Saturday, May 27, 2006

Capitulo 13: Operación vudú


Será castigado con las mismas penas el que directa o indirectamente favorezca la entrada, estancia o salida del territorio nacional de personas, con el propósito de su explotación sexual empleando violencia, intimidación o engaño, o abusando de una situación de superioridad o de necesidad o vulnerabilidad de la víctima.

Código Penal, art. 188, 2 (Sólo incluye las reformas de la Ley Orgánica 11/99 y Ley Orgánica 4/2000)

—Tú crees que este collar me protege del yu—yú? —me interrogó Susy cuando volví a Murcia.
—Te prometo que ningún vudú que te hayan hecho tiene más influencia sobre ti que este collar.
Susy me había hecho esa pregunta en muchas ocasiones, y yo siempre le respondía lo mismo, intentando reafirmar su seguridad en sí misma a través de la sugestión. Pero cuando, a continuación, intentaba sonsacarla sobre quién le había hecho vudú; si había sido Sunny: si se lo continuaban haciendo, si a su hijo también le habían hecho vudú... la nigeriana se cerraba en banda y no había forma de sacarle una sola palabra más.
Cada vez que veía alguno de mis «trucos mágicos» en realidad efectos de mentalismo e ilusionismo, los ojos se le salían de las órbitas, exactamente igual que ocurría con docenas de nigerianas y latinoamericanas, a las que también había asombrado con mis supuestos poderes esotéricos. Algunas de ellas sufrían auténticos brotes de pánico, a pesar de que mis trucos eran absolutamente inocentes. De ahí deduje el terror que inflige en sus mentes supersticiosas, la utilización de sangrientos rituales de vudú por parte de las mafias.
Por supuesto Sunny no sabía nada de mis intentos por sacar información a una de sus rameras. Nuestras conversaciones iban dirigidas a ganarme su confianza y sólo de vez en cuando, muy poco a poco, dejaba caer algunas indirectas sutiles, sobre mi supuesta relación con el mundo de la prostitución y el crimen organizado. En el caso de Sunny, de Harry y de otros miembros de la comunidad delictiva africana en Murcia, hice correr el rumor de que yo podía ser un experto en skimming, y el colaborador imprescindible para sus estafas con tarjetas de crédito.
Skimming y nuevos delitos tecnológicos Una sonrisa maliciosa y la exhibición de un mazo de tarjetas de crédito, mientras tomábamos una ginebra en cualquier terraza murciana, fueron suficiente cebo. No hacía falta más. Las bandas criminales de origen nigeriano son, probablemente, los mejores falsificadores del mundo. Y el skimming es una de sus especialidades.
Sólo la empresa VISA, en el primer año del nuevo milenio y sólo en Europa, perdió más de 390 millones de euros a través del fraude de las tarjetas de crédito. La suma total, de todas las empresas y a nivel mundial, es incalculable. En España, esta dimensión del crimen organizado comenzó a detectarse hace más de quince años, cuando bandas de delincuentes latinoamericanos se las apañaban para conseguir duplicar las tarjetas de crédito de muchos usuarios. Durante el periodo estival los robos con tarjeta de crédito aumentan en casi un 5 por ciento. El 60 por ciento de las denuncias se refieren a sustracciones de tarjetas en bolsos y carteras. De las supuestamente extraviadas, el 18 por ciento fueron utilizadas fraudulentamente.
Existen infinidad de variantes en estas estafas, como el «lazo libanés», que consiste en la captura de la tarjeta de crédito de la víctima a través de un dispositivo que se coloca en el cajero automático. Cuando el cliente está intentando recuperarla, aparece un amable transeúnte, que le explica que a él le había ocurrido lo mismo el día anterior. «Marqué dos veces el número secreto y pulsé cancelar, a mí me salió así.» Y el estafador memoriza el número, que luego utilizará con la tarjeta, que evidentemente no sale del dispositivo. Otros ofrecen su teléfono móvil para que el estafado llamé al número de atención al cliente de ese sistema, que no es otro que un compinche al otro lado de la línea, que se ocupará de averiguar el número clave de la víctima.
Pero no sólo se usan tarjetas hurtadas. Fue la Policía británica, hacia 1987, la primera en alertar sobre esta nueva especialidad delictiva de las bandas nigerianas conocida como «planchado», «clonación» o más popularmente skimming. Al detener algunos delincuentes nigerianos, implicados muchas veces también en el tráfico de mujeres, descubrieron que muchas de las tarjetas de crédito incautadas no habían sido robadas, sino que eran duplicados con una banda magnética idéntica a la de una tarjeta real.
Para duplicar las tarjetas se utilizan ingeniosos sistemas tecnológicos, como falsos lectores instalados en la puerta de los cajeros, cámaras ocultas con las que se graba el número secreto que utiliza el cliente, «bacaladeras» y grabadores del código magnético utilizadas por prostitutas, empleados del peaje de las autopistas, etc. Una vez grabada la banda original de la tarjeta auténtica, se duplica utilizando tarjetas plásticas en blanco, sobre las que se impresiona la copia magnética de la banda original, y a continuación se realizan compras millonarias. Para ello son imprescindibles, en muchos casos, los cómplices. Empleados de comercios legales que, en colaboración con los estafadores, permiten que realicen las compras desde sus terminales informáticas llamadas TPV (Terminal Punto de Venta) repartiéndose a medias los beneficios.
Además del narcotráfico, el tráfico de mujeres, la falsificación de documentos, etc., Sunny era un presunto veterano en el ejercicio del skimming. Traficaba con tarjetas de crédito falsas y tenía varios colaboradores españoles, propietarios de negocios en toda Murcia, que ponían a su disposición las TPV para poder ejecutar las estafas. Uno de ellos, que terminaría siendo detenido precisamente por este tipo de fraudes, era Francisco, el propietario de una tienda de bicicletas de Alcantarilla.
A estas alturas llevaba meses infiltrado entre traficantes de drogas, de armas, de mujeres o de documentos falsos. Al añadir el skimming a mi supuesto currículum delictivo sólo pretendía reforzar la credibilidad de mi personaje, en la última fase de esta investigación. Me había propuesto intentar comprar a Susy y a su hijo.
Pero antes de tentar a la suerte una vez más, necesitaba comprobar si existían otras opciones para liberar de sus proxenetas a una mujer traficada. Así que me reuní con Susy en la cafetería de la gasolinera situada junto al Eroski, punto de encuentro de las prostitutas y sus proxenetas. No podía imaginar que ésa sería la última vez en mi vida que iba a ver a la joven. Ella tampoco. Pero casualmente esa noche me regaló una foto de su hijo y eso me encogió el alma. Conecté la cámara oculta en el lavabo de la gasolinera y pasé al local, dispuesto a entrar a matar. Necesitaba plantearle a Susy mi intención de comprar su deuda, antes de enfrentarme a la negociación con su «dueño».
—Me dijo Sunny... tú tienes que llevarle el dinero, ¿no? Que no soy tonto, que he viajado mucho, que soy medio africano... ¿Cuánto dinero tienes que pagar? Si yo quisiera que tú te vinieses conmigo... ¿Cuánto dinero cuestas?
Duda. Esquiva mi mirada. Remueve la limonada sin saber qué decir. Jamás ha hablado con un blanco de estas cuestiones, consideradas secretos mortales por las redes de crimen organizado, y me cuesta verdaderos esfuerzos que por fin responda a mis preguntas.
—¿Cuánto has pagado ya? ¿Cuánto le debes? No me engañes, ¿eh? Que lo voy a hablar con él.
—Yo no sabe... mucho. —¿Cuánto es mucho? Llevas dos años aquí, ya tienes que haberle pagado mucho.
—35.000 o algo así. —¡Le debes 35.000 dólares! ¡Pero si eso es lo que debes por venir por la ruta terrestre! Eso es mucho. Tienes que haberle pagado ya parte. ¿Cuánto dinero tengo que darle a Sunny para que te deje ir? ¿Tú quieres estar con él?
—No, yo no quiero estar con él. No sé cuánto dinero. —Piensa con cuánto dinero te dejaría irte, con el niño. Si no me ayudas no te puedo ayudar.
La nigeriana estaba confusa. Sabía que estaba profanando una ley escrita con magia y sangre. Estaba compartiendo con un blanco los secretos de negros del negocio del que era víctima, pero mi trabajo con ella, durante los últimos cuatro meses, por fin daba frutos. De alguna manera sabía que intentaba ayudarla.
—Imagina, sólo imagina. Si un día vas a Torrevieja, coges el niño y te vas... ¿qué pasa?
—No, no, no. Mejor pregunta Sunny... sin Sunny, uff.. —No quiero meter la pata, pero, joder, si cogemos al niño y nos escapamos, él no te va a encontrar en Madrid... _No, no, no ... él puede... mi familia en Nigeria...
—¿Qué le pasa a tu familia? ¿Va a ir él a Nigeria? —No, no, por favor, Antonio... Yo no tengo miedo para mí, pero para mi familia seguro...
Susy me confirmaría que, antes de salir de Nigeria, le hicieron un ritual de brujería. De ahí venía su terror al vudú y su fe en el collar que le había regalado. Sin embargo teme al boxeador y también a la Policía.
—¿Y si hablas con la Policía? Te protegerían... —¡No, no, no! Por favor, Antonio, no...
—Ok. ¿Tú crees que si le pongo sobre la mesa 15.000 dólares, así, en montoncitos, él te dejaría a ti y al niño? ¿0 me va a pedir 15.000 por cada uno?
—No, 15.000 está bien.
Madre e hijo por 17.000 dólares
Ya tenía una idea aproximada del precio, pero ahora llegaba lo más difícil. Sólo existía una forma de averiguar si tras todos mis viajes a Murcia, y mi integración en el mundo de la trata de blancas y el crimen organizado, Sunny confiaba en mí. Sólo había una manera de averiguar si el boxeador nigeriano estaría dispuesto a venderme a una de sus furcias y a su hijo, o intuiría que yo era un infiltrado, obrando en consecuencia. Tendría que reunirme con él, a solas, y plantearle abiertamente el negocio. Cogí el teléfono y me cité con él en la plaza de la Catedral de Murcia a la mañana siguiente.
Sentí la tentación de avisar al subteniente José Luís C., de la Policía judicial, o al inspector José G., de la Brigada de Extranjería, para pedirles ayuda. Me sentiría más tranquilo, aunque yo asumiese todo el riesgo, si supiera que un par de oficiales armados me cubrían las espaldas. Pero recordé al malnacido jefe de Policía que me delató ante los cabezas rapadas mientras estaba infiltrado entre los neonazis. Así que decidí continuar solo la investigación hasta el final. Y únicamente si conseguía mi objetivo, comprar a una mujer en la España del siglo XXI, pondría mi investigación en conocimiento del juez y la Policía, para que ellos realizasen las detenciones pertinentes. No obstante, en esta ocasión Alfonso, compañero en el Equipo de Investigación de Atlas—Tele 5, y con el que he compartido muchas aventuras como infiltrado, acudió a Murcia para grabar, desde la distancia, mi reunión con el traficante.
Sunny llegó puntual. Me parecía mucho más grande y corpulento que nunca. Pedimos dos ginebras y entramos en materia sin demasiados preámbulos. Mientras hablamos recibió varias llamadas telefónicas. Hablaba con sus interlocutores en inglés y en yoruba. En una de las llamadas pidió a su interlocutor que le telefoneara a otro número, por si la Policía pudiese estar escuchándole. No tenía ni idea de que mi cámara estaba grabándole en ese momento.
—¿Qué tal, Antonio?
—Hola, Sunny. Tenemos que hablar... Tomé un par de tragos de ginebra intentando envalentonarme con el alcohol, o acaso anestesiarme en caso de recibir una inminente paliza. Sabía que no le iba a hacer gracia que un blanco le propusiera un negocio que habitualmente era cosa de negros, y un delito grave. Instintivamente acaricié la bala que llevaba colgada al cuello, cual supersticioso talismán. Iba a necesitar más que nunca a mi ángel de la guarda, esta vez enfrentado a todos los espíritus del panteón yoruba que hábilmente utilizaba el africano.
——Ok, Sunny. No quiero que te enfades, ¿vale? No te enfades con
Susy. Si te enfadas que sea conmigo... Yo he estado en África y sé cómo funciona esto. Yo sé que hay una deuda... No quiero que me engañes, ¿vale? No quiero que haya problemas. Supongo que en dos años ya habrá pagado una parte. ¿Cuánto dinero puede deberte Susy?
Las cartas estaban sobre la mesa. Ya no había vuelta atrás. Sunny se quedó en silencio unos instantes interminables. Me miró a los ojos muy serio, como intentando adivinar cuáles eran mis verdaderas intenciones. El corazón aporreaba mi pecho con tantas ganas de salir corriendo de mi cuerpo como yo las tenía de escapar de aquella plaza. El boxeador nigeriano no se fiaba aún de mí, sin embargo no quería dejar escapar ese negocio millonario. Así que decidió tantearme, pero sin reconocer su implicación en el delito y responsabilizó a una tercera persona.
—El dueño de esta chica... está en Cádiz. Pero yo hablo con ella... —Pero me dijo que te pagaba a ti.
—Ella a mí y yo a ella, yo sólo testigo... —Ya.
—Si dar 20, se puede dejar ir. —¿20.000 dólares? —Sí.
Había mordido el anzuelo. Mi cámara oculta estaba registrando la negociación para comprar a una chica y a su hijo en la España del siglo XXI, digan lo que digan los libros de historia sobre la abolición de la esclavitud. El boxeador nigeriano acababa de ponerse la soga al cuello. Su implicación en el tráfico de mujeres era ya irrefutable. A pesar de su intento por cubrirse las espaldas en el asunto, dejaba muy claro que él era quien decidía lo que se hacía o no con la chica, sintetizándolo todo en una frase:
—Si tú hablas con padre de Susy, él va a decir. Tú habla con Sunny. Sunny es su padre ahora. Yo tengo el mando.
Iniciamos el regateo. Él pedía 20.000 dólares. Pero yo ofrecí 15.000. Finalmente pactamos el precio de la chica y de su hijo en 17.000 dólares. El boxeador estaba contento, olía casi 3 millones de pesetas que creía que iban a engrosar su cuenta bancaria, y no tuvo problema en hablar sobre sus negocios. Confesó, ante el objetivo de mí cámara, que también enviaba coches desde Alemania a África, e incluso me invitó a viajar con él a Nigeria. Tal vez estaba pensando que yo podría ser su nuevo socio en el negocio. Lo que no imaginaba era que, en realidad, estaba con un infiltrado que le estaba grabando con una cámara oculta.
El siguiente paso era obvio. Había conseguido mi objetivo y ya no existía el riesgo de que ningún policía infame me estropease la investigación. Ahora, y no antes, sí podía poner en conocimiento de las autoridades judiciales y policiales la historia de Susy y mi negociación con Sunny para su compra.
En realidad no descubrí nada nuevo a los oficiales de la Brigada de Extranjería cuando me reuní con ellos en la comisaría. Ya tenían referencias de Prince Stamy y de sus turbios negocios. Sin embargo, acogieron con entusiasmo mi testimonio y sobre todo las grabaciones de cámara oculta, que inmediatamente pusieron a disposición judicial. Desde Madrid pacté con Sunny por teléfono los detalles de la compra y también grabé esas conversaciones telefónicas. Volvería a Murcia días después. Necesitaba más imágenes para el reportaje y tendría que hablar con Susy para confesarle la verdad e invitarla a denunciar a Sunny. Así podía convertirse en testigo protegido y con ello conseguir los papeles legales. Pero el destino todavía me reservaba un quiebro imprevisto en esta historia.
No obstante, antes de volver a Murcia por última vez, tenía que cerrar otro negocio. Media docena de niñas de trece años estaban en venta y mí otro yo había reservado aquella carne fresca y jugosa para mis ficticios burdeles. Mario Torres Torres, el presunto asesino, narcotraficante y proxeneta, me convocaba a una nueva reunión entre traficantes.

Niñas de trece años a 25.000 dólares

Mario, convencido de que mi «mirada de diablo» era una garantía de mi naturaleza criminal, quedó de nuevo conmigo para cerrar el precio de las niñas. Esta vez el punto de encuentro sería el VIPS de Sor Ángela de la Cruz de Madrid. Según pude averiguar posteriormente, gracias al registro de llamadas realizadas por el mejicano desde su habitación en el hotel en el que se alojaba, el Gran Vía, Mario llamaba con cierta frecuencia a Guadalajara, en el estado de Jalisco (México), y a teléfonos eróticos go6. Y también recibía la visita de prostitutas. Los movimientos bancarios de su tarjeta de crédito también aportaron una información golosa sobre los negocios millonarios a los que se dedicaba...
Esta vez Manuel y Mario habían escogido estratégicamente la mesa, que estaba situada en el extremo más discreto del restaurante. Yo, previniendo que pudiese volver a cachearme, había colocado la cámara en una pequeña mochila que llevaba conmigo. Ahora tenía que concentrarme en lograr que repitiese todo lo que me había dicho en nuestra reunión anterior, y más, para grabarlo fielmente.
Pidieron algo de comer, pero yo opté sólo por café. No podía arriesgarme a que se me revolviese de nuevo el estómago y terminase vomitando otra vez. En la cinta de vídeo se aprecia cómo, mientras ellos comen con buen apetito, yo me limito a tomar café con vodka y a fumar unos imponentes Cohiba de casi 12 euros el cigarro.
Había aprovechado aquella semana para empollar todo lo que pude sobre narcotráfico, e intenté prever todas las preguntas embarazosas que el mexicano podía hacerme para adelantarme a ellas.
Mario Torres Torres vestía una camisa blanca muy holgada y, por alguna razón, tuve la firme convicción de que iba armado. Me habían explicado que entre los traficantes mexicanos era costumbre llevar un arma de pequeño calibre escondida en el brazo, fijada a la altura del bíceps con una funda de tobillera. Eso hacía que, incluso siendo cacheados, no les descubriesen el arma. Sobre su pecho lucía una gran cruz de plata, que se me antojó un sacrilegio. Más tarde me confesaría que tanto él como otros muchos narcotraficantes mexicanos practicaban la brujería, porque creían que, a través de ella, podían protegerse de la Policía. Algunos delincuentes resultan ser tan supersticiosos como las rameras nigerianas.
Posteriormente descubriría, navegando por Internet, la increíble historia de Adolfo de Jesús Costazgo, líder de una banda de narcotraficantes mexicanos, que había sacrificado a catorce personas en el transcurso de ritos satánicos, que tenían por objeto proteger a sus compinches de la DEA. La historia de Costazgo, y más concretamente de su compañera Sara Aldrette, inspiró al director Alex de la Iglesia la película Perdita Durango.
Pero aquello no era una película, sino el mundo real. Y no podía cometer errores, así que decidí tomar la iniciativa. Lo que más temía en aquella nueva reunión con el narco era que hubiese hecho preguntas sobre mí en el mundo del narcotráfico español donde, evidentemente, nadie me conocería. Y si nadie en el gremio de las drogas conocía al tal Toni Salas, sólo podía ser un infiltrado, o de la Policía o un periodista. Así que me propuse adelantarme al azteca. Si, como me había dicho Manuel, Mario había interpretado el brote de locura en mi mirada como la garantía de mi pertenencia a una mafia criminal, aprovecharía esa baza a mi favor. Mientras encendía otro cigarro habano, con la intención de que mi aspecto fuese el de un adinerado mafioso, miré fijamente a los ojos del mexicano, intentando clavar en sus pupilas toda la rabia, el desprecio y el odio que me inspiraba.
—Hay un problema... He hablado con mis amigos de México, que no te conocen...
Touché. Mi estocada lo alcanzó directo al corazón. Herido en su orgullo de delincuente, el narco soltó ante mi cámara oculta todo su currículum como traficante. Mencionó los nombres de alguna de las familias más importantes del narcotráfico mexicano de Sonora, Yucatán, Sinaloa, etc., y me detalló su relación con todos y cada uno de sus integrantes. Aquella confesión, en toda regla, supone la mejor garantía, porque si los mexicanos supiesen que su compinche ha soltado ante un periodista todo aquello, probablemente la vida de Mario no valga un centavo. Claro que la mía tampoco. (Así que, dado el caso, tú verás, Mario, cómo zanjamos el tema ... )
Con las cartas boca arriba, sin más preámbulos ni concesiones, el mexicano me soltó a quemarropa la temida pregunta: cuánta droga queríamos enviar a México, yo y la ficticia organización de narcotraficantes que representaba. Así que me dispuse a hacer la mejor interpretación de mi vida. Si cometía un error, la escena no se detendría con una plaqueta cinematográfica y un «¡corten!» del director, sino con el cañón de un 9 corto en mi cabeza. Y esta vez la bala no se conformaría con rozarme.
—Espera, tenemos ese tema por un lado y las mujeres por otro. Vamos por partes. Mujeres.
Con todo el tacto del mundo, volví a tocar los temas que ya habíamos tratado en nuestra primera reunión, con objeto de que esta vez se grabara correctamente sus respuestas, en mi cámara oculta. Curiosamente, de pronto Mario pretende tener escrúpulos, y alega que su interés fundamental es el narcotráfico, y que en México está muy mal vista la compraventa de niñas. Sin embargo sus aparentes reparos apenas duran un minuto. Es astuto y quiere encarecer el precio de las niñas.
—A muchos extranjeros, y a mucha gente en México, la han detenido por eso. Y les arman un rollo, ¿sabes?, hasta salen en televisión. Que andas comerciando mujeres, ¿sabes? Yo te lo hago como una atención. ¿Cuántas quieres? ¿Unas cinco o seis?
—Sí. —Hay unos gastos, ¿sabes? Yo llegaré con el presidente de la comunidad, porque si hay algún pedo me lo quita él. Entonces convocar alguna fiesta o algo, para que yo pueda observarlas y que el presidente me diga cuáles. Obviamente ya con tu respaldo de atrás, que yo le diga, va a ir una persona porque necesitarnos unas niñas... Mira, en Chiapas ya hay niñas jóvenes que trabajan de prostitutas. Pero yo creo que tú quieres algo más sano, ¿no> Porque en Chiapas ya trabajan niñas de doce años de prostitutas.
—Lo sé. Estuve en Chiapas y por todo México. El problema de esas niñas es que están muy quemadas ya. Es como las brasileñas. Empiezan a darle al pegamento y traen muchos problemas después. Si las puedes coger nuevas en esto mejor.
—Yo sí las puedo agarrar. Pero establecer un precio no sé. Yo no sé qué tanto por ciento le sacas tú a todo esto.
—Eso es problema nuestro. Tú pide el precio que quieras, y nosotros luego intentamos amortizarlo.
—Tu vas y te las traes? —Despreocúpate por los gastos de viaje. Con eso corremos nosotros. Tú pon precio.
—Yo no sé. Porque por ejemplo allí están en su comunidad, que se conocen de toda la vida. Allí va el ranchero, ésta me gusta.
Se conocen y allí se va a quedar la niña. Ahora esto es diferente, te la vas a chingar y te la traes. Ahora la cosa es diferente... ¿ellas van a poder aportarle a su familia dinero?
—Claro. Eso hacen todas. Ellas con el dinero que ganan hacen lo que les da la gana.
—Si te pregunto por eso, para comentar yo, ellas van a ser un aporte económico para la familia...
—¿Cómo te crees que se está manteniendo la economía de Moldavia, de Nigeria, de Rumania o de Cuba? Por sus chicas.
—Yo en México tenía tres o cuatro tables y yo sé... Bueno, no sé, unos 20.000 o 25.000, por cada niña...
Sabía que no podía aceptar su oferta a la primera. Se suponía que era un profesional del tráfico de mujeres y debía negociar. Me preparé para regatear el precio.
—Depende de las niñas. El problema, lo que me asusta a mí, es que las niñas de Chiapas no son como las de D.F. Son más indígenas.
—Claro que sí... Pero si te voy a mandar algo, te voy a mandar algo que sea agradable. Si te mando una pincha de niña...
—Depende de la edad. Si es jovencita no importa tanto, ¿de qué edad hablamos?
—¿Qué quieres de diez, doce ... ? Creo que pegué un brinco. El narco había bajado la edad de las menores. Me estaba ofreciendo niñas de hasta diez años para ser prostituidas en los burdeles españoles.
—No. Me habías hablado de trece, catorce, ¿no? —Lo que tú quieras. Tú dime. Porque acá él sabe, que hay quien quiere hasta de diez. Diez, once, doce... está enfermo.
—Joder, pero si no tienen tetas todavía... —No, hay algunas que sí, eh, hay algunas que sí. —Él lo sabe que ya las ha probado —interviene Manuel señalando a Mario.
En ese instante asistí alucinado y asqueado a una discusión entre el empresario y el traficante en tomo al placer de follarse niñas vírgenes menores de catorce años.
—No, yo lo más que he chingado es de catorce. —¿Pero nuevecitas o ya usadas? —No, nuevecitas, yo las quiero nuevecitas. No, mira, casi te digo una cosa, que lo que te voy a mandar va a ser todo nuevecito. Te lo digo en serio. Ésta es una de las cosas que te voy a dar, que sea todo nuevecito... Posiblemente te voy a lograr algunas de las que yo conozco, que viven como en las afueras de la ciudad... Yo conozco mucha ranchería. Yo he mirado algunas niñas ya que son muy pobres, y será cosa de una labor verbal. Es que, tú sabes cuál es el problema, que igual lo pueden tomar así para adelante, por la necesidad económica, como, güey, igual te mandan arrestar... Es muy complicado el pedo, güey ...
—Pero allá habrá gente que se dedique a ese negocio, que te puedan apoyar.
—Yo en la única en que me puedo apoyar, pero es hija de su puta madre, es en la vieja que le dicen La Vaca en Guadalajara. ¿Escuchaste de La Vaca? —al decir eso Mario se volvió hacia mí.
—Puede que sí —mentí, interviniendo de nuevo en la conversación, —Es la que controla todo el tráfico en Guadalajara, pero el problema con ella es que si se entera de que aquí hay gente metida extranjera va a decir... —al decir esto Mario realiza un gesto con la mano, como si estuviese empuñando una pistola. Imaginé que intentaba referirse a que la traficante de Guadalajara podría ejecutarlo si descubre que interfería en su negocio—. ¿Tú me entiendes? Porque sabe todo el pedo...
—A lo mejor le interesa... —A lo mejor yo me puedo valer de ella. Yo la verdad, ahora que vuelva para allá llevo un chingo de trabajo...
—Vas a llevarte mucho trabajo. —Sí, de hecho, hay un problema de trabajo muy fuerte. Hay muchas cosas que van a arrancar, me entiendes. Pero yo sí te prometo, Toni, y cuenta con mi palabra, que sí lo voy a hacer... Si tengo que hablar con La Vaca y me recargo en ella, a lo mejor te conecto directamente con ella, y te puede estar proveyendo periódicamente, porque ella conoce a todo el mundo. Y lo mejor, honestamente, es que las mismas bailarinas tienen hermanas, me entiendes...
—Así funciona. Hermanas, primas, vecinas... Empecé a notar cómo el sudor caía por mi frente, y tuve la sensación de que la gomina de mi pelo estaba manchándome la cara. Me quité las gafas de sol, que llevaba sobre la frente, y me sequé el sudor con una servilleta de papel. Mientras, Mario continuaba ofreciéndome adolescentes y niñas mexicanas para mis burdeles.
—Yo conozco un par de niñas, que son hermanas de algunas bailarinas... son muy jóvenes pero tienen una hermana, que tiene entre doce y trece años, que está buenísima ya, y está nuevecita. Y como yo tengo una amistad muy chingona con ellas, a lo mejor yo podía hacer... Esas tres niñas soy muy, muy bonitas...
—¿Y se lo montan juntas? —intervino Manuel. —No son tan enfermas cabrón, son hermanas. —Da igual, se lo pueden montar juntas... —Cuando hablabas de 20.000... o de 15, a lo mejor... —dije yo, volviendo a la negociación sobre el precio.
—No, 15 no. Porque yo sé que me van a tumbar 10 por lo menos. —¿Y 100 por seis? —No.
—Eres duro, cabrón. —Eres inteligente. Es más, yo te quiero tumbar 125 por cinco. Mira, a mí me va a tumbar mínimo 100.000 pesos, que son 10.000 dólares. Yo sé que menos no puede ser. Porque yo vengo de fuera, ¿entiendes? Si yo me valgo de La Vaca, ella me va a decir: «Yo quiero tanto para mí».
La camarera ya les había servido la comida, y mientras los escuchaba, miré hechizado el cuchillo con el que el mexicano troceaba su filete. Empecé a sentir la tentación de arrebatárselo para clavárselo en el corazón. Pensé que si era lo bastante rápido podría arrancárselo de la mano y hundírselo en el pecho antes de que pudiese desenfundar la pistola que imaginaba oculta bajo su camisa. Pero inspiré un par de veces y bebí un trago para intentar volver a la realidad. Me repetí a mí mismo: «No soy un criminal ni pertenezco a ninguna mafia. Sólo estoy interpretando ese papel y no puedo permitir que el personaje devore a la persona».
—Yo tengo que hablar con el presidente, porque si me hacen un pedo, él me saca. Porque han sacado a mucha gente...
—¿El presidente? —El presidente de la comunidad, porque son comunidades pequeñas... y nosotros ya tenemos un hombre ahí. Entonces por ahí yo le puedo decir que ando buscando niñas, y ya cogemos una de aquí, dos de acá, otra de allá... Igual yo me chingo una...
—Entonces quedamos en 100 por seis, ¿no? —insisto en la cuestión del precio, que se supone es lo que me interesa como comprador.
—No, 125. —Qué cabrón. Pero, joder, si me dices 20 por cada una, no me salen las cuentas.
—No, yo dije entre 20 o 25 por cada una. Yo sé lo que significa para ti eso, cabrón, la vas a explotar de a madre, cabrón. O te crees que soy tonto. Yo ya evalué todas las situaciones. A ti si te sale a 25 cada niña, estas recuperándolo en dos o tres palos. Tan sólo con que esté virgen tú puedes cobrar lo que quieras.
—Ése es el negocio. —Entonces no me regatees. Entre carcajadas me aclaró que de las cinco o seis niñas, una no iba a Regar virgen, porque él tenía que «catar la mercancía». A continuación nos centramos en la negociación sobre las drogas, nuestro segundo bisnes. Quería la Ephedrina en pastilla o en polvo. El trato era que yo enviaba la mercancía y él la distribuía. Hablamos también del cargamento de Cuba, de la situación del negocio en EE. UU. y de cómo la DEA les iba pisando los talones. Lo más increíble es que me confesó que tenía hijos y esposa y que acababa «de nacer una niña mía en México y no he estado en el parto». Y no consigo comprender cómo podía estar comerciando con la vida de niñas, iguales que sus hijas, y encima presumir de acostarse con crías de catorce años. Si yo hubiese pedido algo sólido en aquella comida, sin duda habría vuelto a vomitar.
Justo antes de despedirnos, y tras haber cerrado el precio de las niñas para mis prostíbulos en 25.000 dólares cada una, le comenté que el negocio del sexo estaba en auge en España.
—Tú sabes la cantidad de tías que están entrando en España, es una locura. Y hay trabajo para todas —digo yo. _Porque hay dientes para todas...
Y el narcotraficante mexicano tenía razón. Sin saberlo me había dado la llave. El verdadero motor del negocio de las mafias no es la proliferación de mujeres dispuestas a prostituirse por salir de la miseria ni tampoco los proxenetas, chulos y traficantes, ni siquiera los «honrados empresarios» que se lucran con los burdeles... El verdadero motor del negocio del sexo son los clientes. Los prostituidores. Los demandantes del producto, que generan la oferta. Los millones de Paulinos, Juanes y Manueles, que mantienen el negocio de las mafias desde el anonimato y la impunidad. Mientras las rameras y sus proxenetas son criminalizados socialmente, ellos continúan sosteniendo desde las sombras la nueva trata de esclavos. Ellos son los auténticos responsables de que, en la civilizada España del siglo XXI, yo pudiese comprar niñas de trece años, para comercializar su virginidad. 0 pudiese adquirir una chica de veintitrés años, y a su hijo de dos, para disponer de su vida o de su muerte, como se me antojase. Porque, a pesar de mantener abiertos diferentes frentes, en esta investigación, en ningún momento me olvidé de Susy y de su propietario, el boxeador nigeriano. Y había llegado el momento de terminar lo que había empezado meses atrás. A esas alturas, ya me había implicado demasiado en el tema y la historia de Susy era algo más que un reportaje. Si después de haberme infiltrado en su vida, la existencia de aquella joven continuaba exactamente igual que antes de haberla conocido, me sentiría tan inhumano como el cerdo que interpretaba. Así que tenía que hacer algo para evitar que Sunny continuase extorsionándola con su hijo y con la amenaza del vudú. Lo que fuese. 0 de lo contrario sabía que ni las pastillas que me había recetado el psiquiatra podrían anestesiar mi culpabilidad. Sacar a una, por lo menos sacar a una... ésa era mi obsesión en aquellos momentos... Volví a Murcia con la intención de confesar toda la verdad a Susy y sacarla de allí, pero Regué tarde. Demasiado tarde.

Una mafia menos

Unos días después José Ángel, el jefe de grupo de la Brigada de Extranjería, me telefoneaba desde la comisaría para darme la buena noticia: el juez había admitido mis cintas y había autorizado los pinchazos telefónicos y el seguimiento de Sunny. Su detención era inminente, ya sólo era cuestión de días.
Y el día de la caída de Prince Sunny yo estaba en Murcia. Contra todo pronóstico la investigación había dado un nuevo giro pocos días antes. Susy se había escapado del control del nigeriano. Parece ser que, finalmente, la fe en el poder protector del collar mágico que le había regalado había sido superior al temor a los maleficios vudú de Sunny. Así que, un buen día, decidió escapar de Rincón de Seca para vivir con su hijo. Y las amenazas mágicas del proxeneta hechicero no pudieron detenerla. Nadie podía haber imaginado que la fe que mis trucos de ilusionismo inspiraron en Susy y en los poderes de mi collar le iba a dar el valor suficiente para huir del hechicero traficante. Continuaba vendiendo su cuerpo, pero ahora el dinero que conseguía no le era incautado. No me parece recomendable que ninguna mujer se prostituya, pero si lo hace, que el dinero sea para ella y no para un chulo, para un proxeneta, o para un «honrado empresario».
Ni la Policía ni yo conseguimos localizarla, afortunadamente el boxeador tampoco. Y aquella mañana me encontraba haciendo guardia frente a la casa de Sunny, en Rincón de Seca, por si ella aparecía, cuando, de pronto, la calle, normalmente desierta, se llenó de policías. Unos iban de paisano y otros de uniforme. Mi cámara registró cómo los efectivos policiales entraban en el edificio y salían poco después con un par de señoritas de raza negra y con el boxeador nigeriano, debidamente esposado. Cuando me vio, grabándole con una cámara de vídeo desde mi coche, me fulminó con la mirada. Creo que en ese momento supo que había sido víctima de un infiltrado. Y si no lo estuviesen rodeando una docena de policías armados, pienso que me habría arrancado el corazón allí mismo. La mejor garantía de que sus poderes mágicos eran un fraude es que no caí muerto en el acto, a pesar del odio que destilaba su mirada. Su «mal de ojo» no funcionó conmigo, pero si no hubieran estado los policías, seguro que sus puños sí habrían surtido efecto.

Según el comunicado que emitió ese mismo día el Ministerio del Interior, Sunny era la cúspide de la pirámide de una organización criminal en la que fueron detenidas diecisiete personas de nacionalidad nigeriana, rumana y española. Sus colaboradores Omone A. y Superior N., este último sobrino de Sunny, también cayeron.
Fueron registrados varios pisos relacionados con la organización. En la casa de Superior, en la calle Comandante Ernesto González Bans, N. 2, además del sobrino de Sunny fue detenida su novia, Silvia, y dos chicas más. En una casa de la calle Poniente, N. 21, en Los Garres, fue arrestado otro de los colaboradores de Sunny, con drogas y tarjetas falsas, tres inmigrantes ¡legales y dos chicas más. En la Era Alta, concretamente en el Camino Hondo, fueron detenidos el resto de los implicados, tres de ellos ¡legales, e incautadas más tarjetas de crédito. En la tienda de bicicletas de Alcantarilla, se detuvo a su propietario, acusado de colaborar en el skimming pasando las tarjetas de crédito falsas por el TPV de su tienda. Y por último, en el domicilio de Sunny, además de detener a las dos nigerianas, se procedió a un meticuloso registro del inmueble. Junto con tarjetas de crédito, pasaportes y otros documentos falsos, drogas, dos terminales para cobro de tarjetas, trece teléfonos móviles, cuadernos con notas sobre el dinero que le entregaban sus rameras, etc., se descubrieron los altares y fetiches vudú, con los que, presuntamente, Sunny aterrorizaba a Susy y a sus compañeras para que ejerciesen la prostitución y no le denunciasen a la Policía. Aquellos siniestros fetiches no tuvieron tanto poder como mi collar mágico. En este caso, la magia del blanco superó a la del negro...
Visité todos aquellos pisos de la organización para grabarlos, mientras la Policía realizaba las detenciones. Sin embargo, no sentí la alegría que esperaba, al ver cómo los agentes esposaban y detenían a los componentes de aquella mafia. No sentí euforia ni orgullo profesional al ser el único periodista que había conseguido llegar tan lejos en una infiltración en las redes de la prostitución en España. No había risas ni gozo ni siquiera vanidad. Sólo una profunda, siniestra y agobiante sensación de vacío. Quizá porque era consciente de que aquellos meses de esfuerzo únicamente habían servido para extraer un grano de arena en la inmensa playa. Una red de tráfico de mujeres desmantelada es una ridícula gota en un inmenso océano. Un elemento más en la estadística policial.
Susy se convirtió en un número. Un gráfico en el ordenador.
Un expediente archivado en una comisaría. Pero detrás de aquel dato estadístico, detrás de aquella gráfica en la pantalla del ordenador, detrás de aquella carpeta polvorienta, hay un ser humano real.
Una mujer y un niño de dos años con una vida tan rica y llena de matices como la de cualquier lector de este libro. Lo terrible es que todas y cada una de las estadísticas policiales, todas las gráficas de ordenador, encierran historias personales tan crueles y despiadadas como la de Susy.
En este mismo instante cientos de Sunnys están haciendo cruzar las fronteras a miles de Susys, que enfermarán o morirán por el camino. Las más afortunadas sobrevivirán a las pateras, a los autobuses o a los aviones, para ser violadas y humilladas en un campo de refugiados de Ceuta o de Albania, o en cualquiera de los países de tránsito como Turquía o Argelia. Al final, después de un viaje siniestro, acabarán exhibiendo sus carnes en la Casa de Campo de Madrid, en el Grao de Valencia, o en cualquiera de los burdeles de ANELA, para el goce y disfrute de los honrados y respetables ciudadanos europeos.
Ellos, nosotros, somos el último eslabón de la cadena, y los verdaderos responsables de la demanda que genera la oferta. Sin nosotros no existirían las mafias del tráfico de mujeres ni tampoco las respetables anclas. A pesar de ser, de alguna manera, cómplices e inductores del delito, nunca seremos procesados judicialmente. Sin embargo, quiero pensar que, algún día, nuestras propias conciencias serán el jurado, el juez y el verdugo que ejecute la sentencia. El veredicto, obviamente, «culpables».

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