Saturday, May 27, 2006

Capitulo 13: Operación vudú


Será castigado con las mismas penas el que directa o indirectamente favorezca la entrada, estancia o salida del territorio nacional de personas, con el propósito de su explotación sexual empleando violencia, intimidación o engaño, o abusando de una situación de superioridad o de necesidad o vulnerabilidad de la víctima.

Código Penal, art. 188, 2 (Sólo incluye las reformas de la Ley Orgánica 11/99 y Ley Orgánica 4/2000)

—Tú crees que este collar me protege del yu—yú? —me interrogó Susy cuando volví a Murcia.
—Te prometo que ningún vudú que te hayan hecho tiene más influencia sobre ti que este collar.
Susy me había hecho esa pregunta en muchas ocasiones, y yo siempre le respondía lo mismo, intentando reafirmar su seguridad en sí misma a través de la sugestión. Pero cuando, a continuación, intentaba sonsacarla sobre quién le había hecho vudú; si había sido Sunny: si se lo continuaban haciendo, si a su hijo también le habían hecho vudú... la nigeriana se cerraba en banda y no había forma de sacarle una sola palabra más.
Cada vez que veía alguno de mis «trucos mágicos» en realidad efectos de mentalismo e ilusionismo, los ojos se le salían de las órbitas, exactamente igual que ocurría con docenas de nigerianas y latinoamericanas, a las que también había asombrado con mis supuestos poderes esotéricos. Algunas de ellas sufrían auténticos brotes de pánico, a pesar de que mis trucos eran absolutamente inocentes. De ahí deduje el terror que inflige en sus mentes supersticiosas, la utilización de sangrientos rituales de vudú por parte de las mafias.
Por supuesto Sunny no sabía nada de mis intentos por sacar información a una de sus rameras. Nuestras conversaciones iban dirigidas a ganarme su confianza y sólo de vez en cuando, muy poco a poco, dejaba caer algunas indirectas sutiles, sobre mi supuesta relación con el mundo de la prostitución y el crimen organizado. En el caso de Sunny, de Harry y de otros miembros de la comunidad delictiva africana en Murcia, hice correr el rumor de que yo podía ser un experto en skimming, y el colaborador imprescindible para sus estafas con tarjetas de crédito.
Skimming y nuevos delitos tecnológicos Una sonrisa maliciosa y la exhibición de un mazo de tarjetas de crédito, mientras tomábamos una ginebra en cualquier terraza murciana, fueron suficiente cebo. No hacía falta más. Las bandas criminales de origen nigeriano son, probablemente, los mejores falsificadores del mundo. Y el skimming es una de sus especialidades.
Sólo la empresa VISA, en el primer año del nuevo milenio y sólo en Europa, perdió más de 390 millones de euros a través del fraude de las tarjetas de crédito. La suma total, de todas las empresas y a nivel mundial, es incalculable. En España, esta dimensión del crimen organizado comenzó a detectarse hace más de quince años, cuando bandas de delincuentes latinoamericanos se las apañaban para conseguir duplicar las tarjetas de crédito de muchos usuarios. Durante el periodo estival los robos con tarjeta de crédito aumentan en casi un 5 por ciento. El 60 por ciento de las denuncias se refieren a sustracciones de tarjetas en bolsos y carteras. De las supuestamente extraviadas, el 18 por ciento fueron utilizadas fraudulentamente.
Existen infinidad de variantes en estas estafas, como el «lazo libanés», que consiste en la captura de la tarjeta de crédito de la víctima a través de un dispositivo que se coloca en el cajero automático. Cuando el cliente está intentando recuperarla, aparece un amable transeúnte, que le explica que a él le había ocurrido lo mismo el día anterior. «Marqué dos veces el número secreto y pulsé cancelar, a mí me salió así.» Y el estafador memoriza el número, que luego utilizará con la tarjeta, que evidentemente no sale del dispositivo. Otros ofrecen su teléfono móvil para que el estafado llamé al número de atención al cliente de ese sistema, que no es otro que un compinche al otro lado de la línea, que se ocupará de averiguar el número clave de la víctima.
Pero no sólo se usan tarjetas hurtadas. Fue la Policía británica, hacia 1987, la primera en alertar sobre esta nueva especialidad delictiva de las bandas nigerianas conocida como «planchado», «clonación» o más popularmente skimming. Al detener algunos delincuentes nigerianos, implicados muchas veces también en el tráfico de mujeres, descubrieron que muchas de las tarjetas de crédito incautadas no habían sido robadas, sino que eran duplicados con una banda magnética idéntica a la de una tarjeta real.
Para duplicar las tarjetas se utilizan ingeniosos sistemas tecnológicos, como falsos lectores instalados en la puerta de los cajeros, cámaras ocultas con las que se graba el número secreto que utiliza el cliente, «bacaladeras» y grabadores del código magnético utilizadas por prostitutas, empleados del peaje de las autopistas, etc. Una vez grabada la banda original de la tarjeta auténtica, se duplica utilizando tarjetas plásticas en blanco, sobre las que se impresiona la copia magnética de la banda original, y a continuación se realizan compras millonarias. Para ello son imprescindibles, en muchos casos, los cómplices. Empleados de comercios legales que, en colaboración con los estafadores, permiten que realicen las compras desde sus terminales informáticas llamadas TPV (Terminal Punto de Venta) repartiéndose a medias los beneficios.
Además del narcotráfico, el tráfico de mujeres, la falsificación de documentos, etc., Sunny era un presunto veterano en el ejercicio del skimming. Traficaba con tarjetas de crédito falsas y tenía varios colaboradores españoles, propietarios de negocios en toda Murcia, que ponían a su disposición las TPV para poder ejecutar las estafas. Uno de ellos, que terminaría siendo detenido precisamente por este tipo de fraudes, era Francisco, el propietario de una tienda de bicicletas de Alcantarilla.
A estas alturas llevaba meses infiltrado entre traficantes de drogas, de armas, de mujeres o de documentos falsos. Al añadir el skimming a mi supuesto currículum delictivo sólo pretendía reforzar la credibilidad de mi personaje, en la última fase de esta investigación. Me había propuesto intentar comprar a Susy y a su hijo.
Pero antes de tentar a la suerte una vez más, necesitaba comprobar si existían otras opciones para liberar de sus proxenetas a una mujer traficada. Así que me reuní con Susy en la cafetería de la gasolinera situada junto al Eroski, punto de encuentro de las prostitutas y sus proxenetas. No podía imaginar que ésa sería la última vez en mi vida que iba a ver a la joven. Ella tampoco. Pero casualmente esa noche me regaló una foto de su hijo y eso me encogió el alma. Conecté la cámara oculta en el lavabo de la gasolinera y pasé al local, dispuesto a entrar a matar. Necesitaba plantearle a Susy mi intención de comprar su deuda, antes de enfrentarme a la negociación con su «dueño».
—Me dijo Sunny... tú tienes que llevarle el dinero, ¿no? Que no soy tonto, que he viajado mucho, que soy medio africano... ¿Cuánto dinero tienes que pagar? Si yo quisiera que tú te vinieses conmigo... ¿Cuánto dinero cuestas?
Duda. Esquiva mi mirada. Remueve la limonada sin saber qué decir. Jamás ha hablado con un blanco de estas cuestiones, consideradas secretos mortales por las redes de crimen organizado, y me cuesta verdaderos esfuerzos que por fin responda a mis preguntas.
—¿Cuánto has pagado ya? ¿Cuánto le debes? No me engañes, ¿eh? Que lo voy a hablar con él.
—Yo no sabe... mucho. —¿Cuánto es mucho? Llevas dos años aquí, ya tienes que haberle pagado mucho.
—35.000 o algo así. —¡Le debes 35.000 dólares! ¡Pero si eso es lo que debes por venir por la ruta terrestre! Eso es mucho. Tienes que haberle pagado ya parte. ¿Cuánto dinero tengo que darle a Sunny para que te deje ir? ¿Tú quieres estar con él?
—No, yo no quiero estar con él. No sé cuánto dinero. —Piensa con cuánto dinero te dejaría irte, con el niño. Si no me ayudas no te puedo ayudar.
La nigeriana estaba confusa. Sabía que estaba profanando una ley escrita con magia y sangre. Estaba compartiendo con un blanco los secretos de negros del negocio del que era víctima, pero mi trabajo con ella, durante los últimos cuatro meses, por fin daba frutos. De alguna manera sabía que intentaba ayudarla.
—Imagina, sólo imagina. Si un día vas a Torrevieja, coges el niño y te vas... ¿qué pasa?
—No, no, no. Mejor pregunta Sunny... sin Sunny, uff.. —No quiero meter la pata, pero, joder, si cogemos al niño y nos escapamos, él no te va a encontrar en Madrid... _No, no, no ... él puede... mi familia en Nigeria...
—¿Qué le pasa a tu familia? ¿Va a ir él a Nigeria? —No, no, por favor, Antonio... Yo no tengo miedo para mí, pero para mi familia seguro...
Susy me confirmaría que, antes de salir de Nigeria, le hicieron un ritual de brujería. De ahí venía su terror al vudú y su fe en el collar que le había regalado. Sin embargo teme al boxeador y también a la Policía.
—¿Y si hablas con la Policía? Te protegerían... —¡No, no, no! Por favor, Antonio, no...
—Ok. ¿Tú crees que si le pongo sobre la mesa 15.000 dólares, así, en montoncitos, él te dejaría a ti y al niño? ¿0 me va a pedir 15.000 por cada uno?
—No, 15.000 está bien.
Madre e hijo por 17.000 dólares
Ya tenía una idea aproximada del precio, pero ahora llegaba lo más difícil. Sólo existía una forma de averiguar si tras todos mis viajes a Murcia, y mi integración en el mundo de la trata de blancas y el crimen organizado, Sunny confiaba en mí. Sólo había una manera de averiguar si el boxeador nigeriano estaría dispuesto a venderme a una de sus furcias y a su hijo, o intuiría que yo era un infiltrado, obrando en consecuencia. Tendría que reunirme con él, a solas, y plantearle abiertamente el negocio. Cogí el teléfono y me cité con él en la plaza de la Catedral de Murcia a la mañana siguiente.
Sentí la tentación de avisar al subteniente José Luís C., de la Policía judicial, o al inspector José G., de la Brigada de Extranjería, para pedirles ayuda. Me sentiría más tranquilo, aunque yo asumiese todo el riesgo, si supiera que un par de oficiales armados me cubrían las espaldas. Pero recordé al malnacido jefe de Policía que me delató ante los cabezas rapadas mientras estaba infiltrado entre los neonazis. Así que decidí continuar solo la investigación hasta el final. Y únicamente si conseguía mi objetivo, comprar a una mujer en la España del siglo XXI, pondría mi investigación en conocimiento del juez y la Policía, para que ellos realizasen las detenciones pertinentes. No obstante, en esta ocasión Alfonso, compañero en el Equipo de Investigación de Atlas—Tele 5, y con el que he compartido muchas aventuras como infiltrado, acudió a Murcia para grabar, desde la distancia, mi reunión con el traficante.
Sunny llegó puntual. Me parecía mucho más grande y corpulento que nunca. Pedimos dos ginebras y entramos en materia sin demasiados preámbulos. Mientras hablamos recibió varias llamadas telefónicas. Hablaba con sus interlocutores en inglés y en yoruba. En una de las llamadas pidió a su interlocutor que le telefoneara a otro número, por si la Policía pudiese estar escuchándole. No tenía ni idea de que mi cámara estaba grabándole en ese momento.
—¿Qué tal, Antonio?
—Hola, Sunny. Tenemos que hablar... Tomé un par de tragos de ginebra intentando envalentonarme con el alcohol, o acaso anestesiarme en caso de recibir una inminente paliza. Sabía que no le iba a hacer gracia que un blanco le propusiera un negocio que habitualmente era cosa de negros, y un delito grave. Instintivamente acaricié la bala que llevaba colgada al cuello, cual supersticioso talismán. Iba a necesitar más que nunca a mi ángel de la guarda, esta vez enfrentado a todos los espíritus del panteón yoruba que hábilmente utilizaba el africano.
——Ok, Sunny. No quiero que te enfades, ¿vale? No te enfades con
Susy. Si te enfadas que sea conmigo... Yo he estado en África y sé cómo funciona esto. Yo sé que hay una deuda... No quiero que me engañes, ¿vale? No quiero que haya problemas. Supongo que en dos años ya habrá pagado una parte. ¿Cuánto dinero puede deberte Susy?
Las cartas estaban sobre la mesa. Ya no había vuelta atrás. Sunny se quedó en silencio unos instantes interminables. Me miró a los ojos muy serio, como intentando adivinar cuáles eran mis verdaderas intenciones. El corazón aporreaba mi pecho con tantas ganas de salir corriendo de mi cuerpo como yo las tenía de escapar de aquella plaza. El boxeador nigeriano no se fiaba aún de mí, sin embargo no quería dejar escapar ese negocio millonario. Así que decidió tantearme, pero sin reconocer su implicación en el delito y responsabilizó a una tercera persona.
—El dueño de esta chica... está en Cádiz. Pero yo hablo con ella... —Pero me dijo que te pagaba a ti.
—Ella a mí y yo a ella, yo sólo testigo... —Ya.
—Si dar 20, se puede dejar ir. —¿20.000 dólares? —Sí.
Había mordido el anzuelo. Mi cámara oculta estaba registrando la negociación para comprar a una chica y a su hijo en la España del siglo XXI, digan lo que digan los libros de historia sobre la abolición de la esclavitud. El boxeador nigeriano acababa de ponerse la soga al cuello. Su implicación en el tráfico de mujeres era ya irrefutable. A pesar de su intento por cubrirse las espaldas en el asunto, dejaba muy claro que él era quien decidía lo que se hacía o no con la chica, sintetizándolo todo en una frase:
—Si tú hablas con padre de Susy, él va a decir. Tú habla con Sunny. Sunny es su padre ahora. Yo tengo el mando.
Iniciamos el regateo. Él pedía 20.000 dólares. Pero yo ofrecí 15.000. Finalmente pactamos el precio de la chica y de su hijo en 17.000 dólares. El boxeador estaba contento, olía casi 3 millones de pesetas que creía que iban a engrosar su cuenta bancaria, y no tuvo problema en hablar sobre sus negocios. Confesó, ante el objetivo de mí cámara, que también enviaba coches desde Alemania a África, e incluso me invitó a viajar con él a Nigeria. Tal vez estaba pensando que yo podría ser su nuevo socio en el negocio. Lo que no imaginaba era que, en realidad, estaba con un infiltrado que le estaba grabando con una cámara oculta.
El siguiente paso era obvio. Había conseguido mi objetivo y ya no existía el riesgo de que ningún policía infame me estropease la investigación. Ahora, y no antes, sí podía poner en conocimiento de las autoridades judiciales y policiales la historia de Susy y mi negociación con Sunny para su compra.
En realidad no descubrí nada nuevo a los oficiales de la Brigada de Extranjería cuando me reuní con ellos en la comisaría. Ya tenían referencias de Prince Stamy y de sus turbios negocios. Sin embargo, acogieron con entusiasmo mi testimonio y sobre todo las grabaciones de cámara oculta, que inmediatamente pusieron a disposición judicial. Desde Madrid pacté con Sunny por teléfono los detalles de la compra y también grabé esas conversaciones telefónicas. Volvería a Murcia días después. Necesitaba más imágenes para el reportaje y tendría que hablar con Susy para confesarle la verdad e invitarla a denunciar a Sunny. Así podía convertirse en testigo protegido y con ello conseguir los papeles legales. Pero el destino todavía me reservaba un quiebro imprevisto en esta historia.
No obstante, antes de volver a Murcia por última vez, tenía que cerrar otro negocio. Media docena de niñas de trece años estaban en venta y mí otro yo había reservado aquella carne fresca y jugosa para mis ficticios burdeles. Mario Torres Torres, el presunto asesino, narcotraficante y proxeneta, me convocaba a una nueva reunión entre traficantes.

Niñas de trece años a 25.000 dólares

Mario, convencido de que mi «mirada de diablo» era una garantía de mi naturaleza criminal, quedó de nuevo conmigo para cerrar el precio de las niñas. Esta vez el punto de encuentro sería el VIPS de Sor Ángela de la Cruz de Madrid. Según pude averiguar posteriormente, gracias al registro de llamadas realizadas por el mejicano desde su habitación en el hotel en el que se alojaba, el Gran Vía, Mario llamaba con cierta frecuencia a Guadalajara, en el estado de Jalisco (México), y a teléfonos eróticos go6. Y también recibía la visita de prostitutas. Los movimientos bancarios de su tarjeta de crédito también aportaron una información golosa sobre los negocios millonarios a los que se dedicaba...
Esta vez Manuel y Mario habían escogido estratégicamente la mesa, que estaba situada en el extremo más discreto del restaurante. Yo, previniendo que pudiese volver a cachearme, había colocado la cámara en una pequeña mochila que llevaba conmigo. Ahora tenía que concentrarme en lograr que repitiese todo lo que me había dicho en nuestra reunión anterior, y más, para grabarlo fielmente.
Pidieron algo de comer, pero yo opté sólo por café. No podía arriesgarme a que se me revolviese de nuevo el estómago y terminase vomitando otra vez. En la cinta de vídeo se aprecia cómo, mientras ellos comen con buen apetito, yo me limito a tomar café con vodka y a fumar unos imponentes Cohiba de casi 12 euros el cigarro.
Había aprovechado aquella semana para empollar todo lo que pude sobre narcotráfico, e intenté prever todas las preguntas embarazosas que el mexicano podía hacerme para adelantarme a ellas.
Mario Torres Torres vestía una camisa blanca muy holgada y, por alguna razón, tuve la firme convicción de que iba armado. Me habían explicado que entre los traficantes mexicanos era costumbre llevar un arma de pequeño calibre escondida en el brazo, fijada a la altura del bíceps con una funda de tobillera. Eso hacía que, incluso siendo cacheados, no les descubriesen el arma. Sobre su pecho lucía una gran cruz de plata, que se me antojó un sacrilegio. Más tarde me confesaría que tanto él como otros muchos narcotraficantes mexicanos practicaban la brujería, porque creían que, a través de ella, podían protegerse de la Policía. Algunos delincuentes resultan ser tan supersticiosos como las rameras nigerianas.
Posteriormente descubriría, navegando por Internet, la increíble historia de Adolfo de Jesús Costazgo, líder de una banda de narcotraficantes mexicanos, que había sacrificado a catorce personas en el transcurso de ritos satánicos, que tenían por objeto proteger a sus compinches de la DEA. La historia de Costazgo, y más concretamente de su compañera Sara Aldrette, inspiró al director Alex de la Iglesia la película Perdita Durango.
Pero aquello no era una película, sino el mundo real. Y no podía cometer errores, así que decidí tomar la iniciativa. Lo que más temía en aquella nueva reunión con el narco era que hubiese hecho preguntas sobre mí en el mundo del narcotráfico español donde, evidentemente, nadie me conocería. Y si nadie en el gremio de las drogas conocía al tal Toni Salas, sólo podía ser un infiltrado, o de la Policía o un periodista. Así que me propuse adelantarme al azteca. Si, como me había dicho Manuel, Mario había interpretado el brote de locura en mi mirada como la garantía de mi pertenencia a una mafia criminal, aprovecharía esa baza a mi favor. Mientras encendía otro cigarro habano, con la intención de que mi aspecto fuese el de un adinerado mafioso, miré fijamente a los ojos del mexicano, intentando clavar en sus pupilas toda la rabia, el desprecio y el odio que me inspiraba.
—Hay un problema... He hablado con mis amigos de México, que no te conocen...
Touché. Mi estocada lo alcanzó directo al corazón. Herido en su orgullo de delincuente, el narco soltó ante mi cámara oculta todo su currículum como traficante. Mencionó los nombres de alguna de las familias más importantes del narcotráfico mexicano de Sonora, Yucatán, Sinaloa, etc., y me detalló su relación con todos y cada uno de sus integrantes. Aquella confesión, en toda regla, supone la mejor garantía, porque si los mexicanos supiesen que su compinche ha soltado ante un periodista todo aquello, probablemente la vida de Mario no valga un centavo. Claro que la mía tampoco. (Así que, dado el caso, tú verás, Mario, cómo zanjamos el tema ... )
Con las cartas boca arriba, sin más preámbulos ni concesiones, el mexicano me soltó a quemarropa la temida pregunta: cuánta droga queríamos enviar a México, yo y la ficticia organización de narcotraficantes que representaba. Así que me dispuse a hacer la mejor interpretación de mi vida. Si cometía un error, la escena no se detendría con una plaqueta cinematográfica y un «¡corten!» del director, sino con el cañón de un 9 corto en mi cabeza. Y esta vez la bala no se conformaría con rozarme.
—Espera, tenemos ese tema por un lado y las mujeres por otro. Vamos por partes. Mujeres.
Con todo el tacto del mundo, volví a tocar los temas que ya habíamos tratado en nuestra primera reunión, con objeto de que esta vez se grabara correctamente sus respuestas, en mi cámara oculta. Curiosamente, de pronto Mario pretende tener escrúpulos, y alega que su interés fundamental es el narcotráfico, y que en México está muy mal vista la compraventa de niñas. Sin embargo sus aparentes reparos apenas duran un minuto. Es astuto y quiere encarecer el precio de las niñas.
—A muchos extranjeros, y a mucha gente en México, la han detenido por eso. Y les arman un rollo, ¿sabes?, hasta salen en televisión. Que andas comerciando mujeres, ¿sabes? Yo te lo hago como una atención. ¿Cuántas quieres? ¿Unas cinco o seis?
—Sí. —Hay unos gastos, ¿sabes? Yo llegaré con el presidente de la comunidad, porque si hay algún pedo me lo quita él. Entonces convocar alguna fiesta o algo, para que yo pueda observarlas y que el presidente me diga cuáles. Obviamente ya con tu respaldo de atrás, que yo le diga, va a ir una persona porque necesitarnos unas niñas... Mira, en Chiapas ya hay niñas jóvenes que trabajan de prostitutas. Pero yo creo que tú quieres algo más sano, ¿no> Porque en Chiapas ya trabajan niñas de doce años de prostitutas.
—Lo sé. Estuve en Chiapas y por todo México. El problema de esas niñas es que están muy quemadas ya. Es como las brasileñas. Empiezan a darle al pegamento y traen muchos problemas después. Si las puedes coger nuevas en esto mejor.
—Yo sí las puedo agarrar. Pero establecer un precio no sé. Yo no sé qué tanto por ciento le sacas tú a todo esto.
—Eso es problema nuestro. Tú pide el precio que quieras, y nosotros luego intentamos amortizarlo.
—Tu vas y te las traes? —Despreocúpate por los gastos de viaje. Con eso corremos nosotros. Tú pon precio.
—Yo no sé. Porque por ejemplo allí están en su comunidad, que se conocen de toda la vida. Allí va el ranchero, ésta me gusta.
Se conocen y allí se va a quedar la niña. Ahora esto es diferente, te la vas a chingar y te la traes. Ahora la cosa es diferente... ¿ellas van a poder aportarle a su familia dinero?
—Claro. Eso hacen todas. Ellas con el dinero que ganan hacen lo que les da la gana.
—Si te pregunto por eso, para comentar yo, ellas van a ser un aporte económico para la familia...
—¿Cómo te crees que se está manteniendo la economía de Moldavia, de Nigeria, de Rumania o de Cuba? Por sus chicas.
—Yo en México tenía tres o cuatro tables y yo sé... Bueno, no sé, unos 20.000 o 25.000, por cada niña...
Sabía que no podía aceptar su oferta a la primera. Se suponía que era un profesional del tráfico de mujeres y debía negociar. Me preparé para regatear el precio.
—Depende de las niñas. El problema, lo que me asusta a mí, es que las niñas de Chiapas no son como las de D.F. Son más indígenas.
—Claro que sí... Pero si te voy a mandar algo, te voy a mandar algo que sea agradable. Si te mando una pincha de niña...
—Depende de la edad. Si es jovencita no importa tanto, ¿de qué edad hablamos?
—¿Qué quieres de diez, doce ... ? Creo que pegué un brinco. El narco había bajado la edad de las menores. Me estaba ofreciendo niñas de hasta diez años para ser prostituidas en los burdeles españoles.
—No. Me habías hablado de trece, catorce, ¿no? —Lo que tú quieras. Tú dime. Porque acá él sabe, que hay quien quiere hasta de diez. Diez, once, doce... está enfermo.
—Joder, pero si no tienen tetas todavía... —No, hay algunas que sí, eh, hay algunas que sí. —Él lo sabe que ya las ha probado —interviene Manuel señalando a Mario.
En ese instante asistí alucinado y asqueado a una discusión entre el empresario y el traficante en tomo al placer de follarse niñas vírgenes menores de catorce años.
—No, yo lo más que he chingado es de catorce. —¿Pero nuevecitas o ya usadas? —No, nuevecitas, yo las quiero nuevecitas. No, mira, casi te digo una cosa, que lo que te voy a mandar va a ser todo nuevecito. Te lo digo en serio. Ésta es una de las cosas que te voy a dar, que sea todo nuevecito... Posiblemente te voy a lograr algunas de las que yo conozco, que viven como en las afueras de la ciudad... Yo conozco mucha ranchería. Yo he mirado algunas niñas ya que son muy pobres, y será cosa de una labor verbal. Es que, tú sabes cuál es el problema, que igual lo pueden tomar así para adelante, por la necesidad económica, como, güey, igual te mandan arrestar... Es muy complicado el pedo, güey ...
—Pero allá habrá gente que se dedique a ese negocio, que te puedan apoyar.
—Yo en la única en que me puedo apoyar, pero es hija de su puta madre, es en la vieja que le dicen La Vaca en Guadalajara. ¿Escuchaste de La Vaca? —al decir eso Mario se volvió hacia mí.
—Puede que sí —mentí, interviniendo de nuevo en la conversación, —Es la que controla todo el tráfico en Guadalajara, pero el problema con ella es que si se entera de que aquí hay gente metida extranjera va a decir... —al decir esto Mario realiza un gesto con la mano, como si estuviese empuñando una pistola. Imaginé que intentaba referirse a que la traficante de Guadalajara podría ejecutarlo si descubre que interfería en su negocio—. ¿Tú me entiendes? Porque sabe todo el pedo...
—A lo mejor le interesa... —A lo mejor yo me puedo valer de ella. Yo la verdad, ahora que vuelva para allá llevo un chingo de trabajo...
—Vas a llevarte mucho trabajo. —Sí, de hecho, hay un problema de trabajo muy fuerte. Hay muchas cosas que van a arrancar, me entiendes. Pero yo sí te prometo, Toni, y cuenta con mi palabra, que sí lo voy a hacer... Si tengo que hablar con La Vaca y me recargo en ella, a lo mejor te conecto directamente con ella, y te puede estar proveyendo periódicamente, porque ella conoce a todo el mundo. Y lo mejor, honestamente, es que las mismas bailarinas tienen hermanas, me entiendes...
—Así funciona. Hermanas, primas, vecinas... Empecé a notar cómo el sudor caía por mi frente, y tuve la sensación de que la gomina de mi pelo estaba manchándome la cara. Me quité las gafas de sol, que llevaba sobre la frente, y me sequé el sudor con una servilleta de papel. Mientras, Mario continuaba ofreciéndome adolescentes y niñas mexicanas para mis burdeles.
—Yo conozco un par de niñas, que son hermanas de algunas bailarinas... son muy jóvenes pero tienen una hermana, que tiene entre doce y trece años, que está buenísima ya, y está nuevecita. Y como yo tengo una amistad muy chingona con ellas, a lo mejor yo podía hacer... Esas tres niñas soy muy, muy bonitas...
—¿Y se lo montan juntas? —intervino Manuel. —No son tan enfermas cabrón, son hermanas. —Da igual, se lo pueden montar juntas... —Cuando hablabas de 20.000... o de 15, a lo mejor... —dije yo, volviendo a la negociación sobre el precio.
—No, 15 no. Porque yo sé que me van a tumbar 10 por lo menos. —¿Y 100 por seis? —No.
—Eres duro, cabrón. —Eres inteligente. Es más, yo te quiero tumbar 125 por cinco. Mira, a mí me va a tumbar mínimo 100.000 pesos, que son 10.000 dólares. Yo sé que menos no puede ser. Porque yo vengo de fuera, ¿entiendes? Si yo me valgo de La Vaca, ella me va a decir: «Yo quiero tanto para mí».
La camarera ya les había servido la comida, y mientras los escuchaba, miré hechizado el cuchillo con el que el mexicano troceaba su filete. Empecé a sentir la tentación de arrebatárselo para clavárselo en el corazón. Pensé que si era lo bastante rápido podría arrancárselo de la mano y hundírselo en el pecho antes de que pudiese desenfundar la pistola que imaginaba oculta bajo su camisa. Pero inspiré un par de veces y bebí un trago para intentar volver a la realidad. Me repetí a mí mismo: «No soy un criminal ni pertenezco a ninguna mafia. Sólo estoy interpretando ese papel y no puedo permitir que el personaje devore a la persona».
—Yo tengo que hablar con el presidente, porque si me hacen un pedo, él me saca. Porque han sacado a mucha gente...
—¿El presidente? —El presidente de la comunidad, porque son comunidades pequeñas... y nosotros ya tenemos un hombre ahí. Entonces por ahí yo le puedo decir que ando buscando niñas, y ya cogemos una de aquí, dos de acá, otra de allá... Igual yo me chingo una...
—Entonces quedamos en 100 por seis, ¿no? —insisto en la cuestión del precio, que se supone es lo que me interesa como comprador.
—No, 125. —Qué cabrón. Pero, joder, si me dices 20 por cada una, no me salen las cuentas.
—No, yo dije entre 20 o 25 por cada una. Yo sé lo que significa para ti eso, cabrón, la vas a explotar de a madre, cabrón. O te crees que soy tonto. Yo ya evalué todas las situaciones. A ti si te sale a 25 cada niña, estas recuperándolo en dos o tres palos. Tan sólo con que esté virgen tú puedes cobrar lo que quieras.
—Ése es el negocio. —Entonces no me regatees. Entre carcajadas me aclaró que de las cinco o seis niñas, una no iba a Regar virgen, porque él tenía que «catar la mercancía». A continuación nos centramos en la negociación sobre las drogas, nuestro segundo bisnes. Quería la Ephedrina en pastilla o en polvo. El trato era que yo enviaba la mercancía y él la distribuía. Hablamos también del cargamento de Cuba, de la situación del negocio en EE. UU. y de cómo la DEA les iba pisando los talones. Lo más increíble es que me confesó que tenía hijos y esposa y que acababa «de nacer una niña mía en México y no he estado en el parto». Y no consigo comprender cómo podía estar comerciando con la vida de niñas, iguales que sus hijas, y encima presumir de acostarse con crías de catorce años. Si yo hubiese pedido algo sólido en aquella comida, sin duda habría vuelto a vomitar.
Justo antes de despedirnos, y tras haber cerrado el precio de las niñas para mis prostíbulos en 25.000 dólares cada una, le comenté que el negocio del sexo estaba en auge en España.
—Tú sabes la cantidad de tías que están entrando en España, es una locura. Y hay trabajo para todas —digo yo. _Porque hay dientes para todas...
Y el narcotraficante mexicano tenía razón. Sin saberlo me había dado la llave. El verdadero motor del negocio de las mafias no es la proliferación de mujeres dispuestas a prostituirse por salir de la miseria ni tampoco los proxenetas, chulos y traficantes, ni siquiera los «honrados empresarios» que se lucran con los burdeles... El verdadero motor del negocio del sexo son los clientes. Los prostituidores. Los demandantes del producto, que generan la oferta. Los millones de Paulinos, Juanes y Manueles, que mantienen el negocio de las mafias desde el anonimato y la impunidad. Mientras las rameras y sus proxenetas son criminalizados socialmente, ellos continúan sosteniendo desde las sombras la nueva trata de esclavos. Ellos son los auténticos responsables de que, en la civilizada España del siglo XXI, yo pudiese comprar niñas de trece años, para comercializar su virginidad. 0 pudiese adquirir una chica de veintitrés años, y a su hijo de dos, para disponer de su vida o de su muerte, como se me antojase. Porque, a pesar de mantener abiertos diferentes frentes, en esta investigación, en ningún momento me olvidé de Susy y de su propietario, el boxeador nigeriano. Y había llegado el momento de terminar lo que había empezado meses atrás. A esas alturas, ya me había implicado demasiado en el tema y la historia de Susy era algo más que un reportaje. Si después de haberme infiltrado en su vida, la existencia de aquella joven continuaba exactamente igual que antes de haberla conocido, me sentiría tan inhumano como el cerdo que interpretaba. Así que tenía que hacer algo para evitar que Sunny continuase extorsionándola con su hijo y con la amenaza del vudú. Lo que fuese. 0 de lo contrario sabía que ni las pastillas que me había recetado el psiquiatra podrían anestesiar mi culpabilidad. Sacar a una, por lo menos sacar a una... ésa era mi obsesión en aquellos momentos... Volví a Murcia con la intención de confesar toda la verdad a Susy y sacarla de allí, pero Regué tarde. Demasiado tarde.

Una mafia menos

Unos días después José Ángel, el jefe de grupo de la Brigada de Extranjería, me telefoneaba desde la comisaría para darme la buena noticia: el juez había admitido mis cintas y había autorizado los pinchazos telefónicos y el seguimiento de Sunny. Su detención era inminente, ya sólo era cuestión de días.
Y el día de la caída de Prince Sunny yo estaba en Murcia. Contra todo pronóstico la investigación había dado un nuevo giro pocos días antes. Susy se había escapado del control del nigeriano. Parece ser que, finalmente, la fe en el poder protector del collar mágico que le había regalado había sido superior al temor a los maleficios vudú de Sunny. Así que, un buen día, decidió escapar de Rincón de Seca para vivir con su hijo. Y las amenazas mágicas del proxeneta hechicero no pudieron detenerla. Nadie podía haber imaginado que la fe que mis trucos de ilusionismo inspiraron en Susy y en los poderes de mi collar le iba a dar el valor suficiente para huir del hechicero traficante. Continuaba vendiendo su cuerpo, pero ahora el dinero que conseguía no le era incautado. No me parece recomendable que ninguna mujer se prostituya, pero si lo hace, que el dinero sea para ella y no para un chulo, para un proxeneta, o para un «honrado empresario».
Ni la Policía ni yo conseguimos localizarla, afortunadamente el boxeador tampoco. Y aquella mañana me encontraba haciendo guardia frente a la casa de Sunny, en Rincón de Seca, por si ella aparecía, cuando, de pronto, la calle, normalmente desierta, se llenó de policías. Unos iban de paisano y otros de uniforme. Mi cámara registró cómo los efectivos policiales entraban en el edificio y salían poco después con un par de señoritas de raza negra y con el boxeador nigeriano, debidamente esposado. Cuando me vio, grabándole con una cámara de vídeo desde mi coche, me fulminó con la mirada. Creo que en ese momento supo que había sido víctima de un infiltrado. Y si no lo estuviesen rodeando una docena de policías armados, pienso que me habría arrancado el corazón allí mismo. La mejor garantía de que sus poderes mágicos eran un fraude es que no caí muerto en el acto, a pesar del odio que destilaba su mirada. Su «mal de ojo» no funcionó conmigo, pero si no hubieran estado los policías, seguro que sus puños sí habrían surtido efecto.

Según el comunicado que emitió ese mismo día el Ministerio del Interior, Sunny era la cúspide de la pirámide de una organización criminal en la que fueron detenidas diecisiete personas de nacionalidad nigeriana, rumana y española. Sus colaboradores Omone A. y Superior N., este último sobrino de Sunny, también cayeron.
Fueron registrados varios pisos relacionados con la organización. En la casa de Superior, en la calle Comandante Ernesto González Bans, N. 2, además del sobrino de Sunny fue detenida su novia, Silvia, y dos chicas más. En una casa de la calle Poniente, N. 21, en Los Garres, fue arrestado otro de los colaboradores de Sunny, con drogas y tarjetas falsas, tres inmigrantes ¡legales y dos chicas más. En la Era Alta, concretamente en el Camino Hondo, fueron detenidos el resto de los implicados, tres de ellos ¡legales, e incautadas más tarjetas de crédito. En la tienda de bicicletas de Alcantarilla, se detuvo a su propietario, acusado de colaborar en el skimming pasando las tarjetas de crédito falsas por el TPV de su tienda. Y por último, en el domicilio de Sunny, además de detener a las dos nigerianas, se procedió a un meticuloso registro del inmueble. Junto con tarjetas de crédito, pasaportes y otros documentos falsos, drogas, dos terminales para cobro de tarjetas, trece teléfonos móviles, cuadernos con notas sobre el dinero que le entregaban sus rameras, etc., se descubrieron los altares y fetiches vudú, con los que, presuntamente, Sunny aterrorizaba a Susy y a sus compañeras para que ejerciesen la prostitución y no le denunciasen a la Policía. Aquellos siniestros fetiches no tuvieron tanto poder como mi collar mágico. En este caso, la magia del blanco superó a la del negro...
Visité todos aquellos pisos de la organización para grabarlos, mientras la Policía realizaba las detenciones. Sin embargo, no sentí la alegría que esperaba, al ver cómo los agentes esposaban y detenían a los componentes de aquella mafia. No sentí euforia ni orgullo profesional al ser el único periodista que había conseguido llegar tan lejos en una infiltración en las redes de la prostitución en España. No había risas ni gozo ni siquiera vanidad. Sólo una profunda, siniestra y agobiante sensación de vacío. Quizá porque era consciente de que aquellos meses de esfuerzo únicamente habían servido para extraer un grano de arena en la inmensa playa. Una red de tráfico de mujeres desmantelada es una ridícula gota en un inmenso océano. Un elemento más en la estadística policial.
Susy se convirtió en un número. Un gráfico en el ordenador.
Un expediente archivado en una comisaría. Pero detrás de aquel dato estadístico, detrás de aquella gráfica en la pantalla del ordenador, detrás de aquella carpeta polvorienta, hay un ser humano real.
Una mujer y un niño de dos años con una vida tan rica y llena de matices como la de cualquier lector de este libro. Lo terrible es que todas y cada una de las estadísticas policiales, todas las gráficas de ordenador, encierran historias personales tan crueles y despiadadas como la de Susy.
En este mismo instante cientos de Sunnys están haciendo cruzar las fronteras a miles de Susys, que enfermarán o morirán por el camino. Las más afortunadas sobrevivirán a las pateras, a los autobuses o a los aviones, para ser violadas y humilladas en un campo de refugiados de Ceuta o de Albania, o en cualquiera de los países de tránsito como Turquía o Argelia. Al final, después de un viaje siniestro, acabarán exhibiendo sus carnes en la Casa de Campo de Madrid, en el Grao de Valencia, o en cualquiera de los burdeles de ANELA, para el goce y disfrute de los honrados y respetables ciudadanos europeos.
Ellos, nosotros, somos el último eslabón de la cadena, y los verdaderos responsables de la demanda que genera la oferta. Sin nosotros no existirían las mafias del tráfico de mujeres ni tampoco las respetables anclas. A pesar de ser, de alguna manera, cómplices e inductores del delito, nunca seremos procesados judicialmente. Sin embargo, quiero pensar que, algún día, nuestras propias conciencias serán el jurado, el juez y el verdugo que ejecute la sentencia. El veredicto, obviamente, «culpables».

Tuesday, May 09, 2006

Capítulo 12: El traficante de niñas


El que induzca, promueva, favorezca o facilite la prostitución de una persona menor de edad o incapaz será castigado con las penas de prisión de uno a cuatro años y multa de doce a veinticuatro meses.

Código Penal, art. 187, 1

A estas alturas de la investigación Manuel estaba convencido de que yo era un delincuente transnacional, implicado en la trata de blancas, narcotráfico, falsificación de documentos, etc. Sin embargo nunca pude imaginar a qué me iba a enfrentar cuando me telefoneó, aquella mañana, para invitarme a comer en Madrid.
«Quiero que conozcas a un amigo mío de confianza, creo que podéis hacer negocios juntos. Él está metido en los mismos negocios que tú.»
Nos citamos en un céntrico restaurante madrileño, en un recodo de la calle Princesa conocido popularmente como Plaza de los Cubos. Y Manuel y su acompañante me demostraron que no son unos delincuentes aficionados como yo. El enclave de la cita estaba perfectamente escogido. La llamada Plaza de los Cubos es uno de los lugares más estratégicos en Madrid para reuniones «discretas». Todos los servicios secretos del mundo lo saben. Y también muchos componentes del crimen organizado. Lo que no saben es que la Plaza de los Cubos ha sido, históricamente, uno de los puntos de encuentro de los skinheads neonazis madrileños. Una vez más tendría que tentar a mi estrella.
Los subterráneos de la Plaza de los Cubos tienen salidas a varias calles diferentes. Algunos están conectados por pasadizos y salidas de emergencia, y es bastante complicado controlar todas las rutas de huida posibles. Por eso es un lugar perfecto para reunirse lejos de miradas indiscretas. Sobre todo si lo que se pretende es iniciar un negocio ilegal, de tráfico de drogas y de mujeres.
Sabía que tenía que ser el último en llegar ya que, de lo contrario, correría el riesgo de malgastar muchos minutos de cinta y batería con la cámara activada sin grabar nada útil, mientras esperaba a mis contertulios. Esto ocurre porque, lógicamente, no puedo conectar la cámara delante de ellos. Así que tengo que hacerlo en algún lugar discreto; un cajero automático, una cabina telefónica, un WC... Si soy el primero en llegar a la cita debo activar la cámara y esperar. A partir de ese momento estará gastando batería y vídeo, y si mi objetivo se retrasa demasiado, para cuando llegue puede que ya no tenga suficiente energía o cinta para grabarle. Por esa razón dejé que pasasen diez minutos de la hora acordada y a continuación telefoneé a mi contacto para preguntarle dónde estaban. A última hora habían cambiado el lugar del encuentro a otro restaurante de la misma plaza, nueva muestra de su profesionalidad, y ya me esperaban en otro restaurante: «Ya estamos dentro, en una mesa del fondo» —me dijo—. Le respondí que yo estaba llegando. Me parapeté en un cajero automático cercano y simulé sacar dinero con mi tarjeta, mientras me acomodé la cámara oculta bajo la chaqueta, y la fijé con cinta americana. Pero estaba demasiado nervioso. Jamás había intentado grabar con una cámara oculta a un narcotraficante internacional, y eso es lo que me había dado a entender Manuel de su amigo. Además, poco antes, estuve a punto de recibir un tiro en la rodilla, de forma aparentemente casual. El proyectil de aquel disparo, que ahora utilizo como amuleto, me recordó que estaba tentando demasiado mi suerte, y los traficantes eran tipos mucho más peligrosos que los cabezas rapadas. El pulso me temblaba demasiado y en ese momento no era consciente de haber cometido un error fatal al fijar el micrófono, las baterías y la cámara a mi cuerpo. Tan excitado como asustado activé la cámara de vídeo e inmediatamente entré en el local.
Presentaciones de rigor: «Mario, éste es Toni. Toni, éste es Mario», y un flácido apretón de manos. Mario no apretaba al chocar los cinco, pero mientras su diestra se dejaba estrechar por la mía, con su izquierda me palmeaba la espalda a la altura de la cintura sin dejar de sonreír. A ojos de un profano podría parecer un semiabrazo cordial, pero ya me habían advertido que muchos mafiosos y traficantes saludan de esta forma tan aparentemente amable para cachear a su interlocutor por si fuera armado. Gracias a Dios y por pura suerte, no llevaba la cámara en el flanco izquierdo de la cintura, que es donde cualquier policía diestro llevaría su arma, y no la detectó. No pude evitar recordar el atronador sonido del disparo que días atrás pasó rozándome la rodilla.
Sin dejar de sonreír hipócritamente, los tres nos sentamos e iniciamos una conversación intrascendente para romper el hielo. Mario pidió una manzanilla. Yo, café. Su rostro me sonaba, pero tardaría en recordar que me había tropezado con él, cuando conocí a Manuel, en un burdel catalán.
—Buena comida y buenas mujeres en tu pueblo. —¡No chingues!, ¿conoces México? —Claro que sí. He estado en D.F., Veracruz, Cancún, Puebla, Catemaco, Chiapas... Hay mucho dinero y muchos negocios en México, y a nosotros nos gusta el dinero, ¿no?
Intentaba aparentar que era algo parecido a un traficante experto, pero no tenía ni idea. Improvisaba. Medía cada palabra, cada sílaba, cada fonema. Intenté que mi forma de hablar pareciera la de alguien que domina un tema, pero quiere ser discreto. Cuando en realidad era un ignorante sobre esta materia, que intentaba aparentar que la dominaba. Si el narco supiese que su interlocutor había confundido un chino de heroína con una china de hachís, meses atrás, me habría pegado un tiro allí mismo. Y con razón. _¿Y qué negocios tenían allá, güey?
—Ya sabes cómo es esto. De todo un poco. Todo lo que dé dinero. Nada de pendejadas. Cosas serias, ¿y tú?
—No, yo llevo poco allá. Antes vivía en EE. UU., y allá sí que hay bisnes. Mucho dinero. Ahora estamos abriendo mercado en México, porque la gente está loca por nuestro producto. Es lo último. Antes llevábamos éxtasis, e hicimos mucho dinero con el éxtasis, ¿acá, saben qué es éxtasis?
—Claro. Nosotros lo trabajamos mucho en la zona de Valencia. No sólo éxtasis. Todas las pastillas funcionan bien con la gente joven. Es un bisnes que te deja menos porcentaje, pero que se vende mucho, y al final te deja mucho dinero. Cada fin de semana se mueven muchas pastillas y muchos euros...
Me sorprendí a mí mismo con mi capacidad de inventiva. Jamás había pisado una discoteca valenciana y no sabía nada del mundo de las pastillas y las drogas de diseño, pero de pronto recordé que María y Alfonso, dos de mis compañeros del Equipo de Investigación en Tele 5, habían dedicado casi un año a investigar el mundo de los pastilleros, y forcé mi memoria para recordar algunos de los comentarios sobre este mundo que les había escuchado en la redacción y hacerlos míos. De la misma forma, intenté utilizar la jerga del traficante, que en ningún momento, salvo «éxtasis», pronunciaba el nombre de las drogas. Siempre hablaba del «producto». Palabras como heroína o cocaína parecen estar censuradas.
—Los chavales empiezan con el éxtasis y las pastillas mucho antes que con ningún otro producto. Empiezan por ahí y luego van probando otras cosas. Yo los he visto con catorce y quince años poniéndose hasta el culo de pastillas. Y lo bueno es que los chavales de ahora mueven mucho dinero, y ese dinero se lo dejan en nuestros productos.
—¡Hey, pues ustedes tienen que conocer nuestro producto! Es lo último. Acá saben lo que es el «cristal», ¿no? Era lo que estaba de moda en EE. UU. No mames, eso sí es bisnes.
—Ya, sí, claro. Pero no se mueve mucho aquí —respondí sin tener idea de qué demonios es el «cristal».
—0k. Pues el «cristal» era lo último, pero nuestro producto ha chingado el mercado y está arrasando en México. Todo el mundo lo pide. Y tarde o temprano llegará acá. Nosotros no estamos en las ligas mayores, sólo queremos sacar nuestra parte sin chingar a nadie. Hay muchos patrones allá que no quieren pendejadas.
No tenía ninguna noticia sobre las sustancias ¡legales de las que me hablaba el traficante, pero intentaba aparentar lo contrario. Me resultaba imposible predecir cómo reaccionaria si sospechase que el supuesto traficante español con que creía estar reunido era un periodista que le estaba grabando con una cámara oculta. Y, para colmo, yo no le palmeé la espalda al estrechar su mano, y no tenía la seguridad de que no estuviera armado. Conozco México, y también la fama de violentos y pendencieros que tienen sus narcotraficantes, dispuestos a desenfundar y vaciarte el cargador en la cabeza primero, para hacer las preguntas después.
—Hazme caso, cabrón, éste es un bisnes muy bueno para todos. Hay mucho dinero para ganar acá.
—Bien, hablemos de negocios. Yo controlo España y tú, México. Hablemos.
En ese instante el mexicano, que no había dejado de mirar a nuestro alrededor mientras charlábamos, se levantó y nos hizo un gesto con la mano para que lo siguiéramos. La pareja de la mesa de al lado, que parecía estar discutiendo de qué color iban a pintar el techo del salón, ajenos a nuestra conversación, habían terminado de mosquear al traficante. Mejor vamos a una mesa más discreta, dijo el mexicano mientras llamaba al camarero para pedirle que nos acomodara en un rincón más apartado del local. Los tres nos dirigimos a otra mesa, y yo me vi obligado a hacer un movimiento un poco forzado para colocarme entre Mario y Manuel. Necesitaba ver dónde se iba a sentar el mexicano antes de situarme yo, porque si Manuel se sentase justo enfrente de él o de mí, me habría estropeado el tiro de cámara y habría necesitado forzar demasiado mi posición para lograr que Mario entrase en el plano. Así que en cuanto
Mario eligió silla, yo me senté inmediatamente en la de enfrente, al otro lado de la mesa. Eso hizo que estuviera justo delante del objetivo de mi cámara. En cuanto el camarero se alejó, decidí ir al grano sin más demora. Supongo que los verdaderos traficantes no pierden el tiempo con zarandajas y llegados a este punto atacan la cuestión directamente. Y eso hice.
—Vale, vamos a hablar claro. A nosotros nos interesa el dinero y nada más. Háblame de los porcentajes. Cuánto sacaríamos en este negocio. _Ok, cabrón. Éste es un negocio perfecto. Nosotros empacamos en latas. ¿Sabes lo que es una lata?
—¡Claro! —mentí. No tengo ni la menor idea de lo que es una lata.
—Pues puedes sacarte tranquilamente 6o dólares de beneficio por lata con este producto.
Intenté sonreír con ironía mientras asentía con la cabeza, como si ese porcentaje me satisficiese. Vamos, como si realmente supiese de qué demonios me estaba hablando el mexicano.
—Con una inversión mínima, pueden estar sacando 18.000 dólares limpios por empaque, güey. Y nosotros tenemos todos los contactos para entrarlo en México y distribuirlo. Y sin metemos en ligas mayores. Sólo para empezar.
—Suena bien —volví a mentir. No sabía si era una cantidad razonable o no en el negocio del narcotráfico.
Durante un buen rato Mario intentó convencerme de las ventajas económicas del «producto» que pretendían comercializar y poco a poco fui descifrando, más bien deduciendo, de qué me hablaba. Mario buscaba inversores españoles dispuestos a patrocinar la compra en Europa, y el envío a México, de una sustancia legal llamada «Ephedrina», que una vez en el país azteca sería procesada y convertida en una lucrativa droga, hábilmente comercializada por los socios del traficante. Mis bravatas ante Manuel, haciéndome pasar por un poderoso empresario dispuesto a gastarse tres o cuatro millones de pesetas en «tirarme» a famosas, habían terminado por convencerlo de mis supuestos contactos con las mafias españolas. Y éste era el resultado.
—Pero, ojito, cabrón, no vale cualquier tipo de Ephedrina. Necesitamos una muy concreta. No nos sirve la de uso animal, tiene que ser la de uso humano y además con estas características específicas. No chingues. Esto es de lo que te estoy hablando.
En ese instante Mario me entregó un documento. Se trataba de un «Certificado de Análisis» en el que se detallan todas las características químicas de la «Ephedrine Hydroclíloride Ip». El análisis estaba fechado el 2o de abril de 2003, y especificaba todos los compuestos y componentes del «producto». El hecho de que el traficante me entregase este documento, una prueba al fin y al cabo de sus intenciones delictivas, me hizo ganar confianza. Parecía que mi interpretación había resultado convincente, y el traficante entró al trapo, mordiendo un anzuelo que yo había tendido a Manuel.
—Me dijo este pendejo que ustedes tuvieron problemas con otros productos en Cuba. A lo mejor podemos ayudarnos mutuamente...
Este quiebro en la conversación me cogió desprevenido. Tardé un segundo en recordar que, mientras intentaba convencer a Manuel de que yo era un millonario relacionado con las mafias, sin mentirle más que lo estrictamente necesario, había echado mano de todo mi arsenal imaginativo. Y uno de los recursos a los que había acudido fue el reportaje «Narcotráfico en La Habana» que mis compañeros del Equipo de Investigación habían realizado, justo antes del mío sobre los skinheads. El objetivo de aquel programa, rodado con cámara oculta en Cuba, era demostrar que la isla de la Revolución, y por mucho que lo niegue Fidel Castro, se había convertido en un país de tránsito de grandes alijos de droga desde América a Europa. Durante uno de nuestros encuentros, copa arriba, copa abajo, había utilizado toda la información de aquel reportaje, contándole las cosas para que pareciera que los «amigos» inexistentes de los que hablaba fuesen algunos de los inversores en el narcotráfico cubano. Manuel le había transmitido al mexicano aquella historia y algo debía de saber el traficante, porque entró a saco en la cuestión.
—¿Me oyó, güey?, ¿que si tuvieron problemas en Cuba ... ? —Sí. Tenemos una mercancía parada allí desde el año pasado. Ya sabes que al zorro de Castro últimamente le da por fusilar a gente, y está muy cabreado con Aznar. Nosotros teníamos buenos contactos en el gobierno cubano, pero se nos jodieron y el material se quedó dentro sin poder salir.
—¿De qué cantidad hablamos? Igual a mis amigos les puede interesar ayudarles por un porcentaje.
—De mucha. Estaba aterrado. No tenía ni idea de qué cantidad podía ser razonable para un envío de droga. Para mí sonaba igual de disparatado hablar de una tonelada que de mil. Es un tema sobre el que no sabía nada, y me sentía terriblemente inseguro. Sólo me concentré en mantener la calma y sostener la mirada al mexicano como si no tuviese nada que ocultar. Sin embargo volvía el sonido del disparo, resonaba una y otra vez en mi cerebro.
—Pero ¿de cuánta? ¿20 toneladas? ¿30? —De mucha. No te preocupes que a tus amigos les va a interesar.
—Pero ¿de cuánto, güey?, ¿de 100? Sólo se me ocurrió sonreír haciéndome el interesante. Como si no quisiese darle datos precisos. Y realmente no quería, porque no tenía ni la menor idea de qué datos inventarme.
—Tú sólo diles que les interesa el negocio. Es mucha cantidad y ellos saldrían satisfechos. Pero ¿cómo coño van a sacarla? ¿Conocen a alguien en el gobierno?
—De Cuba no sé. Alguien habrá. Pero tenemos gente cercana a Fox y para sacarla de Cuba a México podríamos, después ustedes la traen para acá, o la distribuyen en México, como prefieran.
No daba crédito. Tal vez fuera un farol pero el narco mexicano me estaba confesando que su organización tenía contactos en las altas esferas políticas de su país. Después de esta revelación decidí entrar a muerte con el verdadero tema que me había llevado a esta reunión: el tráfico de seres humanos. Al fin y al cabo en ese instante estaba realizando una investigación sobre las mafias de la prostitución, y no sobre el narcotráfico, que eso merecería o merecerá toda una infiltración aparte... Había llegado el momento de poner a prueba todo lo que había aprendido durante los meses anteriores, y de ver si realmente podía pasar por un veterano traficante de mujeres. Mis noches de burdel en burdel, mis coqueteos con traficantes, chulos y proxenetas, mi proceso de aprendizaje sobre el crimen organizado, debían ser sometidos a examen, y en ese momento ni siquiera sospechaba lo estricto de mi examinador.
—Oye, me dijo Manuel que también trabajabas con chicas. A mí me interesa mucho ese negocio.
—Claro, no mames. Yo en México tenía 3 clubes, y movía muchas chicas. Pero mi parienta se me ponía celosa... es que uno no es de piedra... Da dinero también ese negocio.
—Lo sé. Aquí nosotros movemos muchas chicas. Ahora hay mucha argentina. Cuando se cae un país las chicas salen para buscarse la vida y eso nos alegra el negocio, pero últimamente nos piden chicas mexicanas.
Todos mis conocimientos sobre trata de blancas adquiridos durante los meses anteriores me estaban resultando útiles entonces. Repetí al mexicano las cosas que había escuchado, de los auténticos traficantes de mujeres, sobre la falsificación de pasaportes, el espacio Schengen, los rituales vudú, las falsas liberianas, los sponsor, connection-man y los masters, de las redes de burdeles de ANELA, de las plazas, de las escorts... Supongo que resulté convincente.
—Pues claro que sí, yo puedo ayudarte. Yo sé cómo funciona eso. Yo movía muchas chicas.
—Jovencitas? —Claro. Y muy lindas. Yo puedo conseguirte desde dieciséis años. Bailarinas, modelos... niñas muy lindas.
Dieciséis años. Al escuchar esa cifra no pude evitar recordar a mi prima pequeña. Todos tenemos una prima, una hija, una hermana, una pariente, amiga o vecina de dieciséis años, y podemos imaginar cómo nos sentiríamos si fuese vendida para ser prostituida en un burdel extranjero. Sentí de nuevo las lágrimas agolpadas que se me querían escapar por la comisura de los ojos.
De pronto la tristeza se convirtió en rabia, azuzando mi imaginación con una furia abrasadora. Me sorprendí a mí mismo fantaseando con la idea de asesinar al mexicano. Verdaderamente estaba estudiando la posibilidad de ponerme en pie, coger el vaso de agua que tenía sobre la mesa y romperlo por el canto para rebanarle el pescuezo al hijo de puta. Pensaba que si era lo bastante rápido podía hacerlo antes de que desenfundara. Fantaseaba imaginando la satisfacción que me habría producido escuchar sus estertores mientras se ahogaba en su propia sangre. Y entonces me aterré de mis propios pensamientos. A medida que profundizaba en el mundo de la prostitución notaba que mi mente se estaba infectando y a veces me costaba verdaderos esfuerzos no ser fagocitado por mi personaje. Me mordí la lengua y me limité a apretar los puños, estrujando un paquete de cigarrillos, aún sin terminar, hasta entumecerme los dedos. Y en vez de partirle la cara hice una mueca que intentaba parecer una sonrisa de complicidad. No podía desfallecer en ese momento. Tenía que seguir tirándole de la lengua para ver adónde podía llegar.
—Hummm. De dieciséis... ¿De dónde?, ¿de la capital? —De todos lados. De Cancún, de D.F., no sé... Y espérate. Más al sur, en Chiapas y por allá, los padres te las dan con trece y catorce añitos, por un par de barriles de cerveza y una vaca. Yo conozco un pueblo allá donde se consiguen sin problemas. Las de allá son más nativas, no son tan lindas, pero son jovencitas. ¿Cuántas querríais?
Quería vomitar. El estómago se me había revuelto y con las tripas se me revuelve el alma. Todos conocemos también a alguna niña de trece años; una hija, una hermana, una nieta, una vecina...
Yo recordé a Patricia, la hija de mi ex cuñada, y por un instante me la imaginé a ella en las garras de una red como la del mexicano. Me la imaginé vendida como una muñeca humana y puesta a trabajar en cualquier burdel de lujo para dientes exigentes. La visualicé siendo manoseada por un empresario baboso, sudoroso y seboso como Manuel. Y apenas pude contener mi ira. Por un momento consideré la posibilidad de abalanzarme sobre el mexicano para intentar desnucarlo con el respaldo de la silla. «Seguro que si lo cojo por sorpresa puedo romperle el cuello antes de que reaccione» —pensé—. Gracias a Dios el arrebato me duró sólo unos instantes. Soy un investigador y no un piquete de linchamiento, pero la investigación me estaba desbordando. Resulta difícil entrar en el papel de un malnacido sin escrúpulos, como se presupone a todo traficante de seres humanos y drogas, y evitar que la representación te devore.
Volví a la realidad. Debía aparentar que realizaba negocios como éste a diario. Debía parecer un traficante de mujeres habituado a negociar con reses humanas. Debía simular que la compraventa de hembras, como si fuesen ganado, era algo rutinario para mí. Así que me comí la rabia, me tragué la ira, me guardé la frustración, aunque se me indigestara, y concentré toda la atención en mis mandíbulas, para mantener la sonrisa a pesar de apretar los dientes con todas mis fuerzas. De lo contrario iba a vomitar sobre la mesa del restaurante.
—No sé. ¿Qué tal media docena para empezar? —Ok. Las que queráis. A partir de ese instante asistí al resto de la reunión como un zombi. Los nervios me estaban venciendo. No conseguía controlar esa mezcla de rabia, asco, vergüenza, ira y miedo que me rodeaba y comencé a asfixiarme. Creo que había sobrevalorado mi capacidad de improvisación y mi resistencia a la miseria humana, pero no podía sentarme a negociar con un narcotraficante —posiblemente armado— la compra de niñas de trece años para ser colocadas en prostíbulos españoles, y esperar que no me afectara. Había somatizado el odio que me inspiraba aquel personaje y sospechaba que se había dado cuenta. De repente me miró frunciendo el entrecejo y me preguntó si me encontraba bien. Improvisé una excusa, algo sobre una cena con marisco en mal estado la noche anterior, pero ni a mí me sonaba convincente. Pese a ello nos despedimos cordialmente. Quedamos en que yo consultaría a mis contactos sobre el negocio de la Ephedrina, y él a los suyos sobre la «mercancía» retenida en Cuba. Del negocio de las niñas indígenas vendidas a los prostíbulos europeos, parecía que no había nada que consultar. Lo tenía muy daro.
Acordamos que me llamara en unos días para concretar los precios por cada niña, y nos despedimos con otro flácido apretón de manos. Esta vez no me palmeó la espalda. En cuanto torcí la primera esquina y los perdí de vista, no aguanté más y vomité en plena acera salpicándome los pantalones. A pesar de echar todo lo que tenía en el estómago, no conseguí desprenderme de la vergüenza y el asco, que aún hoy continúan dentro de mí. Vergüenza y asco por el género humano. Especialmente por el masculino. Desde entonces sé que las redes de prostitución infantil son una realidad. He estado negociando con uno de sus representantes. Y estoy absolutamente seguro de que los consumidores de ese «producto», niñas de trece años, son respetables empresarios, políticos e influyentes nombres de la cultura española que disponen del suficiente dinero como para costearse estos «pequeños bocados de lujo» en el negocio de la trata de blancas. Al alejarme de la Plaza de los Cubos, comienzo a considerar la castración indiscriminada de niños varones, como una alternativa razonable al negocio de la prostitución.
Cuando volví al hotel, para comprobar la cinta, se me cayó el mundo encima. Toda la angustia, el miedo y el asco que había soportado para grabar aquella conversación, para demostrar que la prostitución infantil y el tráfico de menores es una realidad en la España del año 2003, había sido completamente inútil. Con los nervios, al fijarme al cuerpo el cable del micrófono, había roto una de las patillas, y aunque la imagen del vídeo era perfecta, no se escuchaba absolutamente nada.
Me sentí fracasado, rabioso, frustrado, estúpido, incompetente. Podía reproducir toda la conversación de memoria, pero no tenía ni una maldita prueba de lo que acababa de ocurrir. No podría demostrar que estos diabólicos negocios se estaban desarrollando en la civilizada Europa del siglo XXI, y todo aquel esfuerzo no había valido de nada.
Y en ese momento me telefoneó Manuel. Parecía entusiasmado, y quería preguntarme qué me había parecido su contacto, que utilizaba el nombre de Mario Torres Torres. Al parecer el mexicano había detectado la ira rabiosa que me brotaba del alma mientras discutíamos la compra de las niñas, pero lejos de intuir que yo era un infiltrado, había interpretado aquel brillo en mis ojos de una forma insospechada. «Lo has impresionado —me dijo Manuel—, me ha preguntado si tú eras el que limpiaba el negocio aquí, si habías matado a alguien, porque dice que tienes ojos de diablo.»
Había vuelto a tener suerte. Mi mirada de odio y desprecio había sido interpretada por el narco, como la mirada de un criminal como él. Supongo que, en el fondo, tras tanto tiempo revolcándome en la mierda me había convertido en parte de esos excrementos. Y los mierdas, entre nosotros, nos reconocemos.
Volver a reunirme con el narcotraficante mexicano me apetecía tanto como una operación de fimosis, pero era la única forma de conseguir pruebas de que en España se trafica con menores de edad. Así que me tragué la rabia y el orgullo, y le dije al putero que su amigo me parecía un tipo legal, y que en una semana volveríamos a reunirnos para ultimar los detalles de nuestro negocio. Después vacié el minibar del hotel, y conseguí dormirme completamente borracho. Pero el alcohol no consiguió evitar que Patricia, la hija de mi ex cuñada, me visitase en sueños. En la atroz pesadilla veía su cuerpo, en el que empiezan a dibujarse ahora las formas de una adolescente, completamente desnudo, expuesto en la barra de uno de los puticlubs que frecuentaba durante mi investigación, mientras un grupo de viejos gordos y sudorosos, pujaban por ser el primero en cobrarse su virginidad, tanto vaginal como anal. Esa pesadilla se repetiría muchas otras noches, acompañada de otras aún peores...
A la mañana siguiente telefoneé al subteniente José Luís C., jefe de una unidad de la Policía judicial de la Guardia Civil, para pedirle un favor. Necesitaba saber si la INTERPOL tenía alguna información sobre un mexicano llamado Mario Torres Torres. Sin embargo no le expliqué por qué necesitaba ese dato. Desde que un malnacido jefe de grupo de la Policía Nacional sopló a los neonazis de Ultrassur que tenían un infiltrado grabándoles con cámara oculta, no me fió demasiado de la Policía. Y aunque mi intención era denunciar al narcotraficante, antes quería tener pruebas de su delito, no fuese a ocurrir que otro policía corrupto le soplase al narco que yo era un infiltrado. Y para eso tendría que volver a reunirme con él y grabar la conversación con todos los detalles. Así que, gracias a ese mando de la Policía Nacional que me delató a los cabezas rapadas, prefería asumir solo y sin apoyo los riesgos de la infiltración, antes que confiar en nuestros Cuerpos de Seguridad del Estado. Una pena, ¿verdad?
El subteniente prometió hacer la gestión y telefonearme en cuanto supiese algo de INTERPOL. Y aprovechando que me encontraba en Madrid, opté por retomar el asunto de las famosas. Me quedaba una puerta a la que llamar.
Tal y como habíamos acordado durante mi ultima estancia en Barcelona unos días antes, telefoneé a la agencia Standing—BCN, y por supuesto grabé la conversación. La señorita María me explicó que en ese momento no podía garantizarme ninguna famosa, ya que las que trabajaban con esa agencia, como Malena Gracia ——que parece haber trabajado con un buen número de agencias distintas—, no estaban disponibles en ese momento por razones obvias. Hice partícipe de la noticia a Manuel, quien, ante mi insistencia por acostarme con una famosa, y tras explicarle que la sede central de mi empresa estaba en Madrid, me puso en contacto con la agencia Double-Star. Según él, el mejor lugar para encontrar en Madrid una famosa que se prostituyera.
Double-Star publica todos los días un anuncio muy elocuente en diarios como El Mundo o El País. Sin embargo me insistió en la extrema desconfianza de su madame, María José de M., y me sugirió que telefonease de parte de él sí quería ser recibido. Manuel era un buen cliente de María José y a través de su agencia había tenido la oportunidad de acostarse con varias chicas que habían sido portada de Man, de Interviú y de otras revistas, incluyendo a la presentadora de televisión M. S., que ha llegado a cobrar 6.000.000 de pesetas por un servicio sexual. El empresario se quedó corto en lo de la extrema desconfianza de la madame. La susodicha María José de M. resultó ser mucho más que suspicaz.
Antes de marcar su número de teléfono, el 91 571 12... preparé el magnetófono. Me había propuesto grabar todas las conversaciones que mantuviese con esta y con las demás madames de famosas, con objeto de poder probar, dado el caso, las afirmaciones de este libro. Y así lo hice. La grabación de todas esas conversaciones está a buen recaudo.
Después de varios intentos infructuosos en el teléfono fijo, y de dejar un mensaje en su contestador, consigo hablar con María José de M., llamándola a su teléfono móvil, el 629 35 510.... que también me facilitó Manuel. Lo que sigue es la trascripción literal de nuestra primera conversación:
—Sí, ¿dígame? —¿María, por favor? —Hola, soy yo. —Hola, María, soy Toni, . Te dejé un mensaje, no sé si lo habrás escuchado. Llamo de parte de Manuel, de Barcelona.
—Ajá... —Porque él me ha contado que quizá pueda encontrar lo que busco en vuestra agencia, y quería pasarme a ver el book.
—Vale, de acuerdo, cuando tú quieras. ¿Tú dónde estás? ¿Estás aquí en Madrid?
—Sí. —Vale, pues, ¿sobre qué hora te gustaría pasarte por la agencia? —No sé, tendría que hacerme una escapadita... ¿Por qué zona estáis?
—Vamos a ver. Mi agencia es muy privada, lo sabes, ¿no? Yo trabajo con actrices, modelos y tal. Y yo solamente recibo con cita previa. Entonces, si tú me dices: «Mira, María, yo quiero pasar hoy a las diez de la noche», yo te espero, y la agencia se abre para ti, y cuando llegas a la agencia se cierra para ti, y hasta que tú no te vas, no pasa nadie. Es muy privado.
—Bien, perfecto, mejor así. Pues, ¿qué tal esta tarde a las ocho?
—¿Esta tarde? Fenomenal. —Dame la dirección. Y me la dio. Asegurándome que a las ocho de la tarde abriría su agencia sólo para atenderme a mí. Sin embargo no era cierto. Tras embutirme en la Pierre Cardin, la corbata de seda y los demás elementos de atrezzo que deberían hacerme parecer un adinerado empresario, llegué al Paseo de la Castellana, N. 173 cinco minutos antes de las 20.00 h. El portero me interrogó nada más entrar en el edificio. Le dije el piso al que iba y asintió con la cabeza sonriendo. «Muy bien, pase.» Me dio la impresión de que sabía perfectamente cuál era el negocio de ese piso.
Al salir del ascensor mi cámara oculta ya estaba conectada. Lo primero que grabé fue un rótulo que ponía: «WOMAN & MEN» en la puerta del apartamento en cuestión, así que ya sabía cuál era la tapadera de aquel burdel de gran lujo: una agencia de modelos. Me abrió la puerta una atractiva mujer de mediana edad. Su perro, un pequinés hipercuidado, hizo buenas migas conmigo —se me dan bien los animales—, y pareció que esto dio confianza a la mujer que me invitó a sentarme para esperar a María. Ella era sólo su ayudante.
Acepté una copa y esperé mientras el pequinés no dejaba de juguetear con mi llavero del inexistente Mercedes. Así transcurrieron unos minutos sin que María diera señales de vida. Exactamente once y medio, según el minutado de la grabación. Y por fin sonó el teléfono. La madame había llamado diciendo que se iba a retrasar, y le pedía a su ayudante que fuera enseñándome el book.
Este catálogo de fulanas de lujo estaba mucho mejor encuadernado que los otros que había examinado en Barcelona, aunque me di cuenta de que se repetían algunas de las portadas de I"1ayboy, Interviú, Man, etc., que había visto en la Ciudad Condal. Enseguida reconocí muchos de aquellos rostros y de esos cuerpos. Desfilaron ante mí actrices, modelos, cantantes, e incluso seudofamosas que lo eran tan sólo por haber tenido una relación con tal o cual famoso. A la luz de esta información me pregunté cuántas páginas de la prensa rosa, divulgando supuestos romances entre un famoso y una chica espectacular, no eran más que la crónica de un polvo de pago. Y me consoló pensar que cualquiera con el dinero suficiente podría disfrutar de las mismas caricias que han gozado jugadores de fútbol, miembros del gobierno, famosos actores y cantantes... Y es que ante las rameras, todos los hombres somos iguales. Tan sólo hay que pagar su precio. Es una divertida forma de democracia sexual.
Por fin llegó María, que resultó ser una mujer de mediana edad, extremadamente atractiva. Su apariencia delataba que manejaba mucho dinero, e invertía buena parte del mismo en cuidar su aspecto. Se mostró simpática pero distante. Dijo que hacía sólo seis meses que tenía este negocio. También mintió en eso. Poco después me dijo que en realidad sólo se fiaba de los clientes a los que conocía hace mucho y, aunque aseguraba que no necesitaba anunciarse, me confesó que tenía un anuncio en la prensa «para los clientes que pudiesen haber perdido el teléfono».
Cuando expuse directamente que lo que quería era acostarme con una famosa se puso a la defensiva. Alegó que tenía «clientes muy, muy importantes y muy, muy poderosos», y que debía «preservar a toda costa la seguridad de mis chicas, porque son mujeres muy conocidas; actrices, presentadoras de televisión, modelos, etc.». A pesar de que había examinado su catálogo, me dijo que había otras señoritas, aun más famosas, y que no podía darme sus nombres hasta comprobar mi identidad. De pronto, sacó a colación el asunto que más tememos los reporteros infiltrados: « ... Es que últimamente hay muchos periodistas y mucha cámara oculta, y perdóname pero me estoy mosqueando mucho con tus gafas, ¿podrías quitártelas?». Por un instante creí que me había descubierto, pero no fue así. Evidentemente no llevaba nada en las gafas de sol, pero mi cámara oculta seguía grabando todos sus movimientos, desde el maletín de ejecutivo que completaba mi disfraz. Si lees esto, María, la próxima vez que desconfíes de un diente, busca mejor.
La madame me aseguró que haría unas gestiones para comprobar quién era yo realmente. Sabía que no tenía opción. Iba a hacerlo de todas formas, así que la animé enérgicamente a que tomara todas las precauciones que considerara oportunas. Como diente, me tranquilizaba su prudencia, o eso la hice creer. Quedó en llamarme en cuanto confirmara mi coartada para decirme, si todo estaba en orden, a qué famosa podía ofrecerme. Sin embargo tan sólo tardó unas horas en telefonearme, lo que resultó un contratiempo para mi investigación.
Como he dicho antes, mi intención era grabar todas las conversaciones con las madames de famosas, pero sólo puedo conectar mi teléfono al equipo de grabación si sé que esa llamada va a producirse. Por eso, cuando fue María la que me telefoneó, sólo unas pocas horas después de nuestro encuentro, tuve que reaccionar sobre la marcha. Su llamada me pilló en un taxi en el centro de Madrid y, lógicamente, no podía ponerme a grabar allí. Así que en cuanto escuché su voz, me disculpé diciendo que me había pillado en una reunión importante, y que yo la llamaría a ella en un instante.
Inmediatamente pedí al taxista que parase el coche y me metí en el primer bar que vi. En el cuarto de baño improvisé el sistema de grabación y telefoneé a María.
—Sí, ¿dígame? —¿María? Soy Toni. Perdóname, pero estaba en una reunión de empresa importante.
—Hola, mira, Toni... perdone... Como esperaba, María había telefoneado a Manuel para confirmar mi identidad. Y el empresario catalán debió de decirle maravillas sobre mí, porque la madame: se disculpó sentidamente por haber sospechado por un momento que yo pudiese ser un periodista de cámara oculta... ¿Cómo podía haber pensado algo tan absurdo?
—No te preocupes. Ya me imagino que tenéis que tomar precauciones. Mejor así. También yo me quedo más tranquilo al ver que sois serios.
—Sí, ya sabes... Bueno, te cuento. ¿Te interesa C ... ? Y seguidamente me reveló su mejor «mercancía de lujo». A partir de ese momento, y ya completamente confiada, María José de M. me propuso algunas famosas, que no aparecían en ninguno de los books que había grabado en Madrid y Barcelona. Alguna de esas superfamosas ilustraban las portadas de la revista Dígame, señaladas por Rodríguez Menéndez como prostitutas de lujo. Otras no.
La madame de Double—Star me ofreció a una famosísima presentadora de televisión, a una actriz y modelo archiconocida, y la ganadora de uno de los concursos más populares de la historia de la televisión... El precio de esas prostitutas de altísimo standing oscilaba entre los 3 Y los 7 millones de pesetas por servicio. Es decir, en una noche, cualquiera de esas rameras de lujo ganará una suma mayor a la que deberían abonar a los mafiosos las mujeres traficadas como Susy para poder recuperar su alma. Pero Susy deberá pasar años prostituyéndose, en las calles de Murcia, a 30 euros el polvo, para poder comprar su libertad a proxenetas como Prince Sunny, mientras que otras fulanas, famosas por salir en televisión, cobrarán en una sola noche más de lo que cuesta la libertad de una puta callejera. No es justo.
Para acabar de alegrarme el día, poco después recibí la llamada del subteniente José Luís C.: «Toni, efectivamente en los archivos de INTERPOL aparece un tal Mario Torres Torres, que está en orden de busca y captura por un homicidio en México. ¿No estarás metiéndote en ningún lío?». Perra suerte la mía. Narco, proxeneta, traficante de menores y ahora presunto asesino... no podía buscarme mejor compañía para disfrutar de una cena... Esa noche, y muchas más, reviviría en sueños aquella detonación de la bala que pasó rozándome la rodilla. Sólo que en las pesadillas no me rozaba, sino que varios proxenetas y mafiosos me destrozaban las rodillas y los brazos a tiros, después de descubrir que les había estado grabando con una cámara oculta. Esa semana tomé la decisión de visitar a un psiquiatra, en Madrid, y pedirle que me recetara un tratamiento para dormir. A partir de entonces tomaría dos tipos de pastillas cada noche, para conciliar el sueño. Desgraciadamente los fármacos no podían impedir que soñase.

Mi chulo mató a mi amiga y yo le maté a él

Nunca volví a ver a Danna, la escultural rumana que conocí en La Luna, sin embargo, gracias a ella, sí pude conocer a otras jóvenes traficadas, como ella, por las mafias del Este. Y una de esas pistas me llevó en varias ocasiones a Zaragoza. Allí entablé buena amistad con Lara, una joven no menos hermosa que Danna e igual de exuberante. Con Lara hubo un Jeeling especial, y por alguna razón vio en mí a un discreto confesor para todas sus miserias. En la Nochebuena de2003 me tocó trabajar. Aunque no pude explicar a mi familia por qué, los días 24y 25 de diciembre simplemente desaparecí.
Aunque la mayoría de los burdeles cerraron esa noche, los pisos clandestinos continuaban abiertos, y sorprendentemente había dientes. Al filo de las doce de la noche recibí una llamada de Lara. Estaba llorando. Acababa de dejar a un cliente, que a saber qué tipo de perversiones le había demandado en esa noche navideña. Sólo me dijo que la había mordido en la cara. A pesar de sus veintiún años de vida, la joven rumana, que aparenta más, había pasado ya por todo. Recientemente le extirparon un ovario. Trabajaba mucho y muy bien, y muchos clientes no controlan la potencia de sus miembros al golpear una y otra vez, putero tras putero, pene tras pene, la vagina de la joven. Con el tiempo tuvo complicaciones a causa del exceso de uso. Los ginecólogos están cansados de ver casos similares.
Lara, como todas las demás meretrices que trabajan en pisos clandestinos, sufre trastornos del sueño. Se pasa el día en el apartamento, dormitando o viendo la televisión, y teniendo que despejarse y acicalarse cada vez que llega un cliente. Después hará «el paseíllo» ante el putero y, en el caso de no ser la escogida para el servicio sexual, volverá a tumbarse en el sofá para esperar al próximo cliente. Nunca puede dormir más de dos o tres horas seguidas. Como todas las demás.
Esa noche Lara estaba especialmente triste. Necesitaba hablar, y naturalmente me puse a su disposición. Y así grabé uno de los testimonios más escalofriantes de esta investigación. En Rumania, el chulo que había iniciado a Lara y a una amiga, ambas originarias de un pueblecito muy cercano a Bucarest, le había pegado un tiro en la nuca a su compañera. Al parecer la buscona había intentado escapar de la red que la había vendido en España. Una noche Lara se armó de valor y, según confesó ante mi cámara, le pegó un tiro al chulo en la garganta. «Él le disparó a mi amiga por detrás y yo le disparé por delante.»
Fueron unas navidades tristes y también sorprendentes. En este oficio, cuando crees que ya lo has visto y escuchado todo, cuando piensas, pedantemente, que ya no puede sorprenderte nada en el mundo de la prostitución, cuando bajas la guardia, va el destino y te encaja un directo a la mandíbula. Y volví a descubrir algo nuevo e inesperado. Una vez más sentía el vértigo de mi cordura. Como si me, asomase a un abismo oscuro e impenetrable cada vez que conocía a una nueva ramera y las brutales historias personales que marcan sus terribles existencias.
Lara me contó cómo asesinó a sangre fría a su proxeneta, y lo terrible es que no pude condenar su actitud. Sé que nada justifica un asesinato. Nada puede anteponerse a la vida de otro ser humano. Pero ¿cómo podía reprochar a aquella rumana de veinte años algo que yo mismo había llegado a plantearme con los mafiosos que estaba conociendo? Y yo no había tenido que sufrir en mis carnes la humillación, la frustración y la vergüenza que padecen todas y cada una de las muchachas que se prostituyen en cualquier país del mundo. Digan lo que digan los de ANELA— Decidí pasar la noche de fin de año con ella, para que se tomase un par de días de vacaciones, hoy es una de mis mejores fuentes de información.
Lara me puso en la pista de otra red, la del tal Andrei, de la que ya me había hablado Danna. Así que abrí nuevos frentes de investigación, pero confieso que a esas alturas ya empezaban a faltarme las fuerzas, y mi agotamiento psicológico era cada vez mayor.
Conseguí convencer a una de las chicas traficadas por Andrei para que me contase su historia, y así pude grabar nuevos testimonios espeluznantes. Sobre todo dos conversaciones que me afectaron especialmente. En una ocasión aquella rumana de diecinueve años llamada Clara me explicó que, para ellas, era mucho más difícil ejercer la prostitución que para otras chicas, como las brasileñas o las cubanas, más abiertas al sexo.
—Dios nos dio la boca para comer, el culo para cagar y el coño para follar. Por eso nosotras no gustar chupar ni follar por culo. Cuando yo subir con cliente yo lavar la polla con agua caliente y hacer una paja para que se le ponga dura y no tener que chupar. Así sólo follar por coño correr y marcharse.
Son testimonios brutales y soeces que prefiero transcribir literalmente de las cintas de vídeo, tal y como me fueron relatados. Porque no encuentro glamour, atractivo ni sofisticación en estos relatos. Son sucios, duros y groseros, como la prostitución. Y aun a riesgo de poder escandalizar al lector, no voy a maquillarlos para hacerlos más literarios ni elegantes.
—El otro día un diente decir a mí en club que quería dar por culo, y yo decir que no hacer ese servicio, que hay otras chicas que hacer. Él decir que no discutir y que subir con él a habitación, pero yo decir que no por culo. Pero cuando subir a la habitación él cogió mis piernas y levantó así y metió por culo. Hizo mucho daño y yo lloraba pero él seguía. ¿A quién puedo quejar yo? Yo soy una puta, y a nadie importa que cliente violar a mí...
Clara también trabaja en uno de los clubes de un vocal de ANELA, lo que garantiza —supuestamente— que el cliente va a quedar satisfecho con los servicios y la calidad que encontrará en el local. Pero ¿quién garantiza a las fulanas que ellas también van a quedar satisfechas?
La placa de garantía de ANELA certifica a los clientes que sus rameras han sido sometidas a análisis y están sanas, pero ¿quién analiza a los puteros para garantizar a las chicas que no portan ninguna enfermedad? Claro, olvidaba que a nadie le importa que las rameras puedan contagiarse con cualquier cliente. Lo esencial es que el putero quede satisfecho, aunque sea violando analmente a una joven de diecinueve años que todavía no es consciente de en qué mundo se ha metido.
A diario encuentro en los titulares de prensa noticias relativas a las denuncias por malos tratos que presentan muchas mujeres en España, pero ¿alguna comisaría de Policía tomaría en serio la denuncia presentada por una prostituta contra un cliente que la ha violado en el burdel? Harta de aquella vida, y Clara llevaba muy poco tiempo ejerciendo la prostitución, una noche me planteó que la comprase a su proxeneta. Su precio eran 8.000 euros.
—Si tú comprar en Rumania yo valer 400 0 500 euros. Pero aquí más cara porque aquí yo tener chulo. Si tú querer comprar a mí pagar 8.000 euros y soy tuya.
—Pero ¿y si te compro, qué vas a hacer? —Lo que tú querer. Yo trabajar para ti o hacer lo que tú querer. —No, para mí no. Pero, vamos a ver: si yo te compro ya eres libre, ya puedes volver a tu país.
—¿Volver a mi país? ¿Para qué? En mi país no hay dinero. Yo venir a España para ganar dinero. No poder volver a mi país con manos vacías...
Todavía no lo había comprendido. Las cosas no son tan sencillas como podemos creer quienes no vivimos desde dentro el mundo de la prostitución. No se trata de bueno o malo, blanco o negro, sino de una difusa y entramada gama de grises. Para muchas mujeres traficadas, los mafiosos no son simplemente criminales despiadados y avariciosos que se lucran con su humillación, sino que también son la única esperanza en un futuro mejor.
Para la garota de una favela brasileña, la negrita de una aldea africana o la adolescente de un pueblucho ruso, la perspectiva del futuro en su país se limita a la miseria, el hambre, la pobreza o la muerte. Para ellas los traficantes de mujeres son un rayo de esperanza. La única oportunidad para escapar de la indigencia y soñar con un futuro mejor en la rica Europa. Dejando al margen los casos de jóvenes secuestradas, como la moldava Nadia, o transportadas a países europeos con engaños, muchísimas de las prostitutas que he conocido, la mayoría, sabían que venían a España para ejercer de rameras.
Es cierto que los traficantes les mienten sobre el dinero que van a ganar y sobre las condiciones de vida que van a soportar, pero ellas eligen prostituirse como la única forma de escapar a la muerte en vida que sufren en su país, y consideran, para mi horror, a sus traficantes como una especie de salvadores. Al menos, en una vida de pesadilla, ellos les ofrecen un sueño. El sueño de una vida mejor en Europa. Aunque para soñar tengan que hipotecar su dignidad. Y casi siempre el sueño termine convertido en pesadilla. Desgraciadamente la mayoría no llegan a despertar nunca.

Wednesday, May 03, 2006

Capítulo 11


Books: famosas a la carta


Estas libertades tienen su límite en el respeto a los derechos reconocidos en este Título, en los preceptos de las leyes que lo desarrollen y, especialmente, en el derecho al honor, a la intimidad, a la propia imagen y a la protección de la juventud y de la infancia.

Constitución Española, art., 20, 4.

De regreso a Barcelona, Manuel acudió puntual. Nos habíamos citado en un importante restaurante de la Ronda de San lord¡. Semanas atrás, en nuestra entrevista con Priscila, la compañera de burdel de Malena Gracia y de otros rostros conocidos de la pequeña y de la gran pantalla, había prometido introducirme en el circuito de las mesalinas famosas. Me inventé una reunión con importantes empresarios, vinculados al mundo de la prostitución y las drogas, para justificar mi viaje a Barcelona y mi supuesta holgura económica. Lo que en el fondo era verdad, ya que todos mis viajes durante esta investigación estaban motivados por traficantes de drogas, armas o mujeres.
—Manuel, estoy cachondo y me apetece un montón tirarme a una famosa. Tú me habías dicho que podrías presentarme alguna, ¿no?, ¿o sólo querías presumir?
—Claro. Te voy a llevar a una agencia, de aquí, de Barcelona, que lleva famosas. Ahí me he tirado yo a más de una.
—¿Cuándo? —Mañana.
Esa tarde me gasté un dineral en el atrezzo de mi nuevo personaje. Me compré un par de camisas Pierre Cardin, unos zapatos de piel, pantalones de marca, corbatas de seda y un llavero de Mercedes que, junto con un cigarro habano, marca Cohiba, debería darme el aspecto de un empresario adinerado con un capricho sexual.
La existencia de catálogos fotográficos donde poderosos empresarios, políticos y famosos habituales en la prensa rosa o en las pantallas de televisión escogen a las prostitutas de gran lujo con las que desean tener relaciones, es una especie de leyenda urbana que circula en todas las redacciones de prensa, radio y TV del país. Todas las fuentes que había consultado me habían advertido de que, de existir, resultaría muy difícil acceder a los catálogos de las famosas del cine, la moda o la televisión que se dedican a la prostitución, y mucho menos grabar con cámara oculta esas negociaciones. Todas coincidían en que, para poder ver los supuestos books o álbumes de fotos de esas rameras de gran lujo, era necesario ser un diente conocido por la agencia y haber contratado antes los servicios de otras escorts. Sin embargo yo no podía hacer eso, así que Manuel era mi única posibilidad de burlar las desconfianzas de las madames para poder ver esos legendarios catálogos de prostitutas de alto standing y grabarlos con mi cámara oculta. Y así ocurrió. Al día siguiente acudimos a una de las agencias de lujo en la que, según mi inconsciente cómplice, podía gestionarse un servicio sexual con famosas actrices, modelos y presentadoras de televisión.
La agencia Standing-13CN se encontraba en un lujoso apartamento de la calle Pau Clarís. Justo antes de entrar en el portal del edificio, me excusé diciendo que tenía una necesidad urgente de ir al servicio y me refugié en un bar cercano para, escondido en su lavabo, encender mi cámara oculta sin que Manuel pudiese verme.
Al salir del ascensor, una especie de doble puerta, que separaba ambas alas del piso en el pasillo, convirtió aquella agencia en un lugar especialmente discreto. Nos abrió una señorita con mucha clase que, en cuanto vio a Manuel, nos recibió con cordialidad.
—¡Hola! —¿Qué tal? ¡Adelante!
—Éste es Toni. Toni, María. —Encantada. Pasad, pasad. Enseguida la señorita nos invitó a entrar en una elegante sala de espera. Manuel le explicó mi intención de conocer a alguna de sus señoritas. Con la excusa de que quería organizar una fiesta de empresa, con dos o tres de sus escorts, solicité examinar su catálogo.
—Muy bien, os traigo el book para que veáis primeramente, y entonces ya sobre eso, me decís las chicas que queréis... Yo necesito saber un poco el presupuesto, las chicas que queréis y el tiempo.
—Muy bien. —Y bueno, comentadme un poquito: ¿qué es, una despedida o ... ?
—No, abrimos una delegación de una empresa en Barcelona y queremos hacer una fiesta...
—¡Ah, muy bien! Pues tenemos chicas de mucho nivel, ¿eh? Así que vais a quedar bien, sin ningún problema. Venga, pues os traigo el book, os lo enseña mi compañera. ¿Queréis alguna cosita?, ¿os apetece tomar algo?
Manuel pidió una schweppes de naranja. Yo necesitaba algo más fuerte y pedí un vodka. Lo bueno de la cámara oculta es que graba todo lo que ocurre, incluido el tiempo que transcurre entre cada episodio. Por eso puedo decir que, exactamente dos minutos y diez segundos después, una segunda señorita Ramada Mery, entró en la sala con un álbum de fotos lujosamente encuadernado. Eran fotografías ampliadas, así como páginas de revista recortadas y plastificadas con una presentación impecable. La primera de las señoritas que aparecía en ese book era una famosa modelo, habitual en las pasarelas Gaudí, Cibeles, Milán, París, etc., que había sido elegida modelo del año no hacía mucho tiempo. No precisaré cuándo. Manuel me explicó que ésa era la primera con la que él había mantenido relaciones en esa agencia. Incluso me relató, con pelos y señales, sus habilidades sexuales, confesándome que aquella famosa modelo, a la que yo había visto hacía poco en los programas del corazón supuestamente relacionada con un famoso cubano, archiconocido por su relación con otra famosa española, le había facilitado su teléfono para que pudiesen tener nuevos encuentros sexuales, ya al margen de la agencia. Esto lo hacen muchas prostitutas, sean rostros populares o no, para poder embolsarse íntegramente el importe del servicio y no tener que entregar a los proxenetas su porcentaje, cosa que me parece estupenda. Todo lo que sea estafar a los proxenetas, sean mafiosos nigerianos, honrados empresarios o sofisticadas encargadas de agencias de lujo, me parece bien. Al fin y al cabo todos ellos viven de explotar el sexo de sus rameras, ellas son las que hacen el trabajo sucio y, según el diente, muy, pero que muy, sucio.
—Ésta me contó que quería ser modelo desde los seis años —me explicaría Manuel, que parece conocer muy bien a la chica de la foto— y me dijo que a ella la descubrió la directora de una agencia de modelos de Girona y, después de ganar un concurso de belleza, la ficharon y empezó su carrera hacia la fama. Con sólo veinte añitos ya ha desfilado en las pasarelas más importantes del mundo, y no veas cómo folla... A mí me calienta cada vez que la veo en la tele.
Al contemplar aquella primera fotografía, que por supuesto no aparece en la página de Internet, reconozco que sentí una morbosa satisfacción. A través de Manuel estaba accediendo a un mundo secreto, limitado a los poderosos que disfrutan de una situación económica que les permite gastarse, en una hora de placer, cifras equivalentes o superiores al sueldo mensual de muchas familias españolas. Es cierto. Por un instante yo también me sentí poderoso. A partir de aquella primera página, en el primero de los books que podría examinar desde ese momento, conocería los rostros de las fulanas más caras de España. Muchas de ellas aparecen recortadas y pegadas en las carpetas escolares de los adolescentes o decoran sus habitaciones desde un póster desplegable adherido a la pared o se cuelan en nuestros comedores a través de las pantallas de televisión, excitando la imaginación y el deseo de todos los varones, y de algunas mujeres, del país. ¿Cuántas noches miles de adolescentes han explorado sus cuerpos, amparados por la fantasía de aquellas mujeres perfectas? Yo no puedo excluirme. Pero ahora estaba descubriendo que muchas de ellas no eran sólo una fantasía utópica e inalcanzable. Cualquiera podía acceder a sus caricias y a sus besos —aunque fuesen tan falsos como los del Iscariote—. Tan sólo había que disponer del dinero suficiente para comprarlos.
Tras la top model, comenzó a desfilar ante mis ojos todo un elenco de mujeres espectaculares. Muchas de ellas eran portada de importantes revistas o ilustraban anuncios publicitarios de las firmas más prestigiosas. Sin embargo en aquel catálogo no encontré lo que buscaba. No existían fotos de las famosas, famosas con mayúsculas, que Rodríguez Meriéndez había acusado en su revista Digame de ejercer la prostitución.
—Algunas de estas fotos están en Internet —le digo a Mery. —Sí, en nuestra página web: www.standing-ben.com —Sí, porque yo he visto ya alguna de estas fotos, ¿son todas españolas?
—Unas sí y otras no.
—Y las españolas, ¿hablan más idiomas? —Sí.
—Lo que pasa es que no sé si es exactamente esto lo que estamos buscando...
—¿Y qué estáis buscando? —Pues, nos habían hablado de señoritas más... conocidas —respondí.
—¡Ah, señoritas famosas! —Sí. Es que eso da mucho más morbo... De eso no tenéis nada, ¿no?
—Voy a hablar con María, porque hay algo más, pero como son muy exclusivas no las sacamos en el book... Voy a hablar con María, ahora vengo.
¡Bingo! La agencia llevaba prostitutas más «exclusivas» que las ofrecidas en el book y en Internet. Aquello sonaba prometedor y exactamente cinco minutos y diez segundos después, Mery regresó con la información.
—Pues nada, es que mi jefa estaba ocupada... Me ha dicho que las hay, pero que están en Madrid y que si podéis llamar dentro de unos días, os dirá qué puede hacer. Pero os aviso de que la hora de estas señoritas no bajará de 5.000 euros.
—Pero la fiesta la queremos hacer en Barcelona —insistí para no levantar sospechas.
—Sí, sí, pero los contactos están allí. Pero que sepáis que son 5.000 o 10.000 euros la hora, pues porque son señoritas... que cobran eso...
Mientras las chicas del catálogo cobraban i5o euros por servicio, las «exclusivas» de las que me hablaba Mery multiplicaban por treinta y por sesenta esa cantidad... Evidentemente estaba en el buen camino. Prometí llamar unos días después —cosa que hice—, y salí con Manuel de la agencia, aparentemente contrariado.
De La isla de los famosos al Hotel Glam
En el fondo tuve mucha suerte. Si hubiese encontrado en aquel primer book a las supuestas famosas dedicadas a la prostitución, no habría tenido sentido que Manuel me descubriese otras agencias, tanto en Madrid como en Barcelona, dedicadas al proxenetismo de alto standing. Por eso aproveché su malestar ante el hecho de no haber encontrado lo que yo buscaba. El empresario quería impresionarme y aunque la promesa de María de hacer gestiones en Madrid sonaba prometedora, yo puse, intencionadamente, en tela de juicio su pretendido conocimiento del tema para provocar al empresario.
—¿Y a esto le llamas tú famosas? Pues vaya mierda. Porque salgan en una portada enseñando las tetas o porque hagan un anuncio de joyería no se las puede llamar famosas, joder. Para eso ya tengo yo a las tías de mis garitos, que están tan buenas como éstas, o más.
—Me cago en la puta —respondió el empresario, tocado en su amor propio—, si te digo que te tiras a una famosa, te tiras a una famosa. Vamos a ir a la agencia de Angie que lleva a muchas famosas.
El empresario había mordido el anzuelo. El orgullo es un instrumento muy útil que tiende a perder a los vanidosos si sabes utilizarlo inmediatamente Manuel marcó un número que tenía archivado en su móvil, lo que me hace deducir que posiblemente lo utilizaba con cierta frecuencia. Tras hablar unos minutos por teléfono entramos en mi coche y nos dirigimos a la calle Numancia. Esta vez tuve que poner la excusa de que necesitaba sacar dinero para poder meterme en un cajero y activar la cámara oculta sin que Manuel me viese hacerlo. Después entramos en el número 85 y subimos al piso clandestino donde se oculta la agencia Numancia.
Nos abrió una mujer que aparentaba unos cincuenta años de edad, y estaba a años luz de la sofisticación, la clase y el estilo de la agencia Standing—13CN. El piso tampoco tenía el mismo nivel y se parecía más a cualquier casa de citas clandestina que a una agencia de prostitutas de lujo. Sin embargo, tras saludar a Manuel, la madame, que tiene toda la pinta de eso, me examinó de arriba abajo con la mirada. Me alegré de la inversión que había hecho en la ropa, los gemelos y el llavero del inexistente Mercedes que completaban mi disfraz. Por fin la celestina sonrió y nos invitó a pasar. Había olido dinero.
Madame Angie nos condujo a una gran sala, donde nos invitó a sentamos. Inmediatamente expresé mi interés por ver el book de sus señoritas y, para mi sorpresa, la madame me pidió una «señal» económica por el mero derecho a examinar su catálogo de meretrices. Es una forma de filtrar a los clientes que verdaderamente tienen dinero y no les importa gastar.
—He montado una empresa, bueno, una delegación de la empresa aquí en Barcelona y queremos hacer una fiesta, bueno, más bien una cena, para celebrarlo. Entonces quería tres señoritas, pero que al menos una de ellas fuese, bueno, conocida. Conozco otras agencias en Madrid, pero aquí en Barcelona no conozco nada y mi amigo me ha dicho que sois muy serios y eso...
—Bueno, nosotros llevamos aquí seis años y la verdad nos va bien...
—Y queríamos ver el catálogo de señoritas. —Pero sabes que tienes que dejar un depósito para verlo. —No hay problema. —Son 60 euros, que tienes que dejar en depósito. Luego [ininteligible] (... ) las chicas, algunas de las que están ahí famosas, según para qué cosa y según lo que paguéis no van a venir. Eso os lo garantizo antes de que... no quiero que os sintáis estafados para nada.
—A algunas ya las conocemos y alguna nos conocerá —improvisé marcándome un farol para que Angie se relajara—. Y somos gente muy seria, así que no andamos con mariconadas...
—Vale, pues bueno, yo os enseño y más o menos os digo las que están aquí en Barcelona y las que están en Madrid.
En ese momento imaginé que algunos clientes de esas famosas les habrán pedido las aberraciones sexuales que tantas prostitutas me han descrito durante mi investigación. « ... Según para qué cosa y según lo que paguéis ... », sin embargo, sonaba a que todas esas perversiones podrían ser negociables.
Madame Angie se levantó del sofá y tomó de una estantería no uno, sino dos, catálogos muy similares a los que ya habíamos examinado en la agencia Standing—BCN. Sin embargo, en esta ocasión, sí aparecían rostros conocidos entre aquellas meretrices de lujo. Los 6o euros que entregué a la madame no podían estar mejor invertidos.
—¿De qué precio estamos hablando? Yo te explico: sería una cena, noche de sábado a domingo y luego un servicio completo.
—A ver, mira, normalmente, cuando es una noche, cobramos 1.800 euros. Pero estoy hablando de una chica normal. Pero si es una chica conocida ya es más, estamos hablando de un millón de pesetas.
—Pero supongo que dependerá del momento profesional... —Es que es eso.
—Y Malena, ¿tú no sabes si cuando salga del Hotel Glam...? —No lo sé, son rachas. Ahora está en el Hotel Glam y no... Bueno, sabes lo que pasa, ella cuando viene aquí, aquello, si da la casualidad de que está en Barcelona y algún cliente la quiere, pues sí, pero tiene que coincidir que esté aquí. 0 que pague lo que ella quiere. Si paga lo que ella quiere sí que viene, claro.
—¿Y de cuánto estamos hablando? —¿Ella? Un millón. Mientras iba pasando las páginas del catálogo, iba descubriendo con sorpresa la vida secreta de algunos rostros que he visto en infinidad de ocasiones en la pantalla del cine o de la televisión, en las portadas de revistas tan prestigiosas como Cosmopolitan, Elle, Woman, Primera Línea, Interviú, Man, etc. Y entre ellas reconozco a Malena Gracia, a su amiga la ex guardia civil Ana María B. —que en este book aparece en el desnudo que vendió a Interviú—, etc. Angie habla con total seguridad sobre el precio de cada una de ellas. Una de dos: o bien la madame está utilizando ¡lícitamente la imagen de esas famosas, lo que también sería denunciable, o esas famosas ejercen la prostitución.
A medida que pasaba las páginas, Angie me iba haciendo indicaciones sobre algunas de ellas: «A ésta hay que avisarla con un poco de tiempo», «ésta también hace strip—tease», «ésta acaba de hacer una película con Santiago Segura», «mira, ésta estaba en confianza ciega, y es aún más guapa en persona» «ésta salió esta semana pasada en Interviú», etc. Muchas de aquellas chicas habían sido misses en sus respectivas ciudades, que después no habían alcanzado la corona en el certamen de Miss España, pero no se habían resignado a regresar a su vida anterior tras catar las mieles del éxito y el glamour. Reconozco que me excité. Pero no sé si mi excitación se debía a los cuerpos esculturales y los rostros perfectos que estaba contemplando o al mundo secreto que estaba descubriendo desde mi falsa identidad como narcotraficante y proxeneta millonario y vicioso.
—Imagina que yo quiero tres chicas. Una muy famosa, y dos chicas normales. ¿En cuánto me puede salir?
—La famosa es mínimo un millón, millón y medio. Yo hablo en pesetas. Y las otras unas 300,000.
—En cualquiera de los casos, menos de dos millones. —Sí. —Perfecto. —¿Podríamos sugerir nombres que no estén en el book? —A ver, sugiéreme. En ese momento me permití pronunciar algunos nombres de famosas que, reconozco, me habían hecho fantasear más de una vez. Alguna de ellas estaba en el segundo book.
—Por ejemplo, Sonia... —Sonia está, mira, es ésta. Pero Sonia pide dos millones... Pero me han dicho que es bastante sosita —me responde la madame para mi sorpresa.
Otras famosas que comenté, según Angie, habían dejado momentáneamente la prostitución al casarse, pero la madame me confirmó las informaciones de Dígame.
—La putada es que muchas chicas que he conocido ahora están en La isla de los famosos o en Hotel Glam...
Algunas de esas famosas, que ahora están en el punto más álgido de su popularidad, han aumentado las tarifas de sus servicios de forma desproporcionada. Según Angie, algunos clientes, que ahora las veían cada noche en las pantallas de televisión, estarían dispuestos a pagar lo que sea. «Pero igual después se les pasa la fama y ya no pueden cobrar lo mismo.» Algunas de ellas pueden ser contratadas sólo para un strip-tease, por el morbo de algunos empresarios que lo único que quieren es poder contar a sus amigos que han hecho desnudarse a tal o cual famosa. Esos servicios, sin sexo, se quedan en tomo a las 100.000 pesetas.
—Vale. Yo te daré unos nombres y tú me dices si sería factible contar con alguna de las que no están en los catálogos.
—Tú dímelos, que yo esta noche hablo con mi jefa... Porque nosotros tenemos una persona que es relaciones públicas, que se encarga, y nos dice: «Pues ésta sí, ésta no, ésta cobra esto, cobra lo otro ... ».
—Estoy pensando que si cogemos una muy famosa y luego dos más normales, son un millón, y seiscientas mil. Angie, y si lo hacemos así, igual nos regalas el strip—tease...
Hablé con seguridad y relajado y Angie me siguió la corriente sonriendo mis gracias. Se había creído completamente mi interpretación y estaba dispuesta a regalarme, en el pack de la orgía, el strip-tease de una famosa. Lo más duro de mi conversación con la madame fue que estaba convencida de que algunas de sus famosas, aunque en ese momento estaban en la cresta de su popularidad, volverían a la prostitución en cuanto pasara su efímero momento de gloria...
—Porque claro, Malena está ahora en el Hotel Glam, y daro... —Pero ¿volverá? —Tardará, tardará, pero volverá... Además Malena trabaja... todo el mundo que ha estado con ella dice chapeau... La primera vez que yo vi a Malena aquí, dije: «Joder, qué tía más guapa... qué clase ... ».
Aquella convicción de Angie tiene mucha más relevancia que la superficialidad del morbo rosa. Una madame con gran experiencia en el mundo de la prostitución sabe lo difícil que resulta, para la mayoría de las chicas, salir de él. Independientemente de que sean famosas, escorts de alto standing o rameras callejeras. El dinero que se mueve en este negocio es incalculable. Las chicas se acostumbran a un ritmo de vida inimaginable en ningún tipo de oficio. Sin embargo las secuelas psicológicas que inflige esa forma de vida suelen ser terribles. Y poco a poco, a medida que iba conociendo más y más meretrices, intuía que todas terminaban padeciendo serios trastornos psicológicos. La culpabilidad, la doble vida, los secretos, las mentiras, el desprecio social, la humillación y demás sentimientos tormentosos que son intrínsecos de la prostitución deterioran progresivamente la mente y el alma de las fulanas. No es cierto que sólo comercien con su cuerpo.
Mientras yo continuaba grabando los books, Manuel y Angie hablaban de alguna de las chicas con las que él se había acostado en esa agencia. Y cada minuto que pasaba yo me sorprendía más y más con los nombres que surgían en la conversación. Pero he decidido no reproducir esos nombres, aun teniendo en mi poder las grabaciones de la cámara oculta, por un respeto a las prostitutas que quizá ni ellas sientan hacia sí mismas. Si oculto los nombres reales de lumis callejeras, como Susy, o rameras de burdel, como Andrea o Mery, ¿por qué no voy a conceder el mismo trato discreto a las fulanas de alto standing? Todas tienen amigos, vecinos, padres y algunas hasta hijos, que sufrirían al descubrir su doble vida. Y el objeto de mi investigación son los proxenetas, no sus víctimas. Si Malena Gracia no hubiese reconocido públicamente su relación con este mundo, yo habría omitido su nombre como he omitido el de sus compañeras. Quizá porque no soy tan cruel como Emilio Rodríguez Menéndez, ni un putero resentido.
Antes de marcharnos de la agencia Numancia, Angie se ofreció a enseñarnos a algunas de las chicas que en ese momento estaban disponibles en la casa, esperando en una habitación contigua. Y aunque el objeto de mi visita a aquel piso clandestino era únicamente investigar hasta qué punto era cierta la leyenda de los catálogos de famosas, Manuel se había excitado sexualmente con la conversación y quería ver «el ganado» que había en la agencia. Así que finalmente ante nosotros desfilaron varias señoritas muy atractivas que quedaron inmortalizadas en la cinta de vídeo.
Como ocurre en miles de pisos similares, en todas las ciudades de España, las fulanas pasan una por una, dándonos su nombre, y permitiéndonos que escojamos a la que más nos apetezca. Afortunadamente ninguna resultó del agrado del exigente empresario catalán a pesar de ser chicas verdaderamente exuberantes, y Manuel decidió acudir a Otro burdel de lujo, para buscar mejor «mercancía». Casualmente se dirigió a la agencia en la que, años atrás, trabajaba la escritora Valérie Tasso. Al despedimos, Angie, convencida de que se le avecinaba un gran negocio, me entregó su tarjeta. Sobre la dirección y teléfono de aquel burdel de lujo, sólo una escueta línea: «Asesoría Numancia».

El burdel de la Gran Hermana

Ya no tenía ninguna duda. Al menos en buena medida, y al menos en lo referente a algunas de las acusadas, lo expuesto por Rodríguez Menéndez en la revista Dígame era cierto. No sólo Malena Gracia se dedicaba a la prostitución de alto standing.
Y si conocidas actrices, presentadoras y modelos se dedicaban a la prostitución de lujo, ¿por qué no iba a ser cierto que alguna de ellas diese un paso más allá y participase más activamente del negocio? ¿Por qué no iba a ser propietario de un burdel alguien relacionado con el famoso programa Gran Hermano? En ese momento, más que nunca, creí a Ruth, la chica del Riviera que afirmaba haber reconocido, en el plató de Gran Hermano, al propietario del burdel en el que había trabajado, al que sus rameras conocían como El Suizo. Decidí poner dirección hacia Galicia por última vez y telefonear a Paulino. Si existe alguien que conozca todos los burdeles del noroeste mejor que su propia casa, ése es Paulino. Y en este caso se convertiría en el sabueso que olfatearía el rastro de El Suizo. Dos horas después de que yo le hubiese telefoneado, interrogándolo al respecto, me devolvió la llamada.
—¿Toni? Me debes un polvo. Tu Suizo se llama Ulises A. Y el puticlub La Paloma está en Ponte do Porto, entre Vimianzo y Camarinas, o sea, a tomar por culo. Según me ha dicho un amigo mío, que es camarero en el Mont Blanc, está en la calle Curros, N. 991 de Ponte do Porto. ¿Vamos hoy?
Tomé un avión y viajé por última vez al encuentro del veterano putero. Esa misma noche nos dirigíamos a la población de Ponte do Porto, a poco más de una hora de camino desde A Coruña. El local no es demasiado grande. Regentado por una ex prostituta tailandesa llamada Sariya T. U., no había nada que pudiese relacionar aquel serrallo con ninguno de los concursantes del programa más famoso en la historia de la televisión. 0 casi nada...
El programa Gran Hermano ya había sufrido el escándalo, cuando la revista Interviú desveló que dos de sus primeras concursantes, la sevillana María José Galera, de veintinueve años, y la mallorquina Mónica Ruiz, de veinticinco, habían ejercido la prostitución. También todo tipo de rumores rodearon a la pintoresca Aida, primera expulsada en la última edición, en cuanto salió de la popular casa. Pero mi investigación iba por otros derroteros.
Al entrar en La Paloma, antes conocido como Club Yaqui, no conté más de una docena de busconas, entre latinoamericanas y africanas, y preferí distanciarme de estas últimas por recordarme demasiado a Susy, a la que había telefoneado esa misma noche desde mi hotel. Las noticias no podían haber sido peores. Según me había explicado Sunny, alguien había disparado contra Susy desde un coche y se había dado a la fuga.
Desde mi anterior viaje a Murcia, Sunny me había dejado muy claro que cada vez que desease hablar con su protegida tenía que telefonearle a él y no a las amigas del Eroski, a las que llamaba anteriormente cuando quería charlar con la nigeriana. En cada llamada aprovechaba para intimar con el proxeneta, ganándome poco a poco su confianza. Naturalmente, quien esto escribe sabe que debe tener pruebas de todo lo que dice, por eso grababa todas las conversaciones telefónicas, lo que me permite ahora reproducirlas exactamente:
—¿Dígame? —¿Price Sunny? —¿Quién es?
—Soy Toni. —¡Ahhh! Hola. —¿Cómo está Susy? —Alguien le ha pegado el sábado por la noche con una pistola... —¿Cómo? —Sí, con una pistola. Allí debajo de su....
—¿Que le han disparado? ¿A Susy? ¿Pero qué dices? —A Susy. Pero está bien ahora. No es muy grave. Ya está en la casa. —¡Hostia, qué fuerte! ¿Que le han disparado a Susy con una pistola?
—Ella te ha llamado esa misma noche, pero tú no coges el teléfono.
—Claro, es que estuve en Portugal, estuve fuera, pero me funciona muy mal, se me corta. Yo te llamé el otro día porque llamé a una amiga suya que me dijo que estaba en el hospital, y te llamé a ti pero no me cogías.
—Yo sé eso. Cuando tú me has llamado, yo dejé el teléfono en casa y estaba abajo hablando con alguien.
—Pero ¿cómo está ella? —Ella está bien. —Pero ¿cómo fue?, ¿quién la ha disparado? —Yo fui con ella al hospital esta mañana, pero los médicos dicen que tiene que volver otra vez mañana por la mañana. Ella está bien. No tiene ningún problema.
—Pero ¿quién fue, Sunny, quién hizo eso? —No lo sé. Ella salió de la casa a las 11, y a las 11.30 me ha llamado diciendo que alguien le había pegado con pistola... _Con pistola.
—Hombre, sí. Pero pistola de esa de... [ininteligible] —¿De balines? —Sí, sí. —Ahh, me estabas asustando ya. Pensé que era una pistola de verdad.
—No, no es pistola de verdad. —¿Y ella está contigo ahora? ¿Puedo hablar con ella?
—No, yo estoy en Alicante, haciendo una cosa ahora. A qué hora... Cuando llegue a casa te llamo.
Supongo que es una estupidez, pero cada día que transcurría me sentía más responsable del destino de aquella nigeriana, y de alguna manera la culpabilidad me atormentaba, por no haber estado en Murcia cuando algún malnacido, probablemente xenófobo, había decidido distraerse disparando a las busconas negras del Eroski desde un coche, y dándose a la fuga. Cuando convivía con los skinheads más de una vez planeamos acciones similares. Los muy imbéciles no sospechan que tiroteando a las putas, están interfiriendo en el negocio de sus propios ideólogos, como José Luís Roberto, fundador de ANELA y candidato a la alcaldía por España2000.
Me sentía culpable. Por esa razón preferí no acercarme a las africanas de La Paloma y probar suerte con una colombiana que me miraba fijamente desde la barra. La cosa no pudo haber salido mejor. Mientras Paulino multiplicaba sus manos, como Jesús los panes y los peces, recorriendo todo el cuerpo de una mulata, emulando los mil brazos de la diosa Kali, yo intentaba sacar a la colombiana alguna información sobre el propietario del lupanar. En ese momento me di cuenta de mi debilidad. Lo habitual en los burdeles de carretera, una vez se inicia la conversación con una fulana, es que el cliente aproveche para magrear sus pechos, nalgas o directamente su sexo. Mil veces presencié cómo a mi lado los puteros exploraban la anatomía de las féminas como puntillosos ginecólogos. Sin embargo yo nunca pude hacerlo. Nunca fui capaz de imitar el comportamiento soez y grosero de mis compañeros de correrías como Paulino. Sabía que nadie iba a mirarme mal si lo hacía. Ni siquiera las busconas, habituadas a soportar los toqueteos lascivos de los clientes. Sin embargo era superior a mí. Y aun siendo consciente de que mi personaje, un chulo y proxeneta acostumbrado a traficar con zorras, debía estar a años luz de esos prejuicios morales, nunca fui capaz de hacerlo. Me parecía que aquellas personas, por prostitutas que fueran, merecían un poco de respeto y dignidad. Pero sé que para un infiltrado esto es un síntoma de debilidad que podría haber levantado sospechas en más de una ocasión. Y aquella noche era un buen ejemplo.
Mientras Paulino introducía sin pudor la mano bajo el vestido y las braguitas de la ramera, me miraba con una sonrisa de complicidad. Yo, como siempre, me tragaba el asco y respondía a su sonrisa. Pero al ver que yo no terminaba de atacar a mi furcia, empezó a fruncir el entrecejo: ¿qué pasa?, ¿no te gusta?
Esquivé el interrogatorio como pude y decidí alejarme un poco con la colombiana para intentar entrevistarla sin interferencias del putero. Ante mis preguntas sobre quién era el propietario del garito, ella me remitía una y otra vez a la encargada, pero mi experiencia me había enseñado que los responsables de este tipo de negocios tienen muchas más tablas, y son más difíciles de burlar, que sus empleadas. Y más cuando, como en este caso, se trataba de una tailandesa que había ejercido el oficio antes de dirigirlo y que por su pinta podía deducir que conocía todos los trucos. Justo es reconocer que tanto la encargada, a la que investigaría a fondo posteriormente, como las fulanas de La Paloma hablaban con agradecimiento del misterioso Suizo. Según me relató un camarero más tarde, el empresario propietario del burdel no sólo había ayudado mucho a la tailandesa, permitiéndole dejar el oficio de ramera, para controlar a otras que aún lo ejercían, sino que iba a ser el padrino del bebé que estaba a punto de tener. Y así fue. El Suizo y su mujer asistirían meses antes al bautismo del bebé de su encargada, nacido el 25 de agosto del año 2002, y al que llamaron Nicolás T. U. El lector perspicaz ya se habrá dado cuenta de que las iniciales de los apellidos del niño coinciden con las de la madre, eso se debe a que el padre de Nicolás renegó de su hijo, lo que desembocó en un sangrante proceso judicial. Un juicio en cuya vista oral Sariya tuvo que soportar que el padre de su hijo, Jesús T. V., y varios testigos aportados por él, todos ellos puteros clientes de La Paloma, describiesen con todo lujo de detalles las «habilidades profesionales» de Sariya. Para ellos la tailandesa era una puta y, como se había acostado con muchos hombres, Jesús T. V. no se reconocía padre del pequeño Nicolás. Como diría el agente Juan, Sariya era una «disminuida social» y, a pesar de haber dejado de ejercer la prostitución años atrás para ocuparse sólo de llevar el burdel como encargada, el estigma de la ramera la acompañará siempre, como constató en el juicio por la paternidad de su hijo.
Tras considerar probado que, al margen de los encuentros en La Paloma, Sariya y Jesús habían mantenido una relación sentimental finalmente un juez valiente, don Francisco Javier Coflazo Lugo, responsable del caso Firestige en Galicia, falló a favor de la tailandesa, reconociendo a Jesús T. V. como padre de Nicolás y condenándolo a pagar una manutención de 120 euros mensuales y a dar su apellido al pequeño. La sentencia de este juicio también obra en mi poder.
Sariya estaba curtida en la escuela de la vida y cuanto más la observaba, más astuta me parecía. Así que me concentré en lo que pudiera decirme la buscona, que parecía tener tantas manos sobre mi cuerpo como Paulino sobre el de su acompañante. En un momento de la conversación, la colombiana me explicaría que el dueño de La Paloma sólo va una vez por semana, los martes, para hacer caja. «Él está muy ocupado con la cafetería que tiene en A Coruña y que es muy famosa.» Al decir eso, la meretriz latina señaló inconscientemente hacia los posavasos que había en la barra del prostíbulo, y que no llevaban impreso el nombre del club, como sería lo lógico, si no el de otro local: Planeta Esspresso.
No podía dar crédito. Si aquello era lo que parecía, había tenido mucha suerte. Según la colombiana, el propietario de La Paloma era también el propietario del Planeta Esspresso, y el muy torpe utilizaba los posavasos de su famosa cafetería en el burdel de su propiedad. Esa muestra de tacañería lo había delatado. El siguiente paso estaba claro. Le corté el rollo a Paulino y lo arrastré hasta el coche para poner rumbo de nuevo a La Coruña. Ahora faltaba localizar la cafetería del propietario de La Paloma. Tal vez ahí tuviese más suerte para comprender qué vinculación podía existir entre aquel burdel y el programa Gran Hermano.
No fue difícil dar con el Planeta Esspresso, en la zona más céntrica y turística de A Coruña: la Dársena de la Marina. Todo el mundo en la ciudad parecía conocer aquel local. Entendí el porqué en cuanto puse un pie en la cafetería. No menos de una decena de fotografías de la finalista en la última edición de Gran Hermano, decoraban las paredes. Efectivamente, D. Ulises A., alias El Suizo, propietario del burdel La Paloma, era su padre y supongo que algún día ella podría llegar a heredar los negocios de su padre, incluyendo el prostíbulo.
Ruth, la ramera del Riviera, no me había mentido. Ulises, como los familiares de los demás concursantes de Gran Hermano, había acudido a los platós de Tele 5 o había aparecido en diferentes programas de la cadena para apoyar a su hija, y eso había hecho que algunas de sus fulanas lo reconocieran. Yo mismo me lo había cruzado en el plató de A tu lado o de Gran Hermano en alguna ocasión.
En la página web de Tele 5 todavía, a la hora de escribir estas líneas, se conserva el vídeo de promoción de ella, donde aparece su padre, El Suizo, explicando las maravillas de su hija. Lo que no cuenta en ese vídeo es que algún día, si ella lo quiere así, la finalista de Gran Hermano podría heredar uno de los negocios más rentables de su padre: el burdel La Paloma.

Sonia Monroy, madrina de prostíbulo

Pero esa noche me deparaba todavía una sorpresa. Paulino se empeñó en terminar la velada en La Luna, el club de ANELA en la Nacional VI, situado a escasos metros de La Fuente. Yo necesitaba una dosis de sexo urgentemente. Le debía una, así que accedí a acompañarlo hasta el club más emblemático de Galicia. Para mi sorpresa, y como si de una broma macabra se tratase, el propietario de La Luna había ordenado que se colgase en la pared de sus mancebías un absurdo cartel que ordenaba: «EN ESTE LOCAL ESTÁ PROHIBIDO EL ALTERNE». Está claro que El Baretta es un cachondo e imagino que con ese absurdo papel, al que nadie hacía caso, creía que podría protegerse legalmente en el caso de una redada. Pero tanto La Luna como La Fuente son un pedazo de casas de putas, digan lo que digan los cartelitos.
Una vez allí, y por enésima vez, Paulino se empeñó en pagarme las copas y un servicio, y yo naturalmente acepté. Él subió con una aniñada brasileña llamada Valeria, que me pareció que alcanzaba los dieciocho años muy justamente y que, para mi asombro, lucía sobre el pecho el amuleto de la vidente Vera que Andrea me había enseñado antes de partir hacia Italia. Me las apañé para conseguir el teléfono de aquella garota, con la excusa de que yo era un poderoso brujo y podía hacerle su carta astral, así confirmé —para fortuna de ANELA— que no era una menor de edad, ya que obtuve su fecha y lugar de nacimiento para el supuesto mapa natal: había nacido en Curitiba el 3o de enero de 1981. Además, anteriormente, y al igual que Andrea, había trabajado en el burdel Olimpo, propiedad del hermano de Baretta. Me pregunto si entre los hermanos Crego es habitual intercambiarse a las busconas entre sus respectivos prostíbulos. Tomé nota de su número y apunté en mi lista de tareas pendientes la necesidad de llamarla para obtener más información sobre la meiga de las fulanas.
Yo subí con una despampanante rumana llamada Darma. Paulino pagó las dos habitaciones y, como tantas otras veces, me escudé en mi supuesta timidez para eludir la pretensión del putero de que hiciésemos una orgía intercambiándonos a las rameras. Finalmente fuimos a dormitorios diferentes.
Al entrar, y como en tantas otras ocasiones, la chica siguió el protocolo habitual. Colocó sobre la cama una sábana desechable, dejó el preservativo sobre la mesilla de noche y bajó la luz de la habitación. Pero en esta ocasión no me dio tiempo a decirle que yo no quería sexo sino hablar. Con un gesto certero dejó que los finos tirantes de su vestido se deslizaran por sus hombros, y después cayó el resto de la tenue tela hasta el suelo. Y sin ningún pudor se quedó completamente desnuda ante mí.
Era preciosa. Y su cuerpo perfecto. Hice verdaderos esfuerzos, titánicos esfuerzos, para apartar la mirada de aquellos pechos maravillosos, aquellas caderas rotundas, aquellas piernas perfectas, aquella cintura de avispa... Sólo otro hombre podrá comprender de cuánta fuerza de voluntad tuve que echar mano en aquel momento. ¿Qué importaría si yo consumía el servicio como un cliente más? ¿Quién se iba a enterar? ¿Qué más le daría a aquella valkiria nórdica acostarse con un putero más o menos esa noche? Eran mis propios prejuicios y mi propio sentido de lo moral lo que se interponía entre aquella belleza rumana y yo.
La deseaba, lo reconozco. Era pura lujuria. Pero una vez más recordé los consejos del agente Juan, mi mentor, y de alguna manera conseguí volver a controlar mis instintos. A pesar de explicarle a aquella diosa del norte que no quería sexo, no tuvo la deferencia de volver a vestirse, y permaneció a mi lado, desnuda sobre la cama, durante la media hora de su tiempo que Paulino había pagado.
Gracias a Odín conseguí resistir la tentación, y prometo solemnemente que no toqué ni un pelo de la rumana, que resultó ser originaria de Tirgóviste, ciudad que conozco bien. Y aquella contención seminal me supuso una nueva dosis de información a cambio de mi respeto. Pocos días antes un incendio se había desatado en La Luna y, durante unos minutos aterradores, el pánico se había apoderado de las chicas. Sin embargo, los daños en cuatro habitaciones del burdel de ANELA no impidieron que siguiese adelante la celebración del XIV aniversario del prostíbulo más veterano de Galicia, que se conmemoraba precisamente al día siguiente. Si me hubiese acostado con aquella espectacular mujer, sin duda no me habría dejado su número de teléfono, no me habría hablado sobre Andrei, un proxeneta que trae chicas desde Rumania, y que era el propietario de casi una decena de rumanas que vivían hacinadas en un piso de A Coruña, que yo llegaría a visitar posteriormente, y lo que es más sorprendente, no me habría adelantado que la televisiva Sonia Monroy estaría al día siguiente en La Luna.
Volví a la barra del burdel mucho antes que Paulino y pedí otra copa para hacer tiempo. Tardó en bajar y cuando lo hizo me di cuenta de que algo iba mal, al verlo dando traspiés por las escaleras y apoyándose en las paredes. Lo que sigue —por increíble que parezca— es la trascripción veraz y exacta de los hechos:
—¿Qué te pasa?, ¿estás bien? —le pregunté al putero ofreciéndole mi brazo para que se apoyase en él mientras nos acercábamos a un sofá.
—Joder, tío, no te imaginas lo que me ha pasado, qué fuerte. —¿Qué ha pasado? —Joder, pues que pagué media hora más, porque la puta estaba MUY buena y me ponía a mil. Y como me ponía tanto, me bajé al pilón y me puse a comerle el coño, pero con tanto movimiento se me cayó una lentilla dentro y, claro, me puse a buscarla con el dedo...
—Me estás vacilando.
—Que no, Toni, que no. Le metí el dedo para buscar la lentilla, y la tía, que ya estaba más caliente que yo, se movía como una perra, hasta que pillé la jodida lentilla y, claro, me levanté para guardarla en el botecillo. Pero la tía se debió de pensar que le había robado un pelo, o yo qué sé, y me echó a hostias de la habitación... Y ahora no veo una mierda. Espérate que me voy al baño a lavarla y a ponérmela...
Ocurrió así. Y es sólo una de las tragicómicas anécdotas de burdel que podrían constituir todo un volumen monográfico. Prolongué mi estancia en Galicia unos días para volver a La Luna a la noche siguiente, esta vez armado con la cámara oculta, para comprobar si efectivamente la exuberante Sonia Monroy amadrinaba el burdel de ANELA en su XIV aniversario. La hermosísima rumana no había mentido, ni en eso ni en lo demás. El 3 de diciembre de 2003 actuaban varias strippers y go-gos en el prostíbulo más veterano del noroeste. Y la actuación estrella era la de Sonia Monroy.
Antes de su actuación, la líder de las Sex-Boom anunció que estaría a disposición de los presentes para firmar autógrafos, así que aproveché la oportunidad para acercarme a ella, confiando en que mi disfraz fuese elocuente. Y digo disfraz porque yo había conocido a Sonia, años atrás, en el plató de Esta noche cruzamos el
Mississippi. Después volvimos a ser presentados en otro programa de Tele 5 en el que yo trabajaba y donde ella hizo una breve colaboración. Así que por enésima vez salté sin paracaídas, con la fe de que mi ridículo bigote y mi aspecto de macarra impidiesen que Sonia recordase mi cara.
Coló. Me dedicó cariñosamente una fotografía: «Para Toni, con mucho cariño, besitos. Sonia Monroy», y me explicó, cuando le dije que tenía un club como aquél y que estaba interesado en contratar sus servicios, que el importe eran 3.000 euros. A continuación me presentó a su representante, que también estaba allí, que me entregó una tarjeta: José Luís Diez, Agencia de Contratación de Espectáculos y Servicios.
Después me acomodé en una mesa y disfruté de los dos pases que hizo Sonia, ante mi cámara oculta, en la misma barra del burdel, donde cada noche se desarrollan los espectáculos eróticos. Bailó y cantó y tuvo el detalle de dedicar uno de sus temas a las rameras que contemplaban con envidia y admiración a la famosa. Esa noche, y gracias a que la Monroy consiguió subir la libido de los varones que atestaban el local, las rameras de La Luna trabajaron más de lo normal y el burdel hizo una de las mejores cajas de su historia.
Manuel Crego, alias Bare, se acostó un poco más rico aquella noche.