Wednesday, March 15, 2006

Capítulo 5: El precio de la dignidad


La dignidad de la persona, los derechos inviolables que le son inherentes, el libre desarrollo de la personalidad, el respeto a la ley y a los derechos de los demás son fundamento del orden político y de la paz social.

Constitución Española, art.10-1

Regresé a Vigo con la intención de volver a encontrarme con Loveth. Necesitaba más información sobre Susy para saber cómo afrontar el caso y averiguar la mejor manera de llegar a Sunny, pero llegué tarde. Lo de que me había estado esperando la noche que nos conocimos, por indicación de ALECRIN, era cierto. Según me explicaron, al día siguiente dejó el club, donde no conseguía el dinero suficiente para abonar su deuda y se fue a probar fortuna en un prostíbulo francés. Maldije mi suerte. Sin embargo, podía intentarlo con otras nigerianas que abundan tanto en los prostíbulos gallegos, como en el resto de los burdeles del país. Esa misma noche me ocurrirían cosas sorprendentes y conocería una de las historias más duras y terribles con que me he encontrado en mi descenso a los infiernos de la prostitución.
Fue un encuentro total, completa y absolutamente casual. Conducía de Vigo hacia Santiago, donde debería reunirme con Juan a la mañana siguiente. Recuerdo que era viernes noche. Entré en Pontevedra por el sur y me perdí. No conseguía encontrar la carretera de Santiago, así que di varias vueltas por las calles pontevedresas en busca de la salida norte y, de pronto, en plena madrugada, me encontré con una joven que me hacía señas desde la acera.
Pensé que podía preguntarle la dirección hacia Santiago, ya que a esas horas no hay mucha gente a quien pedir una indicación por las calles de Pontevedra, así que acerqué el coche y bajé la ventanilla. Se trataba de una joven que aparentaba veintitantos años. Vestía una minifalda muy mini y unos zapatos de tacón que estilizaban sus piernas largas y bien torneadas. A cierta distancia parecía una joven muy atractiva, y seguramente lo fue algún día, pero al acercarse a la ventanilla del coche pude ver su rostro completamente demacrado. Tenía la cara llena de manchas y pequeñas cicatrices, y recuerdo que lo primero que pensé es que debía de tener sida. Y posiblemente así era.
—Hola, perdona, ¿puedes indicarme cómo salir hacia Santiago? —Claro, yo te digo por dónde ir, pero ¿tú puedes acercarme a mí a la estación de autobuses?
—Trato hecho. Doy mi palabra de que en aquel momento no tenía ni idea de con quién estaba. Pensé que se trataba de alguna chica que había salido de la discoteca y se dirigía a su domicilio. Ni siquiera se me pasó por la cabeza la idea de que una mujer, tan profundamente deteriorada, pudiese ser una profesional del sexo. Por eso, cuando apoyó su mano en mi rodilla y me dijo si ya sabía a qué se dedicaba, reaccioné como un estúpido.
—Pues... no sé... ¿Estudias? Aquella joven se echó a reír. Fue la primera y penúltima vez que pude disfrutar de su sonrisa y por todo lo que supe después, creo que hacía un montón de tiempo que no sonreía. No me dio muchas opciones para adivinar su oficio, porque rápidamente me soltó a quemarropa: «Soy una puta». Es curioso cómo las cosas vienen a ti cuando estás en sintonía con ellas.
Terminamos tomando un café en una cervecería del centro de Pontevedra, charlando sobre todo tipo de temas. Ella había sido cantante y había actuado en muchas ocasiones en la Televisión de Galicia. De hecho, había trabajado con Juan Pardo y, aunque a una escala muy humilde, en realidad sería la primera «famosa» dedicada a la prostitución que iba a conocer en mi investigación. Tenía una hija, que vivía con sus abuelos en Vigo, y era profundamente desgraciada.
Dijo llamarse M4 Carmen R. C., y me contó una historia terrible. Su madre acababa de morir, víctima de una sobredosis, y ella decía desear la muerte. La menor de tres hermanas, aseguraba que todas ellas habían sido violadas desde niñas, desembocando en la prostitución. Ignoro si mentía.
—¿Tú no te acuerdas del chico que murió en Orense hace unos años, aplastado por una roca mientras se follaba a una gallina?
La verdad es que aquello del hombre sepultado por una roca mientras practicaba la zoofilia me sonaba familiar, pero la historia resultaba demasiado rocambolesca para ser cierta. Asentí con la cabeza.
—Pues ése era mi hermano, Herminio. Sólo días después, al consultar en Internet y en la hemeroteca de Madrid, descubriría varias noticias de prensa —como El Caso del 1 de octubre de 1990— en las que se relataba con todo detalle el kafkiano episodio del hombre que murió aplastado en Orense.
La joven no mentía y de esta forma, Mi Carmen me confió su historia personal, repleta de maltratos, violaciones y drogodependencias. Ella era la única de las tres hermanas que había conseguido salir de ese mundo, aunque sólo durante un periodo limitado de tiempo. Un matrimonio roto la hizo caer de nuevo en la drogadicción y de ahí pasó a la prostitución.
Charlamos durante un par de horas y cada episodio de la vida de aquella joven parecía más dramático que el anterior. Ningún hombre podría evitar que aflorase un paternal instinto protector con aquella chica, que inspiraba una profunda compasión. Me ofrecí a llevarla a su casa. Ya es tarde —le dije— y hoy no creo que puedas hacer ningún servicio, vámonos a dormir.
Me indicó el camino y no tardamos en llegar a un lugar sacado de la imaginación delirante de algún guionista de cine B. No se trataba de una casa, sino de un trastero en un bloque de edificios situado en la parte posterior de la Estación de Autobuses de Pontevedra. Allí ejercían su oficio y vivían varias prostitutas callejeras de la ciudad. Bajamos las escaleras en silencio para no despertar a sus «vecinas». Al abrir su trastero, me invadió un repugnante olor a orines y a humedad.
El lugar era siniestro y cuesta imaginar que algún hombre pueda hacer el amor en un sitio así, por muy excitado que esté. Aquel habitáculo apenas medía unos seis metros cuadrados. Un colchón tirado en el suelo y una caja de madera que hacía las veces de mesa de noche eran todo el mobiliario, exceptuando un viejo armario destartalado, con una de sus puertas colgando de una única bisagra.
Donde en otro tiempo se encontraron los cajones de aquel armario, ahora existía un espacio vacío que había sido habilitado como improvisada cuna de un gato moribundo, que Mil Carmen cuidaba con una devoción indescriptible. En cuanto entramos, tomó una jeringuilla con un poco de leche y la acercó a la boca del animal, que presentaba un aspecto verdaderamente lamentable. Una cicatriz le cruzaba la cara en diagonal y le faltaba un ojo. La cuenca vacía me miraba con la misma expectación con que yo contemplaba tan surrealista escena. No podía dar crédito a lo que me estaba sucediendo. Me sentía como el personaje de una pesadilla. Aquella situación almodovariana era completamente onírica, pero lo peor aún estaba por llegar.
Mientras alimentaba a aquella mascota, M” Carmen me contó que se la había encontrado tirada en la cuneta, un par de noches antes. Llegaba a ese picadero con un diente que, según ella, le había pedido un servicio especial que iba a pagarle muy bien —intuí que se trataba de una sesión de sadismo, dadas las cicatrices de su cuerpo—, pero en cuanto vio al animal se conmovió y lo recogió del asfalto. Al parecer, el diente se enfadó, porque prestaba más atención al minino moribundo que a sus demandas sexuales, pero a ella no le importó. Ojalá mi dominio del castellano fuese suficiente para transmitir al lector los sentimientos que me inspiraba aquella chica y su relato. Pero no soy tan buen escritor como para poder describir aquellos olores, aquel bochorno sofocante, aquella opresión en el corazón al participar de un episodio tan siniestro como esperpéntico.
De pronto me percaté de que, pegado a la pared, lucía un póster publicitario de una orquesta. Uno de esos grupos populares que tanto abundan en los pueblos españoles. Mi Carmen se dio cuenta de que aquella imagen había llamado mi atención y se levantó para señalar a la cantante del grupo, que posaba en la parte central de la fotografía. «Mira, ésta era yo antes de acabar así ... Actuamos con Juan Pardo muchas veces... Si me viese Juan ahora...»
El cambio físico era brutal, aunque podía reconocer fácilmente que la chica que estaba ante mí y la rolliza cantante de la orquesta eran la misma persona. Y aunque apenas habían transcurrido dos años entre la foto y el momento actual, la ex cantante parecía haber envejecido dos décadas al menos. Probablemente por los efectos de las drogas y las enfermedades. Fue entonces cuando se puso a llorar. Yo no sabía cómo reaccionar, ni qué hacer o decir, ni cómo consolarla. Volvió a recordarme que su madre había muerto de sobredosis y que ella deseaba morir también. En ese preciso momento decidió que necesitaba fumar una dosis de droga.
Tomó un bote que tenía sobre la improvisada mesilla y un mechero, y empezó a manipular un trozo de papel de plata. Confieso que soy un completo ignorante en el mundo de las drogas, así que le pregunté qué estaba haciendo. «Un chino —me dijo, Para ver si reviento de una puta vez.»
Estúpido de mí. Hasta ese día jamás había escuchado la expresión «chirio», así que pensé que quería decir «chiría». Y aunque mi conocimiento de las drogas es nulo, durante mi infiltración con grupos de extrema izquierda había fumado cientos de «chirías» de hachís y deduje que era a eso a lo que se refería. Mi ignorancia era superlativa. Por eso, en un arrebato de necio paternalismo, le propuse que nos la fumásemos a medias. Como si pudiese evitar, consumiendo la mitad del hachís, que se hiciese más daño del que se hacía a diario. Como si por compartir una toma pudiese evitar el riesgo de sobredosis que se cernía sobre ella cada noche. Como si, por aquel arrebato de egoísta caballerosidad, pudiese aliviar la enorme tristeza que me inspiraba aquella mujer. Fue una reacción absurda, pero no pude evitarlo. Supongo que de esa forma me sentía un poco menos culpable.
Yo observaba en silencio cómo manipulaba aquella sustancia, cómo la colocaba sobre el papel albal y la calentaba desde abajo con un mechero hasta evaporarla, y cómo la aspiraba con un billete enrollado a manera de tubo. Desde luego, aquello no era un porro y hasta un ignorante como yo se daba cuenta. Pero pensé que tal vez era una forma diferente de consumir las «chinas», así que no hice preguntas, y después de un par de caladas, le pedí que me lo pasase. En cuanto aspiré, recibí un golpe en el estómago. Aquel hachís era mucho más fuerte que todo el «chocolate» que yo había fumado en las casas okupas o en los locales anarquistas. Sin embargo, no protesté y seguí inhalando aquella «china» hasta que las arcadas y el mareo se empezaron a hacer insoportables.
—Joder con la «china», eh, qué costo más fuerte... —¿Costo? ¿Cómo que costo? ¿Qué «china»? Esto es un «chino» de heroína ——dijo la joven, que rompió en una maravillosa carcajada. Fue la última vez que la vi reír.
Me quedé boquiabierto. Aquella sustancia que estaba ingiriendo era heroína fumada. Un «chino». La ignorancia es muy osada, y yo soy muy osado. Le pedí a Mil Carmen que se acostase y me quedé con ella hasta que se durmió. Agradecida, me propuso hacerme un «francesito rápido y gratis» para que me fuese relajado. Naturalmente, rechacé su generoso ofrecimiento y cuando se quedó dormida, la arropé y me marché. Me costó verdaderos esfuerzos conseguir vomitar, y más aún, Regar hasta Santiago para reunirme con Juan por la mañana. Creo que estuvo riéndose de mí unos cuarenta minutos. La historia de aquella ex cantante, hermana de un violador de gallinas aplastado en pleno polvo animal, adicta a la heroína y rescatadora de gatos moribundos, le parecía desternillante. Aunque sin duda, lo que más gracia le produjo fue mi estupidez completa al confundir una «china» de hachís con un «chino» de heroína. Pero creo que mis ojeras y mi dolor de estómago mostraban a las claras que todo lo que le había contado, por increíble que pareciese, era rigurosamente cierto. Por eso se reía tanto de mí.

Lapidada en Madrid

Esa noche Juan me acompañaría a varios prostíbulos gallegos. En uno de ellos, cómo no, nos encontraríamos con Paulino realizando su ruta habitual, pero el mercenario de la información no quena ser presentado, así que esa noche me escurrí del putero más veterano de Galicia.
Juan había prometido que, si lo que buscaba eran historias dramáticas, él podía presentarme a un millón de furcias con dramas humanos iguales o mayores que los de Mil Carmen. Y no exageraba. Resultaba mucho más sencillo acceder a las fulanas a través de Juan o Paulino, a quienes, por razones bien distintas, consideraban personas de confianza. Sería demasiado extenso transcribir todas las terribles historias que conocí de labios de las prostitutas. Cada una de ellas podría ocupar un capítulo o un libro entero, porque todas las profesionales del sexo tienen un pasado atroz y terrible. Todas, o al menos la mayor parte, han sufrido en sus carnes episodios de tortura, humillación, violaciones, vejaciones, etc., digan lo que digan los honrados empresarios de ANELA. Algunas, desgraciadamente, no han sobrevivido para poder contarlo.
—Te apetece ver una redada en un puticlub? —me espetó de golpe Juan.
—Coño, claro.
—Mañana, a las 20:15 horas, la poli va a entrar en uno que no está demasiado lejos de aquí, el Lido. Si quieres, vamos, pero nada de cámaras.
—OK.
Así es como tuve la oportunidad de presenciar, en directo, una redada en un prostíbulo, Y precisamente en ese burdel, el Lido —que forma parte de la llamada «ruta del placer» junto a otros prostíbulos como el Casablanca o Los Cedros—, conocería la terrible historia de Helen, una historia dura y brutal como pocas, pero que a mí me serviría para conocer un poco mejor los métodos de las mafias africanas, a las que ya había iniciado un acercamiento. Helen está muerta. Fue asesinada. A mí me contó su historia Mery, una buena amiga de Juan, ex compañera en la Casa de Campo de la desafortunada, y que llegaría a convertirse también en una buena amiga y cómplice mía.
Según Mery, todo ocurrió en febrero de 1998, en el barrio de Vicálvaro de Madrid. Helen Igbinoba había nacido el día 17 de julio del año ig6o en Nigeria, pero llevaba ya varios años trabajando como prostituta en España. Sin embargo, poco antes de su triste final, fue vendida por su madame a otro master.
Helen ya había conseguido pagar, según sus cuentas, cuatro millones de pesetas de la deuda asumida para venir a Europa, pero para el nuevo master no era bastante. Friday E. 0., que así se llamaba su nuevo dueño, era un nigeriano dispuesto a amortizar al máximo su inversión en una nueva esclava sexual. Nacido en Benin City el día 20 de febrero de 1955, hijo de Zanko y Alice, titular del número de identificación de extranjero X-133I.... Friday tenía una amante habitual que hacía las veces de madame de sus fulanas. Se llamaba Esosa E., alias Otiti, había nacido en Benin City el día 12 de diciembre de 1972 y era hija de Azz. Según amigas de la víctima, Otiti pudo haber sido la inductora del triste desenlace.
Helen era sólo una de las muchas fulanas que Friday mantenía en su piso de la calle del General Ricardos de Madrid, pero fue la única que un día intentó rebelarse. Dijo que ya bastaba, que quería dejar de vender su cuerpo, pero su master no estaba dispuesto a permitírselo. Presuntamente contrató dos matones que la recogieron en la Casa de Campo, como si fuesen dos clientes más, y la violaron y golpearon repetidas veces. La noticia pasó desapercibida en la prensa, porque la violación de una ramera parece menos violación que la de cualquier otra mujer. Helen entendió la advertencia, y durante algunos meses volvió a convertirse en una esclava dócil y sumisa. Pero el asco acumulado, a fuerza de soportar las babas de los españoles que contrataban sus servicios, volvió a hacerse insoportable. Los españoles no somos ni más ni menos cerdos que cualquier otro tipo de cliente para las prostitutas. No es nada personal.
El día 24 de febrero de 1998, Helen dijo que ya no soportaba más aquella humillación y aquel sufrimiento. Había tenido que vivir un viaje atroz desde Nigeria para llegar a Europa en busca de una vida mejor, y sólo se había encontrado convertida en un títere sexual de los civilizados hombres blancos. Pero de nuevo, su propietario, que la había comprado para que le diese dinero, no estaba dispuesto a perder su inversión. Ante la negativa de Helen de volver a la Casa de Campo, según me narraba su amiga, presuntamente la arrastró hasta un descampado en la carretera de Vicálvaro a Mejorada del Campo cerca del kilómetro 1,500, donde la golpeó salvajemente con una piedra para después semiocultar el cuerpo, al menos el rostro de su víctima, con grandes rocas. Ni siquiera en su muerte la pobre nigeriana dejaría de sufrir. La torpeza del traficante asesino, que no remató la faena, según relataban todas sus compañeras, hizo que Helen aún estuviese viva en el momento de ser abandonada. Murió sola, e imagino que desangrada, aterrorizada y desesperada.
Friday fue absuelto finalmente por falta de pruebas y simplemente extraditado a Nigeria. Helen se convirtió en un número más en las frías estadísticas policiales. Otra fulana muerta, enterrada en una fosa común sin nombre. Recordé lo que me había dicho Isabel Pisano: «... Un cuerpo desmembrado en la morgue. No tiene nombre, ni cabeza, ni huellas digitales, ni nada. Es alguien que se va sin una oración, sin una flor, de la peor de las maneras ... ».
Desde el londinense Jack el Destripador, hasta el valenciano Joaquín Ferrandis, las prostitutas han sido las víctimas perfectas para los mayores asesinos en serie de la historia. E incluso para los más torpes aprendices de criminal. Las putas mueren mejor que nadie, porque a nadie le importa su muerte. Y Helen fue el enésimo ejemplo de esa cruel desidia homicida. Tendría gracia si no fuese tan dramático: Helen huyó de Nigeria, donde las mujeres adúlteras son lapidadas, para morir del mismo modo en una capital europea. A veces parece imposible huir del destino...
Mery apenas había terminado de relatarme la atroz historia de Helen, cuando Juan me dio una patada por debajo de la barra, reclamando m¡ atención hacia la entrada del local. En ese instante, un grupo de hombres, vestidos de paisano, entraba en el Lido. Eran exactamente las ocho y cuarto de la tarde. La policía había sido puntual.
Los agentes exhibieron sus placas y pidieron a todas las chicas que se apiñasen al fondo del local para ser identificadas. Todas obedecieron, menos una colombiana que se agazapó a mis pies, entre el odia dejar taburete en el que yo estaba sentado y el de Juan. Él no podía dejar de reír. Imagino que mi cara de pánfilo era muy elocuente. Una vez más, en esta investigación, no supe cómo reaccionar. Supongo que mi deber era advertir a los agentes de que se les había escapado una de las fulanas, pero no lo hice.
Entonces me di cuenta de que, por increíble que parezca, aquella colombiana agachada a mis pies estaba rezando... ¡a Lucifer! PO, si todavía no tenía claro que en el mundo de la prostitución pueden encontrarse los episodios más insólitos y pintorescos, aquél era un nuevo ejemplo. Esta chica estaba suplicándole a Lucifer que la protegiese de la Policía. «Lucifer mío, Lucifer mío, ayúdame y te ayudaré»... ¡Y la ayudó!
Permanecimos en el local, acabándonos nuestras copas, como si la redada no fuese con nosotros, y poco a poco, mientras iban siendo identificadas una por una, las jóvenes volvían gradualmente al bar. Cuando había ya unas ocho o diez en la sala, la colombiana «satánica» salió de su escondite y se unió a las demás. Mientras, Juan —sospecho que el verdadero responsable de aquella redada— me ponía en antecedentes sobre lo que estaba ocurriendo.
—Ahora van a proceder al registro y van a trincar al encargado, Joachim Sclímitt, alias Joaquín el Alemán. A éste te habría gustado conocerlo. Varias chicas colombianas lo han denunciado por traerlas ilegalmente, amenazarlas y coaccionarlas para ejercer la prostitución. Después, detendrán a Miguel Ángel Díaz Gómez, porque según las chicas era el que les daba «el paseíllo».
—¿«El paseíllo»? —Buff, lo que te queda por aprender... ¡El «paseíllo»! 0 sea, que las cogía, les daba dos hostias y las llevaba a un descampado donde les enseñaba una pistola y unas esposas y las acojonaba un poco para que se portasen bien. Hace seis meses ya le habíamos pillado por importar colombianas y revenderlas en España a los dueños de los puticlubs de esta zona.
—Pero, tú estás de coña. ¡Cómo van a vender mujeres en España en pleno siglo XXI! La esclavitud se abolió hace siglo y medio.
—Pero qué ingenuo eres ——dijo Juan entre carcajadas—. ¿Y tú te vas a infiltrar en las mafias? Te van a dejar el culo como un bebedero de patos como seas tan pringado. ¡Claro que se compran y se venden mujeres en España! Lo que pasa es que a nadie le importa y nadie hace nada.
—¿Tú crees que sería posible demostrarlo? ¿Podría yo comprar Una Mujer en España?
—Lo dudo. Mucho te lo vas a tener que currar para poder pasar por un traficante y conseguir que hablen contigo los mafiosos. Pero si lo consigues, sin que te peguen un tiro, te pago yo una cena y Un Polvo.
Acepté el reto, más por orgullo que por interés en el premio, y antes de abandonar el local, pedí a la colombiana que invocaba a Lucifer su número de teléfono. Sabía que me debía un favor por no haberla delatado y me lo dio. Al día siguiente volvería a verla, pero esta vez fuera del local. Cuando salimos, pedí permiso a Juan para tomar unas imágenes de los coches de Policía aparcados frente al Lido durante la detención de El Alemán, y me lo concedió a cambio de que borrase las matrículas de los coches de policía si publicaba la foto. Nuestro pacto es que sólo grabaría cuando él me lo autorizase, y siempre respeté ese trato. Después, continuamos nuestra ruta de burdel en burdel.
A la mañana siguiente, telefoneé a la chica del Lido para invitarla a comer. Se presentó con una compañera nigeriana llamada Cinthya, que terminaría siendo una de mis mejores amigas en ese mundo, y gracias a ellas conocí muchos más detalles de las trastiendas de la prostitución. Hasta el extremo de que, en una ocasión, llegó a confiarme un sobre con más de 600 euros para que yo lo ingresase en una sucursal de Caja Madrid, en la cuenta 2038-19-2829-3000334... a nombre de Janet James, su madame...
De todas las informaciones que me facilitaron, hay una que destaca por encima de las demás. Se trata de un documento escalofriante. Es el contrato que muchos master y madames obligan a firmar a sus zorras, y utilizo esta expresión para ilustrar la naturaleza animal que los proxenetas confieren a sus rameras, negándoles su condición humana y despersonalizándolas totalmente.
Sólo por el hecho de haber conseguido uno de estos documentos, todos los esfuerzos habían valido la pena. No añadiré nada más. Me limito a reproducir el texto de estos escalofriantes contratos, redactados en inglés y castellano, por los que las prostitutas otorgan a sus chulos el derecho a acabar con su vida, o con la de sus familiares, si son desobedientes, si acuden a la Policía o si se niegan a pagar la deuda que asumen para poder venir a Europa:

Un acuerdo:

Yo .................... con fecha ................. prometo pagar la suma de $40.000 dólares (cuarenta mil dólares) la suma que tengo que pagar a mi tía Iveve Osarenkhoc es de $43.000 dólares (cuarenta y tres mil dólares)
Yo .................... declaro que no voy a fallar las normas y no voy a contar nada a la Policía, hasta que la cantidad completa es pagada. Si yo fallo las normas, tía Iveve Osarenkhoc tiene el derecho de matarme a mí y a mi familia en Nigeria. Mi vida es equivalente a la suma que debo a mí madam Iveve Osarenkhoe: (mi señora)
Yo ................... declaro que este acuerdo me es explicado en mi dialecto y que lo comprendo completamente. Que va a ser destruido después de que pague la suma total.

Firma del contratante contratado

Espeluznante, pero profundamente revelador. Estos contratos prueban que el miedo y el pánico son la principal herramienta de trabajo para las mafias del tráfico de mujeres. Lo terrorífico es que las jóvenes llegasen a firmar esos contratos para poder venir a Europa, en unas condiciones infrahumanas. ¿Cómo es posible que acepten estoicamente todo este sufrimiento, esta vida sumida en el terror, tan sólo para venir al primer mundo a seguir sufriendo? Aún tardaría en comprender que, para muchas de ellas, los proxenetas y las mafias de la prostitución son considerados como la única salvación posible, ante la perspectiva de una vida de miseria, enfermedades y pobreza, a la que sin duda estarían condenadas en sus países de origen. Por eso están dispuestas a soportar lo que sea con tal de huir al primer mundo.
En el ambiente de miedo y terror en que viven, no es de extrañar que se vuelvan profundamente supersticiosas y acudan a brujos, videntes y adivinos, en busca de una protección mágica contra el pánico en el que se desarrolla su terrible existencia. Y aquella adicción a videntes, que en muchos casos llega a convertirse en una auténtica dependencia, hace que muchos farsantes sin escrúpulos se aprovechen de las prostitutas para sacarles el dinero.
Además de ese documento, de incalculable valor periodístico, ese mediodía conseguí otro elemento interesante. Una de aquellas chicas, obsesionada por el «mal de ojo», había caído en las garras de una «meiga», que le había estafado ya más de 400.000 pesetas. Para protegerla de los supuestos hechizos y de la mala suerte, le vendía una especie de «amuletos mágicos», dos de los cuales me facilitó. Al abrirlos, descubrimos que en aquel saquito de tela tan sólo había unas fotocopias de un libro de magia, una página de la Biblia y unas semillas. Pero la bruja le había cobrado a la joven, quien por cierto en Colombia había ganado un premio de Miss Turismo y había realizado varios spots televisivos, la friolera de 20.000 pesetas por cada uno, además de cobrar aparte los rituales y las ceremonias mágicas. Aún no tenía ni idea de que, muy cerca de allí, en Vigo, existía una vidente que había llegado a crear una especie de secta compuesta únicamente por prostitutas, a las que llegaba a estafar sumas millonarias...

La esclava de Cambre

De todos modos, mi recopilación de horrores en aquel viaje todavía no había concluido, el mayor espanto estaba por llegar. Aproveché mi estancia en la ciudad para entrevistarme con David Vidal, presidente de la organización no gubernamental llamada INMIGRA.COM. Su nombre había salido a colación en varias ocasiones durante mis conversaciones con prostitutas o con especialistas en el fenómeno de la prostitución.
David Vidal lleva años trabajando a favor de los inmigrantes y por su asociación han pasado los casos más terribles y dramáticos.
Hemos charlado juntos durante muchas horas a lo largo de los diferentes viajes a Galicia y por él conocí todo tipo de anécdotas, como, por ejemplo, aquella ocasión en que incluyó una encuesta en su página web en tomo a las soluciones que se podría dar al problema de la inmigración ilegal.
—Recibí miles de e-mails de grupos neonazis amenazándome con todo tipo de cosas. Y el contador de la página se volvió loco con la cantidad de visitas que tenía esos días para votar en la encuesta. Naturalmente, todos votaban que habría que expulsar a todos los inmigrantes de España, de forma inmediata. La verdad es que les debo a los neonazis la mayoría de visitas a mi página.
Evidentemente, David no sabía que estaba hablando con uno de los neonazis que había participado en aquella campaña, porque durante mi infiltración en los skinheads había recibido, de grupos como CEI o Nuevo Orden, la indicación de entrar en aquella página web todas las veces posibles, para votar a favor de la expulsión de los inmigrantes. Incluso había aprovechado su foro para dejar algún mensaje que reforzase la identidad de Tiger 88 de cara a los camaradas que sabía visitaban la página frecuentemente. Lo que nunca pude imaginar es que llegase a conocer al propietario de aquel portal de Internet, aunque por razones bien distintas.
De entre todos los casos terribles que David me relató sobre el mundo de la prostitución, uno de ellos destaca merecidamente. Se trata de la historia de la esclava de Cambre.
La esclavitud fue oficialmente abolida en España el 13 de febrero de 188o. Pero sólo oficialmente. Históricamente, hasta ese día, España había sido, junto con Portugal y Holanda, uno de los principales responsables de la trata de esclavos que poblaron de africanos las plantaciones de azúcar y algodón de las colonias americanas. Durante siglos, los barcos negreros exportaban mano de obra y muñecas sexuales para los civilizados y educados hombres blancos, católicos y pudientes, del Nuevo Mundo. Lo que no aparece en los libros de texto que educan a nuestros niños es que en la España del siglo XXI la esclavitud sigue existiendo. La terrible historia de Grace M. A. es una prueba fehaciente de ello.
—Grace nació en Benin City —me explica David Vidal mientras compartimos una taza de café en su domicilio coruñés—, como la mayoría de nigerianas que terminan ejerciendo la prostitución en España. Vino siendo ya un poco mayor. Normalmente las mafias las traen más jóvenes, incluso siendo menores, pero ella tenía treinta y un años cuando llegó a España. Aunque nunca quiso tocar el tema, como ocurre con la mayoría de las supersticiosas nigerianas, seguramente tuvo que pasar por los trámites habituales, es decir, someterse a una terrorífica sesión de vudú donde le arrancaron vello pubico, uñas, sangre y todo lo que utilizan para fabricar el body, con el que después su sponsor y más tarde su madame o su master la tendrían controlada. El caso es que aceptó el compromiso de tener que pagar a la mafia que la trajo una deuda de 30.000 dólares, unos cinco millones y medio de pesetas. Las pobres se creen que en Europa el dinero cae de los árboles y que en un par de meses trabajando como prostitutas podrán pagar la deuda y ser libres. Pero todas están engañadas.
—¿Entró en patera? —No, en esto tuvo más suerte que muchas compatriotas. Ella hizo el viaje en avión, en 1996. Su connection-man se ocupó de conseguirle un pasaporte falso, un visado y un billete de avión. Una vez en España, la pusieron a trabajar, como a todas, de prostíbulo en prostíbulo, y así la conoció Carlos López.
Carlos López Touzón, según averiguaciones posteriores, era un putero tan veterano como Paulino o Jesús. Nacido en Monforte de Lemos, provincia de Lugo, a sus cincuenta y tantos años conocía perfectamente cómo funcionaba el mundo de la prostitución, y era un personaje apreciado por los propietarios de los burdeles gallegos. Se dejaba mucho dinero en rameras e incluso había trabajado como relaciones públicas en los de los clubes de la zona Teixeiro-Santiago. Ya había tenido roces con la justicia, lo que siempre inspira confianza a los traficantes, y al menos en dos ocasiones, había sido detenido por apropiación indebida. Así que cuando, en igg8, conoció a Grace, que utilizaba el nombre de Mery en los ambientes de alterne, sabía perfectamente lo que tenía que hacer para conseguir su esclava personal.
Según mis averiguaciones, se conocieron en un prostíbulo de Lugo en 1998. Para entonces, ella ya había pagado unos 16.800 dólares de su deuda. Carlos López se encaprichó de Mery y convenció al proxeneta para que se la vendiese. Como era un conocido del club de hacía muchos años, no tuvo ningún problema. Una vez que compras a una nigeriana, eres su dueño para hacer con ella lo que quieras... y eso mismo hizo él. Parece que consiguió engatusarla haciéndola creer que iba a darle su libertad, porque ella llegó a solicitar una partida de nacimiento en la embajada de Nigeria en Madrid, con la intención de contraer matrimonio. Pero era todo mentira. Cuando se aburrió de Mery, la puso a trabajar en un burdel de Arteixo, el Barón, pero como Carlos era un tipo muy conflictivo, un chulo de los de la vieja escuela, acabó teniendo problemas con el dueño del garito que terminó echándolos.
—En el año 2000 —prosigue David— Carlos alquiló un bar en Cambre llamado La Orensana. En realidad, anteriormente ya había alquilado otro llamado Monforte, al lado de la estación de trenes de A Coruña, pero siempre estaba lleno de puteros y de gente problemática y el dueño terminó echando a Carlos a la calle; aunque antes de aquello, Mery hizo amistad con una chica keniata que fue, junto a su novio, quien denunció su situación. En definitiva, Carlos alquiló La Orensana y allí tenía a su esclava encerrada en la cocina, como un animal. Cuando le apetecía echar un polvo, lo hacía, aunque ella al final ya estaba muy débil y apenas podía soportarlo. Alguna vez algún vecino de Cambre la veía de reojo en la trastienda del bar, ya que apenas la dejaba atender en la barra.
—¿Y cómo descubristeis el asunto? —En realidad, una pura casualidad. Conocimos a una pareja de amigos de la víctima, en la calle, los cuales, tomando un café, manifestaron el temor de que ésta estuviese en peligro.
La amiga keniata que fue a visitarla la encontró un día medio muerta. Al parecer, Carlos le quitaba con frecuencia el pasaporte y amenazaba con matarla si se escapaba, pero desde el mes de abril, la chica se encontraba fatal, estaba muy enferma y apenas comía. Cuando la amiga de Mery y su novio avisaron a INMIGRACOM, David se puso en contacto con la Guardia Civil de Oleiros, y una vez que sus amigos hubieron prestado declaración, fueron a liberarla.
Podía sentir, a medida que David profundizaba en su relato, cómo mi corazón latía cada vez más y más deprisa. Cómo se aceleraba mi respiración al tiempo que crecía mi indignación y mi rabia. Por desgracia, todavía existen muchos Carlos López en España.
—Cuando llegamos allí con la Guardia Civil, yo fui el primero en entrar. La encontramos tirada en la cocina del bar, un cuartucho sin ventanas, sucio y de no más de seis metros cuadrados. Dormía en unas planchas de poliespán colocadas sobre tres sillas en fila, que le servían de cama. Se cubría con una manta mugrienta, sin sábanas. Y cuando entramos, apenas podía hablar ni tampoco caminar sola. A mí me recordó al zulo donde tenía ETA a Ortega Lara. Daba miedo. Se la llevaron en ambulancia rápidamente al servicio de urgencias del Hospital Juan Canalejo. Días más tarde, el médico que la atendía me dijo personalmente que si hubiésemos tardado unos días más, probablemente habría muerto.
—¿Y en qué quedó la historia? —Te puedes imaginar el escándalo que se montó aquí. Salimos en todos los periódicos y televisiones del país, a pesar de intentar escondemos. Pero Carlos salió mucho mejor parado de lo que pensábamos. El juez le puso 500.000 pesetas de fianza, las pagó y salió a la calle. Y mientras Mery estaba todavía ingresada, según ella nos dijo, mandó a un amigo de confianza para que la visitase en el hospital, haciéndose pasar por un conocido de la chica. No sabemos lo que le dijo, quizá la asustó, o la amenazó, no lo sé. Pero al salir del hospital, volvió con él.
—¿Qué?
—Que volvió con él. Tiene cierta lógica. Piensa que estas chicas vienen a Europa solas, sin conocer el idioma, la cultura ni las costumbres. No tienen amigos ni dinero. Son carne de cañón. La inmensa mayoría están condenadas a la desgracia en cuanto pisan Europa. ¿A qué otro lugar podía ir? Se demostró que los servicios asistenciales de la Xunta no estaban preparados para una contingencia así. Y Carlos, con todo, parecía ser un alma gemela en cierto sentido fatalista. Una esclava pero, eso sí, por paradójico que parezca, un tipo de esclava de las que parecen necesitar a un amo. Aunque nunca llegué a entenderlo, recuerda al binomio macarra—prostituta de la vieja escuela, formando una simbiosis de la ayuda entre marginales o desesperados.
Para cuando dejé Galicia, camino de Barcelona, no podía sacar de mi mente la terrible historia de Grace M. A., alias Mery. Más tarde supe que Carlos López había muerto de sida poco tiempo después, pero nadie pudo decirme qué fue de su esclava una vez fallecido su dueño. Tal vez continúe ejerciendo la prostitución en algún tugurio de carretera. Quizá haya conseguido emparejarse con algún español que la trate un poco mejor que su amo y la deje dormir en una cama, y no en una plancha de poliespán en la cocina. 0 tal vez haya muerto, en silencio, como vivió. Sin hacer ruido para no llamar la atención. Atorada por el miedo. Como decía la Pisano: «... Sin una oración, sin una flor, de la peor de las maneras ... ».
Lo peor de todo es que España está repleta de Graces y yo iba a conocer a muchas de ellas. Maldije al género masculino, y sentí vergüenza de ser hombre. Todavía la siento.

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