Saturday, December 01, 2007

CAPITULO 1

Sonó un ligero chasquido, casi imperceptible, pero dadas las reducidas dimensiones de mi habitáculo, retumbó como un latigazo. Instantes después, el televisor situado en una repisa a los pies de mi litera inundó con luz tenue el universo de mi celda. Intenté ganar sin éxito unos minutos más a Morfeo, quizá tan sólo unos segundos. Cubrí mi cabeza con las sábanas en un afán desesperado por perpetuar el sueño, pero no lo logré.
Como un taladro, todas y cada una de las palabras que pronunciaba el locutor de turno, me iban devolviendo, poco a poco, a la realidad. Lentamente me incorporé en el lecho e intenté situar mi vista en la pantalla parpadeante del monitor. Oía, pero no escuchaba, las noticias de aquel amanecer de primavera.
Para mí se trataba de un día más, otra monótona y aburrida jornada exactamente idéntica a la que tuve ayer, y anteayer y antes de antes de... Al menos así lo creía, pero sin saberlo, el jueves 11 de marzo de 2004 iba a cambiar para siempre mi vida y la de todos los españoles.
El reloj marcaba las siete cincuenta y dos minutos, y en la valenciana cárcel de Picassent, los presos esperábamos el puntual recuento de las ocho de la mañana.
Seguí visionando el noticiario matinal. De pronto, el locutor habló nerviosamente de una información de última hora: <>.
Abrí de golpe los ojos, a mi mente vino un flash con el nombre de ETA, y recordé como con noticias tan lacónicas como aquella amanecieron mañanas que luego quedaron vestidas de luto en la memoria de todos.
Acudieron a mi cabeza los sucesos de un lejano día. Por aquel entonces trabajaba de vigilante jurado en una polémica empresa: <>. Sobre las ocho de la mañana vigilaba en una urbanización cercana a Valencia escuchando, como casi siempre, la poderosa y atrayente voz de Luis del Olmo. De improviso, un teletipo radiado de última hora habló de una explosión en Madrid, en principio, sin víctimas mortales. Conforme transcurrían los minutos, se supo que la banda terrorista vasca acababa de intentar un magnicidio contra el entonces líder de la oposición José María Aznar; por fortuna resultó ileso. La detonación acabó con la vida de una mujer y causó varios heridos.
Probablemente debido a la entereza demostrada por el Sr. Aznar aquel día tan aciago, consiguió meses después salir elegido presidente del Gobierno español en unas elecciones democráticas. El atentado, casi seguro, cambió la historia.
Me llegaban recuerdos de otros hechos similares. La amarga experiencia producida por dichos ataques me hacía conocedor que generalmente, al poco de realizarse, las informaciones de primera hora suelen hablar de pequeños estampidos sin víctimas para, conforme transcurren los minutos, imponerse la cruda realidad y aparecer los muertos: uno, dos, tres... ¡Un goteo incesante de cadáveres!
-Dios mío, ¡cuánta barbaridad! ¡Cada vida destrozada equivale a un mundo que se apaga! ¡Un genocidio para la humanidad! - pensaba en mi interior. Y rezaba para que no sufriéramos otra jornada luctuosa.
Continué atento al televisor, sin percatarme del metálico ruido de llaves que cada día precedía al recuento. Levanté el brazo de forma maquinal, así el funcionario de prisiones me vería en mi lugar... como siempre.
Busqué a tientas el mando a distancia y empecé a hacer zapping. Todas las cadenas daban la misma noticia:
-Una o varias explosiones han tenido lugar en la estación de Atocha. Testigos presenciales hablan de varios heridos.
Llamé a mi compañero de celda:
-Eduardo... ¿Tienes la tele encendida?
Desde abajo respondió su voz, se intuía emocionada:
-Sí. ¡Qué hijos de perra! ¡Qué malditos etarras hijos de perra! ¡¡Habría que fusilarlos a todos!! ¡Coño! Ahora dicen por la radio no sé qué de más explosiones en otras estaciones, ¡Joder, malditos asesinos!
Ambos dábamos sede central de Madrid, temían que no se atrevieran a acudir muchos de nuestros simpatizantes vascos por temor a posibles represalias provenientes del entorno abertzale. Ante esta razón, Piñar dio orden expresa a las delegaciones provinciales de fletar vehículos de transporte e informar a los militantes de la gran importancia de acudir todos los afiliados posibles. Pretendía conseguirse un rotundo éxito de asistencia al mitin.
La respuesta de las bases resultó ejemplar y miles de personas se comprometieron a asistir. De Valencia salieron varios autocares y, junto con los del resto de provincias, sumaron una auténtica flota. Por aquel entonces, yo tenía catorce o quince años y mi familia ignoraba por completo que desde pocos meses atrás formaba parte de Fuerza Joven, las juventudes de Fuerza Nueva.
El viaje me costó cien pesetas de entonces, el resto lo puso el partido. Así conseguían movilizar a muchos jóvenes a los actos que realizaban.
Durante el trayecto entonamos canciones del Frente de Juventudes, pero instintivamente y a pesar del buen ambiente reinante en el autobús, temíamos lo que podría ocurrir tan pronto como llegáramos a nuestro destino.
<>, representada por varios militantes nuestros, difundió en las jornadas anteriores al viaje un rumor: Los etarras planeaban un atentado contra los asistentes. El ambiente en nuestras filas rozaba la crispación.
Algunos compañeros de viaje mostraban pistolas.
-Ésta se la van a comer los putos etarras -dijo uno de ellos, mientras empuñaba un viejo pistolón que habrían desechado por anticuado en tiempos de la República. Jamás había visto hasta entonces una pistola tan cerca. Con un hilo de voz pregunté a mi compañero de asiento:
-¿Crees que va a haber jaleo?
-No lo creo. ¡Seguro que hay! - sentenció dándose aires de importancia-. Pero no temas, vamos preparados.
Sentía pavor, si pasaba algo... ¿Qué explicación daría a mis padres? Dejé de pensar en ello, probablemente no ocurriría nada. Pero me equivoqué.
Todos los autobuses provenientes de las diversas delegaciones quedaron en reagruparse antes de entrar en el País Vasco, parecía lo más seguro. El lugar elegido fue un bar de carretera con una gran explanada. Así la flota estacionaría tranquilamente y podríamos vigilarla.
En el interior del bar sólo se oían exclamaciones del tipo ¡arriba España! y vivas a Cristo Rey acompañadas siempre con saludos brazo en alto al estilo fascista. Mientras tanto, cientos de personas ataviadas con camisas azules y llamativas boinas rojas cantaban de forma enardecida antiguas melodías de campamento como <> o <>.
La edad de los presentes rondaba los veinte años, aunque abundaban sexagenarios y, sobre todo, jóvenes como yo, aún lejos de la mayoría de edad.
Cerveza y alcohol corrían a mares, todos sabíamos lo cerca que nos hallábamos de nuestra meta y temíamos, aunque en el fondo ansiábamos, lo que podía aguardarnos allí.
Una vez llegaron los más rezagados, proseguimos el viaje. Impresionaba ver como más de doscientos autocares en hilera escoltados por cientos de automóviles con distintivos de las regiones españolas se adentraban en Vascongadas. La suerte estaba echada.
Los vehículos iban desplegando a su paso multitud de banderas nacionales engalanadas con el águila de San Juan y estandartes rojos y azules, el distintivo de Fuerza Nueva. Algunos coches, los menos, portaban enseñas rojinegras falangistas con el yugo y las flechas, y otros, emblemas carlistas. El ambiente parecía de lo más variopinto. El acto iba a tener lugar en un frontón de San Sebastián. Un impresionante dispositivo policial cubría toda la zona. A la entrada de la ciudad, grupos de simpatizantes abertzales lanzaron piedras y huevos contra algunos autobuses, pero la decidida actuación de nuestros militantes más avezados, hizo que desistieran de su actitud y el asunto no llegó a mayores... al menos en ese momento. El plato fuerte lo habían preparado para más tarde.
Los autocares nos dejaron a las puertas del sitio elegido, y sus conductores los estacionaron en un solar cercano. Hasta donde alcanzaba la vista, únicamente divisábamos furgonetas blancas de la policía, las famosas <>, como todo el mundo las denominaba.
Mi jefe de línea dispuso que me quedara en el exterior, en uno de las muchos puestos de propaganda y venta de artículos que instalábamos siempre. En mi mesa nos situamos media docena de jóvenes acompañados por un militante veterano; la colocamos junto a los muros exteriores del frontón, a escasos diez metros de la puerta principal del mismo. A nuestra derecha, dos o tres <> permanecían aparcadas, y multitud de agentes de uniforme nos observaban impasibles.
Al poco de comenzar el mitin ocurrió. Se iniciaba el acto cuando empezaron los disparos provenientes de fincas aledañas. En un principio, en la calle, pensamos que sonaban petardos, pero los gritos de pánico del interior del local nos sacaron del error.
Según supe luego, cuando Blas empezó a hablar en ese frontón sin cubierta alguna, comenzaron los tiros. Varios francotiradores proetarras apostados en las cercanías iniciaron su macabra música contra los asistentes a la concentración. Todo el mundo se tiró a tierra, pero el líder de Fuerza Nueva no se inmutó y empezó a cantar, brazo en alto, el Cara al sol. Ante esa actitud, el gentío prorrumpió en vítores y juntos entonaron el himno.
En el exterior todo parecía distinto. Tan pronto nos percatamos que eran disparos, y no <> como en principio creímos, muchos jóvenes nos escondimos bajo los coches aparcados en un intento desesperado de eludir las balas que silbaban sobre nosotros.
Me veía muerto y destrozado en el centro de un charco de sangre, y sólo venía a mi cabeza una idea: ¿cuál sería la actitud de mis padres si supieran que permanezco en medio de un tiroteo en San Sebastián, en vez de en casa de un amigo como les dije?
No quise ni imaginármelo y rogué a todos los santos que no llegaran a enterarse jamás... si salía de ésa, claro. Ante situación tan dramática me quedé petrificado.
Ocurrió una anécdota muy curiosa: cerca de nosotros se encontraba un hombre ochentón. Mostraba un paso lento y fatigado, andaba encorvado a la vez que su tez arrugada denotaba el sufrimiento de una vejez mal llevada. Llamaba mucho la atención su apariencia externa, vestía un desproporcionadamente largo y usado gabán gris repleto de insignias y medallas, la prenda casi rozaba el suelo. El anciano se hallaba comprando pegatinas de Franco en una mesa cercana. De pronto, cuando comenzó el tiroteo y mientras todos nos echábamos a tierra, abrió bruscamente su larga gabardina, y como si de un cowboy se tratara, sacó un enorme pistolón y comenzó a disparar a ciegas contra quienes intentaban acribillarnos. Su acción la secundaron los miembros del servicio de seguridad de Fuerza Nueva, sacando sus armas y respondiendo también a la agresión.
Reinaba un auténtico caos. Por una parte los independentistas vascos disparaban sin tregua contra nosotros; desde nuestros refugios notábamos los impactos en las paredes cercanas aunque no podíamos ver a los tiradores por ningún sitio. De igual forma, gran cantidad de militantes de Fuerza Nueva y antiguos Guerrilleros de Cristo Rey repelían a tiros el ataque, y en medio del guirigay, entre estampidos y gritos entremezclados de unos y otros. El aire traía las estrofas del Cara al sol uniéndose a las estridentes sirenas de los vehículos policiales.
Para muchos de los nuestros se trató de un día épico, pero tengo que reconocer, aún a mi pesar, que todo mi heroísmo consistió en intentar parapetarme, lo mejor posible, detrás de un viejo utilitario estacionado en las inmediaciones. Totalmente paralizado por el miedo, me hallaba acurrucado en el suelo y rezaba para que todo resultara un mal sueño. Pero lamentablemente vivía la realidad.
Quizá lo más impresionante de todo aquello lo sentí al ver la <> actitud de los chulescos policías encargados de la seguridad del acto.
Al oírse las primeras detonaciones, casi todos se agazaparon contra sus furgones mostrando el profundo miedo que sentían. Y así siguieron hasta el final del jaleo, tumbados junto a las <>, con sus pistolas empuñadas y sin saber cómo actuar.
Vi a uno de sus mandos, con micrófono en mano y la cara desencajada por el pánico, cómo pedía refuerzos a través de las ondas y decía chillando a su compañero al otro lado del receptor:
-¿Que si hay armas aquí? ¡Hasta los chiquillos de quince años llevan pistolas!
Un joven, oculto tras un pequeño muro cerca de mí, dijo mientras señalaba con gesto despectivo a los agentes:
-¡Esto es la leche! ¡¡Y pensar que nuestras vidas dependen de ésos!!
Ahí recibí el primer bautismo de fuego y mi contacto casi directo con ETA. Y no sería el último.
Finalizado el mitin, nos subimos a los transportes y enfilamos rumbo a nuestros tranquilos hogares. La policía nos dejó marchar sin más. No estaba el horno para bollos.
Volviendo a casa hicimos balance y, como si de un milagro se tratara, a pesar del intenso tiroteo, no resultó nadie muerto y sólo unas pocas personas sufrieron heridas leves, la mayor parte producidas por caídas.
La Guardia Civil nos paró poco después en la carretera e inspeccionó el autocar en busca de armas. En el nuestro no encontraron ninguna. ¡Y por lo menos había media docena! Otros autobuses no tuvieron tanta suerte y la Benemérita realizó diversas detenciones e incautó algunas pistolas, en su mayor parte vestigios de la guerra civil.
Después de la inolvidable jornada, me prometí que nunca jamás volvería a vivir situaciones tan peligrosas y comprometidas como aquélla. Decidí, a partir de esa fecha, evitar a toda costa acercarme a gentes de gatillo fácil.
Me equivoqué de lleno. Ignoraba que el futuro me deparaba momentos más difíciles y peligrosos. Aún no presentía, ni por asomo, cómo llegaría a conocer e intimar con personas mucho más letales. Era sólo cuestión de tiempo...
El sonido del televisor me devolvió a la actualidad:

Conectamos en directo con nuestro enviado especial a Atocha. ¡Hola, buenos días! Aunque lo de buenos sea una paradoja en estas circunstancias… En anteriores informaciones hemos barajado diversas hipótesis sobre las posibles causas de lo acaecido en esa estación, y la que más fuerza ha ido cobrando en los últimos minutos ha sido la posible autoría de la banda terrorista ETA. ¿Queda definitivamente confirmado que podría tratarse de un atentado? Y dejando a un lado esta posibilidad... ¿Existe ya un balance provisional de víctimas?

Desde su emplazamiento, las palabras del reportero parecían nerviosas:
Hola. En estos momentos la estación de Atocha está siendo desalojada por la Policía Nacional. Desde mi posición observo multitud de ambulancias y vehículos policiales. Todos los accesos a las vías están siendo acordonados en este momento. Me comenta un miembro de la Cruz Roja que parecen corroborarse los peores presagios. ¡Efectivamente! Hay confirmados cinco muertos por la explosión, y a falta de comunicado oficial, podríamos aventurarnos a afirmar que efectivamente se trata de un atentado.

¿Has dicho cinco cadáveres? -Interrumpió el periodista.
-Sí, no son datos oficiales, repito. Desde aquí veo una densa cortina de humo que sale de los andenes, vienen muchos policías, nos piden que abandonemos la estación, la gente sale corriendo, salimos nosotros también, podrían producirse más explosiones.
De un salto me incorporé en la cama, ¡cinco muertos! La cifra permaneció en mi cerebro, hacía mucho tiempo que ETA no mataba con tanta ferocidad. Desde el borde de mi lecho brinqué al suelo, me vestí apresuradamente mientras me lavaba la cara y peinaba mi cabello. ¡Joder, cinco muertos! ¡Vaya animalada! Lo peor estaba por llegar y aún no lo sabía… Abrí la puerta y, como una exhalación, salí al pasillo. Detrás, mi compañero comenzó a arreglarse mientras soltaba improperios contra los asesinos. No era para menos.
Una vez en el corredor me dirigí hacia las escaleras y bajé los peldaños hasta la planta baja, yo habitaba en la primera. En esta parte de la cárcel, una treintena de personas compartíamos espacio y vidas, éramos los elegidos; <> nos denominaban y, a cada instante, los funcionarios se encargaban de recordárnoslo: <<¡No os quejéis! -insistían machaconamente-, en los demás módulos viven hacinados y permanecen encerrados en sus celdas dieciocho horas diarias, se darían con un canto en los dientes por estar como vosotros. Sois afortunados>>.
Se equivocaban. Yo, al menos, no me sentía para nada feliz ni dichoso. No quería ser el tuerto en el país de los ciegos. Deseaba con fuerza volver a ver claramente, con los dos ojos. Ansiaba retornar a casa, estrechar entre mis brazos a mi hija y recuperar de nuevo mi vida, tan injustamente arrebatada. Pero ésa es otra historia...
En esta galería, todos nosotros desempeñábamos trabajos para la prisión, generalmente de mantenimiento y jardinería. Mi ocupación oficial era de ordenanza del área sociocultural, algo así como el responsable de preparar el salón de actos para ocasiones especiales como misas o festivales, compaginaba aquel <> con el de redactor en una revista editada para los internos por el centro penitenciario, y tenía sus ventajas... Por ejemplo, poseíamos un carné para facilitarnos acceder al resto de módulos, algo impensable para la mayoría de habitantes en esta enorme casa del <>. Igualmente, teníamos el <> de salir antes que nadie de las celdas y entrar los últimos. Disfrutábamos de mayor libertad... pero dentro de la cárcel. ¡Más o menos lo que todos soñamos de niños cuando hacemos planes de futuro! ¿O no?
Cada mañana, después del recuento, los de confianza nos reuníamos a tomar café junto al economato del módulo, ahí podíamos adquirir productos de higiene, tabaco y artículos básicos de comida. ¡Para qué engañarnos! ¡No se trataba del club del gourmet precisamente! Pero en algunas circunstancias menos es nada. Generalmente, antes de acudir a realizar nuestras funciones, hablábamos animadamente sobre anécdotas recientes y temas personales o judiciales, sin embargo aquel día se percibía distinto. Todos los semblantes mostraban preocupación y congoja, quizá en la calle ante tales contingencias sea la actitud normal, pero aquí sorprendía, máxime teniendo en cuenta que entre mis compañeros contaba con algún protagonista de los titulares de sucesos más escabrosos de la última década. Aquella mañana sólo existía un tema de conversación: los acontecimientos de Madrid:
-Hace tres meses mi mujer cogió un tren en Atocha. Si llega a pasarle algo... -dijo uno.
-¡Pues siempre que voy a la capital paso por esa estación! -añadió otro.
-¡En la Ser hablan ya de quince muertos! -interrumpió nerviosamente un tercero.
-¿Quince? -repetimos al unísono.
-¡Los etarras han perdido por completo la cabeza, están locos! -sentenció el primero.
-Ocurre como cuando acorralas a un jabalí herido. ¡Antes de morir mata! -razonó el filósofo del grupo.
-¡Oye! ¡A ver si ha sido el Bin Laden ese! -soltó de improviso el tonto del grupo ante la total indiferencia del resto.
Eran las ocho y diez de la mañana y, ajenos a los comentarios que un grupo de reos realizaban tras las rejas, el mundo entero comenzaba a ser testigo de la catástrofe. A tan sólo unas decenas de metros de dónde nos hallábamos, varios presos etarras se preparaban para iniciar otra jornada.
Bebí un café, retorné a mi celda y tomé nuevamente asiento frente al receptor. Una lágrima comenzó a deslizarse por mi rostro mientras apretaba fuertemente la mandíbula al observar las primeras escenas en directo de la tragedia. Con la mirada perdida en la pantalla, volví a evocar antiguos sucesos.

Conocí a Pablo al cumplir los catorce, me llevaba dos años. Y como decía mi abuela, <>. Poseía una complexión alta y fuerte. Su pelo, rubio oscuro, lo llevaba peinado hacia un lado con un poco de fijador, como muchos de nosotros entonces. Si algo llamaba la atención, se trataba de sus ojos verdes, siempre vivos y abiertos como platos, con ellos miraba directamente a la cara de sus interlocutores, de frente, con nobleza. Estudiábamos juntos en el mismo colegio y compartíamos amigos, un conocido nos había presentado tiempo atrás. En seguida congeniamos y nos hicimos inseparables.
Yo militaba en Fuerza Nueva, él simpatizaba con Falange. Quizá todos aquellos que sean ajenos a la trayectoria e ideario de ambos grupos no encuentren diferencias y los crean similares… nada más erróneo. Entre ambas formaciones existía un abismo insalvable. Los de Fuerza nos sentíamos profundamente franquistas y partidarios de un gobierno de corte militar; los segundos, sin embargo, abominaban de Franco y su Régimen. Para los falangistas, José Antonio Primo de Rivera representaba a su gran ídolo y líder indiscutible, y aseguraban que la dictadura adulteró su imagen y prostituyó sus ideas.
Durante algunos años compartí los recreos con Pablo, y aprovechábamos los mismos para, entre gol y gol, hablar enfáticamente de política e intentar convencer al contrario de lo equivocadas de sus ideas y pretender captarlo para su grupo. Con el tiempo, sin saberlo, triunfaría él. Era una gran persona y mostraba enorme madurez a tan temprana edad. De carácter afable, era abierto y respetuoso con todos, incluso con quienes no compartían sus mismas creencias. Pero le diferenciaba de la gran mayoría de nosotros su rechazo radical a la violencia gratuita y su convicción férrea en el diálogo.
Siempre soñó con ingresar en un futuro en la Guardia Civil, como su padre y abuelo. A mí, particularmente, me chocaba ver como un joven hijo y nieto de militares sentía tanta animadversión hacia Franco, no lo veía normal... pero sus razones tendría.
Al margen de las diferencias, surgió una sana amistad. Tan pronto cumplió la edad reglamentaria, ingresó en la Academia de Guardias Jóvenes Duque de Ahumada. Como buen estudiante, aprobó el examen de acceso a la primera.
Una tarde lo vi por la calle, me sorprendí porque lo situaba en Valdemoro, nos saludamos y fuimos a tomar unas cervezas a un bar, allí coincidimos con un grupo de amigos y charlamos durante un buen rato. Nos comentó que le faltaba dos meses para salir de la escuela militar y había solicitado plaza en el País Vasco. Nos escandalizamos:
-¡Jo macho! ¿Estás loco? ¿Qué puñetas se te ha perdido allí? Anda, déjate de chorradas y pide destino aquí, que es dónde tienes a tu familia, y a nosotros, ¡leches!, que también contamos -le dijimos.
Pero ya había tomado una decisión inamovible y no pensaba cambiarla por nada ni nadie. Su vocación le impulsaba a servir donde creía más necesaria su presencia y ayuda.
Pasaron los meses, acabó el curso y, efectivamente, lo destinaron al norte. Ahí pasó medio año aunque, siempre y cuando su trabajo se lo permitía, volvía a Valencia con los suyos. Cuando venía nos llamaba por teléfono y quedábamos a tomar unas copas. Se encontraba entusiasmado, aunque reconoció la dureza de las primeras semanas, sobre todo al sentirse lejos de la familia. Hablaba de las precauciones que tomaba para evitar atentados, aunque insistía en que la información ofrecida por televisión exageraba mucho la realidad del País Vasco.
-La situación allí en breve se normalizará, lo sé de buena tinta, ya veréis - solía decir.
Nos visitó por última vez a mediados de 1982, tomamos unas copas juntos y dialogamos como de costumbre. Al despedirse con un fuerte abrazo y un hasta pronto, lo noté afectado. Me dijo que un compañero de promoción había sufrido un atentado y, aunque estaba vivo, tenía algunas heridas y quería pasar por Madrid para visitarlo en el hospital.
Nunca volví a verlo con vida. Escasamente unos días después, unos pistoleros etarras ametrallaron el vehículo oficial cuando circulaba por una carretera de Guipúzcoa, los criminales acabaron de golpe con las vidas de Pablo y su compañero. No contentos de <>, los remataron a ambos de un tiro en la cabeza. Tenía sólo veinte años.
Me enteré de los hechos en la sede al día siguiente. Nada más llegar noté el ambiente muy convulso y me dieron la fatídica noticia. Los telediarios de la época citaron de pasada el suceso, por entonces no se apreciaba todavía el sacrificio heroico que cientos de guardias civiles y policías realizaban a diario acabando, en muchísimas ocasiones, con sus ilusiones y vidas.
A Pablo lo enterramos poco después. Sus padres, hermanos y amigos acudimos al cementerio a darle nuestro último adiós, nos sentíamos destrozados. Muchos juramos venganza sobre su tumba. Por desgracia, no fue el único compañero contra el que atentó ETA.
En aquellos tiempos, influidos por el ambiente reinante en nuestras sedes, algunos de nosotros soñábamos con ser militares o ingresar en la Benemérita y otros, los menos, en la Policía Nacional. Yo mismo quise ingresar en la Academia General Militar de Zaragoza, aunque por circunstancias de la vida, aun a mi pesar, cambié de idea.
Varios de mis amigos optaron por esa vía, uno de ellos fue David. Lo conocía por coincidir en muchos actos y reuniones, para todos resultaba el gracioso del grupo, puesto que solía amenizarnos las veladas con sus ocurrentes chistes. Un día, ya como guardia civil, acudió a vivir un tiempo a Madrid, quería realizar un curso de tráfico para acceder a esa modalidad de servicio. Como Pablo, su padre trabajaba de militar, tenía el cargo de comandante del Ejército.
Ocurrió una mañana de 1986 en la plaza de la República Dominicana de la capital del reino. Unos explosivos colocados estratégicamente por criminales manos expertas acabaron con la vida de varios guardias civiles, y en el autobús atacado viajaba Roberto. Según algunos, tuvo mucha suerte y salió prácticamente ileso del atentado, pero los que lo conocimos antes de tan traumática experiencia sabemos cuánto resultó afectado. Años después seguía en manos de psicólogos y psiquiatras. Solía despertarse en medio de los sueños chillando como un poseso, reviviendo constantemente los trágicos sucesos de aquel aciago día donde perdió a varios de sus compañeros y amigos. Más tarde solicitó la baja en el cuerpo y él, que siempre había sido una persona sana y deportista, entró de lleno en el mundo de las drogas. Intentamos ayudarle, pero se resistió. Lo último que me dijeron es que trabajaba, no hace mucho, de disc-jockey en una discoteca cercana a Valencia.
Una de las activistas etarras que participó directamente en el brutal atentado fue Idoia López Riaño, la mujer más sanguinaria que ha pasado por las filas de la banda. Nunca supuse, ni por asomo, que años después llegaría a encontrarme con ella y congeniar con su marido, también de ETA.
Tras regresar del mitin en el frontón de San Sebastián, quedó dentro de mí un profundo sentimiento de rabia. ¡Pensar que esos cabrones han intentado matarme!
Muchos de mis camaradas cavilaban, como yo, sobre el mismo asunto. Creo que lo más doloroso para mí resultó la creencia de haberme comportado cobardemente en tal situación. A la vuelta del viaje, muchos compañeros hablaban con orgullo sobre el mismo y narraban, jactándose, su comportamiento en dicho episodio. Alardeaban de haber actuado con sangre fría y lamentaban no haber matado a <>. Realmente, casi todos los asistentes a aquel mitin afirmaban haberla emprendido a tiros contra los abertzales. Cuando a mí me preguntaban, me escudaba diciendo que desde mi posición no me enteré de nada, lo consideraba la postura más digna. Algo comprensible porque no contaba todavía con quince años.
Al escuchar las <> de mis coetáneos tenía dudas sobre la veracidad de algunas, luego las analizaba y decía en mi interior: <<¡Hombre, pues tampoco había tantas pistolas! Es más, creo que a Fulanito, que tanto habla de su valor, lo vi acurrucado no muy lejos de mí, más blanco que el papel. En fin, no sería él...>> . Pero no me equivocaba.
Cuándo pasó aquella jornada <<épica>>, juré y perjuré que jamás de los jamases volvería a comportarme de igual forma. Ya llegaría la hora de mi vendetta particular. Y llegó, aunque no tal y como yo la imaginaba.

Corría el año 1982 y faltaba poco para las elecciones generales que darían el poder a los socialistas, las terceras después de la muerte de Franco. Toda España vivía de lleno la campaña electoral. Las calles amanecían alfombradas por miles de pasquines multicolores donde los diversos partidos políticos explicaban sus programas; a la vez, decenas de coches engalanados con enseñas de las distintas formaciones circulaban por las vías lanzando proclamas y haciendo escuchar sus himnos mediante altavoces situados sobre las bacas. Igualmente, las paredes de las casas y los cristales de las cabinas telefónicas mostraban carteles con los rostros de los respectivos líderes políticos. La mayoría de ciudadanos estaban a punto de apostar por el cambio, aunque muchos nos resistíamos a creerlo.
En medio de toda aquella vorágine, los militantes de Fuerza Nueva también realizábamos nuestra propia campaña. La sede de Valencia funcionaba al cien por cien. Un par de coches alquilados para la ocasión hacían oír constantemente nuestras consignas por las calles, además estaba previsto un mitin de Piñar en la plaza de toros y, lo más agotador, durante varias noches íbamos a realizar pegadas de carteles por toda la ciudad.
Los miembros de las juventudes nos pasábamos tardes enteras llamando por teléfono a todos los militantes jóvenes, apercibiéndolos de la obligación de acudir bajo pena de sanciones disciplinarias, si no faltaban por motivo justificado. Muchos topaban con la negativa de sus padres por miedo a posibles enfrentamientos con militantes de extrema izquierda, otros ocultaban en sus casas su afiliación por temor a castigos, y los más, simplemente, <> de ir. Al final ocurría lo habitual, de los cientos de afiliados a Fuerza Joven de Valencia, sólo una veintena acudíamos a las pegadas de carteles. Los de siempre.
Por mi parte, ya había ido en otras ocasiones a realizar dichas actividades, aunque fueran éstas las primeras elecciones generales dónde iba a colaborar. Y odiaba hacerlo.
En primer lugar, porque tocaba hacer la pasta para fijar los pasquines a las paredes y elaborarla sacaba de quicio a cualquiera. Solían traernos el pegamento en polvo la misma tarde de la pegada y debíamos disolverlo a conciencia en cubos con agua. Conocía la proporción al dedillo: <>. La labor resultaba ardua, un compañero iba echando poco a poco el polvo, mientras el otro, con un palo de escoba roto, removía sin parar. Había que agitar bien, si no corríamos el riesgo de que la mezcla se llenara de grumos y no fijara bien. Me convertí en un verdadero profesional realizando el dichoso engrudo, ¡mal negocio!, puesto que siempre resultaba el elegido para elaborarlo. Pero lo peor de todo pasaba cuando acabábamos con toda la ropa hecha un verdadero asco, y tocaba inventar mil excusas para justificar en casa mi aspecto. Por fortuna, con un buen lavado quedaba perfecta.
Las noches que íbamos a colocar carteles, solíamos hacer una cena de sobaquillo en la sede. Todos acudíamos con ropas viejas, en gran parte prendas militares. Los responsables del partido alquilaban algunas furgonetas para llevar los recipientes con la cola. Durante aquellas jornadas el ambiente en nuestra sede excedía lo normal y venían nuevos afiliados a colaborar, totalmente desconocidos para los habituales.
-¡Oye! ¿A ése lo conoces? -solíamos preguntarnos en estos casos.
-¡A ver si es un poli o un rojo infiltrado! -comentaban preocupadamente algunos.
Empezaban las averiguaciones:
-¡Perdona! ¿Tú eres de los nuestros? ¡Ah, sí, disculpa!, vienes por Zotanito. Vale, vale, todo claro, disculpa de nuevo.
Más de uno estuvo a punto de recibir la paliza de su vida por dicho motivo. Corrían malos tiempos y no nos fiábamos ni de nuestros padres, y en algunos casos, textualmente.
Solían hacerse varios grupos de no menos diez personas, siempre con algún vehículo de apoyo para reforzar la seguridad. Preferíamos esta última labor a las otras, porque nuestra misión, además de velar por la vigilancia de quienes colocaban pasquines, consistía en patrullar por las zonas donde estaban recién colocados y evitar que algún adversario político o simplemente un graciosillo los despegase. Si casualmente algo así ocurría, poníamos todos los medios a nuestro alcance para disuadir <> a los <> rivales que osaban tocarnos las narices, y generalmente lo lográbamos.
Del mismo modo, dividíamos la ciudad en zonas. Cada cuadrilla acudía a una de ellas a pegar sus carteles. Se nombraba un jefe de equipo para encargarse de dirigirles, y se quedaba en telefonear cada cierto tiempo a la sede para comunicar las posibles incidencias. ¡Cuánto hubiéramos agradecido un móvil!
Antes de que empezaran a crearse los equipos, había insistido a un veterano activista para ir de seguridad en alguno de los coches preparados al efecto, aunque no creía en tanta suerte. Pero la tuve. Aquella jornada resultó un éxito de convocatoria, sobraba gente y mi insistencia hizo que me tomaran en cuenta para ir con ellos. ¡Al fin y al cabo, ya había militado casi cuatro años en el partido!
Empezamos a repartir cubos, escobas y carteles entre los grupos; una vez finalizado el ritual, subí a un viejo Renault con otros tres compañeros más mayores. El conductor, Antonio, tenía unos cuarenta años y se trataba de un hombre decidido y con fama de duro, aunque su mayor preocupación consistía en tener el estómago bien lleno y acompañado, a ser posible, de alguna cerveza. Le conocía de otras veces aunque, debido a la diferencia de edad, no formaba parte de mi camarilla. A los otros dos no los había visto jamás; rondaban los veinte años.
-Bueno camaradas -dijo Antonio al segundo exacto de dar con las llaves el contacto del coche-, primera parada: ¡El Trocadero! ¿Algo que objetar?
Sonreí, se estaba refiriendo a un típico bar situado en el centro de la ciudad, a escasos doscientos metros de nuestra sede. Paramos y bebimos una ronda; al poco, otro vehículo encargado también de la seguridad, se unió a nosotros.
-¡Vaya, ir de protección es más divertido que poner carteles! -dije.
-¡A pegarlos que vayan los nuevos! Nosotros ya hemos ido bastante -añadió Antonio.
-Mientras no lo sepan los rojos... -apostilló irónicamente uno de los veinteañeros.
Hablamos durante casi una hora mientras tapeábamos, miramos los relojes, marcaban las once de la noche. Desde la cabina del bar llamamos a la sede por si había surgido alguna incidencia: dijeron que no. Arrancamos los coches y empezamos a circular por las calles donde situábamos a nuestros compañeros...
-¡A ver, a ver! ¡Más despacio! ¡Ahí se ve gente! ¡Sí, son Miguel y los suyos! Venga, vamos a parar con ellos unos minutos.
Detuvimos el coche, buscamos al encargado del grupo y conversamos un rato. Aún quedaban muchos carteles por poner y se suponía que acabaríamos no antes de las tres de la madrugada.
-¡Venga! Llama de nuevo a ver si todo está en orden.
Volvimos a telefonear. En la otra parte de la línea nos dieron malas noticias, debíamos ir rápidamente hacia el puerto. Habían surgido problemas con unos camaradas y precisaban ayuda.
-Hace diez minutos han llamado y estaban junto al jardín, frente a la entrada del puerto, más o menos a cien metros de Casa Calabuig.
Todos conocíamos de sobra el típico restaurante.
-¡Vale, vale, entendido! ¡Ahora vamos!
Montamos los cuatro en el coche y nos encaminamos veloces hacia el sitio en cuestión. Nos encontrábamos en la otra punta de la ciudad pero, a tan intempestivas horas, no encontraríamos tráfico y confiábamos en no tardar. Cinco minutos después, teníamos a la vista a nuestros compañeros, se veía mucho revuelo y dos o tres coches de nuestra seguridad habían acudido al lugar. Estacionamos el vehículo y descendimos raudos.
-¡Arriba España! -saludamos-. ¿Qué pasa? -preguntamos nerviosamente.
-¡Por ahí, se han marchado por ahí! -nos dijeron señalando hacia unas calles cercanas-. Iban unos cinco o seis. ¡Malditos rojos de mierda!
-¿Pero qué ha ocurrido exactamente? -insistimos-. ¿Le ha pasado algo a alguien?
Nos pusieron al tanto de la situación. Mientras pegaban carteles por esa zona, se percataron que detrás de ellos un grupo de personas los iban arrancando. ¡Algo sumamente arriesgado! Porque si alguien tenía dos dedos de frente ni se le ocurriría tocarlos, y mucho menos estando nosotros cerca. Los del grupo, al darse cuenta de la situación, fueron a por ellos... pero presumiblemente serían simpatizantes proetarras apostando sus proclamas y plantaron cara a los de Fuerza haciéndoles huir, a la vez que gritaban: ¡GORA ETA!
-¡Llevaban pistolas! -afirmó un camarada.
-¿Pero las habéis visto? - inquirió Antonio.
-No, pero han hecho ademán de sacarlas. Además portaban cubos, escobas y varios bates.
Nos miramos seriamente, en las cercanías no percibimos ningún pasquín de ellos sobre los muros, aunque quizá nuestra presencia evitó darles tiempo para ponerlos. Uno de los más veteranos, Javier, dijo serenamente:
-Vamos a ver... ¿Tanto revuelo por unos sucios batasunos? ¡Estáis gilipollas si pensáis que llevaban <>! ¡Ni a ellos, por muy locos que estén, se les ocurriría traerlas encima con tanta policía y tantas leches! Lo que pasa es que, a diferencia nuestra, no afilian a niñatos maricas y, aunque me jorobe decirlo, ¡los tienen bien puestos! Bueno... yo digo que acabemos la pegada y volvamos a casa. ¿Qué decís?
Volvimos a escrutar nuestros rostros, realmente el cansancio nos podía y había orden expresa de los mandos de no emplear la violencia salvo como defensa, aunque generalmente las normas así no solíamos respetarlas. Seguían llegando coches con camaradas alertados desde la sede.
-Veamos... -dijo José Luis, un chico de veinte años con fama de camorrista-. Lo que no podemos consentir es que unos putos etarras nos vacilen en nuestro terreno. ¡Yo voto ir a por ellos!
-¡Venga votación! -dijimos al unísono.

Éramos unos treintaitantos en ese lugar, sólo media docena optaron por irnos, yo voté por quedarnos y así lavar nuestro honor.
-Vale, entonces está decidido. Vamos a preparar la estrategia -sentenció José Luis.
Contabilizamos los coches disponibles, en total sumaban media docena más la furgoneta, decidimos mandar el furgón a la sede con los novatos y el resto iríamos de caza.
-Bueno, seis coches equivalen a dos grupos de tres o tres de dos. ¡Venga, elegid la opción! -apremió uno.
Optamos por ir tres grupos de dos coches cada uno, así abarcaríamos más zona. En cada vehículo subiríamos cuatro personas y si podíamos ser cinco, ¡mejor!
Cogimos unos palos gruesos de azada. Los solíamos usar a modo de bates para golpear en las reyertas, con la salvedad de que, si la policía nos registraba y los encontraba, podíamos justificar su posesión diciendo que era para ponerlos en unas azadas que teníamos en nuestro chalé o en el <>. Con los bates de béisbol reales no cabrían excusas posibles y menos a tan altas horas colocando carteles de Fuerza Nueva. De todas formas, no temíamos demasiado a la policía. Solían darnos vidilla...
Entramos en los coches y emprendimos la búsqueda. En el que yo iba montamos cinco.
-¡Oye! ¡Aparta el codo que me lo metes en el ojo!
-¡Joder! ¡Quita la pierna, me la estás clavando en toda la espalda!
Empezamos a patrullar las calles cercanas, pero nada parecía extraño.
-A ver si ya se han ido.
-¡Ésos deben estar en Cuenca!
-¡Venga chavales, no seáis gafes! Veréis como los encontramos.
¡Y vaya si los vimos! La oscuridad imperaba a nuestro alrededor. En aquella zona reinaba la tranquilidad, sólo de vez en cuando algún gato cruzaba raudo ante las luces del vehículo haciéndonos dar un frenazo. Por lo demás, la noche se presentaba serena. Muchos pasajes carecían de alumbrado y nos obligaba a detener el coche en los cruces, mientras escrutábamos minuciosamente los angostos callejones situados a nuestros costados.
El tañido de la campana marcó las dos, llevábamos cerca de una hora rondando la zona, pero no observábamos nada anómalo.
-A estas horas es una tontería seguir buscándolos, creo que lo mejor sería irnos a dormir y mañana ya veremos… -razonó Antonio.
-Tienes razón -añadí-. Además no se ve ni rastro de ellos, deben de haberse ido.
-¡Igual han huido muertos de miedo! -apuntó uno de los nuevos.
-¿Acoquinarse esa gente? -replicó Antonio-. ¡Ni lo sueñes, chaval! Se habrán ido a dormir como es normal. No hay rastro de los nuestros, ni de los otros, ni de… la madre que los parió. ¡Venga, cinco minutos más y si no vemos nada nos marchamos! ¿De acuerdo camaradas?
-¡Vale, conforme! -dijimos, mientras percibíamos como se nos iban cerrando los párpados.
De repente, un auto se aproximó velozmente por detrás haciéndonos destellos. Antonio miró el retrovisor y exclamó a la vez que se arrimaba a la acera.
-¡Es el coche de Raúl! ¿Qué demonios pasará?
Abrió la puerta y descendimos, los del otro automóvil bajaron y se acercaron a nosotros mientras Raúl decía atropelladamente:
-¡Están en la calle de la Reina, van siete y dos de ellos son chicas!
Se hizo el silencio. Antonio preguntó:
-¿Estáis seguros de que son los mismos?
-¡Hombre, claro! ¡Los ha reconocido uno! Además están poniendo carteles del PCE (ml)
Al pensar en esas siglas nos pusimos en guardia. Sabíamos, a ciencia cierta, que tratábamos con gente brava y difícil de amilanar. Tenían fama de contar con los miembros más fanáticos de la extrema izquierda y nos constaba que apoyaban abiertamente a los GRAPO y ETA en su lucha armada. Nuestras informaciones confirmaban que los simpatizantes abertzales de Valencia solían reunirse en su local para realizar asambleas. No contaban con muchos militantes, pero su comportamiento rozaba la intrepidez, y en algunas reyertas, dos o tres de ellos se habían aventurado a plantar cara a no menos de diez adversarios.
Antonio, como militante más veterano y acostumbrado a estas lídes, tomó las riendas. Planteamos una estrategia de ataque. En primer lugar contaríamos las armas disponibles o aquellos objetos con posibilidad de ser empleados como tales, en total enumeramos cuatro contundentes palos, dos puños americanos y una pistola propiedad de Antonio, una astra del calibre nueve largo.
-Bueno, somos nueve y hay siete <>, la <> es mía, y como si fuera mi mujer: personal e intransferible. Ahora a ver cómo nos apañamos. Antes de nada, ¿alguno de vosotros no ha estado nunca en una movida de este tipo?
Nadie lo reconoció, pero a varios de los presentes no les llegaba la camisa al cuello y saltaba a la vista. Por mi parte, aquél no era el primer altercado donde me veía involucrado. No mucho antes participé activamente en los graves disturbios que acontecieron cuando retiraron la estatua ecuestre de Franco.
Antonio tomó una decisión. Telefoneó a la sede por si, casualmente, quedaba alguien. Tuvimos suerte y el azar quiso ponernos a prueba. En el bar de la misma, hallamos a varios camaradas tomando la penúltima, habían ido de pegada y tras finalizar decidieron descargar cubos y escobas en nuestras oficinas. En total aguantaban siete, todos duchos en el combate callejero. Acordaron venir en un suspiro.
No nos engañaron, y al poco rato, los tuvimos aquí. Venían con ganas de guerra, el alcohol que corría por sus venas les llenaba de coraje pendenciero. Traían armamento, nada menos que otra pistola y diez palos bate. ¡La fiesta estaba servida!
Juntos planteamos la ofensiva. Formamos cuatro escuadras de cuatro personas cada una. Aprovecharíamos cuando anduvieran por un paseo que, según nuestros observadores, atravesarían en breve. Suponía la oportunidad perfecta y no podíamos desperdiciarla, en aquella zona elegida reinaba la opacidad más lúgubre y ni un solo atisbo de luz delataría nuestra presencia.
Llegamos en dos coches y procedimos a ocultarnos. En el centro de su ruta existía un pequeño jardín; a ambos lados del mismo, unos macizos de plantas medio secas indicaban que antaño hubo quien quiso crear un vergel, fracasando en su empeño. Los deshojados setos se elevaban a un metro por encima del suelo, y junto a lo negro del ambiente, servirían a nuestros propósitos de encubrimiento.
Situamos tres escuadras ocultas en el parque, la otra cubriría la única vía posible de escape. A mí me pusieron de cuclillas tras un pequeño árbol rodeado de arbustos, y agarré un grueso palo dónde alguien, hace tiempo, se entretuvo en grabar un lema que rezaba: MATAR ROJOS ES UN DEPORTE ¡CONTAMOS CONTIGO!
Mis compañeros se hallaban cerca, desde mi puesto sentía sus agitadas respiraciones y ásperos chasquidos de ramas. Antes de colocarnos recibimos órdenes, debiendo cumplirlas a rajatabla.
En primer lugar teníamos totalmente prohibido fumar y cuchichear. Además, tan pronto nuestro observador, atento a los pasos de nuestras posibles víctimas, las viera entrar en el jardín, tocaría el claxon de su vehículo. Sería la primera señal.
La segunda y definitiva la marcaría un veterano pitando una vez con un silbato. Al oírlo, primera y segunda escuadras atacaríamos con los palos a la voz de ¡VIVA CRISTO REY! Con el segundo pitido, la tercera, actuaría de igual forma. La cuarta serviría de refuerzo y lucharía dónde fuera más débil nuestra posición. Para asegurarnos de no machacar al compañero, dada la densa negrura del lugar, una persona oculta en un coche estacionado en las cercanías alumbraría el campo de batalla. Sólo quedaba esperar.
Desde mi escondite intentaba escuchar ruido de pasos acercándose, agudizaba los oídos, pero sólo percibía el lejano rumor de automóviles circulando por las vías. Experimentaba un dolor intenso en las rodillas y un entumecimiento general en mis extremidades.
Alguna vez estuve en contiendas, pero nunca contra gentes tan dispuestas a morir matando. Pensar en las pistolas que portaban mis dos camaradas no me proporcionaba seguridad, aún más, me causaba inquietud. ¿Y si alguno de los rojos llevaba otra?
Había vivido tiroteos y, francamente, me aterraban. Recordaba una frase que mi padre, como cazador, solía decirme: <>, y pensé en otra complementaria de la anterior: <>.
Me puse a rezar. Rogué porque los proetarras variaran de ruta; oré para que nuestro espía perdiera sus pasos e invoqué a Dios, pidiéndole alguna señal para evitar la masacre, pero no pasó nada, ni un solo gesto, ni un solo milagro...
Seguía con mis pensamientos cuando percibí aproximarse un murmullo de voces acompañadas por pasos presurosos. Venían. Noté tensarse mis músculos y la adrenalina llenándome de un profundo calor que recorría cada átomo. Todos mis sentidos estaban alerta, sólo esperaba la señal que marcara el inicio del fin. Agarré firmemente el palo con las dos manos, acechando...
De repente, un sonido de claxon rompió el silencio de la noche, como un felino aguardé el pitido dispuesto a saltar sobre las presas, mientras un sudor helado comenzaba a empapar mi frente.
Los rumores mudaron en palabras claras, los tenía a menos de un metro y entendía con nitidez cada sílaba que pronunciaban. Empecé a temer que oyeran el desbocado latido de mi corazón y de golpe... ¡sucedió!
Un estridente silbido marcó el principio del caos. Como si un resorte invisible nos impulsara, arremetimos al unísono mientras lanzábamos nuestros gritos de guerra ante los desorbitados ojos de los adversarios. Asimismo, el sonido de los garrotes cortando el aire añadía al ambiente una escalofriante música letal.
Los faros del coche transformaron la noche en día. Entonces pude observar con nitidez la escena, la cual yo también protagonizaba. Un intenso desorden dominaba en el parque. Ante la brutal acometida, los contrarios prorrumpieron en gritos de auxilio y tres salieron corriendo como alma que lleva el diablo abandonando sobre el polvoriento suelo cubos, escobas y un montón de arrugados carteles. No obstante, cuatro de ellos permanecieron estoicamente plantando cara mientras soltaban proclamas antifascistas, a la vez que repelían la agresión utilizando escobas como instrumentos de defensa y ataque. Sus edades rondaban los cuarenta años y mostraban el aplomo y temeridad que los convertía en peligrosos, pero no tenían mucho que hacer ante tan desigual pelea.
Atrapé con fuerza el bate y acudí presuroso a reforzar a un compañero que forcejeaba con uno, lancé con fuerza mi arma hacia el enemigo, en un intento de hacerlo ceder en su empeño... pero erré. Al sentir mi ataque se revolvió agarrando el palo por un extremo y estirándolo con fuerza para tratar de arrebatármelo de las manos, no podía competir con su fuerza. Mi rival poseía una complexión corpulenta y un aspecto feroz, remarcado por la poblada barba que cubría su rostro. Sus oscuros ojos, inyectados de odio, los dirigía incesantemente hacia mí. ¡Y con razón!
Busqué con la mirada a alguien dispuesto a ayudarme, pero mis compañeros tenían bastante con lo suyo. A mi diestra, tres o cuatro intentaban reducir a base de palazos a uno de los rojos que se mostraba dispuesto a vender cara su piel. La escena era dantesca, golpes y más golpes daban de lleno en el cuerpo del infeliz, que, acurrucado en el suelo, trataba desesperadamente de cubrir su cara con las manos, en un gesto reflejo para intentar evitar la muerte que podía aguardarle.
Al otro lado, los dos restantes, entre los que había una mujer, consiguieron parapetarse tras unos árboles y a base de escobazos mantenían a raya a sus agresores, al menos de momento. Pero la enorme diferencia numérica, doce a dos, hacía presagiar el próximo final de tan férrea defensa.
Nadie se percató de mi tremendo apuro y opté por encomendarme a San Judas Tadeo, patrón de las causas perdidas, e intentar triunfar en el cuerpo a cuerpo que mantenía con mi contrincante. Seguíamos ambos aferrando el palo por los dos extremos, y mis fuerzas empezaban a flaquear, pero tuve una idea... Solté de improviso la vara a la vez que lanzaba una fuerte patada, al contrario, en sus partes pudendas. Dio resultado. Al retirar mi presión del bate, el otro, por inercia, perdió el equilibrio, cayendo hacia atrás y encontrándose con mi patadón en los testículos. Emitió un gemido y se contrajo haciendo un gesto de infinito dolor. Desde su posición me dirigió un exabrupto que no pude entender e intentó incorporarse con gran dificultad. Volví a mandarle un puntapié buscando el pecho, pero fallé y recibió el impacto directo en medio de la frente. Con los ojos en blanco y farfullando un gutural sonido, se desplomó, a la vez que dos pequeños hilillos de sangre empezaban a brotar de sus oídos…
En ese instante llegaron el resto de compañeros mostrándome algunos de sus trofeos: una insignia del Che y una estrella roja. En un rincón del jardín, totalmente ensangrentados, yacían los cuerpos inconscientes de nuestras víctimas.
-¡Joder, qué fuerte! ¡Cuándo lo cuente a mis amigos no se lo van a creer! ¡Le has matado! -profirió uno-. ¡Y lo has hecho solo! ¡Qué bestia!
-Bueno… sólo ha sido una pelea… -manifesté intentando excusarme.
Se organizó un corro a mi alrededor, un camarada se agachó junto al hombre tendido y le tomó el pulso.
-¡Vive! -musitó lacónicamente.
-¡Lástima! -masculló otro-. ¡Otra vez será…!
Un voluntario registró su cazadora buscando algún botín, encontró la cartera y en la misma su carné de identidad, había nacido en Pamplona.
-¡Hostias! ¡Es vasco! -soltó José Luis.
-¡Pamplona está en Navarra, no en Vascongadas! ¡Burro! -replicaron.
-¡Vale, vale… un fallo lo tiene cualquiera!
Rebuscando descubrió una postal con una ikurriña grabada, y sobre ella el lema: EUSKADI ASKATUTA. Se volvió mostrándola en la mano con señal de triunfo diciendo:
-¿Veis cómo es un puto ETARRA? ¡Que se joda!
Algunos vecinos se asomaron a los balcones alarmados ante tanto alboroto:
-¿Qué pasa ahí? ¡Son las tantas! ¡Hemos avisado a la policía!
-¡Venga! ¡Vámonos! -dijo Antonio-. ¡Damos mucho el cante!
Cogimos el material, subimos en los coches y fuimos hacia nuestras casas; nos sentíamos exultantes y pletóricos. Mi <> la conocían en pocos días gran cantidad de militantes. Muchos vinieron a felicitarme. La prensa no reflejó el incidente y eso me alivió, significaba que seguían con vida.
Algunos jóvenes camaradas, a raíz de ese día, me pusieron un alias, empezaron a denominarme <>. El término, por comodidad, fue acortándose y acabó derivando en <>. Y así me llamaron durante un tiempo.

Sacudí la cabeza como para quitarme esos malos recuerdos. ¡Dios, cuanto odio llegué a sentir por ETA! Pero aún así, jamás hubiera sido capaz de soportar una muerte en mi conciencia. Por fortuna jamás maté a nadie... y tuve oportunidades. ¡Cuántas salvajadas cometí en mi juventud! Ahora abominaba de la violencia. ¡Había visto tanta! Alguna vez pensé en arrebatarles la vida y quizá lo intenté, pero sólo hubiera conseguido convertirme en uno de ellos y, por fortuna, soy diferente.
Saqué un pitillo y lo encendí dando una gran calada. Permanecí hipnotizado contemplando las caprichosas formas que las nubecillas de humo producían. No quería ver la televisión, hastiado de tanto sinsentido. Pero no podía mantenerme ajeno a una página de la historia que, a mi pesar, se escribía en aquel instante.
Apreté el botón del volumen e intenté concentrarme de nuevo en la catástrofe de Madrid. Las manecillas del reloj señalaban las ocho y media pasadas. La voz aturdida del locutor volvió a captar mi atención:
Recibimos las primeras imágenes en directo desde la estación del Pozo del Tío Raimundo... tenemos en línea a nuestro enviado especial...
¡Hola! En directo desde la estación de El Pozo: el espectáculo que observo es desolador. El vagón de un tren de cercanías ha estallado literalmente en mil pedazos. Hay abundantes heridos y decenas de ambulancias, coches policiales y del Samur. Un portavoz de estos últimos acaba de confirmar que hay cadáveres sobre las vías, podrían superar las veinte personas. Son datos de última hora.
-Disculpa... ¿La cifra que acabas de darnos es sólo de esa estación? -interrumpió el presentador.
-¡Sí efectivamente, hablamos de veinte muertos aquí en El Pozo, aunque probablemente aumentarán a lo largo de la mañana.
-Son números escalofriantes en riguroso directo, que sumados a los de Atocha resultarían alrededor de cuarenta muertos en las explosiones de esta mañana. Repetimos para aquellos que acaben de incorporarse, que sobre las siete y media, al menos tres artefactos explosivos han detonado en varias estaciones de trenes de cercanías en Madrid, en el que hasta ahora es el mayor atentado terrorista de la historia en nuestro país. Las fuentes policiales consultadas señalan que todos los indicios apuntan a ETA...
Apagué la tele, la información me causaba mucho dolor y una impotencia infinita. ¡Cuarenta muertos...! Y empezaba a temer que con la rapidez que ocurrían los acontecimientos, lamentaríamos más.
-¡A estos cabrones se les ha ido de las manos! -pensé-. ¡Menuda barbaridad! Y me acordé de Hipercor, de la casa cuartel de Vic, de Santa Pola, de Fernando Buesa, de Gregorio Ordoñez, de Ernest Lluch, del comandante Ynestrillas, de Pablo, de José María Ryan, de todas y cada una de las personas asesinadas. Y por supuesto, de aquel hombre cuya muerte anunciada logró despertar las conciencias dormidas, Miguel Ángel Blanco. Su óbito provocó el que significaría, hasta la fecha, mi último enfrentamiento con simpatizantes etarras.
El frugal almuerzo tocaba a su fin. El sol brillaba en todo lo alto, a la vez que algunas vacas se acercaban, tímidamente, a mordisquear las sobras de nuestros bocadillos.
Nos hallábamos inmersos en un paisaje perfecto e increíblemente bello, donde bosques y prados alternaban caprichosamente verdeando lo que nuestra vista abarcaba. De vez en cuando, bloques titánicos de roca granítica despuntaban dispersos por la montaña imitando gigantescos menhires colocados, en excelente desorden, por algún gigante caprichoso. En aquel paraje de la sierra madrileña, la naturaleza destilaba paz.
Me encontraba sentado sobre la hierba. A mi alrededor, un centenar de camaradas daban los últimos bocados a lo que restaba de comida, y otros dormían plácidamente la siesta bajo la sombra de los pinos.
Todo parecía invitar al recogimiento más puro, a la armonía más placentera… pero no era así. Como tantas veces, ETA se había encargado de amargarnos el día a todos los españoles y, entre ellos, a nosotros. Toda España vivía víctima de un chantaje imposible.
Un día antes, la banda secuestró a un joven concejal del Partido Popular llamado Miguel Ángel Blanco. La condición para liberarlo era el acercamiento, en veinticuatro horas, de todos los presos etarras a las cárceles vascas. La quimérica demanda significaba el comienzo de una muerte anunciada. La noticia del rapto me cogió en carretera desplazándome a El Escorial, lugar elegido por la organización Patria Libre, liderada por Eduardo Arias, para realizar una acampada estival entre sus militantes. Yo, como jefe de un partido político radicado en Valencia, acudí invitado con cuatro compañeros. Llegamos al campamento al atardecer, el tema principal de conversación giraba en torno a este suceso. Sabíamos que el pobre chico estaba sentenciado y, aunque militara en un partido distinto, ante tanta crueldad no permanecíamos impasibles.
Al día siguiente del suceso, desde un lugar recóndito del monte, un grupo de ultras arrimados a un transistor seguíamos con atención los boletines informativos. Cuando faltaban escasas horas para que el plazo del ultimátum expirara, nuestros semblantes reflejaban el profundo pesar por el final que se presentía.
No quisimos variar las actividades que teníamos previstas para la jornada y, con el alma en vilo, proseguimos realizándolas. Aquella tarde acudimos a unos peñascos cercanos a realizar escalada y rapel. Por riguroso turno nos colocábamos el braguero y después de asegurarnos de la fijeza de los anclajes, uno a uno descendíamos la vertical pared.
En medio de tanto ajetreo, casi nos habíamos olvidado de la amenaza etarra cuando un militante madrileño se subió a lo alto de una roca y, a voz en grito, pidió silencio... Sobraban las palabras, su semblante adusto lo decía todo:
-¡Camaradas! -gritó-. ¡En la radio acaban de decir, que ha aparecido atado a un árbol el cuerpo de Miguel Ángel Blanco! ¡Vivo, pero muy grave! ¡Le han metido dos balazos en la cabeza, y los muy hijos de perra, luego de dispararle han apagado una colilla en una de las heridas de bala!

Campamento paramilitar organizado por Patria Libre en El Escorial.

Guardamos silencio, después empezaron las preguntas:
-¿Dónde ha sido?
-¿Pero está grave o muy grave? -preguntaban estúpidamente algunos.
En seguida se iniciaron los descalificativos hacia los etarras: cientos de inflamantes insultos para aquellos que tan alegremente jugaban a ser Dios. Decidimos suspender el ejercicio y retornar a nuestra posición. Evidentemente, sólo departíamos sobre el fatídico acontecimiento.
Al anochecer cenamos unos sándwiches acompañados por un par de huevos fritos, que nuestro intendente, Manolo, había adquirido en una localidad cercana. Pegados a la radio, nos enteramos de la fantástica e inmediata respuesta que la sociedad mostraba ante tan luctuosa desgracia. Cientos de manifestaciones espontáneas surgieron en diversas poblaciones de nuestra piel de toro, en ellas cientos de miles de personas gritaron: ¡BASTA YA! a los asesinos. Parecía que, aunque tarde, muchos habían reaccionado y que ese crimen significaría un antes y un después.
Después de matar el hambre, organizamos un fuego de campamento. Nos colocamos en círculo y algunos empezaron a contar historias de miedo aprovechando la tétrica luz que los fogones creaban. Escuchaba un interesante relato cuando alguien, por detrás, tocó mi hombro. Me giré y vi a Eduardo Arias haciéndome señas para que lo siguiera. Silenciosamente me levanté y anduve tras él. En plan misterioso me hizo subir a un todo terreno junto a dos integrantes de su organización, a la vez que susurraba:
-Miguel Ángel Blanco ha muerto en el hospital, tenemos que charlar largo y tendido sobre esto. Bajaremos al pueblo y charlaremos tranquilamente.
Asentí y le acompañé. Tras veinte minutos conduciendo por estrechas carreteras, llegamos a una pequeña población de la sierra. Aparcamos y entramos en un bar.
-¡Hay que hacer algo! Lo de hoy no puede quedar impune, ha sido una auténtica canallada lo que han hecho con el chico ese... ¿Pero has oído la radio? ¡Los muy hijoputas le han apagado un cigarro en la herida! ¡Hace falta ser cabrón par a hacer algo así!
-Tienes razón -dije-. Pero no podemos hacer nada. Creo que lo mejor es continuar con la acampada, con nuestros actos y con la vida normal. Pero además y por mucho que me fastidie este asesinato, piensa que si nos planteáramos realizar algo, eso nos obligaría a actuar ante cada asesinato de ETA, y creo que se crearía un precedente peligroso...
-Conozco mucha gente vasca afiliada al Partido Popular y piensan como nosotros -afirmó Arias-. El chico este que han matado, si en vez de vivir en Vascongadas hubiera vivido en Madrid, estaría hoy en esta acampada... ¡Voto para que hagamos una acción de represalia!

-Vamos a ver Eduardo... -insistí-. Te repito lo que he dicho antes, pero si quieres venganza, ¿Contra quién piensas dirigirla?
-Mañana es domingo -dijo-. Un camarada ha bajado a El Escorial y a las doce del mediodía hay prevista una concentración frente al ayuntamiento donde se guardará un minuto de silencio. Iremos con las camisas azules y haremos acto de presencia, y si alguien dice algo en contra... pues ya sabes lo que le espera.
Entendí de inmediato su velada amenaza y repliqué:
-¡Vale, quieres venganza! ¿No? Vamos a hacerla... pero de verdad. En vez de ir a El Escorial a que paguen los platos rotos algunos pobres pelanas, cojamos los coches y vayamos a San Sebastián o a Bilbao... metámonos los cien en una Herriko Taberna y montemos un follón de campeonato... ¡Con dos cojones!
Eduardo se rió y rechazó con la cabeza mi opción a la vez que decía:
-¡Estás loco! ¿A estas horas quieres que vayamos allá? Además está muy lejos. ¡No! Entre los cuatro presentes elegiremos tu opción o la mía.
Realizamos una votación y sólo yo voté en contra. Quedó decidido, volvimos a la montaña y comunicamos a la gente lo acordado. A las diez en punto bajaríamos a la ciudad y desgraciadamente temía que... ¡pobre de aquel que se pusiera por medio!
Pasamos tranquilamente la noche. Tan sólo los imaginarias que velaban por nuestro sueño permanecieron alerta. Cuando los primeros rayos de sol despuntaban en el nuevo día, la quietud se transformó en bullicio en el improvisado campamento. Todo era ir y venir de personas enfundadas con camisas azules, muchas con olor a naftalina. Como si fuéramos actores en vísperas del estreno, nos ocupábamos en dar los últimos retoques para que nuestra uniformidad resultara impecable. Algunos cosían los yugos y flechas a fin de que quedasen perfectamente visibles sobre los bolsillos de las prendas.
-Oye... ¿Los yugos van a la derecha o a la izquierda?
-¡Joder tío, menuda pregunta más idiota! ¡Siempre encima del corazón!
Finalizado el ceremonial, las falanges formaron a la espera que Eduardo y yo les pasáramos revista. Después de comprobar el impecable aspecto externo que mostraban, izamos respetuosamente nuestras banderas, cantamos el Cara al sol y, tras romper filas, dimos orden de partir a El Escorial.
Subimos a los coches e iniciamos ruta hacia la villa. Durante el viaje sonaron canciones del Frente de Juventudes y eso trajo a mi memoria los incidentes de un lejano día hace muchos años, cuando viajaba a San Sebastián a un mitin. La excusa también fue ETA, y un pequeño temblor me estremeció al recordar esa amarga experiencia. Ojalá hoy no fuera igual que aquel día, por mi parte haría lo imposible para evitarlo.
Sobre las doce llegamos a la casa consistorial, cientos de personas esperaban la hora exacta para iniciar el minuto de riguroso silencio previsto. Mientras tanto, con nuestras camisas azules íbamos provocando los comentarios y las descaradas miradas del gentío. Me encontraba a disgusto con la situación, la consideraba una provocación sin justificación alguna... Pero mi malentendido sentido de la disciplina me obligaba a actuar así. Sería la última vez.
Las campanadas dieron la hora y toda la plaza quedó inmóvil en recuerdo del malogrado concejal. Transcurrido el tiempo formal, la muchedumbre inició un alborotado ruido de voces, mientras pacíficamente se disgregaban y retornaban a sus actividades diarias.
Entonces, un potente griterío captó mi atención. Dirigí la mirada hacia el lugar de donde partían los chillidos y contemplé a un nutrido grupo de camaradas persiguiendo a cuatro jóvenes con el propósito de darles caza. Salí corriendo detrás de ellos intentando evitar la tunda que se barruntaba. Les di alcance en el centro de una amplia avenida cuando la emprendían a mamporros con los mozos. Me coloqué entre ambos conjuntos para parar la pelea:
-¡Quietos todos... parad! -grité-. ¡Qué demonios estáis haciendo! ¿Tienen culpa acaso estas personas de lo de ayer? ¿No veis que son unos críos? ¡Malditos fachas de pacotilla! ¡Cómo se nota que habéis estado en pocos follones! He vivido miles y ninguno ha servido de nada más que para crearnos mala fama y problemas. ¡Estáis equivocados si pensáis que este es el camino!
Ante mis contundentes palabras, la lucha concluyó. Uno de Patria Libre se acercó y me dijo que todo se inició cuando en la plaza se guardaba silencio. Parece ser que estos chavales de estética <>, ante el respetuoso mutismo prorrumpieron en risas y uno de ellos exclamó ¡Gora ETA!, entre el jolgorio de sus compañeros. A raíz de aquello comenzó el enfrentamiento.
-Me parece perfecto lo que dices -contesté-, pero no son las personas ni es el lugar, y aún más, aunque fueran los responsables... ¿Serviría para algo lincharlos? ¿O se trataría, simplemente, de una salvajada? Ayer se lo dije a Eduardo, no quiero venganzas, pero si no hubiera otra solución, que lo dudo, demostremos gallardía acudiendo a la zona más abertzale del País Vasco, pero no vayamos a tocar las narices a las gentes de El Escorial que no tienen culpa de nada y están tan dolidos como nosotros. ¿Tengo o no razón?
El compañero asintió ante mi razonamiento, acudió otro y nos indicó que estas personas eran de esa localidad y era públicamente conocido su apoyo a ETA.
-Escucha, esos niñatos no saben ni lo que quieren y si es cierto lo que decís, no os preocupéis que la Guardia Civil los tendrá fichados. Argumenté tranquilamente.
Un rumor a mi espalda hizo que volviera la cabeza. Por el paseo se acercaba una multitud de vecinos profiriendo insultos contra nosotros, <> no entendían que unos desconocidos fueran a su ciudad a montar jaleo. Ante esa reacción popular, varios camaradas dispersos acudieron a socorrernos.
Volví a adelantarme para evitar nuevas riñas, uno de ellos me agarró la camisa y arrancó de cuajo un bolsillo. Aparté su mano e intentó golpearme con la otra, paré su puñetazo en el aire y le cogí de la solapa. Cerró los ojos temiendo mi impacto, y le dije:
-Tranquilízate y no juegues con fuego, no queremos peleas.
-¡A buenas horas! -respondió.
El ambiente supuraba tensión, parecía imposible que pudiera evitarse la contienda. Por una parte nosotros, en un rincón los cuatro temblando, y enfrente, cientos de personas gritándonos: ¡fascistas asesinos! En ese instante, uno de los de Arias, probablemente el único con conocimientos de psicología humana, se plantó ante todos y gritó mientras señalaba a los aprendices de abertzales:
-¡Son ellos! ¡Apoyan a ETA! ¡Han dado vivas a la banda!
Ante esas palabras, el tumulto que segundos antes iba a embestirnos, volvió la mirada hacia los otros y empezaron a gritar: ¡ETA no! y ¡etarras fuera de El Escorial!, mientras intentaban agredir a los chicos que, junto a la puerta de una bodega, miraban a la marea humana con los ojos desencajados por el miedo.
Oímos sirenas y alguien gritó que venía la Guardia Civil. Al poco, varios vehículos patrulla irrumpieron en la vía.
-¡Viva la Benemérita! -gritó una anciana. Varios vivas se sumaron a esta aclamación.
Un aluvión de agentes, porra en mano, descendieron de sus autos dirigiéndose al tumulto:
-¿Qué ocurre aquí? ¡Vamos, circulando! ¡Vuelvan todos a sus casas! -exclamó uno de ellos.
Ante la lógica actitud, la gente empezó a dispersarse.
-¡A ver! ¿Qué ha ocurrido? -dijo el guardia a la vez que se encaraba a un grupo de camaradas.
Nadie dijo nada. Todos se giraron e intentaron, disimuladamente, poner tierra por medio. Pero nuestros uniformes no dejaban lugar a la duda y varios compañeros del anterior acudieron a reforzar su acción.
Viendo que ninguno de los míos decía nada y que optaron por la política del avestruz, me acerqué decididamente a un miembro del instituto armado y me responsabilicé de todo lo ocurrido. Me pidieron la documentación y se la tendí a la vez que intentaba explicar el suceso. Me tomaban la filiación cuando llegó Arias, que igualmente se hizo cargo de la situación dando sus datos.
Buscamos nuestros automóviles y emprendimos rumbo al refugio. Por mi parte consideraba totalmente inapropiada la acción y se lo hice saber a Eduardo. En mi fuero interno estaba satisfecho, había evitado la paliza y no había hecho uso de la fuerza para lograr imponerme frente a los demás. Quizá en eso resida la clave...
En la soledad del presidio, asentí con la cabeza al recordar la conclusión a la que llegué tras pasar esta experiencia. Hacía tiempo que había tomado esa resolución,

pero fue en aquel preciso instante cuando supe que había elegido el camino correcto. Más vale tarde que nunca, pensé.
A partir de ahora dejaría de acatar ciegamente órdenes absurdas y cumpliría sólo aquellas que dictase mi conciencia. Seguiría fiel a mis ideas, ¡eso sí!, pero sin ataduras a quienes, erigiéndose en líderes, no demostraban más que un egocentrismo esperpéntico y hacían uso de una violencia absurda parapetándose detrás de los demás. Leal seguía, aún entre rejas, y eso pesaba mucho.
Aquella triste jornada de marzo noté en falta la suspensión de la campaña electoral, pero era algo normal dado el cariz que tomaban los acontecimientos. Las últimas informaciones las supe por medio de un funcionario de prisiones con el que coincidí y contabilizaban más de sesenta víctimas mortales... y seguían aumentando. Ante tan brutal noticia me quedé con la sangre helada.
Pasaban sólo unos minutos de las nueve y media cuando oí unas voces:
-¡Venid corriendo, Ibarretxe está dando una rueda de prensa en directo! -exclamó un compañero.
Acudimos raudos ante el televisor del módulo, en esos momentos el lehendakari aparecía en la pantalla con semblante serio y, entre otras cosas, decía:
-ETA está escribiendo sus últimas páginas, terribles, desorientadas, pero las últimas.
Esa declaración implicaba la confirmación oficial de que la banda vasca había sido la autora material de la matanza. Era algo que todos suponíamos aunque, muy en el fondo, lo veíamos improbable, dado el cambio de estrategia terrorista que el golpe implicaba. Pero ya no existían dudas, habían sido lo de siempre. ¡Malditos canallas!
-Tengo que hablar urgentemente con Gorka, él sabrá de que va todo esto -pensé.
Si alguna vez alguien me dijera que en una sola frase resumiera lo que es la cárcel, no tendría mucho que pensar. La expresión elegida sería: la prisión es el mundo de lo absurdo. Un dicho que encajaría perfectamente.
Cuando ingresé en <> no caí en la cuenta de que podría encontrarme con etarras. Y lo que jamás supuse es que, a pesar de mi animadversión visceral a estos pistoleros, llegaría a intimar con algunos históricos de la organización. Durante miles de horas hablé con ellos de todo: sus ideas, metas, sueños, soluciones políticas, personajes públicos, anécdotas, futuro... Jamás les oculté mis ideales, ni mi profundo patriotismo español y, mucho menos, las historias que en estas páginas he contado y otras muy impactantes que más adelante relataré… Así conseguí escuchar de primera mano lo que sienten y piensan, conocí a gentes con muchísimos años de condena cumplidos, y que tardarán todavía en ver la calle.
No soy juez ni pretendo jugar a serlo, no dudo que merezcan hallarse tras los muros de las cárceles, pero he aprendido a conocerlos y, aún pensando como he hecho siempre, gané su confianza y desarrollamos un gran aprecio mutuo. Quizá sucedió porque les hablé sin tapujos ni miedo, pero sabiendo escuchar. O puede que fuera porque nunca les oculté nada. Me abrieron sus corazones y desnudaron sus almas, intimé con muchos, precisamente con Gorka más que con nadie. Llevaba casi veinte años encerrado por asesinatos, secuestros y bastantes más delitos. Pensaba que si alguien sabía algo de ese atentado, podía ser él. A pesar de la larga condena cumplida, seguía defendiendo sus ideales y se mostraba orgulloso de pertenecer a ETA. Cogí mi carné, salí al pasillo y me encaminé a su módulo, consciente que este capítulo de la historia que se estaba redactando, para mí quedaría incompleto si no sabía la verdad... Buscaba hablar con un amigo imposible, resultado de una relación antinatural que tan sólo la cárcel puede crear.