libres del temor a represalias, serán mis testigos.
En esa ocasión, tuvimos la suerte de nuestro lado y el tema no trascendió; todo quedó convertido en una simple anécdota que narraba el absurdo valor de aquellos que osaron aventurarse en lo indómito.
Por una vez, la sangre no llegó al río y nadie nos rindió cuentas; de haber ocurrido, la maquinaria legal de José Luis Roberto se habría puesto en marcha.
En teoría, Levantina de Seguridad se responsabilizaba de todos los gastos que pudiera representar nuestra defensa en aquellos procedimientos originados por motivos de trabajo o en acciones ordenadas desde la jefatura: proporcionaba abogado, saldaba las posibles responsabilidades civiles o multas que se fallasen en las sentencias firmes… Pero si alguien abandonaba la <> con alguna causa pendiente, los gastos de la misma tocaba abonarlos al empleado disidente. He conocido a trabajadores con cien, doscientos e incluso bastantes más litigios; yo mismo tuve, en esa etapa, más de un centenar.
Las razones podían ser de lo más variadas. La mayoría de las denuncias se archivaban o quedaban reducidas a simples juicios de faltas. Los motivos eran tan dispares como prohibir a alguien la entrada en alguna sala por no calzar zapatos o expulsar a clientes con síntomas de embriaguez. Aunque de vez en cuando se liaban… ¡Y vaya si se liaban!
Personalmente, sólo fui condenado una vez, en un juicio de faltas, a tres días de arresto. Lo que me hastió es que me acusaron de una agresión leve en la que no tuve nada que ver, aunque el abogado ya me había confirmado de antemano que el pleito lo tenía perdido:
-No hace falta que prepare mucho esta defensa -advirtió Manolo-. Nos ha tocado de juez una hija de puta de mucho cuidado, sobre todo en lo referente a Levantina de Seguridad.
-Alguna solución tiene que haber… No es justo que me condenen por algo que no he hecho.
-Te aconsejo que te lo tomes con filosofía y pienses que son unas pequeñas vacaciones a cuenta de la empresa. Además, míralo desde este otro punto de vista… ¿En cuantos juicios te han absuelto aun siendo culpable? -preguntó el letrado.
-En alguno -reconocí.
-Seguramente en más de cinco y más de diez, ¿No? Pues esas veces la justicia falló y ahora volverá a errar, sólo que te meterán tres o cuatro días de arresto domiciliario. Esta jueza odia todo lo que tiene que ver con nosotros desde que un camarada le arreó una somanta de hostias a un amigo suyo delante de ella... Desde entonces, cuando le llega un vigilante de Levantina de Seguridad acusado de agresión, lo <>. ¿No harías tú lo mismo?
La verdad es que no sé cómo actuaría en las mismas circunstancias, pero entiendo que si obrara así, por lo menos sería consciente que estoy mancillando la toga y la ley.
No sería la última vez que trataría con esta jueza; más de diez años después de ese juicio, en junio de 2002, ordenó mi ingreso en prisión basándose en unas pruebas que cualquier otro juez no hubiera considerado más que indicios, como mucho, constitutivos de falta. Es curioso que con más de un centenar de pleitos practicados sólo fuera condenado en éste y, curiosamente, por quien más tarde me enchironaría…
Retomando el asunto principal, José Luis Roberto tenía un lema: <>. Éramos los más osados en un mundo de cobardes y eso implicaba que nos tocaba servir en lugares que ninguna otra empresa del sector quería aceptar.
En palabras de nuestro jefe, convenía que nos comportáramos como los más chulos, los más malos y los más valientes… ¡Así marcaríamos un estilo!
A principios de los noventa, la empresa creció impresionantemente; en cuestión de meses pasamos de una plantilla de cuarenta personas, casi todos a tiempo parcial, a más de un centenar… ¡Y subiendo!
En 1990 obtuve el título de vigilante jurado después de aprobar los exámenes que se realizaban bajo supervisión y control de la Policía Nacional y de la Guardia Civil. Me asignaron arma y placa, e ingresé de pleno en Levantina de Seguridad. Seguí trabajando como de costumbre: de lunes a jueves en urbanizaciones y polígonos industriales, fines de semana y festivos en discotecas; donde noté el cambio fue en el salario, de unas ciento cuarenta mil pesetas pasé a ganar unas doscientas mil al mes… ¡Eso sí! ¡Siempre dejándome los hígados!
Hasta entonces, lo mejor de todo, era el fuerte compañerismo reinante entre los empleados, que la dirección se encargaba de potenciar; pero cuando la firma prosperó, las normas variaron y se nos prohibió acudir a visitar a los compañeros en servicios de riesgo. Hasta ese momento nos sentíamos como una piña. Recuerdo la primera vez que fui requerido para ayudar a la <>. Era un domingo por la mañana cuando recibí una llamada telefónica en mi domicilio, se trataba de Chimo:
-J.M. Escucha con atención, esta tarde a las seis en punto tienes que estar en las oficinas… Acude de paisano, sin documentación de vigilante y no se te ocurra portar <>, ni defensa… ¿Entendido?
-Sí, está claro.
-¡Bueno, así quedamos! -se despidió el inspector.
Comuniqué a mi novia el contratiempo y pospuse mi cita con ella. A la hora prevista, acudí al local de la Gran Vía; en la calle, junto al portal, se agolpaban una treintena de compañeros. Nadie sabía el motivo de la llamada, aunque se creía importante. Chimo se excusaba con que José Luis no tardaría y nos lo explicaría.
En ese instante alguien gritó.
-¡Ahí está el jefe!
El Audi 90 de Roberto estacionó en la acera, a nuestro lado. Por la puerta del conductor bajó el líder y, dirigiéndose a Chimo, ordenó:
-¡Que suban a la sala de juntas y me esperen en silencio! Acudo en cinco minutos.
Ascendimos las escaleras y fuimos ocupando lugar en la estancia. El ambiente estaba crispado, no hay que olvidar que estábamos en domingo y muchos deseaban estar con los suyos en vez de jugar a ser mafiosillos. Por mi parte, tenía un sueño impresionante y más cuando pensaba que esa noche volvía a arrimar el hombro en un disco pub. Esperábamos que el motivo fuera importante y que todo acabara cuanto antes. Al poco rato, Roberto, con la cara desencajada, irrumpió en la habitación:
-¡Camaradas! -arengó-. Esta pasada madrugada el honor de la <> ha sido mancillado. Varios individuos han atacado gravemente a dos compañeros mientras realizaban servicio en Coliseum. Esta agresión es la primera que sufrimos y, os garantizo, va a ser la última. ¡Los responsables van a aprender la lección! ¡La gente debe saber que quien toca a uno de Levantina de Seguridad toca a todos y cada uno de sus miembros… y esas agresiones jamás quedarán impunes! Ahora vais a subir a vuestros coches, los estacionaréis lejos de la discoteca, e iremos en grupos de cuatro o cinco… Un compañero contempló ayer la <> y podrá identificar a los responsables. Tan pronto aparezcan, quiero que se lleven tal paliza que no los conozca ni la madre que los parió… ¿Entendido? ¡Viva Levantina de Seguridad! ¡Viva la <>! ¡Arriba España!
Un grupito de pelotas redomados respondieron emocionados a los vivas de José Luis, se sentían los elegidos para una misión trascendente; el resto nos mirábamos sin entender nada. Si sabían quiénes eran los autores… ¿por qué no los denunciaba y nos dejaba disfrutar el día en paz?
-¿A quién han pegado? -interpelé a un colega.
-Chimo me ha dicho que a Paco Cuesta y Antonio Burgos.
-¿Cómo están?
-Se encuentran en sus casas, tienen algún hematoma y creo que a Burgos le han roto un brazo.
Uniendo retazos desentrañamos lo acaecido. La noche anterior, dos vigilantes prestaban servicio en una conocida discoteca de la zona del marítimo, Coliseum; en un momento dado se armó una trifulca en la pista de baile entre dos grupos juveniles rivales y los de seguridad entraron a solucionar el problema. Cuando ambos profesionales procedían a sacar a uno de los responsables, el resto se abalanzó sobre ellos y, después de arrebatarles las porras, les acometieron con las mismas. Resultado: Cuesta llegó a perder el conocimiento y a Burgos le dislocaron un hombro. En este caso se trataba de buenos colegas y, además, muy tranquilos; de hecho, uno de ellos acudía por primera vez destinado a una discoteca.
Sin excepción, lamentamos el suceso, aunque no estábamos conformes con la vendetta… ya se sabe que… <>. Pero las órdenes eran incuestionables y marchamos al lugar; únicamente los jóvenes descerebrados de siempre mostraban júbilo por la circunstancia. ¿Cuántas veces he visto reflejados en titulares de prensa sobre la violencia de jóvenes skins o ultraderechistas a mis borregos compañeros de aquel día, dirigidos como marionetas desde la retaguardia por sus líderes particulares?
No tardamos mucho en estar en las puertas de la disco, que se hallaba abarrotada de chavales con los dieciocho recién cumplidos. Siguiendo instrucciones, nos apostamos por las cercanías en corrillos; pero nuestra presencia no resultaba disimulada para las pandillas de adolescentes que, conocedores de los incidentes pasados, cuchicheaban entre sí: <>.
La presencia de Roberto, de aquí para allá, dando órdenes a grito partido y recibiendo novedades, tampoco resultaba invisible. Pasaban las horas y ninguno hacía acto de presencia.
-Aquí no viene ni Dios -sentenció A. M.-. Ojalá digan de irnos… ¡Mira que hacerme perder una tarde para esto! ¡Si el mayor no tendrá ni veinte! Éste ha perdido la cabeza… ¡Tanta película por unos chiquillos! ¡Ché! ¡Míralo! ¡Va como una moto! ¿Qué os jugáis a que va hasta las cejas de coca? -matizó mientras señalaba a nuestro jefe, que, con los ojos desencajados, seguía caminando por la acera como un poseso.
-¡Chissst! Silencio… viene hacia aquí.
Roberto llegó hasta nosotros y con gesto adusto pidió que nos acercáramos.
-Los hijos de puta de ayer no han venido, supongo que se deben oler la tostada.
-Mira José Luis -dijo A.M.-, esta noche tengo servicio y dispongo del tiempo justo para llegar a casa, cambiarme e ir al trabajo… Creo que deberíamos marcharnos… ¡No hay color!
-Esperad cinco minutos y nos vamos… Chimo y Javi van a ir a por ese grupito -dijo señalando discretamente hacia unos chavalotes que tomaban una litrona junto a la puerta de la discoteca.
-¿Pero tienen algo que ver con los de la bulla? -preguntó un veterano compañero apodado el Sevillano.
-No… ¡Pero visten parecido! Deben ser colegas… -vaticinó Roberto emulando a Rappel.
-Esto no tiene sentido… -insistió el Sevillano-. Mejor que nos vayamos… y ya volveremos en otro momento.
-¿Y perder dos días en vez de uno? ¡De eso nada! ¡Hoy zanjamos el tema! -concluyó Roberto.
Con paso apresurado se alejó de nosotros y le ordenó a Chimo que iniciara el desquite. A. M. balbuceó en nuestros oídos:
-Retirémonos de aquí, no quiero tener nada que ver con esta chorrada. ¡Mira que ir a pegar a unos críos inocentes!
Nuestro grupo, formado por veteranos, se separó del resto mientras escuchábamos a nuestras espaldas gritos incitando a la venganza. Los sonidos de la calle se mezclaron con el ruido de los primeros tortazos. El desagravio acababa de iniciarse, la gente iba a saber cómo se las gastaban los de Levantina de Seguridad.
No acabamos de ver el final del combate, tampoco hacía falta ser un genio para vaticinar al ganador de tan desigual pelea. Aquella noche de 1990 se abrió una brecha interna que no cerraría nunca. Dichos sucesos significaron, para algunos vigilantes, la gota que colmaba el vaso de la paciencia. Por otra parte, los propietarios de la discoteca Coliseum, alarmados por el tumulto originado por quienes golpeaban indiscriminadamente a sus clientes, aun a pesar de cobrar precisamente para evitar eso, decidieron prescindir de la vigilancia de Levantina de Seguridad en futuras temporadas.
Sin importarle demasiado las consecuencias, José Luis Roberto se mostraba radiante. Tampoco era de extrañar: desde sus inicios empresariales la violencia se había convertido en la moneda de cambio habitual.
Se recurría a la intimidación y a la fuerza cuando algún cliente se negaba a abonar las facturas por los servicios prestados; o cuando algún local nocturno se empeñaba en no contratarnos porque no sufrían peleas… hasta que José Luis ordenaba a sus matones que las provocaran, para que esa excusa no sirviera; o cuando algún propietario sustituía el servicio de esta empresa por los de otra compañía menos complicada.
Al más burdo estilo mafioso, Roberto dictaminaba administrar su justicia en forma de palos. Muchos compañeros recuerdan las ocasiones en que entraron a saco en pubs a repartir leña entre clientes y empleados... y todo porque el dueño no tragaba con las pretensiones de la <>. ¡Ah! He olvidado mencionar que la vigilancia que implantaba Roberto, en lo que a locales de ocio se refiere, costaba más del doble que cualquier otra firma del sector.
En 1990, el jefe se sentía fuerte, los negocios le marchaban viento en popa; tenía que aprovechar la racha y nos sorprendió con una noticia que en pocos días llenó páginas y páginas de periódicos y que suponía el primer negocio donde, teóricamente, participaba el fondo social: ¡íbamos a fundar el primer pub nazi de España!
Lili Marleen tenía su emplazamiento en la calle de Salamanca, escasamente a un par de manzanas de la zona de Cánovas, donde decenas y decenas de pubs atraían cada fin de semana a miles de jóvenes. Pero esa breve distancia suponía la diferencia entre el éxito y el fracaso; a este lugar no acudía la gente: un centenar de metros lo separaba de la gloria.
Conocíamos a sus propietarios desde hacía tiempo; de hecho, M., ex militar, ex de Fuerza, impulsor de Juntas Españolas y actualmente uno de los dirigentes de Democracia Nacional, pertenecía a nuestro mundillo de siempre. Se comentaba que su relación con José Luis Roberto no pasaba por un buen momento, quizá por este motivo nos sorprendió el traspaso.
El otro socio de M. también resultaba siniestramente familiar. G. tenía la misma edad que el anterior, unos cuarenta por entonces y, como el otro, mostraba un fuerte corpachón moldeado con miles de horas de entrenamiento en el Forma-gym, uno de los gimnasios más elitistas de Valencia; poco más les unía.
M. pertenecía a buena familia y siempre estaba enfrascado en proyectos de negocios; por el contrario, su colega era uno de los más conocidos exponentes del hampa pura y dura.
Decían que no existía delito que no hubiera perpetrado: secuestros, robos, atracos, palizas, tráfico de coca, extorsión, proxenetismo, asesinatos… Para Roberto significaba un firme aliado, alguien que interesaba tener cerca por lo que pudiera pasar. Lili Marleen le servía a G. de tapadera, una excusa perfecta para justificar ingresos, por eso no le importaba demasiado que al local no concurriera casi nadie.
Esta transacción implicaba mucho para Roberto. Por un lado, culminaría sus sueños de líder fascista con un pub moldeado según sus gustos; por otra, le serviría para reforzar la alianza con los dos propietarios anteriores. De M. buscaba un apoyo para lograr ser admitido en los sectores cercanos a Democracia Nacional; de G. le interesaba todo, porque gente dispuesta a lo que sea por unas pesetas y encima intocable por la policía siempre resulta interesante.
La noche de la inauguración de Lili Marleen, esta vez en manos de la <>, se tradujo en un rotundo éxito.
El jefe no dejó un detalle a la improvisación: avisó a los medios, insertó anuncios en prensa y, por medio de circulares, invitó a todos los empleados de Levantina de Seguridad a acudir con sus familias y amigos. Las consumiciones corrían a cargo del fondo social.
Un par de cientos de personas llegaron atraídas por las copas gratis y otros (¡para qué negarlo!) …por la curiosidad.
El interior se hallaba decorado con retratos de León Degrelle, Rudolf Hess, Ramiro Ledesma y grandes banderas falangistas y nazis. Detrás del mostrador, en lugar preferente, una enorme fotografía de Adolf Hitler saludaba a los visitantes.
Durante la ceremonia de apertura se cantaron todos los himnos y canciones habidos y por haber. Se brindó por la restauración de la pena de muerte contra los etarras, por el Führer, por Levantina de Seguridad y por todos nosotros… ¡los verdaderos propietarios del negocio!
La velada finalizó a las tantas. A la mañana siguiente, los periódicos comentaron el inusual festejo y la ausencia total de incidentes. Pero éstos acaecieron y, como casi siempre, fueron absurdos…
Las manecillas marcaban las tres de la madrugada. Me sentía cansado y decidí marcharme a dormir. El intenso ajetreo de aquella jornada me había dejado baldado: acompañé a los periodistas durante su visita, descargué cajas de bebida y colaboré en los últimos retoques. El cansancio acumulado comenzaba a pasarme factura.
Hacía rato que casi todos los clientes habían marchado a sus casas; al otro día tocaba trabajar. En el interior, media docena de empleados de Levantina de Seguridad apuraban sus últimas consumiciones mientras cantaban, una y otra vez, el viejo tema de Interterror: Adiós, Lili Marleen.
Me disponía a despedirme cuando alguien me agarró del brazo; al volverme advertí a una morena espectacular que me hacía señas para que la acompañara al servicio. Podría tratarse de uno de mis sueños secretos convertido en realidad, excepto por una pequeña salvedad… se trataba de la mujer de un compañero y, por tanto, intocable.
La conocía de coincidir en un par de situaciones, aunque no llegamos a hablar. Su marido se llamaba Rafa y se hallaba hartándose de cubatas sentado a escasos cinco metros; a él lo conocía de Falange y me precedió en el ingreso a Levantina de Seguridad. Sus amigos estábamos al tanto de que cuando bebía representaba un peligro; el alcohol siempre sacaba su yo más violento. Ya lo había demostrado en el barrio de Las Malvinas al disparar al aire como un paranoico y en otras circunstancias que no vienen al caso.
Sabía que ella se llamaba Esther y que no aprobaba los modos de su pareja. Me dirigió la palabra con los ojos empañados en lágrimas:
-¿Te vas? -preguntó.
-Es muy tarde y estoy reventado.
-No puedes irte ahora… ¿Has visto el estado de Rafa? Es capaz de hacer alguna gilipollez, hace un rato me ha dicho que esta noche iba a ir de cacería de rojos.
-No te preocupes. Verás como se va a dormir.
-¿No podrías quedarte por si acaso? Me he fijado en que no has bebido y que tienes más sensatez que todos esos juntos -indicó señalando con la cabeza hacia la barra del local.
-¿Te quedarías más tranquila?
-Sí -afirmó tajante.
Accedí a sus pretensiones y me senté, aguardando que los demás acabaran de una vez. En breves minutos remataron las copas y procedieron a abandonar el lugar. Pero Rafa se encontraba inusitadamente agresivo. En la calle comenzó a pegar patadas a los coches estacionados y, al proceder a sujetarlo, se encaró conmigo.
-¡No me agarres, tío! ¡No me agarres! ¡Malditos rojos de mierda!
Intentaba hacerle razonar, pero resultaba imposible. Al final se juntó con tres o cuatro más y, agarrando una bandera con la esvástica del interior del pub, montó en su coche buscando presas. No supe que hacer para detenerlo y opté por seguirle en mi vehículo. A mi lado se sentó Esther llorando.
-Lo van a matar… Lo van a matar… Está loco… Esta loco… -gemía desconsolada.
Comencé a perseguirlo, vigilando sus movimientos para evitar que cometiera alguna salvajada. Su turismo circulaba a toda velocidad por las céntricas calles desiertas con la bandera asomando por una ventanilla. Desde la distancia, podía escuchar nítidamente los himnos nazis que salían reproducidos en la casete.
-O se mata de un piñazo o le mete un puro la policía -sentenció Esther más sosegada.
-Esperemos que no pase ni una cosa ni otra y se canse pronto -opiné.
Llevábamos casi media hora observándolos y no variaban un ápice su actitud. De repente, cambiaron bruscamente de rumbo y se dirigieron al centro histórico de la ciudad, hacia la catedral. Al llegar a la plaza de la Virgen paró el motor y los ocupantes bajaron como una exhalación dejando abiertos los portones. En sus manos portaban porras y la enseña nazi.
-¡¿Qué pasa?! -gritó Esther preocupada-. ¿Qué han visto? ¿Adónde van?
Los seguí con la mirada, observé que corrían hacia un par de parejas que permanecían sentadas sobre la fuente central. Rafa se encaró a ellos mostrándoles la bandera y pidió que la besaran; los jóvenes resguardaron a sus novias con los cuerpos mientras intentaban zafarse de los camorristas que les acosaban. De repente, una porra fue a estrellarse sobre la cabeza de uno de los chavales: en milésimas de segundo se armó el guirigay. Salté rápido de mi auto dispuesto a poner fin a aquella desvergüenza; cuando llegué, todo era un amasijo de piernas y brazos girando por el suelo. Intenté desliar la maraña de extremidades y averiguar qué miembro pertenecía a quién. Al poco pude apartar a ambos grupos. La totalidad aparecían magullados y con chichones. Por suerte se emplearon las defensas reglamentarias de cuero y eso evitó lesiones mayores. El único que seguía empeñado en continuar peleando era Rafa, quien, borracho como una cuba, bastante problema tenía en mantener el equilibrio.
-¿Los conoces? -interrogó uno de los chavales-. ¡Están locos! ¡Nos han atacado por la cara! ¡Son nazis, los muy cabrones!
No quise explicarles que los atacantes tenían de nazis lo que yo de monja, ni que lo único que unía a sus agresores era la pertenencia a Levantina de Seguridad. Me comprometí a llevármelos, aunque los agredidos dijeron que denunciarían esos hechos.
Así finalizó la jornada. Al día siguiente, José Luis se cogió un cabreo de tres pares al enterarse de que habían utilizado, sin su consentimiento, una enseña del pub. Esther se divorció meses después y Rafa fue despedido de la <> cuando sacó su revólver reglamentario en la central del Banco Zaragozano para demostrar al cajero que era quien decía ser cuando éste le requirió el DNI para poder pagarle un talón de Levantina de Seguridad.
Por su parte, Lili Marleen siguió abierto unos años más. A los pocos meses de la inauguración, la gente dejó de acudir y sólo los habituales frecuentábamos el lugar. Entre ellos, considero interesante mencionar de pasada a alguien muy peculiar: Miguel Ángel Bueri-Bueri Zanga-Edu.
Este chaval, guineano de nacimiento y negro como el carbón, se empleó en Levantina de Seguridad como vigilante. Su caso se hizo popular porque apareció en un reportaje de Interviú, junto con otros jóvenes, uniformado con la camisa parda nazi; posteriormente, salió en televisión en un programa de Pepe Navarro. Lo curioso de Bueri-Bueri no es que fuera nazi, ya de por sí sorprendente, lo realmente pasmoso es que… ¡odiaba a los negros! …En fin, un dato anecdótico.
El sueño de Lili Marleen fue breve, pero mientras duró, Roberto soñó con crear una cadena nacional de locales similares y, en principio, estuvo a punto de inaugurar otro en Benidorm. Al final, el negocio no cuajó debido a la innata desconfianza de José Luis en compartir proyectos junto con otros socios. Pero la publicidad que le reportó logró que percibiera en este espacio político un hueco virgen para obtener beneficios a costa de los sentimientos ajenos. A partir de ese instante unió el concepto de política con dinero y comenzó a interesarse por los proyectos ultras del resto de España.
Aquel entonces, un joven madrileño resultó absuelto del atentado contra los diputados electos de Herri Batasuna. Ricardo Sáez de Ynestrillas volvía a dar señales de vida plantando cara…
No lo conocíamos personalmente, aunque sus <> y resuelta militancia nos eran de sobra conocidas. Estábamos al tanto de su abnegada fe en el triunfo de la causa y en el profundo odio que sentía hacia ETA desde que la banda había teñido de sangre su estirpe.
A pesar de la distancia geográfica, algunos vivimos como nuestras sus desventuras: rezamos por el alma de su padre, celebramos con champán en Lili Marleen la muerte de Muguruza, seguimos las jornadas de su juicio y nos alegramos cuando la justicia lo absolvió.
Roberto buscó la forma de contactar con Ricardo y la consiguió por medio de un camarada madrileño que se comprometió a presentárnoslo. Fernando, fiel a su palabra, vino con él a Valencia, donde la dirección de la <> le recibió con los brazos abiertos.
El interés de José Luis Roberto no tenía un fin altruista, sino que buscaba sacar partido de su convidado y quería proponerle que se hiciera cargo de la delegación que pensaba montar Levantina de Seguridad en Madrid. Pero Ynestrillas no tenía un pelo de tonto y desconfió de Roberto nada más verlo; le habían prevenido contra él y sabía que las atenciones recibidas algún día le pasarían factura.
El madrileño también contaba con un plan: maduraba la idea de formar un partido político de ámbito nacional y pretendía comprobar los apoyos con que contaba en las principales ciudades; además de reunirse con nosotros, durante su estancia en Valencia mantuvo contactos con militantes de Democracia Nacional y con antiguos afiliados de Fuerza.
En la visita relámpago, no podía faltar la demostración de poder del jefe hacia su invitado, y ésta se produjo en Lili Marleen, donde celebró una gran fiesta sorpresa en su honor con la asistencia de los empleados más fachas.
Cuando Ricardo volvió a su tierra, Roberto quiso proseguir la relación. Durante meses se produjeron varios encuentros en ambas ciudades, en los cuales fui testigo de excepción. De resultas de ellos, Ynestrillas desveló su aspiración de fundar un partido que aglutinase a la antigua militancia patriota. Pretendía liderar una organización de tipo europeo y apartada de la parafernalia tradicional española; quería erradicar los brazos en alto, la uniformidad y la denostada simbología, y crear algo más acorde con el estilo del Frente Nacional francés. Con esta finalidad viajó al país vecino, donde se entrevistó con Le Pen. El galo vio con buenos ojos el nuevo proyecto y lo bendijo aunque, en principio, no se comprometió a subvencionarlo hasta ver cómo funcionaba.
En otro orden de cosas, José Luis se ilusionó con la idea y le brindó su apoyo económico.
Aunque Ynestrillas seguía sin fiarse de las buenas intenciones del valenciano, optó por ceder. Le urgía comenzar la actividad política y confiaba en que las ayudas prometidas por personas cercanas a su familia supusieran un freno a las intenciones de Roberto.
No tardó mucho en darse a conocer la creación del AUN. El acto inaugural corría a cargo de la <>, que, en palabras de su capo, <>.
La presentación oficial se realizó en un teatro madrileño y, en el discurso fundacional, se plasmaron las líneas principales del partido. El aforo se encontraba casi completo, pero a pesar de lo innovador del evento, el mensaje no cuajó porque semejaba un tanto frío y con un discurso monotemático sobre ETA. Luego tuvo lugar la típica comida de hermandad, donde el resto de fuerzas representadas indicaron sus aspiraciones en torno al eje común que conformaba la Alianza para la Unidad Nacional.
José Luis pensaba que camelar al nuevo cabecilla resultaría sencillo, no sucedió así. De entrada incumplió su palabra de subvencionar el primer mitin, tan sólo donó doscientas mil pesetas que no dieron ni para pipas. De este modo, la reticencia inicial de Ricardo encontró justificación, por si fuera poco, a raíz de ese ridículo aporte, el jefe de Levantina de Seguridad se creyó con la autoridad moral de exigir a Ynestrillas que modificara el discurso político a su conveniencia. Aquello fue demasiado para el dirigente del AUN, que decidió prescindir del apoyo de éste, máxime cuando Jean Marie Le Pen le notificó que contaba con el soporte de su organización para futuros actos.
El <> de Levantina de Seguridad no se dio por vencido y continuó yendo a las manifestaciones que el AUN convocaba en Madrid. Pero, poco a poco, la relación comenzó a enfriarse y Ricardo creyó que cuanto más lejos estuviera del otro, mejor.
Así concluyó el fugaz compromiso entre ambos, pero el de CONS siguió buscando contactos para conseguir un hueco en el panorama ultra.
Sobre las mismas fechas, los informativos nacionales expresaron su desazón por la puesta en libertad de un conocido terrorista de la extrema derecha española. Después de más de quince años preso, acababa de salir de la cárcel uno de los autores materiales de la conocida <>.
En 1977, Carlos García Juliá, en compañía de Fernando Lerdo de Tejada y José Fernández Cerrá, constituyeron un comando ultra y perpetraron uno de los atentados más desgarradores de la transición española: el asesinato de cinco abogados laboralistas en su bufete. Esta acción conmovió a la sociedad y, probablemente, aceleró la legalización del PCE. Desde entonces, permanecía en prisión.
Su libertad originó un intenso debate en los medios, que se preguntaban cómo alguien condenado a tropecientos años podía estar en la calle con sólo una parte de su condena cumplida.
En el despacho de la Gran Vía, Roberto estaba al tanto de la noticia y decidió dar un golpe de efecto cara a la galería. Lo invitaría a Valencia y celebraría una cena homenaje como deferencia a su <>.
Los hilos comenzaron a moverse y se dio con la persona que podría contactar con él: el primer encuentro tendría lugar en Madrid el sábado siguiente al mediodía… y hacia allí nos trasladamos los dos.
Quedamos en la conocida cafetería: California 47, de la calle Goya. Al llegar, nos estaba esperando nuestro camarada Fernando y, a su lado, con traje y corbata, García Juliá.
-¡Arriba España, camaradas! Llamadme Carlos -fueron las primeras palabras que escuché de sus labios.
Después de estrecharnos las manos y de las consabidas presentaciones, subimos a la planta superior para comer algo. Resultó fácil entablar una cordial comunicación con él y en seguida nos declaró que no entendía la hostilidad de los medios hacia su recién conseguida libertad.
-Cuando sueltan a esos cerdos etarras, no montan tanta película -opinó.
-¡Así va España! -dijo José Luis.
Durante la comida hablamos de la cárcel, de sus pensamientos políticos intactos a pesar del tiempo, de su futuro laboral dudoso…
-Estos cabrones no tienen intención de dejarme levantar cabeza -señaló.
-Si lo precisas, puedo darte trabajo en Levantina de Seguridad, tienes la planta que se requiere para ser un buen comercial. Además, nosotros jamás dejamos colgado a un camarada.
-Te lo agradezco, José Luis, pero tengo ofertas en Madrid que estoy sopesando. Lo cierto es que me han hecho bastantes ofrecimientos.
-¡Me alegro! ¡Me alegro! La vocación de nuestra empresa es ayudar a los camaradas que lo precisen, ¡es más!, hemos instaurado el <>, para ayudar económicamente a los que permanecen en prisión. En la actualidad estamos asignando una cantidad mensual para los militantes del Frente de la Juventud encarcelados.
-¿Todavía están en la cárcel? -se extrañó Carlos.
-Acaban de ingresar después de estar más de diez años en sus casas… ¡Así va la justicia española! ¡Ahora que han rehecho sus vidas, los enchironan por <> de cuando eran chiquillos! ¡Esta sociedad es una mierda! -soltó José Luis.
-¿Cuantos han ingresado? -se interesó el de Atocha.
-De Valencia… una media docena más o menos… Todos buenos amigos, ¿no, J. M.? -inquirió mirándome.
-Sí -afirmé-. Creo que han sido encarcelados: Varicelo, Churruca, el Gamba y alguno más que ahora no recuerdo; Jesús el Karateka, se fugó a Sudamérica. ¿Conocías a alguno de ellos, Carlos?
-Alguno me suena de oídas, aunque personalmente no caigo. Tened en cuenta que son unos años más jóvenes y a esa edad representa mucha diferencia. ¡Ojalá tengan más suerte que yo!
-¿Y tú qué tal lo llevas? Supongo que tanto tiempo encerrado debe marcar para siempre, ¿no? -me atreví a preguntarle.
-¡Hombre! Se hace pesado, pero por fortuna siempre he contado con el apoyo de muchos camaradas que no me han abandonado. Sólo por ellos vale la pena continuar en la lucha.
-¿Y de Blas Piñar o de la gente de Falange has tenido noticias? ¿Te han ayudado en algo? Porque creo recordar que militabas en Fuerza cuando pasó aquello -se interesó José Luis.
-De ese tema prefiero no hablar. Todos los líderes de entonces nos dejaron abandonados a la buena de Dios, lo único que les preocupaba es que no les salpicara la mierda. Y en relación a lo otro que me has preguntado, es cierto que estuve en Fuerza, pero cuando pasó <> acababa de afiliarme a Falange. Aunque es igual el sitio donde militaras, en el 77 no existían casi diferencias. De hecho, los dos partidos se presentaron juntos en las generales.
Escrutaba a mi interlocutor atendiendo con interés sus explicaciones. Él hablaba serenamente aunque dejaba entrever cierto grado de timidez. Me llamó la atención una insignia que portaba en el ojal de la chaqueta: representaba el mapa de España con los colores de la bandera nacional y, resaltando en negro, la inconfundible silueta de una metralleta.
-Carlos, perdona que te haga una pregunta un tanto indiscreta… ¿Ese distintivo a qué grupo pertenece? Nunca lo había visto antes.
-Es de mis tiempos, lo solían utilizar los del Batallón Vasco Español. Me lo hizo llegar a la cárcel un camarada, desde entonces siempre lo llevo puesto.
-¿Y no temes que te jodan por apología del terrorismo? Ten en cuenta que acabas de salir del talego y que te están buscando las vueltas por todas partes.
-Si me quieren fastidiar ya encontrarán la fórmula. De todos modos, no niego nada de lo que soy ni me arrepiento de lo que en su día hice. Mi condena la tengo cumplida y ya se acabarán cansando de mí. Me han robado media vida y quiero que sepan que no me han cambiado ni un ápice. ¡Si no les gusta, que se fastidien!
-Me sorprende tanta entereza en tus palabras y es admirable tu entrega a la causa. Si yo estuviera encerrado el tiempo que has estado tú, creo que cuando saliera de la cárcel mandaría las ideas y los camaradas a freír espárragos -dijo José Luis.
Finalizamos la comida y, charlando, comenzamos a pasear por las calles de la capital. Llegamos a la Puerta del Sol y seguimos caminando sin ton ni son. El tráfico, aquella tarde, era intenso, y las vías estaban colapsadas de coches tocando desesperadamente los cláxones; Roberto estaba pendiente por si nos seguía algún reportero.
Seguimos deambulando cuando José Luis se detuvo y señaló con el dedo una placa metálica clavada en la fachada del inmueble junto al que nos encontrábamos. Con una pícara sonrisa preguntó a Carlos:
-¡Qué! ¿Te suena de algo?
La chapa indicaba que estábamos en el número 55 de la calle Atocha y que en ese lugar fueron asesinadas cinco personas en enero de 1977 por un comando de la extrema derecha. A continuación, venían los nombres de las víctimas.
-No había estado aquí desde entonces… -dijo Carlos-. Te advierto que si me has traído para tenderme una encerrona, es de un pésimo gusto.
-¡Qué encerrona ni qué leches! -se defendió el aludido-. ¡Hemos llegado por casualidad! ¡Tú y Fernando sois los de Madrid! ¡J. M. y yo somos turistas y no nos conocemos esto!
Por mi parte callé, pero conocía de sobra a José Luis como para saber que la casualidad para él no existía; quiso probar a García Juliá para observar su reacción, pero le salió el tiro por la culata y consiguió cabrearlo.
-¡Joder, esto no se hace! -protestó el pistolero-. Sólo falta que los de Interviú me hagan una foto con el titular: <>.
Nada más pronunciar estas palabras, Fernando y yo nos giramos escrutando los alrededores por si cazábamos a alguien observando. ¿Habría sido José Luis capaz de jugársela y estaríamos siendo vigilados por algún reportero? Nuestros recelos resultaban infundados. ¡Nada! Ni el más mínimo sospechoso.
Viendo a Carlos un poco más sosegado, me aventuré a preguntarle:
-¡Oye! ¿Qué sientes al estar aquí de nuevo? Supongo que debe de ser muy fuerte, ¿no?
-Pues la verdad es que sí. Esto supuso un cambio muy importante en mi vida.
-¿La historia es tal y como nos la han contado o hay mucho de invención? -indagué.
Y Carlos García Juliá me contó su historia:
-Verás, antes que nada, te digo que no me arrepiento de nada y si se volvieran a dar las mismas circunstancias, actuaría exactamente igual.
-¡Más vale que procedas mejor! -interrumpió Roberto-. Lo digo, más que nada, porque te pillaron.
-¡Claro! ¡Claro! ¡Lo haría mejor! ¡De los errores se aprende! -explicó Carlos molesto por la interrupción-. Bueno, Juanma, te decía que vivíamos otros tiempos muy distintos a los actuales. En esos años creíamos en la inminencia de otra guerra civil y que los comunistas nos estaban conduciendo a ella. Yo me sentía un militante patriota de los pies a la cabeza y, como tal, no estaba dispuesto a consentir que todo se fuera al garete por culpa de unos niños de papá convertidos en rojos. Nunca pretendimos matar a nadie, al menos no en ese momento. Sólo buscábamos darles un fuerte escarmiento para que se les fuera las ganas de convocar huelgas y de tocar las pelotas a las gentes de bien. En más de una ocasión realizamos acciones semejantes. Por lo general, nos limitábamos a encañonarles y a coger toda la documentación que pudiera sernos útil… Ya sabes a lo que me refiero: fichas personales, cuentas bancarias… ¡Bueno, lo habitual por entonces!
-Sé de lo que hablas -añadí.
-Pues si sabes como estaba el asunto en los ochenta… ¡Imagínate recién muerto el Caudillo!
-Supongo… supongo… -expresé.
-Prosigo -señaló Carlos-. Esa tarde fuimos a buscar al jefe comunista que estaba organizando la huelga de transportes en Madrid, un tal Navarro… Pero cuando entramos, el muy cabrón no estaba y Fernández Cerrá me indicó que había un cambio de planes.
-¿El jefe del comando era Fernández Cerrá? -consulté.
-Sí, éramos tres, aunque en las oficinas entramos únicamente él y yo. Cerrá dirigía el cotarro, Fernando se quedó vigilando en el rellano.
-¿Fernando es el que se fugó? -se interesó José Luis.
-Sí, Fernando Lerdo de Tejada se marchó durante un permiso carcelario que le concedió el juez, ¡Menudo follón se lió por eso! -recordó Carlos.
-Algo recuerdo… se comentó que ese juez conocía a su familia… de hecho, creo que le costó la carrera -comentó Roberto.
-Efectivamente, efectivamente -corroboró García Juliá-. Fernando tenía buenos padrinos… Bueno, decía que nos tocó modificar el plan y decidimos esperar a Navarro en las oficinas porque uno de ellos nos dijo que tenía que volver. Mientras tanto, los sacamos de sus despachos y mi camarada se dedicó a controlarlos mientras yo buscaba fichas y documentación por las diferentes estancias. Luego, todo fue muy confuso. No sé cómo… tropecé y, al caer, se me disparó la pistola. En la sala contigua, Cerrá escuchó el estampido, pensó que me atacaban e inició una ensalada de tiros para defenderse de la embestida de los rojos. A su vez, yo oí los <> y acudí a socorrerle creyendo que le agredían a él… En fin, el final de la historia ya lo sabes.
-¿Pero cuando entrasteis en las oficinas, fuisteis con idea de matarlos o no? -indagó José Luis.
- No. La prueba es que cuatro quedaron con vida. Si hubiéramos querido <>, habría sido sencillo.
-Pero si llegáis a pillar a Navarro, si que os lo hubierais <>, ¿no? A fin de cuentas fuisteis a por él… -planteé.
-No lo sé y conjeturar sobre esa posibilidad a estas alturas resulta absurdo. Lo que te garantizo es que de una buena mano de hostias no le habría librado ni la Pasionaria. Quizá se hubiera llevado un balazo en la pierna… no sé… Pero lo cierto es que se salvó de una buena, Cerrá lo tenía fichado.
-¿Qué tal tipo era Fernández Cerrá? -se interesó Roberto.
-Un tío bravo, con los cojones bien puestos y mucha escuela -explicó Carlos.
-¿Y cómo os detuvieron? -me interesé-. ¿Se debió a un chivatazo?
-Fue una situación un tanto pintoresca… Verás, nosotros ignorábamos que cerca del despacho se había celebrado un funeral por un camarada de Madrid. Al mismo acudieron muchos militantes y algunos todavía permanecían por la zona. Cuando salimos a toda leche del portal nos dimos de bruces con algunos de ellos que se nos quedaron mirando. No eran tontos y sabían que en esa finca había un piso que empleaban los comunistas para reunirse. Supusieron que les habríamos dado un susto. Cuando al día siguiente saltó la noticia, ataron cabos y por la tarde Radio Macuto se encargó de propagar a los cuatro vientos nuestras identidades. Lo raro es que tardasen tanto en detenernos.
-¿Piensas que valió la pena? -articulé.
-Sin duda alguna, estoy convencido de que con nuestra acción evitamos otra guerra civil -concluyó García Juliá.
Nos quedamos un instante en silencio contemplando el portal de la vieja finca madrileña.
-¡Venga, vámonos! -dijo Fernando-. Estamos tentando demasiado a la suerte.
Emprendimos paso hacia Cibeles bajo una tenue lluvia que empezaba a dejarse notar. Supe que, aunque con inmensos borrones, la historia es de todos y que conocer de primera mano lo que Carlos me narró me ayudará más a entenderla. No justifico su acción, sé que ninguna muerte tiene lógica posible, sólo me limito a transcribir lo que me contó. Que sea o no verdad, es algo que a estas alturas no creo que importe demasiado.
Al día siguiente nos despedimos de los dos y volvimos a Valencia; semanas después se celebró en nuestra ciudad la cena con que Roberto homenajeó a nuestro invitado y que contó con varios cientos de asistentes. Después de aquella segunda vez quedamos en un par de ocasiones, al final le perdimos el rastro. Nos dijeron que lo habían detenido en un país de Sudamérica portando cocaína, aunque nadie del mundillo creyó esta versión y supusimos, que de ser así, se trataría de una encerrona para apartarlo de la circulación. Hay delitos que nunca se perdonan…
En lo que respecta a José Luis Roberto, continuó buscando desesperadamente su espacio en la ultraderecha española. Entonces, solventó el problema dedicándose a subvencionar a los grupos valencianos.
En los primeros años de los noventa, muy pocos grupos poseían cierta infraestructura. De ellos, quizá el más vistoso resultaba la peña valencianista Yomuss, y Roberto inició un acercamiento. Era consciente de que contaba con la desconfianza natural de estas organizaciones y con el rechazo total de los veteranos militantes de Acción Radical, pero intuía que quizá estarían dispuestos a recibir alguna aportación.
Con esta intención, contactó con Luis Miguel Arechavaleta, alias Yogui, presidente de este grupo y antiguo militante falangista. Pero éste no quería mezclar política con deporte y no quiso saber nada de él, obligando al dueño de Levantina de Seguridad a emplear otra táctica.
Roberto pensaba que todo el mundo tiene un precio y, en ocasiones, no muy alto. Estaba informado de que Yogui contaba con fuerte oposición dentro de sus filas y se aprovechó de ello metiendo a trabajar en su empresa a Teodoro Javaloyes Sánchez, principal candidato a sustituir al anterior.
Por una vez, la suerte estuvo de su lado y en las siguientes elecciones éste salió elegido presidente de la peña. Influido por Roberto, Teo tuvo la intención de volver a politizar la agrupación y llenar el Mestalla de skinheads con banderas nazis. Al principio, aceptó la ayuda que Roberto le brindó en forma de esvásticas para decorar el campo, pero este idilio no duró mucho.
A los pocos meses, se percató del error cometido y procedió a subsanarlo. Abandonó Levantina de Seguridad y prescindió del apoyo de Roberto para cualquier cosa relacionada con los Yomuss; a éste no le sentó bien la actitud de Javaloyes, que consideró traidora, y como rabieta, reclamó las enseñas que había donado… se quedó con las ganas.
Visto lo sucedido y percibiendo que perdía el tiempo con la política, sin recibir más que disgustos a cambio, Roberto decidió esperar tiempos mejores y apartarse momentáneamente de ella para dedicarse de pleno a otras ocupaciones.
<>, esta es la máxima que empleaba para excusarse siempre que alguien le acusaba abiertamente de ser un confidente de la policía. Y una vez que comenzó a prosperar su negocio, intentó valerse de la misma para tener bien cogidos a empleados y clientes. Comprendió que, en su acopio, podía radicar su propio poder y decidió potenciar la búsqueda de talones de Aquiles. ¡Compensaría con ascensos e incluso con dinero todos los testimonios de interés que sus vigilantes pudieran recabar sobre los clientes que lo contrataban!
Así, de esta forma tan vil, consiguió crear un símil de agencia de inteligencia de andar por casa, pero que para sus fines cumplía las expectativas.
En un breve lapso, consiguió reunir fotografías, datos y chismes que podrían servirle el día de mañana como medio de chantaje. Estos movimientos no pasaron desapercibidos para determinadas personas y organizaciones que precisaron su ayuda en lo que a espionaje se refiere.
Corrían rumores de que uno de los primeros en contactar con él fue Juan Carlos Jimeno, diputado autonómico del Partido Popular. En una reunión privada, habría propuesto a Roberto que vigilara los pasos de la entonces Presidenta de la Diputación, Clementina Ródenas, y que tratara de averiguar algún tejemaneje oculto de los socialistas. Si los informes sacaban a la luz algún trapo sucio del gobierno valenciano y se propiciaba la caída de éste a favor de los populares, Levantina de Seguridad podría salir beneficiada en la adjudicación de servicios mediante <>.
Jimeno contrató a esta empresa en la lujosa urbanización El Plantío, de la que era presidente.
A José Luis le pareció perfecta la idea de realizar algún trabajo para el entonces partido de la oposición. Contaba con la persona idónea para el encargo.
Ángel Mayor Muñoz trabajaba como vigilante jurado en la Diputación de Valencia, concretamente, ejercía como responsable de seguridad para el resto de compañeros que compartían servicio. A Roberto lo conocía muy bien, ya que ambos formaban parte de la hermandad secreta Escorpión, en la cual también se incluía a militares y policías. De esta fraternidad sólo sé que sus miembros permanecían unidos por unos lazos de camaradería y que su principal misión consistía en compartir información al margen de cualquier clase de ideas políticas.
Mayor tenía muchas ambiciones y no soñaba con acabar sus días vigilando fábricas o polígonos. Esperaba que pronto le llegara algún trabajillo acorde con sus aptitudes porque su verdadera vocación, de la cual era un verdadero profesional, radicaba en sus enormes conocimientos de electrónica y en el arte natural que desarrollaba fabricando artilugios válidos para el espionaje. Como si de un <> hispano se tratara, se mostraba capaz de elaborar cualquier mecanismo sofisticado con los mas básicos componentes… y Roberto se aprovechó de esto.
El rumor de que podían estar siendo espiados corrió como la pólvora entre algunos altos cargos. Las sospechas radicaban en algunas filtraciones que acusaban al gobierno autonómico, con datos concretos, de cobrar comisiones irregulares. La gota acabó por desbordar el vaso cuando unos misteriosos hilos aparecieron en la alfombra del despacho de Eugenio Burriel, marido de la presidenta y alto cargo socialista. En seguida se acusó formalmente al Partido Popular de ordenar colocar micrófonos y a Ángel Mayor, de ser el autor material de la instalación de los mismos.
La noticia llegó a los medios y fiscalía encontró indicios de delito. Cuando tiempo después se realizó el juicio, en el banquillo de los acusados sólo se sentó Mayor, quien salió absuelto, y las supuestas escuchas quedaron arrinconadas. El famoso hilo de la alfombra resultó tratarse de un vulgar resto que la lavandería había olvidado retirar.
Clementina Ródenas presentó la dimisión al poco de hacerse público este escándalo y, en las siguientes elecciones autonómicas, triunfó el PP.
Viendo que su traición hacia la Diputación se veía recompensada generosamente por Roberto, siguió durante años realizando trabajos sucios para éste y viviendo a todo lujo... hasta que el sueño acabó. En el 2003, la justicia lo encarceló acusado de disparar contra un vigilante de seguridad mientras prestaba servicio en una comunidad de vecinos. La <> consideró al guarda culpable de provocar que dicho cliente rescindiera su contrato con <>. El de seguridad resultó ileso, pero eso no evitó que a Mayor Muñoz lo condenaran a seis años de prisión; una vez en la cárcel, el departamento de balística confirmó que la pistola utilizada en esa acción era la misma que tiempo atrás había asesinado a una persona. Ahora un nuevo juicio, esta vez por asesinato, se cierne sobre quien fue la <> de Roberto.
A través de ANELA, la Asociación Nacional de Empresarios de Locales de Alterne, fue abriéndose al mundo de la prostitución. Cuando leía el libro de Antonio Salas, El año que trafiqué con mujeres, y me imaginaba al autor de Diario de un skin, a quien casi todos mis ex camaradas querrían ver muerto, metiéndose solo y con una cámara oculta en Levantina de Seguridad, no pude menos que admirar su valor. Hay que tenerlos muy bien puestos para atreverse a entrar en el sanctasanctórum de la <>, y encima llevando una cámara oculta.
Roberto participa de un imperio que abarca muchos sectores, ha sabido diversificar sus inversiones y raro es el campo en el que no participa. Su conocida empresa de seguridad es tan sólo la punta del iceberg de los negocios que ha montado con el dinero proveniente del fondo social, en teoría, de sus empleados y donde no estaría de más que la justicia hurgase. Pero está claro que no todos somos iguales ante la ley, por mucho que algunos insistan en ello.
En los noventa, Roberto tuvo otra de sus maquiavélicas ideas: instituir una sociedad gastronómica. La finalidad de la misma era simple: se invitaría a degustar un espléndido banquete a aquellas personalidades que le supusieran un interés personal. El elegido para conducir la misma debía ser alguien de absoluta confianza. Después de mucho cavilar, topó con el hombre clave: Antonio Ordovás Arce, conocido popularmente como el Coronel.
Su currículum era de sobra conocido por quienes lo tratábamos: antiguo militante de Fuerza Nueva, ex mercenario en El Congo, ex empresario de seguridad y, desde hacía tiempo, vigilante de Levantina de Seguridad. Sabíamos que bajo su aspecto bonachón ocultaba un pasado oscuro que tuvo su punto álgido durante la transición. Ahora, más sosegado, vivía de su empleo y siempre fiel a los mandatos de su jefe.
Una vez al mes, solían reunirse en algún prestigioso restaurante valenciano. Los platos eran previamente seleccionados por el Coronel en su papel de maestro de ceremonias, y los invitados rigurosamente elegidos. A cada uno de ellos se le obsequiaba, a los postres, con un pergamino, donde se indicaba que formaban parte del selecto club. Por las mesas de la sociedad gastronómica pasaron jefes superiores de policía, altos mandos militares, prestigiosos empresarios valencianos, políticos <> y personas de nuestro mundillo, como Ricardo Sáez de Ynestrillas y Carlos García Juliá.
La finalidad no residía únicamente en un deseo de cordialidad, sino, sobre todo, en la búsqueda de información beneficiosa para los intereses de la <>. Nada se hacía altruistamente, cualquier detalle buscaba compensación. Roberto jamás dejaba ningún pequeño pormenor al azar.
En diciembre de 1992, después de casi cuatro años en Levantina de Seguridad, comencé a cotizar en la seguridad social. Por mi parte, seguí compaginando política con trabajo, aunque este último no me dejaba demasiado tiempo libre para el resto de mis actividades. Continué fiel a la promesa que hice durante los disturbios de la catedral y evité siempre utilizar la fuerza, salvo para defender lo que consideraba injusticias.
Vida privada casi no tenía, ningún mes dejé de realizar un mínimo de trescientas horas de servicio; toda esa fase de mi juventud, que comprendió más de diez años, la pasé trabajando.
En época estival nos encargábamos de realizar la seguridad en muchos de los conciertos que los artistas del momento realizaban por España y eso me permitió tratar de cerca con alguno de éstos.
Con Joaquín Sabina coincidí en varias actuaciones en la plaza de toros. En uno de ellos, su mánager se fijó en mi manera de trabajar y telefoneó a la empresa para reclamar que me encargara personalmente de la seguridad en las actuaciones que tenían concertadas en la Comunidad Valenciana. A Sabina llegué a tratarlo poco, se le veía un tanto distante con los que no formábamos parte de su equipo habitual, pero la oportunidad de poder escucharlo cantar en tan diversas ocasiones fue algo que me apasionó.
Con los Dire Straits estuve en el campo del Levante. El espectáculo de luces y sonido que creaban en sus actuaciones era algo único e impresionante, sólo superable por el inigualable Marc Knofler cuando hacía brotar de su guitarra eléctrica, unos acordes que llegaban a lo más profundo. Lo recuerdo en los ensayos, con su gorra de béisbol sobre la cabeza y siempre deseándonos los <> en su inconfundible castellano.
Con Jerry Lee Lewis, en un concierto que celebró en el auditórium Arena. Aquella noche, todo el equipo de seguridad nos volvimos locos intentando evitar que el viejo rockero se fuese al hotel con unas quinceañeras que acudieron a los camerinos para pedirle unos autógrafos. Las pobrecillas no sabían cómo negarse ante las pretensiones del veterano ídolo de los sesenta.
Mecano, Francisco, Ketama, El Último de la Fila, Prince, Status Quo, Laura Paussini, Gabinete Caligary, Dun Can Dhu, Loquillo, Alaska, Ella Baila Sola, Héroes del Silencio, Chuck Berry… fueron algunos de los cientos de artistas que conocí en mi etapa de Levantina de Seguridad; probablemente, como apasionado de la buena música, esos conciertos y toda la parafernalia que conllevan hayan representado uno de los mejores momentos de mi profesión. Observarlos detrás de los escenarios, cuando ensayaban o controlaban que todo fuera OK, suponía una gran experiencia.
Todos mostraban una genialidad que los hacía únicos, aunque en bastantes ocasiones resultaban inaccesibles. A algunos, sin embargo, los recuerdo cuando mostraban la faceta humana que el público no veía porque tenía lugar tras los tablados.
Me viene a la memoria un concierto de Alejandro Sanz en el campo de fútbol del Levante, en el verano del 92, cuando comenzaba su carrera y muchos vaticinaban que sería flor de un día. A diferencia de otros, se trataba de un chaval sumamente educado y aparentemente sensible. Una anécdota desconocida por los espectadores ocurrió después de los vises que daban fin a su actuación...
La gran marea humana que acudió a escucharle seguía ovacionándolo, rogando para que cantara una canción más, tan sólo una… Alejandro marchaba a los camerinos reventado y satisfecho por el éxito alcanzado, pero al sentir el griterío se detuvo y le dijo a su mánager que quería a volver a cantar otro tema:
-Ya has salido a hacer los vises… Por hoy ya está bien -dijo su representante.
-Sí, pero la gente me llama… ¡No puedo irme así! -dijo el gran cantante.
-Tienes que acostumbrarte a esto, lo que no puedes es salir una y otra vez. Cuando un concierto se acaba, acabado está. El público tiene que quedarse con ganas de escucharte.
-Quizá tengas razón… ¡Pero mi público no piensa igual y yo me debo a él! ¡Voy a cantar otro tema!
Y dicho y hecho, Alejandro Sanz volvió al escenario y entonó más canciones dedicadas a los miles de fans que lo aclamaban y a los que no quiso dejar así. Detalles como éste son los que crean mitos.
Pero no todos los vigilantes nos sentíamos a gusto en la empresa; algunos de los que llevaban más tiempo, comenzaron a sentirse hartos de tanta explotación y cansados de mentiras.
A A. M. me referí anteriormente. Fue uno de los primeros en vestir el uniforme de Levantina de Seguridad y un referente para todos los que en dicha empresa trabajamos. Roberto supo explotar bien su robusta complexión física y, desde sus inicios, le tocó trabajar en los servicios más conflictivos. En cientos de ocasiones tuvo serios problemas, incluso en algún momento le tocó tirar mano de <>. Una de estas veces aconteció en la antigua discoteca Flash, situada en la Gran Vía de Germanías, en Valencia.
Sucedió una noche de verano, aquella sesión la sala estaba abarrotada de personas de etnia gitana que acudían a escuchar cantar a Currichi, uno de sus ídolos musicales del momento. Casi todos los asistentes eran buena gente, pero aun así nadie pudo evitar que varios de ellos iniciaran una reyerta en la calle con un chico que pasaba tranquilamente por allí. El único que se percató de la delicada situación fue A. M., quien no dudó en interponerse entre el chaval y los más de veinte calés. Al ver al vigilante, uno de los atacantes sacó una enorme navaja de la cintura y saltó contra éste. Su actitud fue secundada por el resto de sus compañeros; en cuestión de segundos, decenas de personas armadas con <> persiguieron al de seguridad con la intención de darle caza. Él se parapetó tras un coche y, sacando su revólver reglamentario, repelió la agresión. Resultado: dos gitanos acabaron heridos de bala. La noticia corrió como la pólvora entre nosotros y salió publicada en los medios de comunicación; en el juicio se apreció la legítima defensa y A. M. salió absuelto, aunque eso no evitó que fuera amenazado de muerte y autorizado por la policía a portar su revólver incluso estando libre de servicio.
Esto supuso una anécdota más entre todas las que A. M. protagonizó trabajando para Roberto. Durante años, lo acompañó en sus viajes y le sirvió fielmente como persona de absoluta confianza... hasta que pidió lo imposible y todo se volvió contra él.
Un buen día, se enteró de que a los vigilantes que desarrollaban su responsabilidad en el resto de las empresas del sector les abonaban horas extras, tres pagas extraordinarias y... ¡estaban asegurados! Y tuvo la <> de reclamarle a Roberto que igualara sus condiciones laborales con las de éstos. Aquello fue poco más que un intento de motín para el jefe de Levantina de Seguridad, quien comenzó a mandar circulares internas a todos los empleados explicando que él pagaba más que nadie y que aquellos que no lo veían así eran traidores al espíritu de la <>. A A. M. no le quedó más solución que afiliarse a Comisiones Obreras y reclamar por vía judicial aquello que le pertenecía y le negaban; varios vigilantes más, entre ellos José Rodríguez Martínez, alías el Sevillano, siguieron sus pasos y exigieron, vía CC.OO., sus derechos legales. Roberto no podía consentir esa desfachatez y optó por quitarlos del mapa.
P. B., Batman para la <>, estaba como vigilante de Levantina de Seguridad desde hacía unos años. Se jactaba de haber luchado como mercenario en el Congo belga y en pocos meses se ganó el dudoso honor de ser el miembro de Levantina de Seguridad contra el que se habían presentado mayor número de denuncias. A su jefe todo esto le gustaba. Él quería tener a la gente enganchada y sabía que cuantos más juicios tuvieran pendientes, más fácil sería dominarlos. En muchas ocasiones, el jefe había solicitado favores especiales a Batman.
P. B. tenía un salón de máquinas recreativas en Alcira y, un buen día, denunció que estos dos compañeros habían acudido a su negocio armados con recortadas y le habían robado seis millones de pesetas. No tenía la mínima duda, habían sido ellos. Roberto dio aviso a la policía y, días después, un grupo de geos los detenían cuando entraban en un hospital. Su antiguo jefe comunicó a los mandos policiales que se trataba de dos individuos muy peligrosos y que seguramente irían armados.
En lo que no habían caído los denunciantes es que el día en que Batman juraba y perjuraba haber contemplado como sus dos ex colegas lo atracaban, A. M. se encontraba muy lejos del lugar de los hechos y con multitud de testigos dignos de toda fiabilidad. El asunto fue archivado y se inició una investigación judicial para resolver si podía haberse tratado de una falsa denuncia. Batman, asustado, intentó suicidarse.