Tuesday, May 09, 2006

Capítulo 12: El traficante de niñas


El que induzca, promueva, favorezca o facilite la prostitución de una persona menor de edad o incapaz será castigado con las penas de prisión de uno a cuatro años y multa de doce a veinticuatro meses.

Código Penal, art. 187, 1

A estas alturas de la investigación Manuel estaba convencido de que yo era un delincuente transnacional, implicado en la trata de blancas, narcotráfico, falsificación de documentos, etc. Sin embargo nunca pude imaginar a qué me iba a enfrentar cuando me telefoneó, aquella mañana, para invitarme a comer en Madrid.
«Quiero que conozcas a un amigo mío de confianza, creo que podéis hacer negocios juntos. Él está metido en los mismos negocios que tú.»
Nos citamos en un céntrico restaurante madrileño, en un recodo de la calle Princesa conocido popularmente como Plaza de los Cubos. Y Manuel y su acompañante me demostraron que no son unos delincuentes aficionados como yo. El enclave de la cita estaba perfectamente escogido. La llamada Plaza de los Cubos es uno de los lugares más estratégicos en Madrid para reuniones «discretas». Todos los servicios secretos del mundo lo saben. Y también muchos componentes del crimen organizado. Lo que no saben es que la Plaza de los Cubos ha sido, históricamente, uno de los puntos de encuentro de los skinheads neonazis madrileños. Una vez más tendría que tentar a mi estrella.
Los subterráneos de la Plaza de los Cubos tienen salidas a varias calles diferentes. Algunos están conectados por pasadizos y salidas de emergencia, y es bastante complicado controlar todas las rutas de huida posibles. Por eso es un lugar perfecto para reunirse lejos de miradas indiscretas. Sobre todo si lo que se pretende es iniciar un negocio ilegal, de tráfico de drogas y de mujeres.
Sabía que tenía que ser el último en llegar ya que, de lo contrario, correría el riesgo de malgastar muchos minutos de cinta y batería con la cámara activada sin grabar nada útil, mientras esperaba a mis contertulios. Esto ocurre porque, lógicamente, no puedo conectar la cámara delante de ellos. Así que tengo que hacerlo en algún lugar discreto; un cajero automático, una cabina telefónica, un WC... Si soy el primero en llegar a la cita debo activar la cámara y esperar. A partir de ese momento estará gastando batería y vídeo, y si mi objetivo se retrasa demasiado, para cuando llegue puede que ya no tenga suficiente energía o cinta para grabarle. Por esa razón dejé que pasasen diez minutos de la hora acordada y a continuación telefoneé a mi contacto para preguntarle dónde estaban. A última hora habían cambiado el lugar del encuentro a otro restaurante de la misma plaza, nueva muestra de su profesionalidad, y ya me esperaban en otro restaurante: «Ya estamos dentro, en una mesa del fondo» —me dijo—. Le respondí que yo estaba llegando. Me parapeté en un cajero automático cercano y simulé sacar dinero con mi tarjeta, mientras me acomodé la cámara oculta bajo la chaqueta, y la fijé con cinta americana. Pero estaba demasiado nervioso. Jamás había intentado grabar con una cámara oculta a un narcotraficante internacional, y eso es lo que me había dado a entender Manuel de su amigo. Además, poco antes, estuve a punto de recibir un tiro en la rodilla, de forma aparentemente casual. El proyectil de aquel disparo, que ahora utilizo como amuleto, me recordó que estaba tentando demasiado mi suerte, y los traficantes eran tipos mucho más peligrosos que los cabezas rapadas. El pulso me temblaba demasiado y en ese momento no era consciente de haber cometido un error fatal al fijar el micrófono, las baterías y la cámara a mi cuerpo. Tan excitado como asustado activé la cámara de vídeo e inmediatamente entré en el local.
Presentaciones de rigor: «Mario, éste es Toni. Toni, éste es Mario», y un flácido apretón de manos. Mario no apretaba al chocar los cinco, pero mientras su diestra se dejaba estrechar por la mía, con su izquierda me palmeaba la espalda a la altura de la cintura sin dejar de sonreír. A ojos de un profano podría parecer un semiabrazo cordial, pero ya me habían advertido que muchos mafiosos y traficantes saludan de esta forma tan aparentemente amable para cachear a su interlocutor por si fuera armado. Gracias a Dios y por pura suerte, no llevaba la cámara en el flanco izquierdo de la cintura, que es donde cualquier policía diestro llevaría su arma, y no la detectó. No pude evitar recordar el atronador sonido del disparo que días atrás pasó rozándome la rodilla.
Sin dejar de sonreír hipócritamente, los tres nos sentamos e iniciamos una conversación intrascendente para romper el hielo. Mario pidió una manzanilla. Yo, café. Su rostro me sonaba, pero tardaría en recordar que me había tropezado con él, cuando conocí a Manuel, en un burdel catalán.
—Buena comida y buenas mujeres en tu pueblo. —¡No chingues!, ¿conoces México? —Claro que sí. He estado en D.F., Veracruz, Cancún, Puebla, Catemaco, Chiapas... Hay mucho dinero y muchos negocios en México, y a nosotros nos gusta el dinero, ¿no?
Intentaba aparentar que era algo parecido a un traficante experto, pero no tenía ni idea. Improvisaba. Medía cada palabra, cada sílaba, cada fonema. Intenté que mi forma de hablar pareciera la de alguien que domina un tema, pero quiere ser discreto. Cuando en realidad era un ignorante sobre esta materia, que intentaba aparentar que la dominaba. Si el narco supiese que su interlocutor había confundido un chino de heroína con una china de hachís, meses atrás, me habría pegado un tiro allí mismo. Y con razón. _¿Y qué negocios tenían allá, güey?
—Ya sabes cómo es esto. De todo un poco. Todo lo que dé dinero. Nada de pendejadas. Cosas serias, ¿y tú?
—No, yo llevo poco allá. Antes vivía en EE. UU., y allá sí que hay bisnes. Mucho dinero. Ahora estamos abriendo mercado en México, porque la gente está loca por nuestro producto. Es lo último. Antes llevábamos éxtasis, e hicimos mucho dinero con el éxtasis, ¿acá, saben qué es éxtasis?
—Claro. Nosotros lo trabajamos mucho en la zona de Valencia. No sólo éxtasis. Todas las pastillas funcionan bien con la gente joven. Es un bisnes que te deja menos porcentaje, pero que se vende mucho, y al final te deja mucho dinero. Cada fin de semana se mueven muchas pastillas y muchos euros...
Me sorprendí a mí mismo con mi capacidad de inventiva. Jamás había pisado una discoteca valenciana y no sabía nada del mundo de las pastillas y las drogas de diseño, pero de pronto recordé que María y Alfonso, dos de mis compañeros del Equipo de Investigación en Tele 5, habían dedicado casi un año a investigar el mundo de los pastilleros, y forcé mi memoria para recordar algunos de los comentarios sobre este mundo que les había escuchado en la redacción y hacerlos míos. De la misma forma, intenté utilizar la jerga del traficante, que en ningún momento, salvo «éxtasis», pronunciaba el nombre de las drogas. Siempre hablaba del «producto». Palabras como heroína o cocaína parecen estar censuradas.
—Los chavales empiezan con el éxtasis y las pastillas mucho antes que con ningún otro producto. Empiezan por ahí y luego van probando otras cosas. Yo los he visto con catorce y quince años poniéndose hasta el culo de pastillas. Y lo bueno es que los chavales de ahora mueven mucho dinero, y ese dinero se lo dejan en nuestros productos.
—¡Hey, pues ustedes tienen que conocer nuestro producto! Es lo último. Acá saben lo que es el «cristal», ¿no? Era lo que estaba de moda en EE. UU. No mames, eso sí es bisnes.
—Ya, sí, claro. Pero no se mueve mucho aquí —respondí sin tener idea de qué demonios es el «cristal».
—0k. Pues el «cristal» era lo último, pero nuestro producto ha chingado el mercado y está arrasando en México. Todo el mundo lo pide. Y tarde o temprano llegará acá. Nosotros no estamos en las ligas mayores, sólo queremos sacar nuestra parte sin chingar a nadie. Hay muchos patrones allá que no quieren pendejadas.
No tenía ninguna noticia sobre las sustancias ¡legales de las que me hablaba el traficante, pero intentaba aparentar lo contrario. Me resultaba imposible predecir cómo reaccionaria si sospechase que el supuesto traficante español con que creía estar reunido era un periodista que le estaba grabando con una cámara oculta. Y, para colmo, yo no le palmeé la espalda al estrechar su mano, y no tenía la seguridad de que no estuviera armado. Conozco México, y también la fama de violentos y pendencieros que tienen sus narcotraficantes, dispuestos a desenfundar y vaciarte el cargador en la cabeza primero, para hacer las preguntas después.
—Hazme caso, cabrón, éste es un bisnes muy bueno para todos. Hay mucho dinero para ganar acá.
—Bien, hablemos de negocios. Yo controlo España y tú, México. Hablemos.
En ese instante el mexicano, que no había dejado de mirar a nuestro alrededor mientras charlábamos, se levantó y nos hizo un gesto con la mano para que lo siguiéramos. La pareja de la mesa de al lado, que parecía estar discutiendo de qué color iban a pintar el techo del salón, ajenos a nuestra conversación, habían terminado de mosquear al traficante. Mejor vamos a una mesa más discreta, dijo el mexicano mientras llamaba al camarero para pedirle que nos acomodara en un rincón más apartado del local. Los tres nos dirigimos a otra mesa, y yo me vi obligado a hacer un movimiento un poco forzado para colocarme entre Mario y Manuel. Necesitaba ver dónde se iba a sentar el mexicano antes de situarme yo, porque si Manuel se sentase justo enfrente de él o de mí, me habría estropeado el tiro de cámara y habría necesitado forzar demasiado mi posición para lograr que Mario entrase en el plano. Así que en cuanto
Mario eligió silla, yo me senté inmediatamente en la de enfrente, al otro lado de la mesa. Eso hizo que estuviera justo delante del objetivo de mi cámara. En cuanto el camarero se alejó, decidí ir al grano sin más demora. Supongo que los verdaderos traficantes no pierden el tiempo con zarandajas y llegados a este punto atacan la cuestión directamente. Y eso hice.
—Vale, vamos a hablar claro. A nosotros nos interesa el dinero y nada más. Háblame de los porcentajes. Cuánto sacaríamos en este negocio. _Ok, cabrón. Éste es un negocio perfecto. Nosotros empacamos en latas. ¿Sabes lo que es una lata?
—¡Claro! —mentí. No tengo ni la menor idea de lo que es una lata.
—Pues puedes sacarte tranquilamente 6o dólares de beneficio por lata con este producto.
Intenté sonreír con ironía mientras asentía con la cabeza, como si ese porcentaje me satisficiese. Vamos, como si realmente supiese de qué demonios me estaba hablando el mexicano.
—Con una inversión mínima, pueden estar sacando 18.000 dólares limpios por empaque, güey. Y nosotros tenemos todos los contactos para entrarlo en México y distribuirlo. Y sin metemos en ligas mayores. Sólo para empezar.
—Suena bien —volví a mentir. No sabía si era una cantidad razonable o no en el negocio del narcotráfico.
Durante un buen rato Mario intentó convencerme de las ventajas económicas del «producto» que pretendían comercializar y poco a poco fui descifrando, más bien deduciendo, de qué me hablaba. Mario buscaba inversores españoles dispuestos a patrocinar la compra en Europa, y el envío a México, de una sustancia legal llamada «Ephedrina», que una vez en el país azteca sería procesada y convertida en una lucrativa droga, hábilmente comercializada por los socios del traficante. Mis bravatas ante Manuel, haciéndome pasar por un poderoso empresario dispuesto a gastarse tres o cuatro millones de pesetas en «tirarme» a famosas, habían terminado por convencerlo de mis supuestos contactos con las mafias españolas. Y éste era el resultado.
—Pero, ojito, cabrón, no vale cualquier tipo de Ephedrina. Necesitamos una muy concreta. No nos sirve la de uso animal, tiene que ser la de uso humano y además con estas características específicas. No chingues. Esto es de lo que te estoy hablando.
En ese instante Mario me entregó un documento. Se trataba de un «Certificado de Análisis» en el que se detallan todas las características químicas de la «Ephedrine Hydroclíloride Ip». El análisis estaba fechado el 2o de abril de 2003, y especificaba todos los compuestos y componentes del «producto». El hecho de que el traficante me entregase este documento, una prueba al fin y al cabo de sus intenciones delictivas, me hizo ganar confianza. Parecía que mi interpretación había resultado convincente, y el traficante entró al trapo, mordiendo un anzuelo que yo había tendido a Manuel.
—Me dijo este pendejo que ustedes tuvieron problemas con otros productos en Cuba. A lo mejor podemos ayudarnos mutuamente...
Este quiebro en la conversación me cogió desprevenido. Tardé un segundo en recordar que, mientras intentaba convencer a Manuel de que yo era un millonario relacionado con las mafias, sin mentirle más que lo estrictamente necesario, había echado mano de todo mi arsenal imaginativo. Y uno de los recursos a los que había acudido fue el reportaje «Narcotráfico en La Habana» que mis compañeros del Equipo de Investigación habían realizado, justo antes del mío sobre los skinheads. El objetivo de aquel programa, rodado con cámara oculta en Cuba, era demostrar que la isla de la Revolución, y por mucho que lo niegue Fidel Castro, se había convertido en un país de tránsito de grandes alijos de droga desde América a Europa. Durante uno de nuestros encuentros, copa arriba, copa abajo, había utilizado toda la información de aquel reportaje, contándole las cosas para que pareciera que los «amigos» inexistentes de los que hablaba fuesen algunos de los inversores en el narcotráfico cubano. Manuel le había transmitido al mexicano aquella historia y algo debía de saber el traficante, porque entró a saco en la cuestión.
—¿Me oyó, güey?, ¿que si tuvieron problemas en Cuba ... ? —Sí. Tenemos una mercancía parada allí desde el año pasado. Ya sabes que al zorro de Castro últimamente le da por fusilar a gente, y está muy cabreado con Aznar. Nosotros teníamos buenos contactos en el gobierno cubano, pero se nos jodieron y el material se quedó dentro sin poder salir.
—¿De qué cantidad hablamos? Igual a mis amigos les puede interesar ayudarles por un porcentaje.
—De mucha. Estaba aterrado. No tenía ni idea de qué cantidad podía ser razonable para un envío de droga. Para mí sonaba igual de disparatado hablar de una tonelada que de mil. Es un tema sobre el que no sabía nada, y me sentía terriblemente inseguro. Sólo me concentré en mantener la calma y sostener la mirada al mexicano como si no tuviese nada que ocultar. Sin embargo volvía el sonido del disparo, resonaba una y otra vez en mi cerebro.
—Pero ¿de cuánta? ¿20 toneladas? ¿30? —De mucha. No te preocupes que a tus amigos les va a interesar.
—Pero ¿de cuánto, güey?, ¿de 100? Sólo se me ocurrió sonreír haciéndome el interesante. Como si no quisiese darle datos precisos. Y realmente no quería, porque no tenía ni la menor idea de qué datos inventarme.
—Tú sólo diles que les interesa el negocio. Es mucha cantidad y ellos saldrían satisfechos. Pero ¿cómo coño van a sacarla? ¿Conocen a alguien en el gobierno?
—De Cuba no sé. Alguien habrá. Pero tenemos gente cercana a Fox y para sacarla de Cuba a México podríamos, después ustedes la traen para acá, o la distribuyen en México, como prefieran.
No daba crédito. Tal vez fuera un farol pero el narco mexicano me estaba confesando que su organización tenía contactos en las altas esferas políticas de su país. Después de esta revelación decidí entrar a muerte con el verdadero tema que me había llevado a esta reunión: el tráfico de seres humanos. Al fin y al cabo en ese instante estaba realizando una investigación sobre las mafias de la prostitución, y no sobre el narcotráfico, que eso merecería o merecerá toda una infiltración aparte... Había llegado el momento de poner a prueba todo lo que había aprendido durante los meses anteriores, y de ver si realmente podía pasar por un veterano traficante de mujeres. Mis noches de burdel en burdel, mis coqueteos con traficantes, chulos y proxenetas, mi proceso de aprendizaje sobre el crimen organizado, debían ser sometidos a examen, y en ese momento ni siquiera sospechaba lo estricto de mi examinador.
—Oye, me dijo Manuel que también trabajabas con chicas. A mí me interesa mucho ese negocio.
—Claro, no mames. Yo en México tenía 3 clubes, y movía muchas chicas. Pero mi parienta se me ponía celosa... es que uno no es de piedra... Da dinero también ese negocio.
—Lo sé. Aquí nosotros movemos muchas chicas. Ahora hay mucha argentina. Cuando se cae un país las chicas salen para buscarse la vida y eso nos alegra el negocio, pero últimamente nos piden chicas mexicanas.
Todos mis conocimientos sobre trata de blancas adquiridos durante los meses anteriores me estaban resultando útiles entonces. Repetí al mexicano las cosas que había escuchado, de los auténticos traficantes de mujeres, sobre la falsificación de pasaportes, el espacio Schengen, los rituales vudú, las falsas liberianas, los sponsor, connection-man y los masters, de las redes de burdeles de ANELA, de las plazas, de las escorts... Supongo que resulté convincente.
—Pues claro que sí, yo puedo ayudarte. Yo sé cómo funciona eso. Yo movía muchas chicas.
—Jovencitas? —Claro. Y muy lindas. Yo puedo conseguirte desde dieciséis años. Bailarinas, modelos... niñas muy lindas.
Dieciséis años. Al escuchar esa cifra no pude evitar recordar a mi prima pequeña. Todos tenemos una prima, una hija, una hermana, una pariente, amiga o vecina de dieciséis años, y podemos imaginar cómo nos sentiríamos si fuese vendida para ser prostituida en un burdel extranjero. Sentí de nuevo las lágrimas agolpadas que se me querían escapar por la comisura de los ojos.
De pronto la tristeza se convirtió en rabia, azuzando mi imaginación con una furia abrasadora. Me sorprendí a mí mismo fantaseando con la idea de asesinar al mexicano. Verdaderamente estaba estudiando la posibilidad de ponerme en pie, coger el vaso de agua que tenía sobre la mesa y romperlo por el canto para rebanarle el pescuezo al hijo de puta. Pensaba que si era lo bastante rápido podía hacerlo antes de que desenfundara. Fantaseaba imaginando la satisfacción que me habría producido escuchar sus estertores mientras se ahogaba en su propia sangre. Y entonces me aterré de mis propios pensamientos. A medida que profundizaba en el mundo de la prostitución notaba que mi mente se estaba infectando y a veces me costaba verdaderos esfuerzos no ser fagocitado por mi personaje. Me mordí la lengua y me limité a apretar los puños, estrujando un paquete de cigarrillos, aún sin terminar, hasta entumecerme los dedos. Y en vez de partirle la cara hice una mueca que intentaba parecer una sonrisa de complicidad. No podía desfallecer en ese momento. Tenía que seguir tirándole de la lengua para ver adónde podía llegar.
—Hummm. De dieciséis... ¿De dónde?, ¿de la capital? —De todos lados. De Cancún, de D.F., no sé... Y espérate. Más al sur, en Chiapas y por allá, los padres te las dan con trece y catorce añitos, por un par de barriles de cerveza y una vaca. Yo conozco un pueblo allá donde se consiguen sin problemas. Las de allá son más nativas, no son tan lindas, pero son jovencitas. ¿Cuántas querríais?
Quería vomitar. El estómago se me había revuelto y con las tripas se me revuelve el alma. Todos conocemos también a alguna niña de trece años; una hija, una hermana, una nieta, una vecina...
Yo recordé a Patricia, la hija de mi ex cuñada, y por un instante me la imaginé a ella en las garras de una red como la del mexicano. Me la imaginé vendida como una muñeca humana y puesta a trabajar en cualquier burdel de lujo para dientes exigentes. La visualicé siendo manoseada por un empresario baboso, sudoroso y seboso como Manuel. Y apenas pude contener mi ira. Por un momento consideré la posibilidad de abalanzarme sobre el mexicano para intentar desnucarlo con el respaldo de la silla. «Seguro que si lo cojo por sorpresa puedo romperle el cuello antes de que reaccione» —pensé—. Gracias a Dios el arrebato me duró sólo unos instantes. Soy un investigador y no un piquete de linchamiento, pero la investigación me estaba desbordando. Resulta difícil entrar en el papel de un malnacido sin escrúpulos, como se presupone a todo traficante de seres humanos y drogas, y evitar que la representación te devore.
Volví a la realidad. Debía aparentar que realizaba negocios como éste a diario. Debía parecer un traficante de mujeres habituado a negociar con reses humanas. Debía simular que la compraventa de hembras, como si fuesen ganado, era algo rutinario para mí. Así que me comí la rabia, me tragué la ira, me guardé la frustración, aunque se me indigestara, y concentré toda la atención en mis mandíbulas, para mantener la sonrisa a pesar de apretar los dientes con todas mis fuerzas. De lo contrario iba a vomitar sobre la mesa del restaurante.
—No sé. ¿Qué tal media docena para empezar? —Ok. Las que queráis. A partir de ese instante asistí al resto de la reunión como un zombi. Los nervios me estaban venciendo. No conseguía controlar esa mezcla de rabia, asco, vergüenza, ira y miedo que me rodeaba y comencé a asfixiarme. Creo que había sobrevalorado mi capacidad de improvisación y mi resistencia a la miseria humana, pero no podía sentarme a negociar con un narcotraficante —posiblemente armado— la compra de niñas de trece años para ser colocadas en prostíbulos españoles, y esperar que no me afectara. Había somatizado el odio que me inspiraba aquel personaje y sospechaba que se había dado cuenta. De repente me miró frunciendo el entrecejo y me preguntó si me encontraba bien. Improvisé una excusa, algo sobre una cena con marisco en mal estado la noche anterior, pero ni a mí me sonaba convincente. Pese a ello nos despedimos cordialmente. Quedamos en que yo consultaría a mis contactos sobre el negocio de la Ephedrina, y él a los suyos sobre la «mercancía» retenida en Cuba. Del negocio de las niñas indígenas vendidas a los prostíbulos europeos, parecía que no había nada que consultar. Lo tenía muy daro.
Acordamos que me llamara en unos días para concretar los precios por cada niña, y nos despedimos con otro flácido apretón de manos. Esta vez no me palmeó la espalda. En cuanto torcí la primera esquina y los perdí de vista, no aguanté más y vomité en plena acera salpicándome los pantalones. A pesar de echar todo lo que tenía en el estómago, no conseguí desprenderme de la vergüenza y el asco, que aún hoy continúan dentro de mí. Vergüenza y asco por el género humano. Especialmente por el masculino. Desde entonces sé que las redes de prostitución infantil son una realidad. He estado negociando con uno de sus representantes. Y estoy absolutamente seguro de que los consumidores de ese «producto», niñas de trece años, son respetables empresarios, políticos e influyentes nombres de la cultura española que disponen del suficiente dinero como para costearse estos «pequeños bocados de lujo» en el negocio de la trata de blancas. Al alejarme de la Plaza de los Cubos, comienzo a considerar la castración indiscriminada de niños varones, como una alternativa razonable al negocio de la prostitución.
Cuando volví al hotel, para comprobar la cinta, se me cayó el mundo encima. Toda la angustia, el miedo y el asco que había soportado para grabar aquella conversación, para demostrar que la prostitución infantil y el tráfico de menores es una realidad en la España del año 2003, había sido completamente inútil. Con los nervios, al fijarme al cuerpo el cable del micrófono, había roto una de las patillas, y aunque la imagen del vídeo era perfecta, no se escuchaba absolutamente nada.
Me sentí fracasado, rabioso, frustrado, estúpido, incompetente. Podía reproducir toda la conversación de memoria, pero no tenía ni una maldita prueba de lo que acababa de ocurrir. No podría demostrar que estos diabólicos negocios se estaban desarrollando en la civilizada Europa del siglo XXI, y todo aquel esfuerzo no había valido de nada.
Y en ese momento me telefoneó Manuel. Parecía entusiasmado, y quería preguntarme qué me había parecido su contacto, que utilizaba el nombre de Mario Torres Torres. Al parecer el mexicano había detectado la ira rabiosa que me brotaba del alma mientras discutíamos la compra de las niñas, pero lejos de intuir que yo era un infiltrado, había interpretado aquel brillo en mis ojos de una forma insospechada. «Lo has impresionado —me dijo Manuel—, me ha preguntado si tú eras el que limpiaba el negocio aquí, si habías matado a alguien, porque dice que tienes ojos de diablo.»
Había vuelto a tener suerte. Mi mirada de odio y desprecio había sido interpretada por el narco, como la mirada de un criminal como él. Supongo que, en el fondo, tras tanto tiempo revolcándome en la mierda me había convertido en parte de esos excrementos. Y los mierdas, entre nosotros, nos reconocemos.
Volver a reunirme con el narcotraficante mexicano me apetecía tanto como una operación de fimosis, pero era la única forma de conseguir pruebas de que en España se trafica con menores de edad. Así que me tragué la rabia y el orgullo, y le dije al putero que su amigo me parecía un tipo legal, y que en una semana volveríamos a reunirnos para ultimar los detalles de nuestro negocio. Después vacié el minibar del hotel, y conseguí dormirme completamente borracho. Pero el alcohol no consiguió evitar que Patricia, la hija de mi ex cuñada, me visitase en sueños. En la atroz pesadilla veía su cuerpo, en el que empiezan a dibujarse ahora las formas de una adolescente, completamente desnudo, expuesto en la barra de uno de los puticlubs que frecuentaba durante mi investigación, mientras un grupo de viejos gordos y sudorosos, pujaban por ser el primero en cobrarse su virginidad, tanto vaginal como anal. Esa pesadilla se repetiría muchas otras noches, acompañada de otras aún peores...
A la mañana siguiente telefoneé al subteniente José Luís C., jefe de una unidad de la Policía judicial de la Guardia Civil, para pedirle un favor. Necesitaba saber si la INTERPOL tenía alguna información sobre un mexicano llamado Mario Torres Torres. Sin embargo no le expliqué por qué necesitaba ese dato. Desde que un malnacido jefe de grupo de la Policía Nacional sopló a los neonazis de Ultrassur que tenían un infiltrado grabándoles con cámara oculta, no me fió demasiado de la Policía. Y aunque mi intención era denunciar al narcotraficante, antes quería tener pruebas de su delito, no fuese a ocurrir que otro policía corrupto le soplase al narco que yo era un infiltrado. Y para eso tendría que volver a reunirme con él y grabar la conversación con todos los detalles. Así que, gracias a ese mando de la Policía Nacional que me delató a los cabezas rapadas, prefería asumir solo y sin apoyo los riesgos de la infiltración, antes que confiar en nuestros Cuerpos de Seguridad del Estado. Una pena, ¿verdad?
El subteniente prometió hacer la gestión y telefonearme en cuanto supiese algo de INTERPOL. Y aprovechando que me encontraba en Madrid, opté por retomar el asunto de las famosas. Me quedaba una puerta a la que llamar.
Tal y como habíamos acordado durante mi ultima estancia en Barcelona unos días antes, telefoneé a la agencia Standing—BCN, y por supuesto grabé la conversación. La señorita María me explicó que en ese momento no podía garantizarme ninguna famosa, ya que las que trabajaban con esa agencia, como Malena Gracia ——que parece haber trabajado con un buen número de agencias distintas—, no estaban disponibles en ese momento por razones obvias. Hice partícipe de la noticia a Manuel, quien, ante mi insistencia por acostarme con una famosa, y tras explicarle que la sede central de mi empresa estaba en Madrid, me puso en contacto con la agencia Double-Star. Según él, el mejor lugar para encontrar en Madrid una famosa que se prostituyera.
Double-Star publica todos los días un anuncio muy elocuente en diarios como El Mundo o El País. Sin embargo me insistió en la extrema desconfianza de su madame, María José de M., y me sugirió que telefonease de parte de él sí quería ser recibido. Manuel era un buen cliente de María José y a través de su agencia había tenido la oportunidad de acostarse con varias chicas que habían sido portada de Man, de Interviú y de otras revistas, incluyendo a la presentadora de televisión M. S., que ha llegado a cobrar 6.000.000 de pesetas por un servicio sexual. El empresario se quedó corto en lo de la extrema desconfianza de la madame. La susodicha María José de M. resultó ser mucho más que suspicaz.
Antes de marcar su número de teléfono, el 91 571 12... preparé el magnetófono. Me había propuesto grabar todas las conversaciones que mantuviese con esta y con las demás madames de famosas, con objeto de poder probar, dado el caso, las afirmaciones de este libro. Y así lo hice. La grabación de todas esas conversaciones está a buen recaudo.
Después de varios intentos infructuosos en el teléfono fijo, y de dejar un mensaje en su contestador, consigo hablar con María José de M., llamándola a su teléfono móvil, el 629 35 510.... que también me facilitó Manuel. Lo que sigue es la trascripción literal de nuestra primera conversación:
—Sí, ¿dígame? —¿María, por favor? —Hola, soy yo. —Hola, María, soy Toni, . Te dejé un mensaje, no sé si lo habrás escuchado. Llamo de parte de Manuel, de Barcelona.
—Ajá... —Porque él me ha contado que quizá pueda encontrar lo que busco en vuestra agencia, y quería pasarme a ver el book.
—Vale, de acuerdo, cuando tú quieras. ¿Tú dónde estás? ¿Estás aquí en Madrid?
—Sí. —Vale, pues, ¿sobre qué hora te gustaría pasarte por la agencia? —No sé, tendría que hacerme una escapadita... ¿Por qué zona estáis?
—Vamos a ver. Mi agencia es muy privada, lo sabes, ¿no? Yo trabajo con actrices, modelos y tal. Y yo solamente recibo con cita previa. Entonces, si tú me dices: «Mira, María, yo quiero pasar hoy a las diez de la noche», yo te espero, y la agencia se abre para ti, y cuando llegas a la agencia se cierra para ti, y hasta que tú no te vas, no pasa nadie. Es muy privado.
—Bien, perfecto, mejor así. Pues, ¿qué tal esta tarde a las ocho?
—¿Esta tarde? Fenomenal. —Dame la dirección. Y me la dio. Asegurándome que a las ocho de la tarde abriría su agencia sólo para atenderme a mí. Sin embargo no era cierto. Tras embutirme en la Pierre Cardin, la corbata de seda y los demás elementos de atrezzo que deberían hacerme parecer un adinerado empresario, llegué al Paseo de la Castellana, N. 173 cinco minutos antes de las 20.00 h. El portero me interrogó nada más entrar en el edificio. Le dije el piso al que iba y asintió con la cabeza sonriendo. «Muy bien, pase.» Me dio la impresión de que sabía perfectamente cuál era el negocio de ese piso.
Al salir del ascensor mi cámara oculta ya estaba conectada. Lo primero que grabé fue un rótulo que ponía: «WOMAN & MEN» en la puerta del apartamento en cuestión, así que ya sabía cuál era la tapadera de aquel burdel de gran lujo: una agencia de modelos. Me abrió la puerta una atractiva mujer de mediana edad. Su perro, un pequinés hipercuidado, hizo buenas migas conmigo —se me dan bien los animales—, y pareció que esto dio confianza a la mujer que me invitó a sentarme para esperar a María. Ella era sólo su ayudante.
Acepté una copa y esperé mientras el pequinés no dejaba de juguetear con mi llavero del inexistente Mercedes. Así transcurrieron unos minutos sin que María diera señales de vida. Exactamente once y medio, según el minutado de la grabación. Y por fin sonó el teléfono. La madame había llamado diciendo que se iba a retrasar, y le pedía a su ayudante que fuera enseñándome el book.
Este catálogo de fulanas de lujo estaba mucho mejor encuadernado que los otros que había examinado en Barcelona, aunque me di cuenta de que se repetían algunas de las portadas de I"1ayboy, Interviú, Man, etc., que había visto en la Ciudad Condal. Enseguida reconocí muchos de aquellos rostros y de esos cuerpos. Desfilaron ante mí actrices, modelos, cantantes, e incluso seudofamosas que lo eran tan sólo por haber tenido una relación con tal o cual famoso. A la luz de esta información me pregunté cuántas páginas de la prensa rosa, divulgando supuestos romances entre un famoso y una chica espectacular, no eran más que la crónica de un polvo de pago. Y me consoló pensar que cualquiera con el dinero suficiente podría disfrutar de las mismas caricias que han gozado jugadores de fútbol, miembros del gobierno, famosos actores y cantantes... Y es que ante las rameras, todos los hombres somos iguales. Tan sólo hay que pagar su precio. Es una divertida forma de democracia sexual.
Por fin llegó María, que resultó ser una mujer de mediana edad, extremadamente atractiva. Su apariencia delataba que manejaba mucho dinero, e invertía buena parte del mismo en cuidar su aspecto. Se mostró simpática pero distante. Dijo que hacía sólo seis meses que tenía este negocio. También mintió en eso. Poco después me dijo que en realidad sólo se fiaba de los clientes a los que conocía hace mucho y, aunque aseguraba que no necesitaba anunciarse, me confesó que tenía un anuncio en la prensa «para los clientes que pudiesen haber perdido el teléfono».
Cuando expuse directamente que lo que quería era acostarme con una famosa se puso a la defensiva. Alegó que tenía «clientes muy, muy importantes y muy, muy poderosos», y que debía «preservar a toda costa la seguridad de mis chicas, porque son mujeres muy conocidas; actrices, presentadoras de televisión, modelos, etc.». A pesar de que había examinado su catálogo, me dijo que había otras señoritas, aun más famosas, y que no podía darme sus nombres hasta comprobar mi identidad. De pronto, sacó a colación el asunto que más tememos los reporteros infiltrados: « ... Es que últimamente hay muchos periodistas y mucha cámara oculta, y perdóname pero me estoy mosqueando mucho con tus gafas, ¿podrías quitártelas?». Por un instante creí que me había descubierto, pero no fue así. Evidentemente no llevaba nada en las gafas de sol, pero mi cámara oculta seguía grabando todos sus movimientos, desde el maletín de ejecutivo que completaba mi disfraz. Si lees esto, María, la próxima vez que desconfíes de un diente, busca mejor.
La madame me aseguró que haría unas gestiones para comprobar quién era yo realmente. Sabía que no tenía opción. Iba a hacerlo de todas formas, así que la animé enérgicamente a que tomara todas las precauciones que considerara oportunas. Como diente, me tranquilizaba su prudencia, o eso la hice creer. Quedó en llamarme en cuanto confirmara mi coartada para decirme, si todo estaba en orden, a qué famosa podía ofrecerme. Sin embargo tan sólo tardó unas horas en telefonearme, lo que resultó un contratiempo para mi investigación.
Como he dicho antes, mi intención era grabar todas las conversaciones con las madames de famosas, pero sólo puedo conectar mi teléfono al equipo de grabación si sé que esa llamada va a producirse. Por eso, cuando fue María la que me telefoneó, sólo unas pocas horas después de nuestro encuentro, tuve que reaccionar sobre la marcha. Su llamada me pilló en un taxi en el centro de Madrid y, lógicamente, no podía ponerme a grabar allí. Así que en cuanto escuché su voz, me disculpé diciendo que me había pillado en una reunión importante, y que yo la llamaría a ella en un instante.
Inmediatamente pedí al taxista que parase el coche y me metí en el primer bar que vi. En el cuarto de baño improvisé el sistema de grabación y telefoneé a María.
—Sí, ¿dígame? —¿María? Soy Toni. Perdóname, pero estaba en una reunión de empresa importante.
—Hola, mira, Toni... perdone... Como esperaba, María había telefoneado a Manuel para confirmar mi identidad. Y el empresario catalán debió de decirle maravillas sobre mí, porque la madame: se disculpó sentidamente por haber sospechado por un momento que yo pudiese ser un periodista de cámara oculta... ¿Cómo podía haber pensado algo tan absurdo?
—No te preocupes. Ya me imagino que tenéis que tomar precauciones. Mejor así. También yo me quedo más tranquilo al ver que sois serios.
—Sí, ya sabes... Bueno, te cuento. ¿Te interesa C ... ? Y seguidamente me reveló su mejor «mercancía de lujo». A partir de ese momento, y ya completamente confiada, María José de M. me propuso algunas famosas, que no aparecían en ninguno de los books que había grabado en Madrid y Barcelona. Alguna de esas superfamosas ilustraban las portadas de la revista Dígame, señaladas por Rodríguez Menéndez como prostitutas de lujo. Otras no.
La madame de Double—Star me ofreció a una famosísima presentadora de televisión, a una actriz y modelo archiconocida, y la ganadora de uno de los concursos más populares de la historia de la televisión... El precio de esas prostitutas de altísimo standing oscilaba entre los 3 Y los 7 millones de pesetas por servicio. Es decir, en una noche, cualquiera de esas rameras de lujo ganará una suma mayor a la que deberían abonar a los mafiosos las mujeres traficadas como Susy para poder recuperar su alma. Pero Susy deberá pasar años prostituyéndose, en las calles de Murcia, a 30 euros el polvo, para poder comprar su libertad a proxenetas como Prince Sunny, mientras que otras fulanas, famosas por salir en televisión, cobrarán en una sola noche más de lo que cuesta la libertad de una puta callejera. No es justo.
Para acabar de alegrarme el día, poco después recibí la llamada del subteniente José Luís C.: «Toni, efectivamente en los archivos de INTERPOL aparece un tal Mario Torres Torres, que está en orden de busca y captura por un homicidio en México. ¿No estarás metiéndote en ningún lío?». Perra suerte la mía. Narco, proxeneta, traficante de menores y ahora presunto asesino... no podía buscarme mejor compañía para disfrutar de una cena... Esa noche, y muchas más, reviviría en sueños aquella detonación de la bala que pasó rozándome la rodilla. Sólo que en las pesadillas no me rozaba, sino que varios proxenetas y mafiosos me destrozaban las rodillas y los brazos a tiros, después de descubrir que les había estado grabando con una cámara oculta. Esa semana tomé la decisión de visitar a un psiquiatra, en Madrid, y pedirle que me recetara un tratamiento para dormir. A partir de entonces tomaría dos tipos de pastillas cada noche, para conciliar el sueño. Desgraciadamente los fármacos no podían impedir que soñase.

Mi chulo mató a mi amiga y yo le maté a él

Nunca volví a ver a Danna, la escultural rumana que conocí en La Luna, sin embargo, gracias a ella, sí pude conocer a otras jóvenes traficadas, como ella, por las mafias del Este. Y una de esas pistas me llevó en varias ocasiones a Zaragoza. Allí entablé buena amistad con Lara, una joven no menos hermosa que Danna e igual de exuberante. Con Lara hubo un Jeeling especial, y por alguna razón vio en mí a un discreto confesor para todas sus miserias. En la Nochebuena de2003 me tocó trabajar. Aunque no pude explicar a mi familia por qué, los días 24y 25 de diciembre simplemente desaparecí.
Aunque la mayoría de los burdeles cerraron esa noche, los pisos clandestinos continuaban abiertos, y sorprendentemente había dientes. Al filo de las doce de la noche recibí una llamada de Lara. Estaba llorando. Acababa de dejar a un cliente, que a saber qué tipo de perversiones le había demandado en esa noche navideña. Sólo me dijo que la había mordido en la cara. A pesar de sus veintiún años de vida, la joven rumana, que aparenta más, había pasado ya por todo. Recientemente le extirparon un ovario. Trabajaba mucho y muy bien, y muchos clientes no controlan la potencia de sus miembros al golpear una y otra vez, putero tras putero, pene tras pene, la vagina de la joven. Con el tiempo tuvo complicaciones a causa del exceso de uso. Los ginecólogos están cansados de ver casos similares.
Lara, como todas las demás meretrices que trabajan en pisos clandestinos, sufre trastornos del sueño. Se pasa el día en el apartamento, dormitando o viendo la televisión, y teniendo que despejarse y acicalarse cada vez que llega un cliente. Después hará «el paseíllo» ante el putero y, en el caso de no ser la escogida para el servicio sexual, volverá a tumbarse en el sofá para esperar al próximo cliente. Nunca puede dormir más de dos o tres horas seguidas. Como todas las demás.
Esa noche Lara estaba especialmente triste. Necesitaba hablar, y naturalmente me puse a su disposición. Y así grabé uno de los testimonios más escalofriantes de esta investigación. En Rumania, el chulo que había iniciado a Lara y a una amiga, ambas originarias de un pueblecito muy cercano a Bucarest, le había pegado un tiro en la nuca a su compañera. Al parecer la buscona había intentado escapar de la red que la había vendido en España. Una noche Lara se armó de valor y, según confesó ante mi cámara, le pegó un tiro al chulo en la garganta. «Él le disparó a mi amiga por detrás y yo le disparé por delante.»
Fueron unas navidades tristes y también sorprendentes. En este oficio, cuando crees que ya lo has visto y escuchado todo, cuando piensas, pedantemente, que ya no puede sorprenderte nada en el mundo de la prostitución, cuando bajas la guardia, va el destino y te encaja un directo a la mandíbula. Y volví a descubrir algo nuevo e inesperado. Una vez más sentía el vértigo de mi cordura. Como si me, asomase a un abismo oscuro e impenetrable cada vez que conocía a una nueva ramera y las brutales historias personales que marcan sus terribles existencias.
Lara me contó cómo asesinó a sangre fría a su proxeneta, y lo terrible es que no pude condenar su actitud. Sé que nada justifica un asesinato. Nada puede anteponerse a la vida de otro ser humano. Pero ¿cómo podía reprochar a aquella rumana de veinte años algo que yo mismo había llegado a plantearme con los mafiosos que estaba conociendo? Y yo no había tenido que sufrir en mis carnes la humillación, la frustración y la vergüenza que padecen todas y cada una de las muchachas que se prostituyen en cualquier país del mundo. Digan lo que digan los de ANELA— Decidí pasar la noche de fin de año con ella, para que se tomase un par de días de vacaciones, hoy es una de mis mejores fuentes de información.
Lara me puso en la pista de otra red, la del tal Andrei, de la que ya me había hablado Danna. Así que abrí nuevos frentes de investigación, pero confieso que a esas alturas ya empezaban a faltarme las fuerzas, y mi agotamiento psicológico era cada vez mayor.
Conseguí convencer a una de las chicas traficadas por Andrei para que me contase su historia, y así pude grabar nuevos testimonios espeluznantes. Sobre todo dos conversaciones que me afectaron especialmente. En una ocasión aquella rumana de diecinueve años llamada Clara me explicó que, para ellas, era mucho más difícil ejercer la prostitución que para otras chicas, como las brasileñas o las cubanas, más abiertas al sexo.
—Dios nos dio la boca para comer, el culo para cagar y el coño para follar. Por eso nosotras no gustar chupar ni follar por culo. Cuando yo subir con cliente yo lavar la polla con agua caliente y hacer una paja para que se le ponga dura y no tener que chupar. Así sólo follar por coño correr y marcharse.
Son testimonios brutales y soeces que prefiero transcribir literalmente de las cintas de vídeo, tal y como me fueron relatados. Porque no encuentro glamour, atractivo ni sofisticación en estos relatos. Son sucios, duros y groseros, como la prostitución. Y aun a riesgo de poder escandalizar al lector, no voy a maquillarlos para hacerlos más literarios ni elegantes.
—El otro día un diente decir a mí en club que quería dar por culo, y yo decir que no hacer ese servicio, que hay otras chicas que hacer. Él decir que no discutir y que subir con él a habitación, pero yo decir que no por culo. Pero cuando subir a la habitación él cogió mis piernas y levantó así y metió por culo. Hizo mucho daño y yo lloraba pero él seguía. ¿A quién puedo quejar yo? Yo soy una puta, y a nadie importa que cliente violar a mí...
Clara también trabaja en uno de los clubes de un vocal de ANELA, lo que garantiza —supuestamente— que el cliente va a quedar satisfecho con los servicios y la calidad que encontrará en el local. Pero ¿quién garantiza a las fulanas que ellas también van a quedar satisfechas?
La placa de garantía de ANELA certifica a los clientes que sus rameras han sido sometidas a análisis y están sanas, pero ¿quién analiza a los puteros para garantizar a las chicas que no portan ninguna enfermedad? Claro, olvidaba que a nadie le importa que las rameras puedan contagiarse con cualquier cliente. Lo esencial es que el putero quede satisfecho, aunque sea violando analmente a una joven de diecinueve años que todavía no es consciente de en qué mundo se ha metido.
A diario encuentro en los titulares de prensa noticias relativas a las denuncias por malos tratos que presentan muchas mujeres en España, pero ¿alguna comisaría de Policía tomaría en serio la denuncia presentada por una prostituta contra un cliente que la ha violado en el burdel? Harta de aquella vida, y Clara llevaba muy poco tiempo ejerciendo la prostitución, una noche me planteó que la comprase a su proxeneta. Su precio eran 8.000 euros.
—Si tú comprar en Rumania yo valer 400 0 500 euros. Pero aquí más cara porque aquí yo tener chulo. Si tú querer comprar a mí pagar 8.000 euros y soy tuya.
—Pero ¿y si te compro, qué vas a hacer? —Lo que tú querer. Yo trabajar para ti o hacer lo que tú querer. —No, para mí no. Pero, vamos a ver: si yo te compro ya eres libre, ya puedes volver a tu país.
—¿Volver a mi país? ¿Para qué? En mi país no hay dinero. Yo venir a España para ganar dinero. No poder volver a mi país con manos vacías...
Todavía no lo había comprendido. Las cosas no son tan sencillas como podemos creer quienes no vivimos desde dentro el mundo de la prostitución. No se trata de bueno o malo, blanco o negro, sino de una difusa y entramada gama de grises. Para muchas mujeres traficadas, los mafiosos no son simplemente criminales despiadados y avariciosos que se lucran con su humillación, sino que también son la única esperanza en un futuro mejor.
Para la garota de una favela brasileña, la negrita de una aldea africana o la adolescente de un pueblucho ruso, la perspectiva del futuro en su país se limita a la miseria, el hambre, la pobreza o la muerte. Para ellas los traficantes de mujeres son un rayo de esperanza. La única oportunidad para escapar de la indigencia y soñar con un futuro mejor en la rica Europa. Dejando al margen los casos de jóvenes secuestradas, como la moldava Nadia, o transportadas a países europeos con engaños, muchísimas de las prostitutas que he conocido, la mayoría, sabían que venían a España para ejercer de rameras.
Es cierto que los traficantes les mienten sobre el dinero que van a ganar y sobre las condiciones de vida que van a soportar, pero ellas eligen prostituirse como la única forma de escapar a la muerte en vida que sufren en su país, y consideran, para mi horror, a sus traficantes como una especie de salvadores. Al menos, en una vida de pesadilla, ellos les ofrecen un sueño. El sueño de una vida mejor en Europa. Aunque para soñar tengan que hipotecar su dignidad. Y casi siempre el sueño termine convertido en pesadilla. Desgraciadamente la mayoría no llegan a despertar nunca.

No comments: