Monday, January 07, 2008

CAPITULO 3


-¡Tú, idiota! ¡Ya me estás dando la banderita!
Noté sobre mi nuca una fuerte palmada que estuvo a punto de hacerme perder el equilibrio; mientras, mi agresor seguía increpándome como un poseso:
-¿Eres tonto o qué? ¿No me has oído? ¡Dame inmediatamente la banderita! ¡No tienes ningún derecho a llevarla!
Con la mano derecha hizo un brusco ademán, tratando de arrebatarme la insignia con la bandera de España que portaba en mi camisa. Me volví aterrorizado buscando algún lugar donde guarecerme, pero el patio del colegio no mostraba ningún refugio seguro. Para más desgracia vi por el rabillo del ojo como varios compañeros de mi atacante venían corriendo a apoyar su acción… Sentí un tremendo horror y eché a correr hacia un rincón, mientras mis ojos empezaban a empañarse con lágrimas de impotencia y rabia.
-¡No huyas, cobarde! ¡Sabes que no tienes escapatoria! -clamaba bravuconamente mi hostigador, mientras intentaba darme caza.
Puse pies en polvorosa mientras notaba los pasos de mis perseguidores golpeando tras de mí sobre el seco suelo de cemento, cada vez más cerca. Giré la cabeza y los percibí a menos de dos metros a mi espalda.
-¡Me van a coger! -pensé con espanto.
No entendía cómo podía haber llegado a esa situación tan absurda. El chico que me acosaba se llamaba Fernando e iba conmigo a clase en 5º de EGB, siempre intenté ser su amigo, pero la simpatía no era una de sus cualidades más destacadas. Mi atacante prefería la compañía de chicos mayores y solía juntarse con los de octavo y primero de BUP, éstos a su vez lo tenían como una especie de líder; no en vano su padre era uno de los jefes de Fuerza Nueva de Valencia y él también estaba afiliado a las juventudes de ese partido.
En alguna ocasión quise formar parte de ellos, los veía siempre juntos en los recreos con sus cazadoras negras y el pelo tan pulcramente peinado con fijador. Además sabían hacerse respetar. En mi colegio había un montón, yo conocía a algunos... pero no lo bastante.
Unos meses antes, mi padre me llevó a un mitin de Blas Piñar en la plaza de toros. Fue algo inesperado. En principio pensé que iba a ser un rollo, pero durante el transcurso del mismo me sentí muy a gusto. La verdad es que no entendí mucho de lo que se dijo en ese acto, pero tanta profusión de banderas y personas uniformadas con camisas azules y boinas rojas. ¡No sé! Pero ese ambiente irradiaba un algo especial que me atrajo. Días más tarde insinué a mis padres la intención de afiliarme, pero me lo prohibieron tajantemente:
-¡Ni se te ocurra hacerlo! ¡Pero si todavía eres un chiquillo! ¡Además, no tienes que destacar nunca en política! Eso no te traerá nada bueno. Cuándo empezó la guerra civil, ¡e incluso antes!, los rojos sacaban a las gentes de derechas de sus casas para darles el paseíllo, y muchos no volvieron jamás. A tu abuelo Juan se lo llevaron dos veces y tuvo mucha suerte de conocer a uno de los milicianos, que si no...
¡Qué rollo! ¡Siempre me tocaba aguantar el mismo discursito! ¿Pero no se daban cuenta que por mucho que dijeran, acabaría haciendo lo que me diera la gana? Por entonces estudiaba en el colegio de los hermanos maristas y aquel año de 1979 la política estaba muy presente en toda la sociedad española y, por supuesto, mi escuela no iba a ser menos. Pocos días antes, tuvieron lugar las segundas elecciones generales desde la muerte de Franco y volvió a ganar la UCD de Suárez. En mi entorno había escuchado que eso era algo muy malo para todos los buenos españoles...
Se decía que los comunistas se estaban adueñando de las calles y nos iban a llevar a otra guerra civil. Debía de ser cierto, porque en las noticias de la tele casi todos los días hablaban de asesinatos y secuestros por parte de ETA y de los GRAPO y, por lo que tenía entendido, los terroristas eran “ojos, comunistas o algo así. Además eso lo contaban en casa, en el colegio y muchos de mis amigos se lo habían oído decir a sus padres... y todos no podían estar equivocados.
A tan temprana edad temía mucho a los rojos, los imaginaba como una especie de temibles <>. Me habían dicho que odiaban a España y querían que nos hiciéramos soviéticos o algo de eso. ¡Menuda tontería, hacerme a mí ruso con trece años! Me contaron también que hace bastante tiempo quemaron iglesias y mataron a muchas personas, entre ellas a un tal Calvo Sotelo y a otro que se llamaba José Antonio, que no sé quienes eran. Pero este último me sonaba de verlo en una foto que había colgada en clase. Tenía entendido que los rojos eran fieras y vagos que no querían hacer nada, y por eso realizaban huelgas, que consistían en no ir a trabajar y montar mucho follón por las calles para que cerrasen las fábricas y hubiese otra guerra… En clase nos dijeron que si ganaban alguna vez derribarían el colegio, fusilarían a los religiosos y repartirían todas nuestras cosas entre los niños comunistas. ¡Vaya morro!
No me gustaba esa gente, y eso que sólo conocía a uno que encima parecía buena persona, se trataba de Pepe, el portero de mi casa. Mi padre me dijo una vez en secreto que era de los de Carrillo, pero me prohibió contárselo a nadie, no fuera que alguien quisiera fastidiarlo y tampoco interesaba que esas cosas se supiesen. Aún se ignoraba cómo acabaría todo. Mi abuela materna decía que se sentía comunista, pero a ella no la contaba porque era de la familia; además, de vez en cuando acudía a misa, con lo cual supongo que no debía ser muy roja que digamos. Odiaba a Franco porque lo culpaba de la muerte de mi abuelo al final de la guerra.
Hace unas semanas había decidido posicionarme y me coloqué, en un lugar bien visible, una pequeña insignia con la bandera de España que encontré olvidada en un cajón de casa. Pero lo que no supuse jamás es que sería precisamente mi compañero de clase de Fuerza Nueva el que exigiría que me la quitara. Fernando llevaba varios días diciéndome que no tenía derecho a llevarla sin estar afiliado, y fue aquella mañana cuando la situación se fue de madre y reventó durante el recreo.
Seguía corriendo despavorido escuchando las imprecaciones de mis cazadores a escasos centímetros de la nuca. De pronto, una pierna salió, no sé de dónde, y tropecé con ella, cayendo de bruces contra el suelo. El impacto fue brutal y me destrocé la piel de las rodillas, aunque con trece años mi constitución parecía de goma y no me rompí nada. Inmóvil en el suelo, observaba con los ojos desorbitados a mis enemigos, que me rodeaban en círculo.
-¡Venga, cobarde, ponte en pie y lucha como los hombres! –me increpó Fernando.
-¡Dejadme en paz! ¡No os he hecho nada! -añadí mientras me incorporaba lentamente.
-¡Eres un cobardica! ¡Levántate y lucha! ¡Mirad cómo llora la nena!
Sentía mucho miedo, jamás me había pegado con nadie y no sabía qué hacer. Si intentaba luchar contra todos, ¡lo tenía claro! Me incorporé con el rostro descompuesto y me encaré a mi compañero:
-¿Me hablas de cobardes? ¡Tú si que eres un cobarde! ¡Sois diez contra uno! -exclamé temblando.
Una palmada en un lateral de mi cabeza, me hizo dar un brinco.
-¡He dicho que pelees! -volvió a insistir, a la vez que me soltaba un sonoro bofetón en la mejilla.
Un corro de risas respondió a esta nueva agresión, aquella mañana me habían tomado como su divertimento.
-¡Venga! ¡Pelea, cobarde! -repitió, dándome otro mamporro.
Nuevas risas.
-¡Venga, pelea! ¡Venga, pelea! ¡Gallina, cobardica!
Cada nueva increpación llegaba acompañada de otro fuerte guantazo y de las risas histriónicas de sus acólitos. Mi agresor empezó a crecerse, me soltó un nuevo tortazo. Pero esa vez no me contuve y respondí dándole una patada donde más duele. La verdad es que no tenía ni idea de que ese sitio era tan delicado y doloroso… Agarrándose la entrepierna, cayó lentamente al suelo, mientras se retorcía de dolor bajo la mirada incrédula de los suyos.
<<¡Ay va! ¡Qué he hecho!” -pensé-. ¡Sus amigos me van a correr a palos!>>
Me agaché junto a él lloriqueando, implorándole perdón. Uno me levantó de forma enérgica y dijo que me largara, ellos se ocuparían de él. Lo llevaron a la enfermería, y dijeron que había recibido un balonazo jugando al futbito.
A la salida de clase, y ya restablecido, Fernando se acercó y estrechó mi mano.
-No eres un cobarde -afirmó-. ¿Por qué no te afilias a Fuerza Nueva? -soltó de sopetón.
-Mis padres me lo han prohibido -expliqué, todavía confuso por su reacción.
-¿Y vas a hacerles caso? Este viernes por la tarde, di en casa que vienes a estudiar conmigo e iremos a la sede a afiliarte -aclaró.
-Vale -respondí no muy seguro, con un hilo de voz.
Ése fue el preciso instante que tuve mi primer contacto real y directo con Fuerza Nueva. Ocurrió a principios de 1979, unos días después acompañé a mi nuevo amigo a la sede provincial y me afilié a Fuerza Nacional de Estudiantes, el sindicato estudiantil. A todos los efectos estaba integrado en la organización. No intuí que de víctima pasaría, en muy poco tiempo, a verdugo.
A partir de esa fecha acudía a la sede cada día de la semana para colaborar en cuanto podía. En mi casa ignoraban esta circunstancia y les sorprendió que de improviso aumentara mi afán por estudiar en casa de los amigos. Todavía tardarían varios años en conocer la verdad que les ocultaba.

Juanma Crespo en la época de sus primeros contactos con la extrema derecha

Desde mi ingreso, la relación con el resto de militantes fue muy satisfactoria. En seguida me incorporé, junto a tres chicos más, en una escuadra; tres escuadras formaban una línea y a su vez tres líneas, una centuria. La distribución de las juventudes se asemejaba a la de un pequeño ejército, pero a mí todo eso me gustaba y me sentía como pez en el agua con mis nuevos amigos, cada jornada aprendía cosas nuevas y excitantes.
El mundo que se abría ante mí no era en absoluto homogéneo, dentro del partido existían diversas concepciones o modos de sentir la política que nunca antes imaginé. Por una parte, casi todos los mayores de cincuenta se declaraban franquistas y católicos hasta la médula. Para este sector, el simple hecho de decir <> o <>, implicaba un pecado mortal y, por supuesto, una expresión de lo más vulgar y chabacana. Muchos eran de misa diaria y a Blas Piñar, por encima de líder, lo tenían como un profeta, un enviado del mismísimo Dios. <>, oí decir a menudo, y realmente para ellos lo era. Los más veteranos referían su profunda amistad con Piñar: que si Blas esto, que si Blas aquello... ¡palabra de Blas! Entre ellos, muchos excombatientes del bando nacional y varios
que formaron parte de la División Azul. La mayoría de los militantes de esa generación habían vivido las miserias de la guerra y temían con horror que algo similar volviera a repetirse. Quizá la persona más representativa de este grupo era Ángel Ortuño, apodado el Obispo, al que muchos tenían como el verdadero ideólogo del partido y persona de absoluta confianza de Piñar.
En segundo lugar estaban los afiliados de entre treinta a cincuenta años. Aunque no llegaron a padecer el conflicto civil, odiaban con toda su alma a los rojos. Pensaban que para estar así, con esos sucios comunistas por las calles, más valdría otra nueva cruzada purificadora que restableciera el orden. Para todos, pero en especial para éstos, en España sólo existían dos bandos: los rojos y los de Fuerza Nueva.
-Porque ROJOS y traidores eran Fraga y sus simpatizantes, por apoyar la <> democracia.
-ROJOS también eran Felipe González y los <> del PSOE. Encima se afirmaba que el mítico Isidoro había sido jefe de centuria con el Frente de Juventudes en su Sevilla natal.
-ROJO y perjuro, por supuesto el rey Juan Carlos, que juró lealtad a los principios del Movimiento Nacional y no los cumplió.
-ROJOS eran los de Falange. ¡Los muy cabrones declaraban abiertamente que Franco manipuló el mensaje joseantoniano y consintió su muerte!
-ROJO y chaquetero, Adolfo Suárez, <>, por legalizar a sus amigos, los comunistas, y ser el mayor culpable de la caótica situación de España.
-Otro abominable ROJO: Miguel Primo de Rivera, sobrino de José Antonio, que desde su puesto como procurador en las cortes franquistas, dio luz verde a la Ley de Reforma que abrió el camino a la legalización de los partidos políticos. ¡Anda que si su tío levantara la cabeza…!
-¡Y cómo no! El súmum de los ROJOS ROJÍSIMOS era Santiago Carrillo, <> y, evidentemente, todos los comunistas que le apoyaban.
Sí, vivía inmerso en un mundo de rojos y de... ¡masones! Porque todos los grupos y personas anteriormente citadas, además de demócratas, traidores y rojos, compartían una oculta vinculación común: formaban parte de la masonería, que era algo así como los aliados terrenales del diablo, gentes que adoraban el dinero, celebraban misas negras y habían renunciado a sus familias y a su patria, o al menos eso nos hacían creer.
Y el tercer grupo de militantes, probablemente el más numeroso, lo formábamos los jóvenes. En este conjunto no había una línea compacta, al contrario, se unían muchas opciones distintas y cada una radicalmente opuesta a la otra. Es cierto que gran parte de la juventud del partido, en la que yo me incluía, éramos leales a Blas Piñar y devotos, por tradición familiar, a la memoria del Caudillo. Pero, a la vez, coexistíamos con falangistas fieles al pensamiento de José Antonio Primo de Rivera, que pensaban en Franco como un asesino y oportunista traidor. Convivíamos igualmente con nazis del PENS (Partido Español Nacional Socialista), que vestidos con botas negras, pantalones militares y camisas pardas, pasaban olímpicamente de los dos líderes anteriores y sólo rendían admiración a su Ferrer: Adolf Hitler. Este grupúsculo no estaba bien visto por la mayoría de afiliados al partido, pero tenían merecida fama de luchadores y sus <> en universidades y calles hacían que los tratáramos con cierto respeto; se reunían en nuestra sede porque carecían de local propio. Aparte de estos sectores, estaban presentes unas facciones de los temidos Guerrilleros de Cristo Rey, que formaban parte del sector duro del partido; posteriormente, por orden directa de Blas Piñar formaron la famosa Sección C de Fuerza Nueva, que en teoría se dedicaba a la seguridad en actos públicos y en realidad a acciones de represalia e infiltración en otros grupos políticos, en ocasiones, similares.
Ese variado y extraño batiburrillo de tendencias compartíamos carné, sede y poco más. Lo único que realmente nos unía era el odio visceral hacia la joven democracia y la certeza, casi absoluta, de que en breve estallaría una nueva guerra civil en España, en la que tomaríamos parte como soldados del nuevo ejército nacional.
Aquel año de 1979, empecé a conocer a gentes muy diversas con las que compartiría muchos momentos de mi vida. En la cantina oí hablar a los más veteranos de las peleas contra los rojos y narrar, con pelos y señales, las acciones guerrilleras en las que habían tomado parte. A los militantes de mayor edad no les hacía ninguna gracia que en la sede política se hiciera alarde de la violencia, ni siquiera querían pensar en ello:
-Blas no lo vería bien -decían.
Pero a la mayoría de los jóvenes nos importaba un bledo sus opiniones y solíamos decir despectivamente:
-Los viejos, que se vayan a rezar a misa, que ahí están bien.
En el bar de la sede cantábamos canciones del antiguo Frente de Juventudes, y también entonábamos unas coplillas que, con ritmo de rumbas, decían:
Si ves en tu camino un rojo malherido, ¡no preguntes quién es y remátalo de un tiro!
Rumba, la rumba. la rumba, ¡La rumba del cañón!
Tenemos un cañón llamado Bocanegra, que cuando se dispara, ¡los rojos a la mierda!
Rumba, la rumba, la rumba, ¡La rumba del cañón!
Por el río Nervión bajaba un bulto extraño. ¡Era Fraga Iribarne con su traje de baño!
Rumba, la rumba, la rumba, ¡La rumba del cañón!
Si ves a un tío con pinta de gilipollas, ¡no preguntes quién es, es el puto rey de España!
Rumba, la rumba, la rumba, ¡La rumba del cañón!

Y otra cancioncilla decía en su letra:

Cálzame las alpargatas, dame la boina, dame el fusil,
¡que voy a matar más rojos que flores tiene mayo y abril!

Ése era el ambiente que se respiraba a diario en nuestras filas, lo sorprendente es que no se hubieran perpetrado más barbaridades. Además de cantar, todos los días había cosas que hacer como preparar actos, limpiar las instalaciones, poner direcciones en sobres, colocar en las calles mesas de propaganda, realizar boletines internos... pero sobre todo, lo más importante: acudir a las reuniones semanales, donde escuchábamos conferencias y nos explicaban preceptos doctrinales. Todas las enseñanzas que recibí durante aquellos años, podrían resumirse en una sola frase: FRANCO FUE EL DIOS, Y BLAS PIÑAR, SU PROFETA.
De José Antonio, exceptuando una foto que presidía el lugar, no se hablaba mucho. Más o menos la idea que de él se tenía es que fue un buen chico de derechas, que iba a misa todos los domingos y fiestas de guardar y fue fusilado por los rojos. Poco más.
El omnipresente lema de Fuerza Nueva era: DIOS, PATRIA Y JUSTICIA, y a cada momento de nuestra vida debíamos ser fieles a estos principios.
Lo de DIOS estaba claro: el único, el de los cristianos, el del látigo en el templo expulsando a los mercaderes, el DIOS bíblico del <>.
PATRIA, evidentemente, ESPAÑA: Una, Grande y Libre.
JUSTICIA, la de Franco o quizá también la de los Guerrilleros de Cristo Rey.
Así de elemental y así de simple.
Vivíamos tiempos duros y nos preparábamos para lo peor. En los primeros seis meses de 1979, ETA y los GRAPO habían asesinado a cerca de medio centenar de personas. A la vez, cientos de huelgas y manifestaciones tenían lugar a diario llenándonos de negro pesimismo e impotencia.
-Esto no puede acabar bien -decían catastróficamente algunos- . Vamos directos a otra cruzada. ¡Sólo el ejército tiene la solución! ¿A qué coño esperan para actuar?
-Tranquilos -decía el típico enteradillo-. Los militares no están ajenos a los problemas de la patria, muy pronto habrá sorpresas.
En nuestra sede fluían dos sentimientos opuestos. Por un lado, la tristeza ante la delicada situación de España. La gota que colmó el vaso, fue la bomba que los GRAPO colocaron a finales de mayo en la cafetería madrileña California 47, lugar de reunión de los militantes de Fuerza Nueva en la capital y dónde perdieron la vida ocho personas. Por otra parte, la ilusión en que cada día estaba más cercano el ansiado golpe militar que devolvería a nuestra patria el orden y los valores morales perdidos. En eso residía nuestra única esperanza y todo nuestro esfuerzo. Sabíamos que teníamos la razón, el resto de grupos políticos contaban con líderes, pero nosotros disponíamos del único enviado del cielo, y eso era una garantía del triunfo que nos aguardaba.
El partido creció en esos meses en número y fuerza, el flujo diario de personas que venían a afiliarse era enorme y estaba ligado en parte a diversos factores que se juntaron decisivamente. La debacle electoral que sufrió Alianza Popular en las elecciones de marzo significó un chorro de militantes hacia nuestra formación; a esa circunstancia se unió el escaño conseguido por Blas Piñar como candidato en las listas de la efímera Unión Nacional, que sirvió para dar a conocer el mensaje patriótico de nuestra organización. Igualmente, la frágil consolidación política del momento y la tensión que se respiraba en el ambiente influyeron en la importante subida de Fuerza Nueva durante ese año y el siguiente. Entre los nuevos afiliados, contábamos con militares y miembros de las fuerzas de seguridad que creían en la inminencia de un golpe de Estado, los corrillos que se organizaban en la sede eran abundantes y precursores de incontables bulos. Durante esos meses, fueron decenas las veces que oí hablar de lo inmediato de un alzamiento militar, al final todo quedaba en agua de borrajas, pero la gente seguía viniendo a afiliarse.
Desde dentro, ese crecimiento se sentía con gran entusiasmo. El dinero empezó a llenar las arcas del partido y comenzaron a inaugurarse sedes a lo largo y ancho de toda la geografía española. Vivíamos unos momentos que se pensaban eternos y sin final. Se multiplicaron los mítines de Blas Piñar y rara era la semana que no había algún acto público. En Valencia, la jefatura provincial fletaba autobuses con simpatizantes para acudir a escuchar sus discursos y por un precio módico viajábamos por toda la península; las juventudes pagábamos cien simbólicas pesetas y con ese dinero podíamos permitirnos el lujo de recorrer España, o mejor dicho, conocer los cines y las plazas de toros españolas.
Como militante de Fuerza Joven me convertí en un experto colocando mesas de propaganda y sabiendo de memoria los precios de todos los artículos disponibles, que eran bastantes. Pero llegó un momento en que eso empezó a cansarme y prefería soñar en acudir con los mayores a participar en peleas contra los rojos o en acciones similares.
Los años 1979 y 1980 transcurrieron igual para mí: sede, mesas, mitin, sede, mesas, mitin… ¡Y vuelta a empezar! Tuve que esperar a finales de 1980 para dejar de ser un crío.
Hasta entonces, siempre había escuchado con interés las narraciones que se contaban de enfrentamientos directos contra los rojos, yo mismo había presenciado algún tiroteo y más de una pelea, pero siempre en segundo plano. Mi ansiada primera oportunidad llegó de manos del jefe local. Una tarde me llamó a su despacho y dijo sin preámbulos:
-Siéntate, tengo entendido que te has quejado de la rutina en que se ha convertido la sede y estás deseando participar en algo más importante. La verdad es que estamos muy contentos contigo porque se te ve ilusionado y colaboras en todo pero, sinceramente, no sé si tendrás suficiente valor para tomar parte en otras actividades, digamos, más arriesgadas.
¡Qué oían mis oídos! Eso era, precisamente, lo que estaba ansiando desde hacía meses. Sin poder contenerme respondí:
-¡Ponme a prueba!
-En eso estaba pensando precisamente... Vamos a ver, voy a darte una oportunidad, pero ten en cuenta que lo que aquí se diga no debe saberlo nadie, ¡y mucho menos los <>!
-No te preocupes por eso, que no diré nada...
-Por la cuenta que te trae, más te vale. Escucha con atención: cerca de aquí han abierto una academia de inglés y han colocado en el portal un rótulo de latón con la bandera inglesa. Tienes que ir una noche, desatornillarlo y tirarlo a algún rincón donde no aparezca jamás. Si te pillara alguien, la policía o quien sea, ¡di que actúas por tu cuenta y nadie te ha mandado hacer eso! ¿Entendido?
-Sí, confía en mí, ¡no te defraudaré!
-Eso espero -concluyó tajantemente.
Aquella fue la primera <> que me encomendaron. Ahora que la recuerdo, me viene a la memoria el tremendo miedo que pasé y las mil precauciones que tomé mientras la realizaba. Después de haber efectuado esa misión crucial y súper arriesgada, me sentí profundamente satisfecho y orgulloso del deber cumplido. Días más tarde me presenté ufano ante mi jefe y le dije con aires de importancia, como quien acaba de salvar el mundo:
-Lo que me ordenaste ya está hecho y no surgió ningún problema.
-¿Cómo? ¿Qué me dices? ¡Ah, sí... lo de la plaquita! Vale, vale, ¡Enhorabuena! -y siguió con lo suyo como si tal cosa.
Supuse que estaría disimulando, probablemente no interesaba que algo tan fuerte se supiera. En mi fuero interno me sentía muy feliz, había cumplido con mi deber y ahora debería estar muy pendiente de la policía, lo más probable es que me estuvieran siguiendo. Al poco tiempo, pasé por la academia y observé que otro rótulo, idéntico al que quité, ocupaba el mismo lugar que el anterior. Sonreí, puede que esos malditos ingleses lograran engañar a otros, pero a mí no. Seguro que, ocultos entre el gentío, multitud de <> aguardaban, pistola en mano, que volviera a quitar el letrero, pero ése no era el momento, ya volvería a arrancarlo otro día. ¡Cartelitos a mí!
He comentado que durante esos primeros años de militancia, acudí a cientos de mítines de Blas Piñar y, la verdad, me apasionaba escucharlo. Creo que esa sensación que sentía ante cada intervención de nuestro líder la compartíamos casi todos los miembros del partido. Recuerdo la emoción que me producía verlo en vivo y sé que hubiera bastado una sóla palabra suya para que todos los militantes de Fuerza Joven nos hubiéramos lanzado a las calles a luchar y morir por él. Después de los actos hacíamos comidas de hermandad y, tras los postres, una fila inmensa de chicos y chicas con camisa azul y boina roja acudíamos a que Piñar nos estampara su firma en alguna foto de Franco o en alguna prenda del uniforme. De este modo conseguí que me rubricara la boina y un sinfín de retratos que luego guardaba ordenadamente en las estanterías de mi cuarto. Mi habitación semejaba un pequeño santuario de Fátima, versión fascio. Presidía el conjunto una fotografía firmada de Blas Piñar, y junto a ésta, multitud de láminas del Caudillo y alguna de José Antonio, Queipo de Llano, Muñoz Grandes, junto a un sinfín de banderas nacionales con el escudo del águila, emblemas del ejército, de la Guardia Civil y rojiazules de Fuerza Nueva.
El tono de su voz durante los discursos, me electrizaba y ponía la carne de gallina. Pero el punto álgido, el clímax de la emoción, llegaba siempre con los gritos que culminaban sus apariciones y que eran siempre los mismos: ¡VIVA ESPAÑA! ¡ARRIBA ESPAÑA! ¡FRANCISCO FRANCO! (¡¡PRESENTE!!) ¡JOSE ANTONIO PRIMO DE RIVERA! (¡¡PRESENTE!!) ¡CAIDOS POR DIOS Y POR ESPAÑA! (¡¡PRESENTES!!) ¡VIVA CRISTO REY! ¡VIVA ESPAÑA! ¡ARRIBA ESPAÑA! ¡ADELANTE ESPAÑA! Después de diez minutos ininterrumpidos de gritar vivas, entonábamos nuestros cánticos rituales: el Cara al Sol, el Oriamendi, el Himno Nacional de España, y salíamos medio afónicos a las calles gritando eufóricamente: ¡ÉSTOS SON, AQUÍ ESTÁN, LOS MUCHACHOS DE PIÑAR! Y ¡ay del que se pusiera por medio!
Viví esos momentos centenares de veces, con la ilusión añadida de que, a cada nuevo acto, acudía más gente que en el anterior. ¡La victoria era nuestra!
En esa época, en Valencia, había varios puntos tradicionales de reunión donde los militantes de Fuerza Nueva solíamos ir asiduamente a tomar alguna cerveza. Hablar de Xaloc, El Trocadero o Barrachina, estoy seguro de que traerá más de un grato recuerdo a los afiliados de entonces, y referirme a las <> seguramente también.
¿En qué consistían esas cacerías? Lo explico. Muchos sábados o domingos por la mañana, varios grupos nos reuníamos y acordábamos salir de batida por las calles en busca de personas que portaran alguna insignia o pin, de las que denominábamos <>. Éstas podían representar diversos símbolos contrarios a nuestros principios: el Che, estrellas rojas, la cuatribarrada catalana, ikurriñas… Para no complicarnos demasiado, todo lo que no era de los nuestros pertenecía a los rojos. Dividíamos la ciudad en zonas y a cada una acudíamos dos o tres escuadras, y a todo aquel que sorprendíamos portando alguna chapita le invitábamos a que nos la entregara o, simplemente, se la arrebatábamos a guantazos. Posteriormente nos juntábamos y hacíamos recuento de trofeos, la escuadra que había conseguido menos, pagaba las rondas. No todos los de Fuerza apoyaban esto, ni siquiera toda la juventud, pero la gente con la que trataba entonces lo veía como algo normal y yo no era mejor que ellos. La violencia empezó a formar parte, peligrosamente, de nuestras vidas. Sabía que otros compañeros disolvían manifestaciones al grito de ¡VIVA CRISTO REY!, aunque en esos momentos todavía no me había atrevido a tanto. Pocos meses después los imitaría también en eso.
Nunca llegué siquiera a imaginar que podía estar actuando mal. La policía hacía la vista gorda a nuestras acciones e incluso, a veces, planeaban en nuestra sede la forma y manera de reventar tal acto o manifestación contrario a nosotros. ¡Si la ley nos apoyaba! ¿Qué podía haber de malo en cuanto hacíamos?
Existían varios grupos similares pertenecientes a otros partidos. Por una parte los de Falange con sus distintas ramas: la independiente, la auténtica y los de las JONS, con estos últimos nos llevábamos, en teoría, bien. De hecho su jefe nacional, Raimundo Fernández Cuesta, se presentó junto con Piñar en las elecciones de 1979; aunque la militancia joven de este grupo odiaba todo lo que tenía algo que ver con Fuerza Nueva. Luego estaban los de Cedade, aunque casi no teníamos relación con este reducto de intelectuales nazis, que iban muy a lo suyo y pasaban bastante de Franco. Otro grupo, que aunque pequeño era muy activo, era el Frente Sindicalista de la Juventud (FSJ); éstos pertenecían a las juventudes de la Central Obrera Nacional Sindicalista (CONS), sindicato liderado por un joven maestro de escuela llamado José Luis Roberto, y seguían el ideario del fundador de las Juntas de Ofensiva Nacional Sindicalistas (JONS) y posterior socio de José Antonio, Ramiro Ledesma Ramos. Y por último estaba el Frente Nacional de la Juventud (FJ), que se trataba de una escisión de Fuerza Nueva liderada por un joven madrileño llamado José Ignacio González; se habían desmarcado de Piñar, puesto que lo consideraban un burgués al servicio del capitalismo y preconizaban el triunfo revolucionario del nacionalsindicalismo, reivindicando la figura de José Antonio y rechazando la de Franco. Particularmente, sentía gran admiración por esta gente y lamenté mucho el asesinato, poco después, de su líder a manos de los servicios secretos españoles.
Trabé mucha amistad con la gente del Frente, algunos todavía huidos en Sudamérica, y recuerdo el gran revuelo que se organizó en sus filas tras el terrible atentado que un grupo terrorista italiano provocó en 1980 en la estación de ferrocarriles de Bolonia y que causó más de ochenta muertos. Se comentaba que entre ambos grupos habían existido importantes contactos e incluso que los explosivos utilizados en la masacre habían salido en gran parte de Valencia. Fue un rumor que se extendió por nuestro mundillo y que ellos jamás desmintieron, aunque lo justificaban diciendo que <>.
En aquella época, fue muy renombrado un suceso que ocurrió en Valencia entre un dirigente del Frente de la Juventud y José Luis Roberto. Parece ser que, a raíz de una discusión entre ambos, el primero sacó una pistola e hizo correr al otro por medio de una céntrica avenida valenciana; no tuvo ningún problema en desafiar todas las leyes conocidas de la ciencia, mientras volaba más que corría, huyendo de Carbonell, que disparaba hacia sus piernas sin demasiada puntería.
Durante ese periodo conocí a muchas clases de personas afines, la mayoría eran estudiantes o gente normal que tenían unos ideales y no buscaban meterse en líos, pero había otros sumamente violentos. Entre estos últimos existían los que usaban la fuerza con el convencimiento de que así defendían sus creencias; a su vez había individuos de gatillo fácil que actuaban movidos por el fanatismo y el odio hacia el adversario político. Pero en algunos, los menos, sólo las ansias de hacer mal guiaba sus actos; no tenían escrúpulos ni buscaban metas, se acercaban a nuestras filas como se hubieran arrimado a las de ETA de haber nacido en el norte. Eran los peores, y de todos ellos, el que llamaban C., el más siniestro.
Una perversa historia acompañaba a este individuo. Decían que hacía años había matado a su padre y a otra persona y que por estos delitos fue encarcelado poco tiempo, puesto que se benefició de una amnistía que la naciente democracia otorgó a todos los denominados presos políticos; se indicaba que militó en Fuerza Nueva y en el FSJ, y que de ambas organizaciones fue expulsado por culpa de su carácter extremadamente violento. Algunos afirmaban que llevaba cinco muertos a sus espaldas, aunque la verdad, no sé dónde empezaba la leyenda y acababa la historia.
A C., que era unos años mayor que yo, lo conocía de vista y nunca llegué a hablar con él. Lo recuerdo alto, callado, corpulento y con una mirada fría y escrutadora. Los veteranos afirmaban que era un psicópata carente de sentimientos. Nunca creí que sería testigo de excepción de uno de sus horrendos crímenes.
Valencia, en ese tiempo, contaba con pocos sitios para salir con los amigos a tomar copas. Todavía no existían lo que hoy llamamos pubs y en su lugar acudíamos a tomar cerveza a tabernas y mesones. La zona dónde me dirigí ese día la denominábamos <>, y se encontraba en la calle del Mar y adyacentes, en pleno centro histórico de la ciudad.
Ocurrió una tarde hace casi un cuarto de siglo. Aquella jornada acudí a regañadientes con varios amigos del partido, aunque estuve a punto de no hacerlo porque solían producirse frecuentes peleas. La zona de Tascas era feudo de Falange y del Frente de la Juventud y, por tanto, los de Fuerza Nueva no solíamos ser bien recibidos. Como era habitual, no teníamos mucho dinero y charlábamos en la calle, observando las miradas provocadoras que los de Falange lanzaban al ver nuestros llaveros con los colores de Fuerza. En un momento dado, uno de ellos se acercó y nos dijo despectivamente:
-¡Iros a vuestra zona! ¡No queremos pitufos aquí!
Nos denominaban así debido a los uniformes que portábamos en los actos y que constaban de camisa azul y boina roja. Nosotros les decíamos <> por el color negro de sus boinas, aunque esa tarde preferimos callarnos y convertirnos en pitufos muditos. Viendo que la situación podía liarse, hice ademán de irme, pero uno de mis acompañantes me cogió del brazo y susurró al oído:
-No seas gilipollas, no van a atreverse a hacernos nada. Saben que aquí estamos cuatro o cinco, pero somos cientos, y no quieren problemas con los de Fuerza.
Mi amigo tenía razón, si nos tocaban un solo pelo al día siguiente vendrían un tropel de compañeros a vengarnos y éstos lo sabían. Seguimos hablando como si tal cosa, pero en un momento dado escuchamos fuertes voces desde el otro lado de la calle y nos giramos buscando al autor de las mismas hasta que lo vimos: era C. Estaba enfrente de mí, a no más de diez o quince metros al otro lado de la calle; chillaba, pero desde mi posición no podía entendía lo que decía. De pronto, observé con horror que en su mano empuñaba una pistola y apuntaba a un chico que a su vez llevaba algo alargado en sus manos (un palo, según me dijeron luego). No sé cómo comenzó todo, sólo recuerdo que vi salir un fogonazo del cañón del arma y fracciones de segundo después, el infortunado chaval salió bruscamente despedido por los aires hacia arriba y hacia atrás, dos o tres metros, hasta caer al suelo. No llegué a verlo tendido en el pavimento, unos coches aparcados dificultaban la visión, pero escuché el enorme ruido que causó su cuerpo al desplomarse sobre el asfalto; ni siquiera recuerdo haber oído el disparo mortal. Me quedé petrificado, tieso como un palo, sin poder reaccionar. En toda la calle reinó el silencio más absoluto, parecía que todo sucedía a cámara lenta: el fogonazo, el chico volando y cayendo, la gente inmóvil… Llegué a pensar si la situación era real o se trataba de un sueño, pero estaba bien despierto. Nada más estrellarse el muchacho, C. encañonó de nuevo su cuerpo moribundo y volvió a disparar una y otra vez contra el infeliz. Yo seguía clavado en la acera, sin creerme lo que mis ojos veían pero mi cerebro se negaba a admitir. Después de vaciar el cargador, el asesino lanzó una mirada desafiante a toda la calle y dijo algo, creí incluso que fijaba sus ojos en mí. De improviso noté que alguien tiraba de mi brazo hacia abajo y me agaché junto a mis amigos que estaban, con el rostro lívido, parapetados junto a un coche. En ese instante, alguien gritó:
-¡Está disparando contra todo lo que se mueve!
Sentimos multitud de estruendos y unos segundos después, de nuevo el silencio…
-¡Corre! -susurró uno-. ¡Se ha quedado sin balas! -y salió pitando.
Lo imité, me levanté de un brinco y sin mirar hacia atrás empecé a correr como una gacela. Corrí y corrí adelantando a todos, saltando sobre cada uno de los obstáculos que se interponían en mi camino, hasta alcanzar mi casa… Como una exhalación me introduje en el portal y subí las escaleras de dos en dos, sin atreverme siquiera a esperar el ascensor; me metí en mi domicilio, que estaba vacío, cerré con pestillo mi habitación y comencé a llorar como el niño asustado que era…
Por la prensa supe más tarde que la víctima estaba haciendo la mili y C., a raíz de aquel crimen, fue a la cárcel, donde ignoro si seguirá. Pero esa escena del chico, volando literalmente por los aires mientras realizaba un movimiento grotesco e imposible, aún continúa viniendo a mi memoria de vez en cuando. Situaciones como ésa me hicieron madurar prematuramente y perder la inocencia infantil antes de lo normal.
Entre tanto, la vida en la sede seguía como siempre. A finales de 1980 y principios de 1981, volvieron a resurgir con fuerza los rumores que apuntaban a un golpe de Estado militar, y a este inquietante ambiente se unieron varios importantes factores: el incremento de los atentados terroristas y, sobre todo, la dimisión del presidente del Gobierno, Adolfo Suárez.
En el entorno de Fuerza Nueva, refiriéndose a este hecho, se decía que Suárez no había dimitido, sino que lo habían dimitido. Esta información iba acompañada de una increíble historia que comenzó a extenderse como la pólvora en las jornadas anteriores a la renuncia del cargo. Los entendidos referían que, en la última reunión del presidente con la Junta de Jefes de Estado Mayor del ejército, el malestar de un buen número de generales era patente y, en un momento dado, uno de ellos instó a Suárez a dimitir; éste, manteniendo la compostura, dijo seriamente que <>, y añadió: <>, y se contaba que uno de los generales sacó su pistola reglamentaria de la funda y la colocó sobre la mesa a la vez que exclamaba: <<¿Le parece a usted poco esta razón?>>. No sé si este suceso ocurrió de veras o se trataba de un rumor más de los cientos que corrían por entonces, lo cierto es que pocos días después de escuchar en la sede este presunto incidente, Suárez presentó la dimisión.
El ruido de sables nos ensordecía y, para más inri, a principios de 1981 tres nuevas gotas colmaron el vaso: los disturbios protagonizados por diputados de Herri Batasuna en la Casa de Juntas de Guernica con motivo de la visita del rey; el asesinato del ingeniero jefe de la central nuclear de Lemóniz, José Mª Ryan, y la muerte, después de ser torturado en dependencias policiales, del etarra Arregui. El agua de la paciencia se estaba desbordando y todo hacía presagiar un inminente alzamiento; en la sede provincial nos dieron instrucciones precisas para saber cómo actuar cuando ocurriera lo que a estas alturas nadie dudaba. Únicamente faltaba la fecha exacta y no se hizo esperar…
Aquel 23 de febrero acababa de llegar a casa desde el colegio, me disponía a dejar los bártulos y marchar a la sede cuando el teléfono sonó… lo cogí, era mi jefe de línea llamando desde su domicilio particular, su voz se notaba temblorosa a la vez que emocionada. Me informó atropelladamente que se había iniciado un alzamiento militar y tenía que permanecer en casa a la espera de órdenes; siguiendo instrucciones anteriores, comuniqué con dos compañeros del partido y les referí lo mismo. A la vez, y como si de un esperado ritual se tratase, saqué de su escondite una pequeña pistola del 6,35 que adquirí por cinco mil pesetas unas semanas antes y que, envuelta en grasientos trapos, mantenía oculta de las miradas indiscretas de mis padres. La desenvolví cuidadosamente y, tras comprobar que el cargador estaba lleno, la introduje bajo mi jersey. Esa tarde, decenas de jóvenes patriotas aguardábamos impacientes la llamada que nos permitiría entrar en la historia por la puerta grande.
Por otra parte, los militantes de más edad, siguiendo igualmente las normas recibidas por la jefatura del partido, acudieron a la Capitanía General a ponerse a las órdenes de la autoridad militar. Según supe luego, los oficiales de guardia los despacharon amablemente a sus casas después de agradecerles su ofrecimiento.
Mi padre telefoneó a un íntimo de la familia, militar de profesión, para que lo pusiera al día de la situación. Pero el teniente coronel Silla Monforte, uno de los ayudantes de Milans junto con Más Oliver, se encontraba demasiado entretenido en ese momento ocupando las emisoras de radio, como para poder atenderlo.
Hasta altas horas de la noche, estuve sentado inmóvil junto al teléfono esperando impaciente una llamada que nunca llegó. De madrugada, el rey salió en televisión expresando su rechazo al golpe. Tras escuchar su mensaje, la radio dejó de emitir marchas militares, los tanques regresaron a sus cuarteles y, al día siguiente, el teniente coronel Tejero se entregaba a las autoridades sin haber derramado una sola gota de sangre.
Posteriormente supimos que, la misma tarde de la intentona, un destacamento militar se apostó en las cercanías de la sede con la intención de prevenir cualquier clase de reacción por nuestra parte. Ese hecho confirmaba lo que algunos ya intuían, y que significaba nuestra nula implicación en el asunto. Durante semanas no se habló de otra cosa y la conclusión a la que llegamos fue la siguiente: HUBIÉRAMOS SALIDO A LAS CALLES, ARMA EN MANO, A DEFENDER UN GOLPE QUE NO ERA EL NUESTRO.
El sector castrense de Fuerza Nueva confirmaba esa teoría y que el 23-F significó una vacuna chapuza contra nuestro verdadero alzamiento, que estaba previsto para un mes y pico más tarde. ¿Pero quién estaba detrás de esa operación? ¿Quién era el famoso <> al que se refirieron los ocupantes del Congreso? ¿Quizá el rey?
Ésas eran las respuestas que esperábamos ansiosos. Para los militares del partido no había duda y respondían con seguridad:
-¿Qué sector del ejército se alzó? ¡El monárquico!; ¿Cuándo abandonaron su actitud? ¡Pues cuando el rey lo ordenó! ¿Actuarían así unos golpistas antisistema? ¡Evidentemente, no! ¿Quiénes fueron las instituciones beneficiadas por el alzamiento? ¡Sin duda, la monarquía y la democracia! Porque no olvidéis que, antes del mismo, nadie quería a Juan Carlos; las izquierdas lo veían como una marioneta impuesta por Franco y las derechas, como un traidor. Ahora bien, ¿fue el rey el artífice del golpe? Tajantemente, NO.
-¿Entonces quién lo organizó todo? -insistíamos.
-Es sencillo... Pensad en alguien muy cercano al rey, con mando en la Casa Real, militar de alta graduación, creíble para el Cesid y capaz de vender al sector monárquico del ejército la idea de que el Borbón lo organizaba todo... y obtendréis parte de la respuesta.
-¿Se refirieren a Sabino Fernández Campo?
-Podría ser... podría ser... Pero en todo caso sería sólo el mensajero, una pieza más del puzzle -decían misteriosamente.
-¿Y qué tendría que ver el Cesid con todo eso?
-¡Mucho! -afirmaban-. Todos esos sucesos hubieran sido impensables sin la participación de la Inteligencia Militar. Pero no olvidéis que, en todo caso, se trataba de un simple antídoto.
-¿Y entonces Tejero que pintaba en todo ese guirigay? -preguntábamos.
Y la contestación siempre era la misma:
-¡El pobre Tejero se equivocó de golpe!
Ignoro si todo esto era o no cierto, pero es lo que desde el principio se comentó por parte de militares afines, algunos estrechamente relacionados con Milans. Posteriormente, comenzó a hablarse de que si el rey esto o el rey aquello... ¡paparruchas!
Pasado un tiempo volvieron a sonar ruidos de sables, aunque cada vez con menos fuerza. Pasaba como con los terremotos, después de uno importante vienen las réplicas, pero siempre más débiles. Fracasada la intentona, algunos jóvenes de Fuerza Joven decidimos solidarizarnos con parte de los golpistas y llenamos Valencia de pintadas que rezaban: LIBERTAD IMPLICADOS EN EL 23-F y TEJERO LIBERTAD. Fueron nuestros inútiles deseos de apoyar aquello que ya dábamos por perdido. Días después, incorporé respetuosamente una foto de ambos militares en el santuario particular de mi cuarto.
El resto del año 1981 transcurrió movidito. El fracaso del Tejerazo nos llenó de amargura y radicalizamos nuestras posturas, en pocos meses hicimos estallar cerca de media docena de pequeños artefactos explosivos en librerías y sedes de izquierdas; por otra parte, el estreno de la película <>, de Pilar Miró, motivó represalias contra los cines que la proyectaban y los espectadores asistentes. Seguían sucediéndose los mítines políticos y continué viajando por España con otros compañeros, siguiendo siempre la estela de Blas Piñar. Por aquel entonces empecé a colaborar en la seguridad de los actos que se realizaban y que seguían congregando a multitud de personas. El perfil de los asistentes era de lo más variado; por una parte, el sector más abundante lo formaban los representantes de la alta clase media, era fácil distinguirlos: los hombres trajeados, las mujeres emperifolladas con joyas y pieles; también, aunque menos, había obreros y, evidentemente, bastantes representantes de la clase media tradicional española. Pero el grupo mayoritario en todos los discursos de Blas era siempre el de los jóvenes que cantábamos enfáticos:
Viva Blas… Viva Blas… ¡VIVA BLAS PIÑAR!
Viva Franco… Muera el rey… ¡VIVA CRISTO REY!
Recuerdo que acudíamos orgullosos con nuestras camisas y boinas, cubiertas siempre por mil clases de insignias y con adhesivos que mostraban el lema: FUERZA NUEVA AL SERVICIO DE ESPAÑA. Es curioso, pero al rememorar aquello, es como si ante cada nueva concentración compitiéramos para ver quien portaba más y mejores chapitas de todos los tipos y formatos posibles.
A mediados de ese año, y para calentar más el tema, un inquietante rumor comenzó a extenderse como la pólvora por toda nuestra delegación: el ayuntamiento planeaba retirar la estatua ecuestre del Caudillo de la, entonces, plaza del País Valencia. De ser cierta dicha noticia, debíamos evitar que se consumara a toda costa. No hacía mucho, arrancaron de su pedestal la de José Antonio, aquella vez nos pilló desprevenidos, con la de Franco no pasaría igual.
La jefatura provincial tomó medidas al respecto. Se alquiló un piso en una finca cercana, desde donde se divisaba perfectamente la efigie y en el mismo se organizaron guardias ininterrumpidas para dar la alarma tan pronto se viera que procedían a desmontarla. Durante meses fuimos multitud los militantes que vigilamos voluntariamente el emplazamiento, sin que surgiera ninguna incidencia. A la vez instalamos mesas de propaganda en las calles con la intención de recoger firmas para evitar que la trasladasen, y con éste método conseguimos que muchos miles de personas estamparan sus rúbricas para dejar constancia de su oposición a la retirada, pero las autoridades pasaban de todo y la alarma seguía encendida.
El 20 de noviembre de 1981 acudí a Madrid para participar en los actos que tendrían lugar en la plaza de Oriente y en el Valle de los Caídos en recuerdo del Generalísimo. De regreso a mi ciudad me sentía impregnado del profundo patriotismo que había respirado en el ambiente, aunque una noticia sin confirmar nos llenó a todos de pesar, se decía que en Valencia habían retirado la estatua de Franco de su ubicación. Se trató de una falsa alarma, aunque al principio la dimos por buena. Tuvimos que esperar diez meses para que nuestros peores temores llegaran a materializarse.
Aquel septiembre de 1982, la ciudad descansaba confiada y tranquila. Muchos de sus habitantes se encontraban fuera, disfrutando de los pocos días de vacaciones estivales que todavía quedaban. Silenciosamente, una potente grúa salió de su escondrijo y circuló silenciosa por las desiertas calles hasta que, dando un fuerte suspiro, estacionó junto al monumento. Las puertas del vehículo se abrieron y varios personajes, ocultos tras pasamontañas, descendieron del mismo e iniciaron su misión. En cuestión de minutos amarraron unos gruesos cables de acero al conjunto de bronce y, haciendo alarde de un mal gusto increíble, pasaron una soga por el cuello de la indefensa estatua.
A pesar de la fecha, en escasos minutos los teléfonos empezaron a sonar alertando a toda Valencia del suceso, y al poco tiempo, empezaron a arremolinarse multitud de personas de todas las tendencias, para ver unos, y evitar otros, el derribo. Comenzaron los insultos entre ambos bandos, que degeneraron en fuertes disturbios y el desmontaje tuvo que paralizarse. A la vez, cientos de policías acudían a preservar el orden.
Ese día estaba de vacaciones en la montaña y no me enteré de lo que sucedía hasta el mediodía. Rápidamente intenté localizar sin éxito a algún amigo que pudiera acercarme al lugar, pero hasta última hora de la tarde no fue posible. Llegué a Valencia a la hora de cenar y me dirigí al centro de la urbe, aunque temía que ya era demasiado tarde. Conforme nos acercábamos, contemplamos que las calles estaban tomadas por la policía y resultaba casi imposible acceder al lugar, por todas partes se veían cientos de personas con banderas nacionales y el ruido de las sirenas daba un toque preocupante a toda la situación. Descendí del coche con mi amigo y nos acercamos a la plaza hasta que nos topamos de morros con un grupo de compañeros que corrían despavoridos hacia nosotros gritando como locos:
-¡La policía! ¡La policía! ¡Que viene la policía! ¡Huid!
Detrás de ellos, multitud de agentes de marrón se acercaban ligeros blandiendo sus porras.
Iniciamos la escapada dividiéndonos por las calles cercanas, hasta que perdimos a los maderos de vista y paramos a recobrar el aliento junto a una fuente.
-¡Joder... qué sofoco! ¿Qué coño está pasando? -inquirí.
Uno de mis compañeros respondió:
-Esto no es nada. ¡Llevamos así todo el día!
-¿Pero sigue la estatua en su sitio o la han quitado?
-Sigue, sigue... -contestó uno-. Aunque está medio descolgada.
-¿Hay gente de Fuerza?
-¡Hostias! ¡Está a tope de gente, además están viniendo de otras ciudades! Pero de Valencia, aparte de los de Fuerza, están los de Falange, y mogollón de personas que no conocemos. Para mañana han avisado de Madrid que vienen los de Cristo Rey.
-¿De verdad? ¡Qué fuerte! ¿Habéis quedado en algún sitio con los demás o cada uno va a lo suyo? -pregunté.
-Esto es un desmadre, pero hemos visto a Javi y nos ha dicho que ni se nos ocurra pasarnos por la sede porque está a parir de secretas, también ha dicho que, si nos dividimos, el lugar de encuentro será la plaza de Cánovas.
-Pues vamos hacia allí. ¿No?
-Vale, de acuerdo.
Todo el grupo, que no éramos más de diez, emprendimos paso hacia el lugar de reunión. Durante el recorrido se nos fueron adhiriendo corrillos perdidos de compañeros y al llegar sumábamos cerca de cincuenta. Alcanzamos la placeta pasada la medianoche, el sitio era un hervidero de simpatizantes de todos los grupos existentes posibles, un chico hizo una señal para que me acercara, lo conocía de vista, era de Cedade, y me asaltó un pensamiento:
-¿Qué coño pintaban los nazis aquí? ¿No pasaban tanto de Franco?
El chaval se acercó y me saludó, dijo que me recordaba de verme en las mesas. Cuchicheando añadió:
-Esto está a tope de pasma, pasa la voz de que mañana, a las ocho, todos en la plaza del Caudillo. ¡Y acudir preparados!
-¿Esta noche hay algo? -interpelé.
-Esta noche a dormir, que hay que coger fuerzas para mañana.
Comuniqué el mensaje al resto y nos fuimos a descansar, mañana sería el gran día.
Me levanté temprano, realmente casi no pude pegar ojo en toda la noche. Me calcé unas zapatillas deportivas, una cazadora negra y bajo ésta, una porra de madera, que compré en un bar de carretera una vez que fuimos a un mitin de Blas. Llevaba una palabra impresa: MATASUEGRAS.
Acudí a la plaza, que estaba repleta de gente y policías. La estatua aparecía medio caída y una parte estaba partida mostrando su hueco interior. Observé muchas caras conocidas, me acerqué a las más amigas:
-Casi la han arrancado -dijo al verme un conocido, con lágrimas de impotencia en los ojos.
-Vamos a Barrachina a tomar una cerveza -sugerí.
Nos metimos en el abarrotado local, reconocí a uno de Fuerza Nueva, se llamaba Julio y era un guerrillero:
-¡Arriba España, Julio! ¡Menudos hijos de la gran puta! -dije como saludo.
-¡Qué pasa chaval! -respondió-. Estoy aquí con unos amigos que han venido desde Madrid a ver el festival. ¡La verdad es que hacía mucho tiempo que no nos juntábamos todos!
Los reconocí, enfrente de mí tenía a una veintena de Guerrilleros de Cristo Rey y verdaderamente imponían respeto. Vestían unas chupas oscuras y casi todos portaban gafas de sol, sus edades rondaban entre los veintitantos y cincuenta y pocos. Por sus gestos se notaba que estaban acostumbrados a estas lides. Julio me los presentó y nos dimos la mano, uno se levantó mientras decía al resto:
-Vámonos de aquí, damos mucho el cante y lo que había que ver ya está visto, además, esto huele a madera.
Lentamente fueron incorporándose todos y salieron al exterior, Julio hizo señal para que les siguiera mientras decía:
-¿No querías conocer en vivo una cacería de rojos como las de antes? ¡Ahora la vivirás!
Nos alejamos por entre las calles hasta un sitio más apartado. El trasiego de gentes que llegaban a contemplar la retirada de la estatua era impresionante. Unos iban a aplaudir, los otros a abuchear: en ese momento buscábamos a algunos de los que aplaudían.
De repente los vimos. No irían menos de un centenar, sus largos pelos y formas de vestir servían de carta de presentación. Solían moverse en grupos numerosos para evitar posibles agresiones, pero hoy no tendrían suerte.
Nos detuvimos y los observamos, estaban a un par de manzanas de distancia. Uno de los guerrilleros, el que llevaba la voz cantante, dijo al resto:
-¡Cómo siempre! ¡A la tercera cargamos!
Avanzamos hacia ellos ocupando todo el ancho de la calle, a nuestras espaldas ocultábamos las porras y cadenas que nos servirían de armas. Cuando estábamos a menos de treinta metros, nos divisaron.
-¡Que vienen los fascistas! ¡Que vienen los fascistas! -gritaron con terror.
-¡Permanezcamos unidos! -oímos que decían-. ¡Somos muchos y no se atreverán!
El jefe guerrillero se paró en medio de la vía con las piernas abiertas, mirando fijamente a las presas. Detrás de él, de acera a acera, nos situamos el resto de igual manera.
- ¿QUIÉN ES LA LEY? -gritó el primero.
-¡¡CRISTO REY!! -respondimos el resto.
Los contrarios, al escuchar tan temida frase, empezaron a flaquear mientras avanzábamos andando…
-¿QUIÉN ES LA LEY?
-¡¡CRISTO REY!! -volvimos a responder.
-¿QUIÉN ES LA LEY?
-¡¡CRISTO REY ES LA LEY, GUERRILLEROS AL PODER!!
-¡¡CRISTO REY ES LA LEY, GUERRILLEROS AL PODER!!
-¡¡CRISTO REY…!!
Mientras la adrenalina nos llenaba por completo, iniciamos la carga contra los otros, que salieron huyendo despavoridos, abandonando bolsos y zapatos sobre los adoquines de la acera. Varios furgones de policía pararon a nuestro lado, pero los uniformados ocupantes permanecieron inmóviles en sus asientos. No querían problemas.
Tranquilamente nos fuimos del lugar y nos despedimos con un fuerte abrazo, y volví a Cánovas donde tomé un refresco. Poco después me enteré de que acababan de arrancar la estatua de Franco y la habían trasladado a algún desvencijado almacén. Planeamos la venganza: esa noche medio centenar de jóvenes fuimos a arrancar el busto de Simón Bolívar de su emplazamiento en la plaza de América. ¡Se iban a enterar!
Protegidos por la oscuridad de la noche, amarramos una fuerte maroma a la base y estiramos hasta que cedió con un fuerte estrépito. Los fragmentos de bronce los subimos al coche de un compañero y se los llevó. Semanas más tarde los fundimos y, de una fotografía tamaño real sacada de una antigua revista nazi, realizamos un molde con el que fabricamos cientos de puños americanos que vendimos como roscas a dos mil pesetas la unidad. ¡Triste final para la imagen del líder de la independencia sudamericana!
Al día siguiente, todos los grupos afines convocamos una reunión de urgencia. Probablemente fue la primera y última vez que nos unimos, pero la ocasión lo requería. Analizamos la situación con calma, la retirada del Caudillo nos pilló por sorpresa y actuamos descoordinados, pero faltaba quitar el pedestal de piedra y esta vez estábamos sobre aviso. Acordamos permanecer las veinticuatro horas del día junto al mismo para evitar que lo arrancaran.
Desde ese día, decenas de ancianos hicieron guardia junto a los restos. El lugar se convirtió en un improvisado santuario donde multitud de personas depositaron ramos de flores y banderas españolas. A los pocos días de quitar la estatua, los funcionarios municipales volvieron a por lo que quedaba, pero la temeraria actitud de los octogenarios les paró los pies. La policía instó a los viejecillos a abandonar el lugar, pero éstos respondieron sentándose en el suelo; el mando policial indicó por megafonía que estaba prohibido obstruir la vía pública, pero los decididos abuelitos se pusieron de pie como contestación e iniciaron un recorrido sin fin dando vueltas al pedestal. Aquello fue demasiado para los agentes de la ley, que ordenaron cargar sin piedad.
Cientos de jóvenes permanecíamos alerta y, al observar la actuación policial, iniciamos al grito de ¡viva Cristo Rey! una carga en toda regla contra los agentes, que huyeron despavoridos sin esperar refuerzos. Los incidentes empezaron en todo el centro de la ciudad y fueron extendiéndose con rapidez a las zonas aledañas. En horas posteriores, miles de policías acudieron desde distintos puntos de España y miles de simpatizantes nuestros hicieron lo mismo.
Durante más de una semana los disturbios fueron continuos y los enfrentamientos directos con los maderos también. Les gritábamos: ¡la policía con Franco no moría! y ¡policías SÍ, mercenarios NO!
En esas fechas pisé por primera vez los calabozos de la Dirección General de Seguridad. Ocurrió una mañana a los pocos días de iniciarse los choques. Esa jornada venía con varios compañeros de lanzar un par de artefactos explosivos caseros, a base de clorato potásico, gasolina y ácido sulfúrico, contra unos furgones policiales que vimos estacionados. En esa acción conseguimos dañar gravemente uno de sus vehículos y huíamos perseguidos por un grupo de antidisturbios que al grito de <>, pretendían darnos caza. Era el pan nuestro de cada día y en aquellas fechas salíamos de un follón para empalmarlo con otro. En la escapada nos acercamos temerariamente a la plaza del Caudillo, cometiendo un fallo imperdonable, puesto que esa zona estaba plagada de policías, y al vernos correr, se unieron a nuestra persecución. Empezamos a corretear por callejuelas estrechas, pero acabamos metidos en nuestra propia trampa y, de repente, nos encontramos en un callejón sin salida, rodeados por multitud de agentes. Viendo que lo teníamos todo perdido, decidimos intentar una salida a la desesperada; nos colocamos en posición y, a la voz de ¡viva Cristo Rey!, iniciamos la carga, pero las últimas sílabas del grito de combate se entremezclaron con los estampidos de los fusiles policiales que nos acribillaron con bolas de goma. Sentí un fuerte impacto en el muslo, creí que me lo habían arrancado de cuajo y el dolor me hizo perder el conocimiento. Al recobrarlo me vi tumbado en la calle rodeado de mis amigos, que no estaban mejor que yo, y junto a nosotros, decenas de maderos charlando con sus cascos en las manos. Observé a mi lado una pesada pelota de caucho y, sin pensarlo dos veces, la lancé con fuerza hacia los de marrón. Hice blanco con tan mala suerte que uno de ellos recibió el impacto en pleno rostro y se tambaleó, sus compañeros volvieron sus iracundas miradas hacia mí y corrieron, porra en mano, a darme un sinfín de patadas y porrazos por todas partes. Cuando recobré de nuevo el sentido, me encontraba dolorido con la cabeza empapada en sangre y rodeado de gente en un pequeño cuartucho maloliente con rejas. Eran los calabozos.
Permanecí casi un día junto a decenas de detenidos, luego me dejaron en libertar sin tomarme siquiera los datos ni curar mis heridas. Tal era el descontrol que había.
Ahí finalizó para mí esta historia. Pocos días después se llevaron el zócalo de la estatua y finalizaron las batallas campales. Hubo cientos de heridos, muchos vehículos incendiados y un antiguo combatiente de la División Azul resultó muerto a causa de un infarto durante una carga policial.
Escasas semanas más tarde, se celebraron las terceras elecciones democráticas desde la muerte de Franco, y los socialistas ganaron por mayoría absoluta. Unos días después, Blas Piñar anunciaba por sorpresa la disolución de Fuerza Nueva.